viernes, 21 de agosto de 2015
SEDUCIDA: CAPITULO 12
Cuando se despertó por la mañana se dio cuenta de dos cosas simultáneamente: ya no le dolía la cabeza y Paula seguía a su lado. Podía sentir el calor de sus piernas y sus brazos, uno de ellos sobre su torso.
Pedro dejó escapar un largo suspiro mientras se mantenía muy quieto. Tenían dos camas para elegir y allí estaban, en un sofá en el que apenas cabía una persona.
¿Cuántas veces había fantaseado con despertar pegado a Paula?
Pedro comprobó si estaba dormida. Sí, sus largas pestañas negras reposaban sobre una piel de marfil mientras respiraba suavemente.
De repente, se apretó contra él sin darse cuenta. También Pedro se movió cuando levantó una rodilla, acercándose a terreno peligroso.
Aún había brasas en la chimenea, la habitación seguía caliente. Paula debía haber echado algún tronco más antes de quedarse dormida. Otro pensamiento turbador: ¿durante cuánto tiempo había estado mirándolo mientras él no se daba cuenta?
¿Y si besase esos suaves labios entreabiertos?
Paula empezó a pestañear y, un segundo después, sus ojos grises se encontraron con los suyos, al principio confusos.
Sin poder evitarlo, Pedro alargó una mano para tocarle el pelo.
–Buenos días.
–Hola.
Su voz ronca envió un torrente de calor hacia su entrepierna.
Y no ayudó nada que se estirase lánguidamente, deslizando esas sinuosas piernas por las suyas. Pero se detuvo abruptamente al darse cuenta de lo que estaba haciendo.
–Vaya… parece que me he quedado dormida.
Sin pensar, Pedro le pasó un brazo por los hombros.
–Parece que sí. Gracias por ser mi ángel de la guarda anoche.
Antes de que ella pudiera responder, Pedro buscó sus labios y, de inmediato, saltaron chispas de deseo; las que recordaba de siempre, pero también algo más profundo.
Oh, sí, seguía ahí, esa atracción magnética que lo había embrujado desde que puso los ojos en ella.
Le acarició el pelo, sintiendo el calor de su aliento, oyéndola suspirar. Todo en él protestó cuando se apartó para mirarlo a los ojos. El brillo de pasión había desaparecido.
–No pasa nada, Pau, solo ha sido un beso.
–Nunca es solo un beso contigo. Tú haces que me olvide de todo –ella no era la única que sentía eso, pero se levantó del sofá, como temiendo estar tan cerca–. Haces que me olvide de todo –repitió, llevándose un dedo a los labios.
–¿Y eso es malo? –preguntó Pedro, sin entender por qué unas palabras que deberían halagarlo sonaban como un rechazo.
–Ahora soy diferente. Los dos lo somos.
–Nunca se sabe, podría funcionar. Estaba funcionando estupendamente hace unos segundos.
Paula lo miró a los ojos, una mirada sincera y abierta que no escondía su deseo. Pero luego, como si hubiera pulsado un interruptor, su expresión cambió por completo y se volvió sombría.
–No lo creo.
–¿Por qué no?
–Trabajo muchas horas. No tengo tiempo para nada más.
Una mentira. Había sentido la misma pasión que él, pero no quería retomar la relación. Necesitaba saber la verdad.
Necesitaba saber por qué lo rechazaba.
–Voy a hacer el desayuno y luego a vestirme. La limusina vendrá a buscarte a las diez.
–Cancélala. Volveré contigo.
Ella negó con la cabeza.
–Tengo que limpiar la casa. Pensaba volver cuando te hubieras ido, pero de este modo me ahorraré el viaje. No tienes que quedarte.
–No hay mucho que limpiar. Además, podríamos dar un paseo por la propiedad antes de irnos.
–¿Con esos zapatos?
Pedro miró los caros zapatos de piel frente a la chimenea.
–No importa. Venga, vamos a dar un paseo.
SEDUCIDA: CAPITULO 11
Aún era de noche cuando Paula volvió a abrir los ojos, pero tenía la boca seca y necesitaba ir al baño. Encontró su jersey y, con la luz gris que entraba por la ventana, se lo puso y salió de la habitación. El fuego de la chimenea estaba casi consumido, pero había luz suficiente para ver a Pedro dormido en el sofá.
Después de ir al baño entró en la cocina y tomó un vaso de agua. Volvió a llenarlo de nuevo para ir a su habitación, pero se detuvo en el salón para comprobar que Pedro seguía dormido.
Sí, Pedro seguía en el sofá, dormido. La curva de su mentón parecía más suave, más relajada, y le gustaría tocarla. Tenía los labios ligeramente abiertos, como esperando un beso.
Paula se mordió los suyos para que no temblasen. Miró alrededor buscando una manta con la que taparlo. La conciencia no le dejaba irse a dormir dejándolo así.
Pedro sabía que Pau estaba allí, pero no encontraba fuerzas para moverse. Estaba atrapado en un cuerpo que no quería cooperar, que se negaba a darle el placer de mirarla.
Le dolía la cabeza y le quemaba la garganta. Nunca volvería a beber en exceso, pensó, abriendo un ojo porque no podía abrir los dos.
Y allí estaba, la enfermera de ensueño con un vaso de agua en una mano y una manta en la otra. Con un jersey morado, unas braguitas y esas piernas kilométricas. Y él sabía que sería tan cálida como esa manta.
Dejando escapar un gemido que no pudo controlar, empezó a levantar la cabeza, pero alguien parecía estar clavándolo al sofá.
–Hola, Pau–debía tener un aspecto patético.
–Estás despierto.
Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para hacer que la lengua le funcionase.
–No tendrás una aspirina con ese vaso de agua, ¿verdad?
Ella miró su mano, como sorprendida al ver el vaso.
–Voy a mirar en el botiquín.
–Gracias –Pedro cerró el ojo, suspirando de alivio al notar el peso de la manta sobre su cuerpo.
Unos minutos después, unas manos frescas levantaban su cabeza para poner una pastilla en su boca.
–Traga.
Haciendo un esfuerzo supremo, Pedro se incorporó para tomar la pastilla. Apenas podía moverse.
Sus ojos, cuando pudo concentrarse, no parecían decir: «te lo mereces». No, al contrario, estaban llenos de simpatía y comprensión.
No era Paula su examante sino Paula la enfermera.
–Más –la urgió, mirando esos ojos grises que nunca había olvidado.
–Estás deshidratado. Pensé que ya no harías estas cosas.
–Esa carta que enviaste… yo no lo sabía, nunca la recibí.
–Déjalo, ya no importa –lo interrumpió ella–. ¿Recuerdas la fiesta de Janice?
–¿Cómo iba a olvidarla? Te fuiste y me dejaste tirado allí.
–No debería haberlo hecho. Lo siento.
Antes de que su torpe cerebro pudiese funcionar Paula estaba sentada a su lado en el sofá, su calor rodeándolo como la manta, y Pedro dejó escapar un suspiro de sorpresa y placer.
–Eso es, relájate –susurró Pau.
Paula le empezó a hacer perezosos círculos en las sienes con los dedos, haciendo que volviese a cerrar los ojos.
–Ese perfume…
–No llevo perfume, será el gel de anoche. Tranquilo –dijo Pau, burlona–. Este masaje es estrictamente profesional.
–Puedes ser todo lo profesional que quieras conmigo.
Ella rio; una risa que no era más que un susurro, pero tan poderosa como para dejarlo sin oxígeno, para hacerle olvidar el dolor de cabeza y notar otro, más insistente, entre las piernas.
Nada los separaba más que el satén de la bata.
La mejor y la peor clase de tortura. Ardía de deseo, inquieto, sin saber qué hacer y sabiendo que no podía pasar, que no iba a pasar nada.
–Paula…
–Duerme –murmuró ella, tocando sus labios.
–Tengo que decirte… –Pedro intentó incorporarse, pero ella se lo impidió–. Debería haberte dejado una dirección. Debería habérsela dejado a Mariza.
–Pero no lo hiciste.
Sorprendido por la emoción que notaba en su voz, Pedro abrió los ojos, pero Paula apartó la mirada.
–Lo nuestro estuvo bien mientras duró.
–Yo…
–Solo fue una aventura. Déjalo, Pedro, duérmete.
Él cerró los ojos de nuevo. No estaba en condiciones de discutir. Solo una aventura, había dicho.
SEDUCIDA: CAPITULO 10
–¿Por qué no tomas una copa de vino mientras yo me encargo de la cena? Podemos comer frente a la chimenea.
De ese modo no tendría que mirar a Pedro con el albornoz.
Suspirando, sacó de la nevera las dos copas con el cóctel de gambas y las llevó al salón.
Cuando volvió, él estaba sentado en la alfombra, frente a la chimenea, y aprovechó la oportunidad para sentarse en un sillón.
Había habido noches como aquella, frente a una chimenea en casa de los padres de Pedro. También él estaba recordando, lo sabía…
Entonces, de repente, se fue la luz. La oscuridad aliviada solo por las llamas de la chimenea. Paula contuvo el aliento mientras Pedro se levantaba.
–Parece que no voy a poder trabajar como pensaba. De todas formas podemos cenar.
Paula lo intentó, pero los nervios le habían cerrado el estómago y no pudo probar más que un bocado. Pedro, en cambio, no parecía tener ese problema.
Paula podía sentir la tensión en el aire.
–¿En qué estabas trabajando? –le preguntó por fin.
–Las cuentas de mi padre. Prometí echarles un vistazo.
–¿Vas a quedarte en Sídney?
–Sí –Pedro dejó de comer para mirarla–. Es una ciudad muy grande, Pau.
–No tanto. Y eres amigo de German.
–No tenemos que vernos a menos que tú quieras hacerlo.
Pedro dejó el cuenco sobre la mesa de café y se quedó mirándola, en silencio.
¿Esperaba una respuesta? El corazón de Paula redobló sus latidos.
–Somos adultos –insistió él–. Podemos enterrar el pasado e intentar llevarnos bien.
–¿Alguna vez se entierra el pasado?
Pedro se pasó una mano por el mentón.
–No, imagino que no. Por ejemplo…
Se levantó tan de repente que Paula dio un respingo. Pero no se acercó a ella sino a su maletín, del que sacó un montón de papeles y una bolsa de… ¿nubes de azúcar?
–Pensaba tostarlas en la chimenea. Volver a verte el otro día me recordó que solíamos hacerlo.
–Hace mucho tiempo de eso.
–Demasiado tiempo –Pedro la miró, pensativo–. Quería ver si siguen sabiendo igual. ¿Qué te parece? Necesitaremos unas ramitas para pinchar las nubes. Voy a buscarlas…
–¡No! Iré yo. Quítate ese albornoz mojado y…
–Muy bien.
Cuando salió ya no llovía con tanta fuerza, pero las ramas de los arboles estaban cargadas de agua. Todo olía a eucalipto y a tierra mojada.
¿De verdad estaba pensando en compartir una chimenea con Pedro Alfonso? Durante un momento de locura, Paula tocó las llaves del coche, en el bolsillo del abrigo, a punto de salir corriendo. Lejos de la tentación, lejos de los recuerdos.
Pero una parte de su cerebro la empujaba a averiguar qué había estado haciendo Pedro en esos años, desde que se separaron.
La puerta se abrió en ese momento y Pedro asomó la cabeza, su cuerpo recortado a la luz de la chimenea.
–Ya voy –Paula tomó cortó una rama larga y fina, sacudió el agua y corrió hacia la puerta–. Voy a servir el chocolate.
–Yo lo haré. Tú has hecho la cena, ahora me toca a mí.
–Muy bien, la cocina es tuya.
Cuando volvió unos minutos después con las tazas en la mano, toda la habitación olía a eucalipto. Pedro pinchó las nubes y las colocó sobre el fuego.
–¿Que has hecho durante estos años? –le preguntó, desesperada por decir algo–. Me han dicho que te ha ido muy bien.
–Eso depende del punto de vista. Si te refieres al trabajo, sí, me ha ido muy bien.
–German me ha contado que estuviste en Dubái. Eso está muy lejos de casa.
Pedro se encogió de hombros.
–¿Qué es tu casa cuando no hay nada que te ate?
–¿Y tus padres?
–Si hubiera hecho lo que quería mi padre ahora estaría casado y con hijos –Pedro sonrió y, durante un segundo, le pareció ver el fantasma de los sueños perdidos, sombras silenciosas que parecían reflejarse en el fuego de la chimenea–. El mundo es mi lugar de trabajo ahora –siguió–. Soy bueno en lo mío y siempre hay trabajo para ingenieros geólogos, especialmente en el Tercer Mundo.
–Pensé que habías aceptado ese trabajo en Queensland…
«Aquel por el que me dejaste».
Él asintió con la cabeza.
–La mejor decisión que he tomado nunca, me abrió muchas puertas. Si no hubiera aceptado ese trabajo no estaría donde estoy.
–Me alegro.
Si su padre la hubiese puesto en contacto con él, si le hubiera contado la verdad, tal vez no se habría ido. Se alegraba de que hubiera tenido éxito, pero la pena por lo que había perdido le hacía un nudo en la garganta.
Pedro movió la rama con las nubes rosadas sobre el fuego.
–Parece que los dos hemos conseguido lo que queríamos.
Paula apretó los labios, pero un suspiro escapó de su garganta, porque Pedro la miró enarcando una ceja.
–Tú también has conseguido lo que querías, ¿no?
Había intentado hacer lo que debía y eso era suficiente. Pero recordaba noches desesperadas, una soledad inmensa.
Cerró los ojos para controlar las lágrimas, recordando cuando hacían el amor, sus piernas enredadas, sus bocas selladas…
–Imagino que lo habrás pasado bien.
–No sigas por ahí.
–¿Las cosas no fueron como tú esperabas? –preguntó Pedro, con tono sarcástico.
En el silencio que siguió escucharon el crepitar del fuego, el golpeteo de la lluvia en los cristales. Por fin, Pedro se giró para mirarla, el fuego reflejado en sus ojos castaños.
¿Acusándola? ¿De qué?
Era él quien tenía magnetismo sexual, dinero y poder para hacer lo que quisiera.
–No me digas que no has estado con ninguna mujer en estos cinco años –murmuró–. Te escribí, por cierto.
En cuanto las palabras salieron de su boca el corazón se le aceleró mientras esperaba su reacción, cualquier reacción que le dijese que había recibido la carta.
Pedro frunció el ceño.
–¿Cuándo?
–Unas semanas después, la envié a casa de tus padres.
–No la recibí. ¿Por qué me escribiste?
–Porque tu móvil no daba señal y me devolvían los correos. Era mi última esperanza.
–¿Última esperanza? –repitió él–. Si hubiera sido tan importante habrías intentado ponerte en contacto con mis padres por teléfono.
Cuánto le gustaría poder decírselo, ¿pero de qué valdría?
Evidentemente, había vuelto para estar con ellos y no quería sabotear su relación. Además, a quién iba a creer, ¿a su padre o a ella?
–Quería comprobar que todo había terminado entre nosotros.
–Pensé que tú lo habías dejado bien claro esa última noche. Me marché de Queensland un mes más tarde y cambié el número de teléfono y el correo.
–Sí, bueno, todo eso es agua pasada.
Paula lo observó tomar un sorbo de vino. ¿Si le besara seguiría sabiendo igual? ¿Seguiría mareándola, haciendo que perdiese el control?
Tomó su taza para tener algo que hacer con las manos e intentó probar el chocolate, pero tenía un nudo en la garganta; un nudo de resentimiento duro y amargo que le hacía imposible tragar.
Pedro tomó el resto del vino y se sirvió otra copa.
–Me voy a la cama –dijo levantándose.
El momento ardía de posibilidades y no ayudaba nada que el albornoz estuviese un poco abierto.
Pau tragó saliva. Si quisiera, podría acercarse en un segundo. Podrían avivar el calor, la tensión y encender otro tipo de fuego.
Mientras ella contenía el aliento, Pedro la miraba como sopesando la decisión.
–Gracias por la cena –dijo por fin, volviéndose para mirar el fuego.
–Buenas noches –con una vela en la mano, Paula se dirigió al dormitorio y cerró la puerta, sacudiendo la cabeza. Sin cepillo de dientes ni pijama, se desnudó y se metió entre las sábanas en ropa interior.
El frío de las sábanas sobre su piel desnuda la hizo temblar.
Sentía como si Pedro estuviese mirándola. Sabía que estaba pensando en ella, sola en la habitación, que estaría preguntándose si dormiría desnuda… sus pezones se levantaron bajo el sujetador de satén y no podía parar de mover las piernas. Cerrando los ojos, intentó conciliar el sueño, pero era imposible.
jueves, 20 de agosto de 2015
SEDUCIDA: CAPITULO 9
¿Habían llamado a la puerta? Era posible que con el viento y la música no hubiese oído. Fuera, todo parecía oscuro y solitario. Sí, alguien llamaba a la puerta de manera insistente. Abrió la puerta sin quitar la cadena de seguridad.
–Buenas noches.
Durante un segundo no pudo moverse. Desesperada, buscó una explicación razonable que no incluyese a Pedro como el invitado anónimo, pero cuando él se sacó del bolsillo una tarjeta con el número veintisiete tuvo que tragar saliva.
–Parece que he ganado la estancia aquí esta noche.
–¿Cómo has llegado hasta aquí? No veo la limusina.
Él señaló el camino.
–Le dije al chófer que se fuera. Llegué temprano, lo siento.
Eso significaba… Paula tragó saliva.
En los ojos de Pedro había un brillo ardiente… La había pillado.
–Tienes que quitarte la ropa, estás empapado. Imagino que habrás traído una muda.
–Me temo que no –Pedro se pasó una mano por el pelo.
–Hay una secadora. Puedes meter tu ropa allí…
Cuando levantó la mirada Pedro estaba quitándose el jersey azul y la camisa, revelando un torso que brillaba a la luz de la chimenea.
Paula tuvo que apartar la mirada.
–Hay una toalla por aquí –en el suelo, detrás del sofá, donde ella la había dejado. Y, por supuesto, Pedro lo sabía. Paula sintió que le ardía la cara–. Hay un albornoz en el baño. Quítate esa ropa mojada y tráela para que se seque frente a la chimenea.
La tormenta acababa de estallar y un relámpago iluminó el salón.
–Genial –murmuró. Tenía que terminar su trabajo allí antes de poder escapar.
No puso el cd de música romántica ni encendió las velas como había pensado pero sirvió una copa de vino recordando cuando, desesperada, llamó a casa de los padres de Pedro en Coffs Harbour.
–¿Paula? –había repetido el señor Alfonso–. Ah, la camarera.
El tono desdeñoso había sido como un puñal en su corazón.
–Por favor, tengo que ponerme en contacto con Pedro, es muy importante.
–Con chicas como tú siempre lo es –replicó él, escéptico.
–Necesito hablar con Pedro –repitió.
–Mi hijo no está interesado en volver a ponerse en contacto contigo. ¿Por qué no le ahorras problemas y te olvidas de él?
De modo que, sin otra alternativa, eso había hecho. Unos meses más tarde se había resignado a no volver a ver a Pedro, un año después su solicitud para el curso de enfermería fue aceptada y desde entonces tenía un nuevo propósito en la vida.
Pero, como la tormenta, los oscuros recuerdos estaban en la habitación, robándole el calor al fuego de la chimenea. Un relámpago iluminó la escena cuando Pedro entró en el salón envuelto en un albornoz.
Sus ojos se encontraron mientras el corazón le latía como la lluvia en el tejado. La había mirado así tantas veces en el pasado…
Pero recordó las palabras de su padre, tan claras como el día que las había pronunciado: «La camarera». Ya no lo era, pero siempre sería la hija de una empleada de su padre.
–La cena estará lista cuando quieras. Solo tienes que sacarla del horno…
–No pensarás conducir con esta lluvia, ¿verdad?
Un relámpago iluminó el salón, seguido inmediatamente por un trueno que sacudió la casa hasta los cimientos.
–No puedo quedarme aquí –dijo Pau. «Contigo desnudo bajo el albornoz, con cinco años de soledad y frustración destrozando mi fuerza de voluntad»–. Tengo que volver a casa.
–He visto el estado de la carretera cuando veníamos hacia aquí. No hay farolas, no hay luces. Nadie podría echarte una mano si te quedases tirada.
–Llevo el móvil.
–No digas tonterías,Pau. Podemos compartir una cena y una chimenea sin…
¿Sin arrancarnos la ropa? Eso era exactamente lo que había estado a punto de decir, pensó Pau, viendo el rubor en sus mejillas.
–Muy bien –dijo por fin.
En realidad, conducir bajo aquella tormenta sería un suicidio.
Además, Pedro y ella eran dos adultos inteligentes y civilizados que podían compartir una cena sin que pasara nada. Si no lo miraba a los ojos no pasaría nada.
SEDUCIDA: CAPITULO 8
Se iba a congelar en aquel sitio y, considerando que la mujer desnuda al otro lado de la ventana era Paula, probablemente sería lo mejor. Por suerte, una parte de su cuerpo había entrado en calor cuando la vio en el salón, envuelta en una toalla.
Apretando los puños en los bolsillos del pantalón hecho a medida, Pedro miró el cielo, dejando que la lluvia le empapase la cara. Cualquier cosa para enfriar su sangre y bloquear la imagen que bailaba ante sus ojos.
No podía llamar a la puerta y hacerle entender que la había visto desnuda… Pedro miró de reojo. Sí, seguía estándolo.
Daba igual que llevase allí cinco minutos o que hubiese llamado inútilmente a la puerta antes de verla aparecer en el salón. Con la música a todo volumen, Paula no lo había oído y seguramente acabaría con neumonía.
Sus esperanzas de una cena casera y una noche agradable estudiando las cuentas de su padre… en fin, no iba a ser posible.
Pedro respiró un poco mejor al ver que Paula se había puesto la ropa interior, un conjunto diminuto de color morado. Pero esas braguitas lo inflamaban aún más…
Cuando volvió a mirar estaba totalmente vestida, el pelo de color ébano brillando a la luz de la chimenea. Suspirando, se sacudió el agua del pelo y tomó su maletín. Era hora de dar la sorpresa.
SEDUCIDA: CAPITULO 7
La cabaña de Benjamin y Mariza solo estaba a dos horas de Sídney, pero la carretera no era una autopista. Pau frunció el ceño mientras atravesaba un denso bosque de eucaliptos, esperando que el motor recién arreglado de su coche no la dejase tirada en el camino de vuelta.
Con un poco de suerte, el camino de cabras que Benja había llamado generosamente «carretera» seguiría allí en tres horas, cuando el invitado y su pareja llegasen para pasar la noche.
Su rico y benéfico invitado. ¿Quién sería? Lo saludaría, comprobaría que todo estaba en orden para una velada íntima y se despediría.
Por fin, al final del camino apareció la casa, recientemente construida sobre una colina. Con las bolsas de comida en la mano llegó a la puerta cuando empezaban a caer las primeras gotas de lluvia. Entró en la casa y miró las alfombras de color vino que cubrían el suelo de madera, los grandes cuadros que adornaban las paredes, la chimenea de piedra, el precioso piano frente a una de las ventanas para que Benja compusiera tranquilamente.
Inspeccionó el dormitorio principal, que tenía un suntuoso cuarto de baño con sauna y después de eso encendió la chimenea. Echó un par de troncos y esperó un momento mirando las llamas mientras la habitación se llenaba de aroma a eucalipto.
Después, sacó de la bolsa la cena que había preparado en su casa: cóctel de gambas, una ensalada, un asado con verduritas, pan casero y dos pasteles de fresa con nata.
Metió el asado en el horno para mantenerlo caliente, sacó una botella de vino, colocó unas velas en la mesa y miró su reloj por enésima vez. Tenía un par de horas sin nada que hacer hasta que llegasen los invitados.
Allí no había televisión, de modo que se dedicó a ver las ramas de los árboles sacudidas por el viento. Pero, ¿y si se daba un baño de espuma? Podía hacerlo, tendría tiempo.
Cinco minutos después, con un cd de rock de la colección de Benja a todo volumen, se sumergió hasta el cuello en un fragante baño de espuma.
Fuera, la lluvia golpeaba el tejado y el viento ululaba moviendo la ramas de los árboles. Cuando el agua empezó a enfriarse se envolvió en una toalla y llevó la ropa al salón para vestirse allí porque en el baño hacía frío.
Estaba oscureciendo, pero la luz de la chimenea era suficiente. Paula abrió la toalla y suspiró cuando la chimenea empezó a calentar su piel mojada. Pura delicia.
Dejó caer la toalla al suelo y cerró los ojos mientras movía la cabeza de un lado a otro al ritmo de la música.
Sin darse cuenta, empezó a mover las manos sobre sus clavículas, sus caderas, su cintura, su firme abdomen. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que un hombre tocó su piel desnuda.
Paula se deslizó las manos por los pechos, sintiendo que se hinchaban.
¿Por qué no aceptaba su propio consejo y tenía una aventura, como le había dicho a Mariza? Tenía un cajón lleno de lencería sexy en casa, algo bonito para ponerse bajo el aburrido uniforme que llevaba cada día. El único hombre que lo veía era German cuando hacía la colada.
De repente, sintió un escalofrío, como si alguien le hubiera pasado un dedo desde el cuello hasta el ombligo. Levantó las manos automáticamente para protegerse, mirando hacia fuera. No había nadie, solo la lluvia. Intentando calmarse, buscó el sujetador y las braguitas. Tenía que mirar el horno, abrir la botella de vino y esbozar una sonrisa para su invitado.
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