martes, 25 de agosto de 2015

SEDUCIDA: CAPITULO 24




Pedro tiró las llaves sobre la mesa de la cocina. Lo único que deseaba era tumbarla sobre la alfombra, pero su deber como anfitrión exigía que aguantase un poco más.


–¿Quieres comer algo?


–Tal vez.


Tan ambigua respuesta hizo que se volviera. ¿Tal vez? 


¿Estaba haciéndose ilusiones o había un brillo de deseo en sus ojos?


Pedro tragó saliva mientras ella se quitaba la cazadora, revelando un tirante del sujetador bajo el jersey.


–Primero tengo que quitarme estas botas. Me duelen los pies.


Pedro solo podía mirar sus labios, brillantes del azúcar del algodón que habían compartido.


–Tienes azúcar en la boca.


–¿Qué?


Paula entreabrió los labios cuando él inclinó la cabeza para besarla. Y qué dulce sabía. Cuando ella abrió la boca para decir algo, Pedro aprovechó la oportunidad para deslizar la lengua.


Pero Paula se apartó. En sus ojos reconocía la misma intensidad que debía haber en los suyos, pero también algo más.


Quería borrar esa mirada de confusión y calmar sus dudas. 


«No le des tiempo para pensar», le dijo una vocecita.


–Paula…


Desesperado, metió las manos bajo el jersey para encontrar algo satinado de color rosa…


–Solo estamos nosotros –murmuró, con voz ronca.


–Yo…


–Solo nosotros, aquí, ahora.


–Solo nosotros –repitió ella y Pedro notó el temblor en su voz.


–Paula…


–Solo nosotros, aquí, ahora –Pau metió las manos bajo el jersey para acariciarlo–. Ahora, ahora.


Pedro tuvo que tragar saliva mientras desabrochaba el botón de los vaqueros. Tiró de ellos hacia abajo, junto con las bragas, para acariciar la suave piel de su trasero. Se quitó el jersey y cayeron sobre la alfombra con las piernas y los brazos enredados, jadeando.


–¿Estás bien?


Experimentó un sentimiento de primitiva posesión al ver su pálida piel, el pelo negro extendido sobre la alfombra como ébano, sus pezones oscuros…


Pau arqueó la espalda.


–Lo estaré pronto.


Pedro le abrió las piernas y se colocó entre ellas, donde quería estar, donde había soñado estar tantas veces.


¿Cuántas mañanas había despertado duro como una piedra y sudando, con el sabor de su sexo en la lengua, su aroma llenándole los pulmones?


–Eres todo lo que recuerdo y más.


El brillo de sus ojos la empujaba al precipicio y Paula se rindió mientras la alfombra acariciaba su espalda desnuda, las manos de Pedro abrían sus muslos.


Temblaba bajo su mirada, cada latido de su corazón le hacía eco en todo el cuerpo. Le sopló suavemente entre las piernas… un soplido ligero. Paula suspiró, a punto de explotar bajo su ardiente mirada. Un segundo después, de su garganta escapaba un grito de placer mientras llegaba al clímax.


–Eres asombrosa, ¿lo sabes? –murmuró Pedro, enterrando en ella su lengua en una perversa y deliciosa tortura cuando aún no habían terminado los espasmos.


Pedro… –Paula se agarró a su pelo mientras él pellizcaba los sensibles pezones.


Excitada, le bajó la cremallera del pantalón y metió la mano bajo el calzoncillo para encontrarlo duro como el acero.


–Sigue haciendo lo que estabas haciendo.


–Hago lo que puedo –Pedro sacó algo del bolsillo, un paquetito que rasgó con los dientes.


Paula se quedó inmóvil. Nunca habían usado preservativo porque ella tomaba la píldora. ¿Y si volvía a quedarse embarazada?


Benja había usado preservativo, pero Mariza estaba esperando un niño, de modo que no era seguro al cien por cien. ¿Podría pasar por eso otra vez?


–No pasa nada, Pau, no lo pienses. Te necesito esta noche, he querido hacer esto desde que volvimos a vernos.


El deseo los envolvía, arrastrándolos en un torrente de calor y sensaciones. Cuando se enterró en ella, Paula se arqueó para recibirlo con renovado deseo, ahogándose en esa ola de amor.


¡No!


Amor no, le dijo una vocecita. No tenía nada que ver con el amor. Solo era deseo, una atracción física irresistible.


Pedro aminoró el ritmo de repente para acariciarle el pelo.


–Quédate conmigo.


–Estoy aquí.


Las caricias se volvían frenéticas hasta que la razón desapareció y era imposible pensar. Solo existía el deseo que los empujaba hasta que, por fin, Pedro se derramó dentro de ella.


Horas después, Paula despertó con el calor del cuerpo de Pedro sobre el suyo. Relajado, parecía un dios satisfecho después de haber cumplido con sus divinas obligaciones.


Y había sido divino, tenía que reconocerlo. En una docena de maneras diferentes sobre la alfombra y más tarde sobre las sábanas de satén. Solo habían parado un momento para comer algo antes de volver a la cama y seguir haciendo el amor. Se sentía demasiado feliz como para pensar en por qué aquello era un gran error o para considerar las consecuencias de una relación con Pedro.


No, no era una relación. Aquello era sexo; genial, el mejor, pero nada más.


–Buenos días.


–Buenos días –Paula sonrió, acariciándole el torso–. Muy buenos.


–¿Me merezco un beso?


–Eso depende.


–¿De qué?


–De lo que me ofrezcas de desayuno.


–¿Qué tienes en mente?


–Necesito algo que me sostenga antes de empezar otra ronda. Café, fresas y bollos recién hechos.


–¿Qué tal dos de tres? Te ofrezco café y fresas si tú vas a comprar los bollos. Hay una pastelería aquí al lado.


–Muy bien.


–¿Seguro que quieres comer antes?


–Desde luego.


–¿Esto es una especie de prueba?


Como respuesta, Paula se colocó sobre él, frotando su sexo contra el duro muslo masculino.


–Podríamos llamarlo un soborno.


–Algunos dirían que es ilegal –Pedro metió una mano entre sus piernas–. ¿Quieres los bollos calientes ante de nada? –susurró, hundiendo un dedo en su centro.


–Sí… –consiguió decir Paula, pero no parecía nada convincente.


Pedro introdujo dos dedos, tres, haciendo círculos, creando una fricción que prometía llevarla al paraíso.


–¿Con canela o sin ella?


Paula abrió las piernas, arqueándose hacia su mano
–Con azúcar… pero estás jugando sucio.


–Muy bien, lo admito –Pedro apartó la mano, tan excitado como ella.


–Creo que iré yo. Necesito hacer ejercicio.


–El café estará frío y yo también –bromeó Paula.


Riendo, Pedro saco una camiseta de la cómoda.


–Volveré enseguida.


Paula se sentó en la cama y respiró profundamente intentando controlarse. Su ropa estaba en el salón, donde Pedro la había tirado, así que inspeccionó su vestidor y encontró una camisa de franela que serviría a modo de albornoz.


Encontró un paquete de café en la cocina y, mientras esperaba que la cafetera hiciera su trabajo, empezó a sacar platos y tazas de un armario.


Pedro volvió unos minutos después y dejó la bolsa con los aromáticos bollos sobre la mesa.


–Justo a tiempo.


–Qué bien hueles –murmuró él, abrazándola.


–Llevo tu camisa.


–Ah, entonces yo también huelo bien.


–¿Nos comemos los bollos después?


Él dejó escapar un suspiro.


–Acabo de escuchar los mensajes del móvil. Mis padres volvieron anoche y quieren saber por qué tenía el teléfono desconectado.


Paula, a punto de servir el café, se quedó inmóvil.


–¿Qué les has dicho?


–Que estaba ocupado con una mujer preciosa que no me dejaba usar el teléfono –bromeó Pedro–. He quedado a comer con ellos en una hora.


–Ah, bueno, entonces supongo que me echarás de aquí en una hora.


–Seguramente querrán ver mi nuevo apartamento…


–Y no me quieres aquí –lo interrumpió Paula. Ni ella tenía intención de ver a su padre–. No pasa nada, no te preocupes.


–Siento que haya sido hoy precisamente.


Paula también lo sentía. Podrían estar en la cama, abrazados, disfrutando el uno del otro. Pero la noche había pasado, había salido el sol y era otro día.


–Yo necesito dormir un poco y hacer cosas en casa y tú tiene que ver a tus padres. Lo entiendo.


–Bueno, vamos a desayunar.


–No, gracias. Es mejor que me marche.


–Pero he ido a comprar los bollos –protestó él.


–Supongo que querrás arreglar el apartamento antes de que lleguen.


Hacer la cama, tirar el preservativo, los preservativos…


–No voy a tardar una hora.


–Será mejor que me vista.







lunes, 24 de agosto de 2015

SEDUCIDA: CAPITULO 23



Pedro se secó la cara con una toalla mientras miraba a Paula por la ventana. Allí estaba, el objeto de su frustración frente al portal, como si estuviera a punto de salir corriendo.


 Tenía la barbilla levantada, como retándose a sí misma.


–Qué mujer tan independiente –murmuró, irritado.


Cuando estaba poniéndose los vaqueros sonó el timbre de la puerta y corrió a abrir. Paula se quedó en el descansillo, mirando su torso desnudo y sus pies descalzos.


–He venido a pedirte disculpas. Me he portado de una forma muy grosera –le dijo, sacando una cajita del bolso–. Y yo no soy una desagradecida.


–Estoy de acuerdo –Pedro aceptó la caja y alargó la otra mano para apartarle el pelo de la cara–. ¿Qué es esto?


–Un regalo para tu apartamento.


–Solo lo aceptaré si tú aceptas el mío.


–Hay una gran diferencia entre un regalito y un coche.


–Yo no lo veo así.


Paula suspiró.


–¿Puedo entrar?


–Sí, claro –Pedro dio un paso atrás–. Los sofás no llegarán hasta mañana, pero hay sillas en la cocina.


–Abre el regalo –dijo ella.


Pedro abrió la caja. Dentro había dos copas de champán y un sacacorchos de madera.


–Gracias.


Un regalo sencillo, nada caro, pero que significaba mucho para él.


–Seguramente tendrás toneladas de copas –dijo Paula, mirando por la ventana.


–Nunca se tienen demasiadas copas. ¿Quieres un café? Estaba a punto de hacerlo. ¿O prefieres estrenar las copas?


–No, café está bien. ¿Te importa si exploro un poco el apartamento?


–No, claro que no.


Así tendría tiempo para calmarse.


–Ah, por cierto, espero que estés libre esta noche. Te debo una.


–Muy bien.


Seguro que no se refería a lo que él pensaba. Apretando los dientes, Pedro se concentró en hacer el café, pero por el rabillo del ojo vio que entraba en su dormitorio.


Había dejado la cama sin hacer y podía imaginar la pálida piel de Paula en contraste con las sábanas azules, sus manos moviéndose por el edredón, sobre él…


Esperaba que los planes de Pau incluyesen a más gente; una multitud si era posible.


–Muy bien –dijo Paula unos minutos después, tomando su taza de café–. Tengo dos días libres. Tú no quieres nada serio, así que sugiero algo nada serio.


–¿Qué se te ha ocurrido?


–El parque de atracciones Luna Park –respondió ella, con una sonrisa en los labios.


–¿Y quién elige las atracciones?


–Yo –respondió ella–. Tal vez te deje elegir alguna, si te portas bien.


Eligiera él las atracciones o no, esa tarde iba a ser una montaña rusa en muchos sentidos. Aunque agradecía que no hubiera sugerido un simple almuerzo.


–¿Alguna cosa más?


–Sí, volveremos aquí a cenar. Incluso te dejaré cocinar.


–Ah, qué generosa.


Pedro había evitado los parques de atracciones desde que rompió con Pau y no solo porque ver a la gente en la montaña rusa le encogiese el estómago sino porque el olor a grasa de las atracciones y el algodón dulce siempre le recordaban a ella.


Cuando llegaron a la entrada de Luna Park el pasado volvió como un caleidoscopio de sonidos e imágenes. Ganó un oso de peluche en una caseta, una serpiente de terciopelo verde en otra. Luego subieron a la noria y a un par de atracciones poco peligrosas. La montaña rusa que eligió Paula no era tan aterradora como aquella en la que vomitó cinco años antes, pero tampoco mucho mejor.


–No irás a acobardarte, ¿verdad? –lo retó ella.


–No, claro que no.


Y no lo hizo, pero tardó media hora en recuperar el color de la cara y, además, tuvo que probar el algodón dulce porque Paula insistió en que era parte de la experiencia.


Se quedaron en el parque hasta el anochecer, cuando el cielo se volvió de color púrpura y la ciudad de Sídney brillaba como una joya, sus luces reflejadas en el agua oscura del puerto.


Paula tomó su mano, pero no era suficiente. Quería esas manos por todas partes, quería esos ojos brillando de placer, oscureciéndose de pasión.


–Ya hemos visto suficiente –dijo, tirando de ella–. Hora de volver a casa para cenar.


Pero cuando llegaron al coche, Pedro tenía un objetivo en mente, y no era cenar.


–Ah, qué lujo –bromeó ella, arrellanándose en el asiento de piel.


Pedro tuvo que apretar el volante ante una repentina visión de Pau desnuda sobre ese asiento, su trasero deslizándose por la suave piel, las piernas abiertas, húmeda para él, solo para él.


Pedro sacudió la cabeza. Una imagen más y tendría que parar en el arcén para hacerlo realidad.


–¿Qué ocurre? –le preguntó Pau–. ¿Te duele algo?


–No, nada –respondió él, con voz ronca.


–¿En qué estabas pensando? –le preguntó Pau, tocando su rodilla.


–Nada de preguntas y nada de charla si quieres llegar a casa de una pieza.


Por el rabillo del ojo vio que esbozaba una sonrisa mientras se deshacía la coleta.


Le gustaría ser él quien hiciera eso, pensó, respirando el olor de su gel, el mismo de la noche anterior.


Tuvo que moverse, incómodo. Estaba reaccionando como un adolecente y no como un hombre adulto.


Cuando llegaron a casa detuvo el coche y apagó el motor. 


En el silencio podía oír los latidos de su corazón y la suave respiración de Paula, que se había quedado dormida.


–Paula… despierta.


Ella abrió los ojos poco a poco.


–¿Ya hemos llegado?


–Sí, vamos.


Pero Pedro vaciló un momento antes de salir del coche. 


¿Sería capaz de marcharse cuando decidieran que ya habían tenido suficiente? Aunque más bien sería ella quien le diese la espalda para salir con algún otro hombre.


Tenía que pensar eso, así sería más fácil mantener la perspectiva.








SEDUCIDA: CAPITULO 22




Cuando Paula despertó de un sueño profundo y reparador, la luz del día inundaba la habitación. Se estiró perezosamente, pero cuando alargó el brazo descubrió que estaba sola en la cama.


Se dijo a sí misma que no estaba decepcionada, pero después de la noche anterior… tuvo que hacer un esfuerzo para bloquear las imágenes y controlar sus pensamientos.


Se puso un chándal para ir a la cocina y se hizo un café mientras pensaba en Pedro y por qué estaba allí cuando llegó a casa. ¿Había ido con la intención de verla o para pasar el rato con German? Probablemente lo último, ya que ella había cambiado el turno con una compañera.


Entonces notó unos números anotados a bolígrafo en su muñeca… El número de su móvil. Uno de sus antiguos pasatiempos había sido escribir mensajes en el cuerpo del otro, siempre en sitios muy interesantes.


Paula volvió al dormitorio y se quitó la ropa, temblando.


Allí, sobre su pecho izquierdo, Pedro había escrito la dirección de su apartamento. Sintió que le ardía la cara al pensar que la había mirado mientras dormía… sin que ella pudiese hacer nada.


Después de vestirse decidió llamarlo, pero se detuvo. ¿Iba a llamar para darle las gracias por un orgasmo increíble?


Paula tuvo que apoyarse en la mesa mientras se servía el café y estuvo a punto de quemarse la mano cuando sonó el teléfono. Era Pedro.


–¿Qué tal has dormido?


–Probablemente mejor que tú –respondió ella.


–¿Tienes la dirección?


–Sí –murmuró Paula, tocándose el pecho–. La tengo.


–Ve a la puerta.


–¿Qué?


–Hazlo.


–Muy bien, estoy en la puerta.


–Ábrela.


Paula tuvo que guiñar los ojos para evitar el sol, pero enseguida vio un Holden Astra blanco aparcado frente a la casa.


Un involuntario gemido escapó de su garganta. No podía ser.


Pedro, ¿qué has hecho?


Él dio un paso adelante, con las llaves colgando de un dedo.


–Te he comprado un coche. Te hacía falta, ¿no?


–No puedo aceptarlo –murmuró ella, con el corazón encogido.


–¿Por qué no? Tú necesitas un coche y yo estoy ayudando a una amiga, nada más.


Ese regalo era un compromiso. ¿Y no habían dicho que no habría compromisos?


–No necesito tu ayuda, puedo comprar un coche con mi dinero.


Paula volvió a entrar en la casa con las piernas temblorosas y se dejó caer sobre una silla de la cocina. Eso de «ayudar a una amiga» era absurdo. Claro que teniendo tanto dinero… seguramente para Pedro no era importante. Y no tenía por qué ser un compromiso, ella no dejaría que lo fuera.


–Mira, yo… –empezó a decir. Pero cuando levantó la cabeza comprobó que estaba sola en la cocina.


Cuando llegó a la puerta vio que el Ferrari daba la vuelta a la esquina. Sin saber qué hacer, corrió hacia el coche. Había dejado las llaves en el contacto y un mapa abierto en el asiento del pasajero en la página de Double Bay.


–Piensas en todo, ¿eh? –murmuró para sí misma.


Pero aunque fuese a toda velocidad no llegaría a tiempo. 


Además, no estaba acostumbrada al coche nuevo y no conocía bien Double Bay, de modo que cerró la puerta y se llevó su impaciencia a casa. Muy bien, tenía que calmarse y recuperar el control.


Cinco minutos después se había puesto un jersey de color cereza y unos vaqueros, la cazadora de ante en la mano. 


Tomando el mapa, subió al coche y pasó una mano por el salpicadero. Olía a coche nuevo y a la loción de Pedro.


¿Debería enviarle un mensaje diciendo que iba de camino? 


No, mejor disculparse cara a cara.


Cuarenta y cinco minutos después aparcaba tras un clásico Mercedes y miraba el lujoso edificio de apartamentos, con grandes balcones, ventanales enormes y una vista para morirse.


Estaba en una calle flanqueada por árboles que le recordaban la calle donde vivían sus padres. Paula apretó el volante. No era su sitio, pensó.


Tomando la cazadora, bajaba del coche cuando una mujer inmaculadamente vestida salió del edificio y la miró con curiosidad.


Paula sonrió. Que aquel no fuera su sitio no significaba que tuviera que ser grosera. Doña perfecta le devolvió la sonrisa mientras subía al Mercedes, por supuesto.


Sonriendo para sí misma, Paula se dirigió al portal. Una vocecita le decía que volviera a casa, que el hombre que vivía en aquel sitio tan lujoso no era el hombre que ella había conocido.


Pero habían estado juntos la noche anterior y sus caricias eran las de siempre.


Respirando profundamente, subió los escalones del portal. 


Le daría las llaves y se disculparía, sencillamente







SEDUCIDA: CAPITULO 21



–¡Pau! ¡Pau! –la voz de Pedro parecía llegar de muy lejos.


Cuando abrió los ojos notó que el agua estaba templada y su piel fría.


–¿Qué pasa? –Paula intentó levantarse, pero no tenía fuerzas.


–Llevo un rato llamándote desde el pasillo. Estabas dormida, cariño.


Pedro la ayudó a salir de la bañera y la envolvió en una toalla.


–¿Qué hora es?


–La una. Tienes que secarte, estás helada.


Pedro empezó a frotarla vigorosamente y Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no maullar como un gatito.


–Puedo hacerlo… –empezó a decir, incapaz de terminar la frase.


Pedro se detuvo, mirándola con un deseo que ya no podía esconder. Lentamente, como si de una suave tortura se tratase, le pasó la toalla por los pechos y vio cómo los pezones se le levantaban, temblorosos.


Pau echó la cabeza hacia atrás sin poder hacer nada. Se quedó inmóvil mientras el pulso le latía en sus oídos y temblaba entre sus piernas.


El aliento de Pedro era como una caricia en sus pechos, su abdomen. Estaba a unos centímetros de su piel desnuda, pero se limitaba a secarla con la toalla.


Había esperado ese momento durante cinco años. 


Era Pedro, el hombre con el que comparaba a todos los demás. Su suavidad, su paciencia…


Pedro siguió secándole los muslos… y más arriba, despacio, el roce de la tela llevándola al borde del precipicio.


Pedro –susurró, pero no pudo decir nada más.


–¿Estás bien? –le preguntó con voz ronca.


–Sí.


Un roce más de la toalla y el clímax la hizo caer al vacío. 


Todo se volvió negro, el suelo se movió bajo sus pies y cayó en los brazos de Pedro.


Unos segundos después tuvo que hacer un esfuerzo para hablar.


–Creo que ya estoy seca. Casi por todas partes.


Él rio, pero la risa sonaba tensa.


–Vamos a la cama, cariño. Necesitas dormir.


Sin encender la luz, la arropó con el edredón mientras Paula temblaba. Las sábanas parecían de hielo.


–Hace frío –murmuró.


Oyó que Pedro cerraba la puerta y luego sintió que se tumbaba a su lado, vestido. La abrazó, su espalda contra la camiseta blanca, su pierna desnuda rozando la tela 
vaquera del pantalón, la erección masculina en su trasero.


El cansancio era un ladrón que le robaba la oportunidad de darse la vuelta y bajar la cremallera que se le clavaba en la espalda. Por primera vez en cinco años no se sentía sola en el mundo. Mientras se quedaba dormida se le ocurrió que aquello era peligroso. Y que podría acostumbrarse.








domingo, 23 de agosto de 2015

SEDUCIDA: CAPITULO 20




Paula terminó su turno a las once, después de catorce horas. Sus pacientes ya estaban dormidos, pero había echado una mano en urgencias.


Si se quedaba más tiempo haría más daño que otra cosa porque estaba agotada. Al menos podría darse un baño, meterse en la cama y dormir sin los sueños que la habían tenido despierta desde que Pedro volvió a su vida. Esos dos días había trabajado sin parar, haciendo turnos extra para olvidarlo. Y Pedro no la había llamado.


Lo echaba de menos y eso demostraba que sería un error volver a estar con él. Terminaría con el corazón roto otra vez.


Las puertas del hospital se cerraron tras ella mientras se envolvía en la cazadora de ante. Las horas extra no habían conseguido hacerla olvidar las manos de Pedro sobre su piel, los labios húmedos, el brillo de sus ojos en el oscuro parque. Caminó a paso rápido hacia su coche, tiró el bolso en el asiento y giró la llave. Nada. Suspirando, apoyó la cabeza en el respaldo del asiento. Tenía ganas de llorar.


Una frustrante hora después, la grúa fue a buscar su coche y cuando por fin llegó a casa, en taxi, encontró a German y Pedro en el salón viendo una película.


–Hola.


Ignorando los salvajes latidos de su corazón, Paula se concentró en dirigirse al dormitorio.


–Oye, espera un momento. ¿Qué ocurre? Pareces enfadada.


–Llevo quince horas trabajando y cuando quería volver a casa mi coche no arrancaba. Me han dicho que no tiene arreglo y lo único que quiero es dormir.


–Buena idea, Pau –oyó que decía German–. Puedes irte cuando quieras, Pedro.


–No, no pasa nada –intervino Paula–. No tienes que irte por mí, yo me voy a dormir.


German tomó el cuenco de palomitas antes de dirigirse a su habitación.


–Gracias por la compañía. Yo también voy a dormir un rato.


Pedro se volvió hacia Paula.


–Siéntate un momento. ¿Quieres un café o un chocolate caliente?


–No, no quiero nada.


Pedro empezó a quitarle las horquillas del pelo, haciéndola suspirar de placer mientras le deshacía la trenza y le daba un masaje en las sienes.


–Arreglaremos tu coche mañana.


–Ya te he dicho que no funciona. Tengo que comprar uno nuevo.


–El bueno de Mauricio se ha rendido, ¿eh?


–Miguel –lo corrigió ella–. No puedo llamarlo cada vez que tengo un problema. He llamado al seguro y la grúa se ha llevado el coche.


Pedro inclinó la cabeza para rozar sus labios, una vez, dos, suavemente, sin exigir nada. A Paula se le doblaron las rodillas y cerró los ojos, sintiendo que se disolvía entre sus manos.


Pero estaba exhausta. Le daba igual que se quedase a dormir o no mientras ella pudiera hacerlo.


–¿Quieres un chocolate caliente o prefieres irte directamente a la cama? –preguntó Paula.


–¿Qué?


Él sacudió la cabeza.


–Quería decir sola. Pareces agotada.


–Una tila, hoy he tomado demasiados cafés –dijo Paula mientras iba hacia su habitación–. Voy a darme un baño.


No iban a hacer el amor, pensó mientras abría el grifo de la bañera. No iban a hacerlo, pero si lo hiciera estaría despierta para disfrutarlo. ¿Tenía sentido?


Probablemente no. Una señal de que su cerebro había dejado de funcionar. Además, Pedro ni siquiera había mencionado hacer el amor. Pau se recogió el pelo y se quitó el uniforme antes de hundirse en el agua caliente. Apoyando la cabeza en el borde de la bañera cerró los ojos…








SEDUCIDA: CAPITULO 19





Una vez en su habitación, sacó un joyero del armario. No solía hacerlo porque en esos años había aprendido a aceptar la pérdida como algo que formaba parte de la vida. 


La caja de madera con madreperla estaba envuelta en un pañuelo de seda… una de las pocas cosas de su madre que había conservado.


Dentro de la caja guardaba recuerdos importantes: la pulserita que le pusieron en el hospital el día que nació, una medallita de oro, la entrada para un concierto de su banda de rock favorita… Y su primera ecografía: la imagen en blanco y negro era todo lo que le quedaba de esa diminuta vida y Paula trazó la imagen con un dedo. Nunca había tenido la oportunidad de sentirlo dentro de ella, de contar sus deditos o escuchar su risa.


–Si tu padre hubiera sabido de ti…


¿Habría sido diferente? ¿Pedro habría aceptado el trabajo en Queensland de haber sabido que estaba embarazada? 


Entonces habría tenido que renunciar a su sueño de ser ingeniero geólogo y estaría trabajando con su padre, una situación que no lo habría hecho feliz.


Al menos Pedro había hecho realidad sus sueños.


Había querido contárselo, pero su padre se lo impidió. Y entonces, en el segundo trimestre, perdió el niño. Tenía que contárselo.