martes, 25 de agosto de 2015

SEDUCIDA: CAPITULO 24




Pedro tiró las llaves sobre la mesa de la cocina. Lo único que deseaba era tumbarla sobre la alfombra, pero su deber como anfitrión exigía que aguantase un poco más.


–¿Quieres comer algo?


–Tal vez.


Tan ambigua respuesta hizo que se volviera. ¿Tal vez? 


¿Estaba haciéndose ilusiones o había un brillo de deseo en sus ojos?


Pedro tragó saliva mientras ella se quitaba la cazadora, revelando un tirante del sujetador bajo el jersey.


–Primero tengo que quitarme estas botas. Me duelen los pies.


Pedro solo podía mirar sus labios, brillantes del azúcar del algodón que habían compartido.


–Tienes azúcar en la boca.


–¿Qué?


Paula entreabrió los labios cuando él inclinó la cabeza para besarla. Y qué dulce sabía. Cuando ella abrió la boca para decir algo, Pedro aprovechó la oportunidad para deslizar la lengua.


Pero Paula se apartó. En sus ojos reconocía la misma intensidad que debía haber en los suyos, pero también algo más.


Quería borrar esa mirada de confusión y calmar sus dudas. 


«No le des tiempo para pensar», le dijo una vocecita.


–Paula…


Desesperado, metió las manos bajo el jersey para encontrar algo satinado de color rosa…


–Solo estamos nosotros –murmuró, con voz ronca.


–Yo…


–Solo nosotros, aquí, ahora.


–Solo nosotros –repitió ella y Pedro notó el temblor en su voz.


–Paula…


–Solo nosotros, aquí, ahora –Pau metió las manos bajo el jersey para acariciarlo–. Ahora, ahora.


Pedro tuvo que tragar saliva mientras desabrochaba el botón de los vaqueros. Tiró de ellos hacia abajo, junto con las bragas, para acariciar la suave piel de su trasero. Se quitó el jersey y cayeron sobre la alfombra con las piernas y los brazos enredados, jadeando.


–¿Estás bien?


Experimentó un sentimiento de primitiva posesión al ver su pálida piel, el pelo negro extendido sobre la alfombra como ébano, sus pezones oscuros…


Pau arqueó la espalda.


–Lo estaré pronto.


Pedro le abrió las piernas y se colocó entre ellas, donde quería estar, donde había soñado estar tantas veces.


¿Cuántas mañanas había despertado duro como una piedra y sudando, con el sabor de su sexo en la lengua, su aroma llenándole los pulmones?


–Eres todo lo que recuerdo y más.


El brillo de sus ojos la empujaba al precipicio y Paula se rindió mientras la alfombra acariciaba su espalda desnuda, las manos de Pedro abrían sus muslos.


Temblaba bajo su mirada, cada latido de su corazón le hacía eco en todo el cuerpo. Le sopló suavemente entre las piernas… un soplido ligero. Paula suspiró, a punto de explotar bajo su ardiente mirada. Un segundo después, de su garganta escapaba un grito de placer mientras llegaba al clímax.


–Eres asombrosa, ¿lo sabes? –murmuró Pedro, enterrando en ella su lengua en una perversa y deliciosa tortura cuando aún no habían terminado los espasmos.


Pedro… –Paula se agarró a su pelo mientras él pellizcaba los sensibles pezones.


Excitada, le bajó la cremallera del pantalón y metió la mano bajo el calzoncillo para encontrarlo duro como el acero.


–Sigue haciendo lo que estabas haciendo.


–Hago lo que puedo –Pedro sacó algo del bolsillo, un paquetito que rasgó con los dientes.


Paula se quedó inmóvil. Nunca habían usado preservativo porque ella tomaba la píldora. ¿Y si volvía a quedarse embarazada?


Benja había usado preservativo, pero Mariza estaba esperando un niño, de modo que no era seguro al cien por cien. ¿Podría pasar por eso otra vez?


–No pasa nada, Pau, no lo pienses. Te necesito esta noche, he querido hacer esto desde que volvimos a vernos.


El deseo los envolvía, arrastrándolos en un torrente de calor y sensaciones. Cuando se enterró en ella, Paula se arqueó para recibirlo con renovado deseo, ahogándose en esa ola de amor.


¡No!


Amor no, le dijo una vocecita. No tenía nada que ver con el amor. Solo era deseo, una atracción física irresistible.


Pedro aminoró el ritmo de repente para acariciarle el pelo.


–Quédate conmigo.


–Estoy aquí.


Las caricias se volvían frenéticas hasta que la razón desapareció y era imposible pensar. Solo existía el deseo que los empujaba hasta que, por fin, Pedro se derramó dentro de ella.


Horas después, Paula despertó con el calor del cuerpo de Pedro sobre el suyo. Relajado, parecía un dios satisfecho después de haber cumplido con sus divinas obligaciones.


Y había sido divino, tenía que reconocerlo. En una docena de maneras diferentes sobre la alfombra y más tarde sobre las sábanas de satén. Solo habían parado un momento para comer algo antes de volver a la cama y seguir haciendo el amor. Se sentía demasiado feliz como para pensar en por qué aquello era un gran error o para considerar las consecuencias de una relación con Pedro.


No, no era una relación. Aquello era sexo; genial, el mejor, pero nada más.


–Buenos días.


–Buenos días –Paula sonrió, acariciándole el torso–. Muy buenos.


–¿Me merezco un beso?


–Eso depende.


–¿De qué?


–De lo que me ofrezcas de desayuno.


–¿Qué tienes en mente?


–Necesito algo que me sostenga antes de empezar otra ronda. Café, fresas y bollos recién hechos.


–¿Qué tal dos de tres? Te ofrezco café y fresas si tú vas a comprar los bollos. Hay una pastelería aquí al lado.


–Muy bien.


–¿Seguro que quieres comer antes?


–Desde luego.


–¿Esto es una especie de prueba?


Como respuesta, Paula se colocó sobre él, frotando su sexo contra el duro muslo masculino.


–Podríamos llamarlo un soborno.


–Algunos dirían que es ilegal –Pedro metió una mano entre sus piernas–. ¿Quieres los bollos calientes ante de nada? –susurró, hundiendo un dedo en su centro.


–Sí… –consiguió decir Paula, pero no parecía nada convincente.


Pedro introdujo dos dedos, tres, haciendo círculos, creando una fricción que prometía llevarla al paraíso.


–¿Con canela o sin ella?


Paula abrió las piernas, arqueándose hacia su mano
–Con azúcar… pero estás jugando sucio.


–Muy bien, lo admito –Pedro apartó la mano, tan excitado como ella.


–Creo que iré yo. Necesito hacer ejercicio.


–El café estará frío y yo también –bromeó Paula.


Riendo, Pedro saco una camiseta de la cómoda.


–Volveré enseguida.


Paula se sentó en la cama y respiró profundamente intentando controlarse. Su ropa estaba en el salón, donde Pedro la había tirado, así que inspeccionó su vestidor y encontró una camisa de franela que serviría a modo de albornoz.


Encontró un paquete de café en la cocina y, mientras esperaba que la cafetera hiciera su trabajo, empezó a sacar platos y tazas de un armario.


Pedro volvió unos minutos después y dejó la bolsa con los aromáticos bollos sobre la mesa.


–Justo a tiempo.


–Qué bien hueles –murmuró él, abrazándola.


–Llevo tu camisa.


–Ah, entonces yo también huelo bien.


–¿Nos comemos los bollos después?


Él dejó escapar un suspiro.


–Acabo de escuchar los mensajes del móvil. Mis padres volvieron anoche y quieren saber por qué tenía el teléfono desconectado.


Paula, a punto de servir el café, se quedó inmóvil.


–¿Qué les has dicho?


–Que estaba ocupado con una mujer preciosa que no me dejaba usar el teléfono –bromeó Pedro–. He quedado a comer con ellos en una hora.


–Ah, bueno, entonces supongo que me echarás de aquí en una hora.


–Seguramente querrán ver mi nuevo apartamento…


–Y no me quieres aquí –lo interrumpió Paula. Ni ella tenía intención de ver a su padre–. No pasa nada, no te preocupes.


–Siento que haya sido hoy precisamente.


Paula también lo sentía. Podrían estar en la cama, abrazados, disfrutando el uno del otro. Pero la noche había pasado, había salido el sol y era otro día.


–Yo necesito dormir un poco y hacer cosas en casa y tú tiene que ver a tus padres. Lo entiendo.


–Bueno, vamos a desayunar.


–No, gracias. Es mejor que me marche.


–Pero he ido a comprar los bollos –protestó él.


–Supongo que querrás arreglar el apartamento antes de que lleguen.


Hacer la cama, tirar el preservativo, los preservativos…


–No voy a tardar una hora.


–Será mejor que me vista.







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