lunes, 17 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 25




Nada más llegar, ella se ocupó de aquella familia sin tomarse tiempo apenas de abrazar a Pedro. Después, cuando todos estuvieron acomodados, Paula se acercó a su marido y lo besó en la frente. Las cosas se arreglarían. Toda aquella gente había confiado en él, y ella debía hacer lo mismo.


—¿Dónde vamos a dormir, cariño? —preguntó Pedro.


—Con los niños. Dos hombres me ayudaron a llevar las cunas al cuarto pequeño. La cama es individual, pero tendremos que arreglárnoslas.


—Vamos, todos están durmiendo. Tratemos de dormir nosotros también —dijo él—. Hay que organizar el desayuno mañana por la mañana.


—Creo que habrá suficientes galletas para todos —rió ella subiendo las escaleras.


Paula echó un vistazo en su dormitorio. La cama la ocupaban la madre y sus hijos, y todos estaban durmiendo. 


Pedro y ella se miraron.


—Te quiero —dijo él en voz baja.


—Lo sé —contestó Paula, más convencida que nunca.


—Te haría el amor, pero estoy destrozado. ¿Te conformas si te abrazo?


—Sí, por favor —contestó ella ayudándolo a desnudarse—. ¿Ha sido muy arriesgado?


—Sí, tengo que admitir que lo ha sido. La corriente era tan fuerte que me costaba mantener el coche en la carretera. Eso, cuando la veía. Pero alguien velaba por mí, estaba seguro de que lo conseguiría. Sabía que era imposible que nada ni nadie me arrebatara la felicidad, justo cuando acababa de encontrarla —rió Pedro arrastrando a Paula a la cama—. Me llamaron por el móvil mientras salvaba al anciano. Creí que serías tú, así que metí al pobre hombre en el coche y contesté. ¡Resultó que era Celina!, ¡qué oportuna! Pero ella no sabía dónde estaba, claro.


—¿Y qué quería? —preguntó él conteniendo el aliento, tratando de reaccionar con naturalidad.


—Fijar fechas para reunimos con los clientes. Y si te estás preguntando por qué sigo viéndola, bueno... puedo decírtelo —murmuró Pedro besándola en la nuca y estrechándola con fuerza—. Es mi ayudante. ¿Te molesta?


—¿Debería?


—Túmbate —ordenó él sin dejar de besarla—. Después de lo ocurrido, podrías estar molesta. Cuando supe que íbamos a tener gemelos, me di cuenta de que necesitaba a alguien que conociera el negocio. Diane me dijo que solo había una persona capaz de hacerse cargo de él, sin necesidad de entrenamiento. Así que llamé a Celina y le ofrecí un aumento de sueldo. Me costó mucho convencerla. Tuvimos una discusión muy fuerte después de aquella escena con ella medio desnuda. Le dije cosas muy duras en aquel entonces. Pero hablamos y, al final, ella cedió.


Paula se preguntó en silencio qué más le había ofrecido Pedro, aparte del aumento de sueldo. Pero enseguida desechó las dudas. También se preguntó cómo había logrado él convencerla para que volviera.


—Es una trabajadora brillante, Paula —continuó él—. Me ha conseguido contratos sustanciosos. El negocio va viento en popa. Voy a hacerla mi socia.


Ella cerró los ojos. No se libraría jamás de aquella mujer, sería como un fantasma para siempre. Un espectro, persiguiéndola, negándole la felicidad que había imaginado poseer...


—Debes saber que te amo, Paula —añadió Pedro en voz baja—. Tú lo eres todo para mí. Me enamoré de ti nada más verte, con el uniforme y las coletas, hablando con aquel chico de la bicicleta. Me gusta tu forma de ser, tus bromas, tu optimismo y tus graciosas exageraciones. Adoro cada parte de ti —continuó con la declaración, con voz trémula—. Nunca, jamás te he sido infiel, ni siquiera lo he pensado. No podría. Tú me absorbes por entero, en cuerpo y alma. Todo mi ser está dedicado a ti, única y exclusivamente a ti. Y seguiré sintiéndome así hasta el día de mi muerte.


Cada una de aquellas palabras era cierta. Paula trató de reflexionar más allá de las pruebas circunstanciales que le hacían dudar de él, para concentrarse en su forma de ser exclusivamente. Y, de inmediato, sus dudas se despejaron.


—Lo sé —respondió ella con voz ronca.


—Cuando me casé contigo, supe que sería para siempre —continuó Pedro estrechándola con más fuerza que nunca—. Cuando nos viste a Celina y a mí, con ella medio desnuda en una aparente escena de amor, me quedé paralizado de miedo —rió él—. Me quedé tan boquiabierto, que supongo que estaba cómico.


—Yo creí que estabas atónito ante la belleza de Celina.


—Lo que estaba era incrédulo —la corrigió Pedro—. No podía creerlo, era como una pesadilla. Jamás olvidaré ese momento en toda mi vida. Y tu reacción fue intolerable. Estaba tan enfadado, tenía tanto miedo, que apenas podía pronunciar palabra.


—¿Enfadado conmigo? —preguntó Paula.


—Sí, y con ella. Sé que debimos parecerte culpables, pero yo estaba rígido, paralizado ante la idea de que tú pudieras creer que había sido capaz de engañarte. Ese estúpido juego de Celina había puesto en peligro nuestro matrimonio. Lo único que yo podía hacer era esperar que tú confiaras en mí, que comprendieras que yo jamás arrojaría nuestro amor por la ventana. Pero luego Celina echó más leña al fuego, fingiendo que hacía tiempo que éramos amantes.


—Y no era cierto, ¿verdad?


—No, cariño. ¡Te quiero tanto! —exclamó Pedro con pasión—. Pero después volví a echarlo todo a perder, llamándola por teléfono. Quería que ella te dijera la verdad...


—Y yo te oí, y creí que estabas concertando otra cita con ella —lo interrumpió Paula acariciándole la mejilla—. Pobre Pedro, has debido pasarlo fatal.


—Sí, la habría llamado por teléfono otra vez, inmediatamente después, pero tú te desmayaste y entonces comencé a pensar que estabas embarazada. Traté de localizarla varias veces, pero ella cambió el número de su móvil. Luego, por fin, Diane me consiguió el número nuevo. Celinq necesitaba referencias para otro empleo, y fue entonces cuando volví a contratarla. Pero ella se negó a hablar contigo, estaba demasiado avergonzada. Por eso comprendí que mi única esperanza era que te dieras cuenta de que podías confiar en mí.


—Pero no dijiste nada cuando te amenacé con mencionar tu infidelidad en el proceso de divorcio.


—No podía. Mis sentimientos eran tan fuertes, que era incapaz. Estaba a punto de derrumbarme.


—Oh, pobrecillo. Te quiero. Y te creo —susurró Paula.


—Entonces... ¿vendrás a la boda de Celina?


—¿A su qué?


—Se ha enamorado perdidamente de uno de mis clientes —explicó Pedro riendo a carcajadas—. Y, por fin, se ha decidido a decirte la verdad porque no quiere que guardes malos sentimientos. Me llamó antes. Creyó que me había dejado un mensaje, pero algo ha debido ir mal en la conexión. Es un momento crucial para ella, ¿comprendes? Necesita atar todos los cabos, aclararlo todo antes de marcharse de luna de miel.


—Comprendo —sonrió Paula recordando el mensaje.


—De hecho, está tan ansiosa por verte, que ha venido aquí. Hoy. El médico la recogió en el pueblo, se la llevó a su casa —explicó Pedro besándola en los labios—. No me pareció correcto traerla a esta casa hasta que no hubiera hablado contigo.


—¿Por si le arrancaba la cabellera?


—Es que estuviste terrible —sonrió él moviendo la mano por el cuerpo de Paula, excitándola.



—A dormir.


—Al diablo con dormir.


—¡Pedro! —exclamó ella, encantada.


—Te deseo —murmuró él con pasión—. Te deseo, te necesito, te adoro, siempre estoy sediento de ti. Ámame, Paula.


Los labios de Pedro reclamaron apasionados los de ella, que sucumbió al placer. La barba incipiente del mentón de él raspó su hombro, mientras Pedro la besaba frenético, gimiendo de pasión. Paula creyó que moriría de amor, sintió que caía y caía cada vez de forma más profunda en un torbellino de mágica sensualidad, en el que el centro era el cuerpo de Pedro. Él ocupaba su mente, su corazón y toda su alma.


Él la amaba, pensó Paula extasiada. La amaba. Ella lo besó, mordisqueó y exigió más, mientras abría su corazón. 


Delicadas, eróticas llamas comenzaron a prender por todo su cuerpo. Paula trató de reprimir los gemidos, los gritos. 


Abrazó a Pedro con las piernas, echó la cabeza atrás y alzó los pechos para él, incitando a sus dedos a bajar más y más, seduciéndolo con los ojos y besando su pecho masculino.


El calor del cuerpo de Pedro dentro del de ella estuvo a punto de arrancarle un grito de placer. La firmeza de la boca de su marido sobre la suya era una prueba evidente de lo que aquello significaba para él. Aquel era el comienzo de su nueva vida juntos como familia. Era una promesa de amor y felicidad, de confianza y apoyo, la promesa de una vida entera de amor.


—¡Te quiero! —exclamó él con voz ronca—. Más de lo que nunca puedas imaginar.


—Cariño —susurró Paula con ojos brillantes por las lágrimas de felicidad—, lo sé. Lo sé.


Dentro de ella, el cuerpo sedoso de él comenzó los primeros movimientos rítmicos. Paula cerró los ojos y se entregó por entero al placer. Y a Pedro.


Él la agarró por los hombros con fuerza y ella abrió los ojos para contemplar su expresión en el momento del clímax. Él era hermoso: sus pestañas se entrecerraban en una deliciosa agonía, sus labios se entreabrían susurrando su nombre una y otra vez. De pronto, Paula no fue consciente de nada más, excepto del rapto de su cuerpo y de su mente en una entrega total, en el instante en que se convirtieron en un solo ser.


—¡Cariño, cariño! —gimió él.


—¡Pedro!


Sus cuerpos se fundieron, sudorosos y tensos, al alcanzar la cima y comenzar el cálido descenso.


—Y eso que estabas cansado —musitó ella, somnolienta, instantes después.


—Tú serías capaz de excitar hasta a un muro de ladrillo.


—Soy yo la que gasta las bromas.


—Olvídalo.


Paula sonrió y se acurrucó en brazos de Pedro. Su matrimonio había estado al borde del precipicio, pero había sobrevivido. Por fin podía relajarse y disfrutar con total plenitud de la vida.






EL ENGAÑO: CAPITULO 24




A ESO había quedado reducida la fidelidad, pensó Paula sintiendo el corazón partírsele en dos. Se sentía traicionada. 


Una vez más. Deseaba gritar y romperlo todo, de pura desesperación. Pero tenía que conservar la calma y dar de comer a los bebés. Sus hijos eran lo primero. Antes incluso que el dolor.


Paula oyó ruido en la planta de abajo. Los invitados se despedían. En un impulso, borró el mensaje del teléfono, incapaz de decidir qué hacer. Su vida estaba destrozada. 


Pedro subió poco después mientras ella le cambiaba el pañal a Marcos.


—Pareces cansada, cariño —comentó él—. ¿Quieres que siga yo?


—Me duele la cabeza —musitó ella sin mirarlo. 


—Están durmiendo —añadió él acariciando el cabello de Paula, mientras ella pensaba que no era más que un hipócrita—. Debes descansar. Te despertaré a la hora del té.


Ella se dejó meter en la cama. El sueño la ayudaría a evadirse de la realidad. Se quedó con los ojos abiertos, mirando al vacío, paralizada. Pedro lo quería todo: esposa, hijos... y amante. Un hogar y diversión. Quizá todos los hombres fueran así. Pero, por supuesto, ella jamás aceptaría el arreglo. Él tenía que marcharse. Le exigía demasiado. De pronto, Paula oyó sus pasos apresurados por la escalera. 


Pedro entró en el dormitorio sin hacerle caso y corrió al armario.


—¿Qué sucede?, ¿qué estás haciendo? —preguntó Paula, asustada.


—Ha llamado el doctor, el río se ha desbordado —contestó él sacando unos vaqueros viejos y poniéndoselos.


—¿Estamos en peligro? Dijiste que...


—No, no estamos en peligro —negó Pedro recogiendo el móvil de encima de la mesa y guardándoselo—. Son los demás los que lo están —añadió desde el umbral de la puerta—. El nivel del agua ha subido. Tendrás que quedarte sola, Paula. Voy a buscar a la gente y a traerla aquí.


Ella salió de la cama y corrió escaleras abajo tras él, con el corazón acelerado.


—¡ Pedro, es peligroso...!


—Para ellos también —contestó él—. Prepara toallas, sopa caliente, lo que sea. De eso te encargas tú —continuó Pedro besándola en la boca—. Adiós, ten cuidado —añadió, poniéndose las botas de agua.


Al abrir la puerta, Paula vio hasta dónde había llegado el agua. La carretera estaba inundada, los campos ni siquiera se veían. El desbordamiento era de importancia y no dejaba de llover. Y Pedro había salido ahí fuera.


—¡Pedro! —gritó ella, asustada por él.


—¡Entra dentro, no te preocupes por mí! —gritó él a medio camino, hacia el coche—. Hasta luego.


Pedro se marchó. Paula no pudo dejar de pensar. Encendió el micrófono de vigilancia de los niños y comenzó a sacar toallas de un armario para bajarlas al piso de abajo. Él tenía que sobrevivir, aunque fuera para marcharse con Celina. Lo único que importaba era que estuviera a salvo.


Paula esperó casi una hora delante de la ventana, observando cualquier señal de su llegada. Por fin, para su alivio, vio luces en medio de la tormenta y, después, el coche llegando a casa. Encendió el fuego de la tetera y corrió a abrir la puerta a los recién llegados. Durante las horas siguientes, Pedro fue trayendo a gente y más gente mojada. Muchos de ellos eran los que les habían preparado la fiesta de bienvenida.


Paula estuvo muy ocupada sirviendo té y sopa a todo el mundo. A pesar de ello, no dejaba de pensar en Pedro, de temer por su vida. Era de noche. De pronto, alguien puso una mano sobre su hombro.


—Tranquila, él está bien. No se arriesgará innecesariamente, contigo y con los niños aquí.


—¿Tú crees? —preguntó Paula la señorita Reid.


—Vamos, estás agotada. Descansa, nosotros nos ocuparemos de todo. Ya sabemos dónde están las cosas.


—Pero hay que organizar las camas...


—Y cuidar de dos bebés. Tú ocúpate de ellos y de tu marido cuando vuelva. Nosotros sacaremos sábanas y almohadas: montaremos un camping en el salón. Siéntate, tómate un té y recupera las fuerzas —recomendó la señorita Reid.


Paula se sentó. Se había hecho muy tarde. Muchos de los invitados roncaban, otros se calentaban en la cocina. 


Desesperada, volvió a dar de comer a los niños y los echó de nuevo a dormir. Luego, se quedó mirando por la ventana. 


No había ni rastro de Pedro. Cuando sonó el teléfono, se sobresaltó.


—¿Sí?


—Soy yo, volveré en diez minutos —dijo él—. El médico y yo estamos comprobando que todo el mundo está a salvo. ¿Te encuentras bien, cariño?


—Sí, ¡gracias a Dios que tú también! ¡Estaba tan asustada! Vuelve pronto. Ten cuidado...


—Por supuesto, no estoy dispuesto a arriesgar nuestra felicidad.


—¿En serio? —sollozó Paula.


—Jamás, cariño mío. Ni en un millón de años.


La voz de Pedro la tranquilizó. Tenía que haber un error, pensó ella de pronto. O quizá Celina estuviera preparando de nuevo una de sus trampas. Aquella era una prueba para ella, tenía que demostrar si creía o no en él. ¿Debía arriesgar su corazón y confiar en él?


—Vuelve sano y salvo, por favor.


—No lo dudes, espérame. ¿Crees que cabrá otra familia más en casa? El médico tiene la suya llena. Siete personas. Una madre con sus cinco hijos y el abuelo. Uno de los niños tiene solo dos meses. Podremos arreglárnoslas, ¿verdad? El médico los ha examinado. El abuelo está congelado y la madre muerta de miedo...


—Tráelos —accedió Paula, resuelta—. Aquí hay mucha gente dispuesta a ayudar.






domingo, 16 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 23




Paula se quedó pensativa y, al final, llegó a la conclusión de que era su orgullo herido el que se interponía entre los dos. 


Pedro y ella podían reconciliarse, estaba segura. Pero eso significaba... que debía confiar en él. De pronto ella sintió que se quitaba un enorme peso de encima. Volverían a empezar, con más amor que nunca.


En el trayecto a casa, Paula sonrió para sus adentros. Sabía muy bien qué hacer. Pedro desapareció en el despacho, como siempre, y ella subió las escaleras para ponerse algo que le favoreciera a su figura. Despues, hacha en mano, entró en el salón y alzó el brazo para golpear la puerta del apartamento de Pedro. Dentro se oyó un grito. Ella alzó el hacha y golpeó una segunda vez.


—¡Paula! ¡Basta! ¡Vas a hacerte daño! —gritó él. Paula no esperó, y la puerta se abrió lentamente—. Si te sientes tan mal con respecto a mí, busca otro modo de hacerme daño. Por favor, Paula, no quiero que te lastimes.


—Solo quería tirar la puerta abajo —contestó ella con inocencia, contenta de que Pedro hubiera pensado en ella.


—Ya me he dado cuenta.


—Pregúntame por qué.


—¿Por qué? —preguntó Pedro, suspirando exasperado.


—Porque no quiero que vivas en este apartamento. No quiero que vivamos separados cuando los niños vengan a casa. Quiero que estemos juntos, casados, como dos padres cualquiera...


—Eso ya lo hemos intentado.


—Escúchame, Pedro —continuó Paula acercándose—. Te he observado con Catalina y Marcos. Puedo confiarte su cuidado por completo, estoy convencida de que jamás harías nada que pusiera en peligro su futuro.


—Claro que no, por supuesto...


—Así que siento que puedo confiar en ti yo también. Ya no me importa lo de Celina. No me importa lo que ocurrió. Eres todo lo que siempre he querido y no estoy dispuesta a que sigas tan distante. Vuelve a mí, Pedro. Sin preguntas, sin reproches. Solo tú, yo y los niños. Te quiero, siempre te he querido. Y deseo que confíes en mí.


—¿Me crees?


—Confío en ti.


Sedienta de ternura, Paula se lanzó en brazos de Pedro, que la esperaba con ellos abiertos. Él suspiró y la besó con pasión. Los dos se sentaron juntos en el salón, contentos de tenerse el uno al otro.


Por fin ella era feliz. Su corazón rebosaba alegría y amor. 


Aquella noche se abrazaron, y ambos durmieron más profundamente de lo que lo habían hecho en mucho tiempo.


La Navidad fue maravillosa. Paula jamás había imaginado que fuera posible tanta felicidad. Al cumplir los gemelos tres meses, durante la tercera semana de enero en la que hubieran debido nacer, su peso se había elevado lo suficiente como para darles el alta en el hospital. Por fin vivirían en casa, sin preocupaciones, y se acabarían las idas y venidas al hospital.


—Voy a parar para hacer la compra. ¿Quieres venir conmigo, o crees que podrás arreglártelas sola? —preguntó Pedro en el trayecto de vuelta a casa, por primera vez con los bebés.


—Pero si fuimos a la compra ayer, ¿no podemos ir directamente a casa?


—Me encantaría, pero me preocupa el nivel del río —contestó él—. Ha llovido tanto este año que el suelo está húmedo aún, y hay señales de advertencia. No quisiera que nos viéramos atrapados en casa sin pañales. Además, quiero almacenar comida por si hay problemas. Es solo por precaución.


—Tienes razón, te esperaremos en el coche. Pondré la radio. Irás más rápido si vas solo.


Pedro tenía razón acerca del nivel del río. Todo el campo, alrededor de Lewes, se había convertido en un inmenso lago. Las noticias de la radio habían advertido de la llegada de más tormentas y de la posibilidad de desbordamientos. 


Nada más volver Pedro del supermercado, comenzó otra vez a llover. Una hora más tarde, Paula frunció el ceño contemplando el panorama por la ventanilla del coche. El agua bajaba desde las tierras más altas a las más bajas, por encima de la carretera, en dirección a Lewes.


—Esta mañana no había nada de esto. ¡Oh, Pedro!, ¿crees que podremos llegar a casa?


—Por supuesto, aún no hay demasiada agua.


—Pero, ¿y si nos quedamos atrapados en casa y los niños se ponen enfermos? —preguntó ella conteniendo el aliento mientras el coche, un vehículo con tracción a las cuatro ruedas, se acercaba a los tramos de carretera anegados.


—Si considerara que es peligroso para sus vidas, daría media vuelta y volvería a Brighton a alojarnos en un hotel —contestó Pedro atravesando la corriente—. Acuérdate de que el médico vive en el mismo alto que nosotros; siempre podemos ir a buscarlo si hace falta.


—¿En serio?


—Sí, los dos lo comentamos un día y nos felicitamos por vivir en un alto, por encima del nivel peligroso. Ya está, atravesado. ¿Estás bien?


—¡Eres maravilloso, Pedro! —exclamó Paula, aliviada—. Los niños y yo tenemos mucha suerte de tenerte.


—Cierto —bromeó él, recibiendo un suave puñetazo en el hombro—. Llaman por el móvil, ¿quieres contestar?


—¿Va todo bien? —preguntó el doctor Taylor por teléfono.


—¡Perfecto!


—Estaréis llegando a casa, supongo.


—Sí, en cinco minutos —contestó ella, colgando—.Era el doctor Taylor, quería saber si estábamos bien. Han debido llamarlo por alguna urgencia.


—Es una excelente persona.


—¡Estoy tan nerviosa! —exclamó Paula al ver por fin la casa—. ¡Gracias a Dios! ¿Pero qué es eso? ¡Mira, Pedro, es una fiesta de bienvenida! ¡Mira la pancarta! «Bienvenidos a casa, Cata y Marcos» —leyó Paula con los ojos nublados por las lágrimas.


—No llores, cariño. Mira cuánta gente, y todos esperándote, a pesar de la lluvia.


—Sí —asintió ella limpiándose con un pañuelo—. ¡Pobres! Hay que hacerles pasar dentro, ¡se van a constipar! ¿Pero cuánto tiempo llevan esperando?


—Bueno, el médico llamó para ver dónde estábamos, ¿no? Imagino que para entonces llevaban ya un rato. Aún así, es increíble con lo que está cayendo. Ya estamos, sal. Yo sacaré a los niños, tú ve poniendo el té.


La gente, sonriente, se acercó para tapar a Paula con los paraguas. Al abrir la puerta de casa, ella se volvió y vio que los vecinos ayudaban a Pedro con los gemelos y la compra.


—Bienvenidos —dijo el doctor Taylor abrazando a Paula—. Estás radiante.


Ella abrazó a todo el mundo y acabó, por fin, en brazos de Pedro.


—Hola, cariño —la saludó él con una enorme sonrisa, comenzando a besarla, apasionado, a pesar del público, que pronto comenzó a proferir gritos entusiastas.


Paula se ruborizó y comenzó a colgar abrigos e impermeables. Los gemelos seguían dormidos, inconscientes de las miradas de admiración.


—Soy muy feliz —afirmó Paula en dirección a Pedro, ayudándolo con las copas y el champán—. Voy a despertar a los niños, ya es hora de que coman. Y creo que ya han respirado bastante aire junto a extraños por hoy. Me los subo arriba. Hasta luego.


—Te ayudaré. Subiré a Cata, tú sube a Marcos. Los invitados pueden quedarse solos un rato, con el champán y el aperitivo.


Pedro estuvo un rato en el dormitorio con ella, pero enseguida bajó. De inmediato, sonó el móvil. Él se lo había dejado olvidado en la chaqueta. Paula lo sacó. Se trataba de un mensaje. Sin pensarlo dos veces, lo leyó:
Hola, soy Celina —Paula se quedó helada. ¡De nuevo esa mujer! ¿Cómo se atrevía? El mensaje continuó—: Imposible el viernes, ¿te parece bien el jueves? ¿Va todo bien?, ¿sigo con las reuniones?, ¿tres a la semana en lugar de dos? Las próximas semanas serán cruciales, ¿no crees? ¡Seguro! Házmelo saber. Estoy muy contenta. Veré a Paula el segundo día. Recuerdos, C.










EL ENGAÑO: CAPITULO 22





TRES semanas después los gemelos, Catalina y Marcos, fueron trasladados al hospital de Brighton, y Paula y Pedro pudieron volver a Deep Dene. Ella no podía conducir, de modo que Pedro la traía y llevaba al hospital pasando ambos la mayor parte del tiempo libre allí.


Los padres de Paula viajaron a Deep Dene para visitarlos, quedándose con ellos una temporada. No se enteraron, sin embargo, de que el proceso de divorcio estaba en marcha. 


Ella no quería preocuparlos porque adoraban a Pedro.


—¿No es maravilloso? —preguntó la madre de Paula, maravillada, observando a Pedro cantarle a su hijo—. Le canta sin ninguna inhibición, sin creer por ello que es menos hombre. Seguiría pareciendo un hombre aunque se pusiera una bata rosa.


—Eres una mujer de suerte, Paula —rió su padre, besando a su mujer—. Necesitarás toda la ayuda que Pedro pueda prestarte, pero él parece más que dispuesto a cargar con su parte. ¡Mira cómo sostiene a mi nieto! Estoy convencido de que Marcos reconoce perfectamente el sonido de su voz.


—Sí —respondió Paula—, Pedro es maravilloso con los niños.


—Además, la casa es preciosa y, a juzgar por todas esas tarjetas, habéis hecho muchos amigos en Lewes.


—Sí, tenemos amigos.


La actitud de la gente del pueblo había sido conmovedora, aunque nadie sabía que ella y Pedro estaban a punto de separarse. Ese sería otro problema al que se tendría que enfrentarse ella tras el divorcio.


—Podemos marcharnos sabiendo que sois felices —suspiró la madre de Paula—. No puedes ni imaginarte lo que eso significa para nosotros: saber que todo va bien y que no tenéis problemas. Es decir, excepto por el hecho de que tendrás que aprender a manejarte con dos bebés, claro.


—¡Oh, mamá! —exclamó Paula con ojos llorosos, abrazando a su madre.


Ella se alegró cuando sus padres se fueron de Deep Dene. 


Se avergonzaba de ello, pero fingir que todo iba bien con Pedro había sido muy duro. El parecía dispuesto a abrazarla y besarla delante de ellos incluso más de lo necesario, en sus esfuerzos por convencerlos de que nada iba mal. En cuanto a su comportamiento con los niños, era intachable. Pedro les tenía devoción. Sentados juntos Paula y él, pasaban horas y horas hablando y cantando, acariciando a los gemelos, que parecían conocer las voces de los dos. Cada día que pasaba, ella quería más a sus hijos y los lazos que los unían eran más fuertes. Paula comprendió entonces qué era de verdad ser madre y dedicarse de lleno a ellos.


Poco a poco ambos fueron aprendiendo cosas sobre los bebés. Él se convirtió en un experto interpretando su lenguaje corporal. Paula tenía que admitir que Pedro había sido un gran apoyo ya desde los primeros días en Portsmouth; no había abandonado la cabecera de su cama, excepto para ir a comprar pijamas para los tres. Cada noche, sobre todo cuando ella se despertaba preocupada por Marcos, que tenía peor salud, Pedro se mostraba tan atento que la emocionaba. Era un hombre excepcional. Paula sabía que podía confiarle plenamente el cuidado de los niños. Tal y como había prometido, su compromiso con ellos era total. 


¿Por qué no podía dedicarle a ella el mismo amor y la misma devoción? Estaban juntos todo el tiempo y, sin embargo, estaban distantes. Paula deseaba la reconciliación con toda el alma.


—Tienes un aspecto horrible, Pedro —comentó ella mientras sostenían cada uno a un bebé—. Deberías tomarte un descanso. Además, debes estar preocupado por los negocios. Te pasas el día entero con los niños. Te aseguro que no voy a pensar mal de ti si te pones a trabajar un poco.


—¡No podría! —declaró Pedro—, eso no es importante, Paula. Lo aprendí cuando conocí a Kirsty y a Tomas. Lo importante es que tú y yo estemos con nuestros hijos, ellos nos necesitan. Los negocios marchan bien sin mí. Tengo a alguien en quien puedo confiar, que sigue haciendo los contratos por mí.


—Pero ese negocio es como tu... —ella se interrumpió y sonrió—... es como tu hijo. Tú lo comenzaste, tú lo has levantado. ¿No lo echas de menos?


—Para ser sinceros, ni siquiera lo he pensado. Mi trabajo no es tan importante como mis hijos. Tú necesitas que te lleve al hospital y te eche una mano. Eso es lo que debo hacer, de momento.


Pedro tenía razón. Él necesitaba tiempo para crear un lazo con sus hijos. Paula lo observó recordando lo que había dicho sobre depositar confianza en las personas que habían demostrado merecerla. Entonces, pensó en la dedicación de Pedro a los gemelos, en el amor que les tenía. Y abrió los ojos de nuevo. Su matrimonio había atravesado una crisis, pero había llegado el momento de reconciliarse, antes de que fuera demasiado tarde. Nerviosa, reunió coraje y habló:
—Preferiría que... que hicieras otras cosas —dijo Paula— sosteniendo la mirada de él, que la observaba perplejo—. Tenemos muchas cosas en común, los años que hemos pasado juntos... ¿no podríamos...? ¡Oh, Pedro, si te arrepintieras de haberme engañado con Celina, yo...!


—No puedo —respondió él serio, tenso.


Ella lo observó a punto de desfallecer. Pedro dejó a Catalina en la incubadora.


—¿Por qué no? ¡Si con solo una disculpa pudiéramos volver a estar juntos...!


—¡No, Paula!


—¡Quiero que vuelvas conmigo!


—Entonces debes confiar en mí por completo. Creer en mí.


—¡Ninguna mujer, jamás, creería en ti después de ver lo que yo he visto! —exclamó ella con amargura.


Pedro la observó con tal tristeza que Paula sintió que el corazón se le partía. Luego él se marchó, diciendo tan solo:
—Estaré fuera, con el coche, dentro de dos horas.






EL ENGAÑO: CAPITULO 21





Pedro se quedó con Paula, aunque ella estuvo durmiendo casi todo el tiempo. Pero a él no le importó. Así podía contemplarla, comérsela con los ojos sin que ella se diera cuenta, y sin dejar de pensar en la suerte que tenían. Por fin, lo llevaron a ver a los gemelos. Maggie, la enfermera que tenían asignada, se presentó y lo llevó a las incubadoras. 


Atónito, contempló las diminutas criaturas emocionado e incrédulo. Ser padre era algo increíble, pero los bebés eran muy pequeños, y daba lástima verlos con todos aquellos tubos y cables. Pedro aún no se había hecho a la idea, pero sí les había entregado ya el corazón.


—¿De verdad pueden sobrevivir? —preguntó él en voz baja, alarmado.


—Aún es pronto, pero no hay razón para que no sea así. Sus pulmones no se han desarrollado por completo, Pedro, por eso necesitan respiración asistida. Les hemos dado cafeína para estimularlos y morfina para soportar el shock del nacimiento —explicó Maggie—. Tu hija lo está haciendo muy bien. Es posible que pronto le quitemos el oxígeno.


—¿Y... mi hijo?


—No es tan fuerte. Pero ya se sabe, así son los chicos —contestó Maggie riendo—. Quédate y ve conociéndolos, Pedro. Háblales. Canta, si quieres.


Él se sentó junto a la niña y trató de controlar la emoción, mientras examinaba su diminuto cuerpo. Tenía pestañas y estaba arrugada de la cabeza a los pies, pero a ojos de Pedro era preciosa. Un milagro.


—Hola, chiquitina —la saludó comenzando a susurrarle cosas bonitas.


Deseaba cuidarlos más que nada en el mundo. Anhelaba volver a casa y pasar con ellos todo el tiempo posible. Pero eso significaba una cosa: tendría que volver a ver a Celina. 


Iría a verla en cuanto todo hubiera pasado y los bebés estuvieran en casa.


Pedro permaneció con los bebés un rato, pero enseguida corrió a la habitación de Paula, que seguía durmiendo. 


Acercó su cama a la de ella y se tumbó, abrazándola. Ella se desperezó y sonrió, acurrucándose aún más cerca.


Entonces, Pedro comenzó a pensar en Celina. En lo que haría, en lo que le diría... apenas podía esperar. Recordó la escena, con ella desnuda, y gruñó de mal humor. Pero superaría toda esa frustración, era cuestión de tiempo. 


Contaría los días, los minutos, los segundos...