lunes, 17 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 24




A ESO había quedado reducida la fidelidad, pensó Paula sintiendo el corazón partírsele en dos. Se sentía traicionada. 


Una vez más. Deseaba gritar y romperlo todo, de pura desesperación. Pero tenía que conservar la calma y dar de comer a los bebés. Sus hijos eran lo primero. Antes incluso que el dolor.


Paula oyó ruido en la planta de abajo. Los invitados se despedían. En un impulso, borró el mensaje del teléfono, incapaz de decidir qué hacer. Su vida estaba destrozada. 


Pedro subió poco después mientras ella le cambiaba el pañal a Marcos.


—Pareces cansada, cariño —comentó él—. ¿Quieres que siga yo?


—Me duele la cabeza —musitó ella sin mirarlo. 


—Están durmiendo —añadió él acariciando el cabello de Paula, mientras ella pensaba que no era más que un hipócrita—. Debes descansar. Te despertaré a la hora del té.


Ella se dejó meter en la cama. El sueño la ayudaría a evadirse de la realidad. Se quedó con los ojos abiertos, mirando al vacío, paralizada. Pedro lo quería todo: esposa, hijos... y amante. Un hogar y diversión. Quizá todos los hombres fueran así. Pero, por supuesto, ella jamás aceptaría el arreglo. Él tenía que marcharse. Le exigía demasiado. De pronto, Paula oyó sus pasos apresurados por la escalera. 


Pedro entró en el dormitorio sin hacerle caso y corrió al armario.


—¿Qué sucede?, ¿qué estás haciendo? —preguntó Paula, asustada.


—Ha llamado el doctor, el río se ha desbordado —contestó él sacando unos vaqueros viejos y poniéndoselos.


—¿Estamos en peligro? Dijiste que...


—No, no estamos en peligro —negó Pedro recogiendo el móvil de encima de la mesa y guardándoselo—. Son los demás los que lo están —añadió desde el umbral de la puerta—. El nivel del agua ha subido. Tendrás que quedarte sola, Paula. Voy a buscar a la gente y a traerla aquí.


Ella salió de la cama y corrió escaleras abajo tras él, con el corazón acelerado.


—¡ Pedro, es peligroso...!


—Para ellos también —contestó él—. Prepara toallas, sopa caliente, lo que sea. De eso te encargas tú —continuó Pedro besándola en la boca—. Adiós, ten cuidado —añadió, poniéndose las botas de agua.


Al abrir la puerta, Paula vio hasta dónde había llegado el agua. La carretera estaba inundada, los campos ni siquiera se veían. El desbordamiento era de importancia y no dejaba de llover. Y Pedro había salido ahí fuera.


—¡Pedro! —gritó ella, asustada por él.


—¡Entra dentro, no te preocupes por mí! —gritó él a medio camino, hacia el coche—. Hasta luego.


Pedro se marchó. Paula no pudo dejar de pensar. Encendió el micrófono de vigilancia de los niños y comenzó a sacar toallas de un armario para bajarlas al piso de abajo. Él tenía que sobrevivir, aunque fuera para marcharse con Celina. Lo único que importaba era que estuviera a salvo.


Paula esperó casi una hora delante de la ventana, observando cualquier señal de su llegada. Por fin, para su alivio, vio luces en medio de la tormenta y, después, el coche llegando a casa. Encendió el fuego de la tetera y corrió a abrir la puerta a los recién llegados. Durante las horas siguientes, Pedro fue trayendo a gente y más gente mojada. Muchos de ellos eran los que les habían preparado la fiesta de bienvenida.


Paula estuvo muy ocupada sirviendo té y sopa a todo el mundo. A pesar de ello, no dejaba de pensar en Pedro, de temer por su vida. Era de noche. De pronto, alguien puso una mano sobre su hombro.


—Tranquila, él está bien. No se arriesgará innecesariamente, contigo y con los niños aquí.


—¿Tú crees? —preguntó Paula la señorita Reid.


—Vamos, estás agotada. Descansa, nosotros nos ocuparemos de todo. Ya sabemos dónde están las cosas.


—Pero hay que organizar las camas...


—Y cuidar de dos bebés. Tú ocúpate de ellos y de tu marido cuando vuelva. Nosotros sacaremos sábanas y almohadas: montaremos un camping en el salón. Siéntate, tómate un té y recupera las fuerzas —recomendó la señorita Reid.


Paula se sentó. Se había hecho muy tarde. Muchos de los invitados roncaban, otros se calentaban en la cocina. 


Desesperada, volvió a dar de comer a los niños y los echó de nuevo a dormir. Luego, se quedó mirando por la ventana. 


No había ni rastro de Pedro. Cuando sonó el teléfono, se sobresaltó.


—¿Sí?


—Soy yo, volveré en diez minutos —dijo él—. El médico y yo estamos comprobando que todo el mundo está a salvo. ¿Te encuentras bien, cariño?


—Sí, ¡gracias a Dios que tú también! ¡Estaba tan asustada! Vuelve pronto. Ten cuidado...


—Por supuesto, no estoy dispuesto a arriesgar nuestra felicidad.


—¿En serio? —sollozó Paula.


—Jamás, cariño mío. Ni en un millón de años.


La voz de Pedro la tranquilizó. Tenía que haber un error, pensó ella de pronto. O quizá Celina estuviera preparando de nuevo una de sus trampas. Aquella era una prueba para ella, tenía que demostrar si creía o no en él. ¿Debía arriesgar su corazón y confiar en él?


—Vuelve sano y salvo, por favor.


—No lo dudes, espérame. ¿Crees que cabrá otra familia más en casa? El médico tiene la suya llena. Siete personas. Una madre con sus cinco hijos y el abuelo. Uno de los niños tiene solo dos meses. Podremos arreglárnoslas, ¿verdad? El médico los ha examinado. El abuelo está congelado y la madre muerta de miedo...


—Tráelos —accedió Paula, resuelta—. Aquí hay mucha gente dispuesta a ayudar.






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