sábado, 15 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 19




A solas con él en la habitación del hospital apenas iluminada, Paula estaba aterrada. Pedro estaba tan pálido y asustado como ella. Trataba por todos los medios de animarla, pero Paula sabía que fingía y que los antibióticos y analgésicos no le producían ningún efecto.


—Si eso ocurre, estás en el lugar perfecto —argumentó Pedro.


Pero lo que ella necesitaba era afecto, ternura, no buenos deseos. Pedro estaba sentado, rígido, lejos de ella, como si fueran dos pasajeros desconocidos en un tren.


—¡Solo estoy de veintiocho semanas, Pedro! ¡Se supone que el embarazo dura cuarenta! Me han dado miles de medicamentos por si se produce un parto prematuro, y yo jamás hubiera querido tomarlos. Me siento enferma.


—¿Qué puedo hacer para ayudarte? Dime, lo que sea.


—Diles que aún no estoy preparada —musitó Paula con ansiedad y una débil sonrisa—. Siento mucho estar así, Pedro. Es solo que... las cosas no salen como yo imaginaba.


—La vida nunca sale como imaginamos —confirmó él con ojos remotos.


—Ayúdame a levantarme, ¿quieres? Tengo que ir al baño.


Pedro dejó que la enfermera la ayudara. Eso le dio algo de tiempo para reflexionar. Se sentía confuso, no sabía cuáles eran sus sentimientos. Ni siquiera sabía si tenía miedo por ella o por los niños. Su mente parecía incapaz de funcionar, estaba aterrado. Pero no era el momento de pensar.


Al ver volver a la enfermera con Paula, mucho antes de lo que él esperaba, él alzó la vista. La expresión de su mujer era de pánico.


—¡Oh, Pedro, puede que los niños vengan ya! —gritó ella, temblorosa.


—Si vienen, seguro que estarán bien. Son fuertes, como sus padres —murmuró él en su oído, aterrado por la rapidez con que sucedía todo. Era demasiado pronto. ¿Cómo sobrevivirían los niños?, ¿y Paula?—. Tranquila, todo está controlado.


Ella fue examinada con minuciosidad. A la habitación llegaba gente de todas partes. Pedro observó toda aquella actividad alarmado.


—¿Qué ocurre?, ¿por qué no la llevan al paritorio?


—No podemos. Necesitamos dos incubadoras, por si nacen los niños —explicó la matrona—. Estamos tratando de organizado todo.


—¿Arriba, en maternidad?


—No, no hay sitio libre —admitió la matrona.


—¡Mis hijos! —gritó Paula sujetándose el abdomen.


—Tranquila, estamos llamando por teléfono.


—¿A quién?, ¿a dónde? —preguntó Pedro..


—La recepcionista está tratando de solucionarlo. Hay una base de datos nacional que muestra las camas e incubadoras disponibles en los distintos hospitales. Lo sabremos en cuestión de segundos. Y ahora —añadió la matrona volviéndose hacia Paula—, voy á ponerte el goteo, y todo listo.


—¿Listo para qué? —preguntó Pedro a gritos.


—Para ir a Escocia, a Birmingham, a Plymouth o a la isla de Wight.


—¿Qué? —preguntó Paula con la boca abierta.


—Tranquila, no te alteres. Hay tiempo de sobra para llegar, te lo aseguro —contestó la matrona.


—Pero... todos esos sitios están a kilómetros de distancia... tendremos que quedarnos allí toda la noche —gritó ella—. ¡Pedro, ni siquiera tienes una camisa limpia...!


—No importa, eso da igual —sonrió él, divertido y conmovido ante la ocurrencia.


—¿Que da igual?


—Sí. Ahora sé qué cosas son importantes y una camisa limpia no lo es —sonrió Pedro acariciándola brevemente.


—Paula, si los bebés nacen prematuros, tendrán que quedar hospitalizados una temporada —observó la matrona sentándose junto a ella—. Tú y tu marido podéis quedaros también, hay dormitorios para esos casos. No es que sea el Ritz, pero no están mal. ¿O tiene tu marido negocios importantes que atender?


—No, no los tengo —se apresuró Pedro a contestar, acariciando los cabellos de Paula—. Puedo posponer los negocios, si es necesario, para ir a donde haga falta.


—Bien —sonrió la matrona—, serás un gran apoyo para tu mujer. Es posible que los bebés no vengan aún. Pero, si nacen, tendrán que quedarse donde des a luz hasta que haya sitio en el hospital más cercano a vuestra casa.


—¿Y cuánto tiempo puede pasar antes de que vuelvan a Sussex? —preguntó Paula.


—No sabría decirte. Depende de cuánto pesen al nacer y de cómo vayan progresando, pero puede que tarden hasta tres meses en volver a vuestra casa.


—¡Tres meses! —exclamó ella, horrorizada.


—Recuerda, eso en el caso de que nazcan ahora —repitió la matrona—. Puede que te manden a casa después de examinarte, con instrucciones de que descanses más y vuelvas en enero.


Pedro reprimió un gemido y comenzó a caminar de un lado a otro, alterado, tratando de ocultar las lágrimas. Deseaba con toda el alma que aquello fuera una falsa alarma. Era inconcebible que Paula pudiera dar a luz sin problemas, sana y salva, tan pronto. El peso de los gemelos, de todos modos, siempre estaría un poco por debajo de lo normal, pero si eran prematuros...


Los ojos de Pedro se llenaron de lágrimas, que trató de reprimir. Ella lo necesitaba. Debía estar pasando un infierno. 


Aterrorizado, tomó su mano y se esforzó por sonreír.


—Tengo que insistir en una cosa —dijo acercándose solemne, guiñándole un ojo—. Bajo ninguna circunstancia estoy dispuesto a que un hijo mío se llame Guy, solo por el hecho de que haya nacido el día de Bonfire Night. Ni Catherine Wheel. ¿De acuerdo?


—De acuerdo —sonrió con debilidad Paula, apretando tanto la mano de Pedro que le hizo daño—. Escocia es un bonito lugar para nacer, un escenario encantador.


—Sí —convino él animándola—. En mi opinión, yo no sabría cuál lugar elegir. La isla de Wight resulta muy atractiva... aunque Birmingham es perfecto para ir de compras...


—¡Oh, Pedro! ¿por qué no podemos quedarnos aquí? —preguntó Paula cerrando los ojos, llenos de lágrimas—. ¡Escocia está tan lejos...!


—¡Portsmouth! —anunció la recepcionista—. ¡Ya!


Paula se dejó llevar, tumbada en una camilla, atravesando urgencias hasta la ambulancia. El viento soplaba con tanta fuerza que parecía querer evitar que Pedro subiera al vehículo tras ella. Y la lluvia, torrencial, dificultaba la conducción.


Los enfermeros, preocupados por una posible riada, encendieron la sirena y la luz azul de emergencia. Tardaron en llegar a Portsmouth una tercera parte de lo que hubiera sido normal. Un médico los acompañaba por si Paula daba a luz antes de llegar al hospital. Los enfermeros no dejaron de bromear, tratando de tranquilizarlos:
—Las azafatas les servirán la comida y copas gratis —anunció un enfermero, sonriendo. Poco después continuó—: Les habla el capitán. Volamos a cinco mil pies de altura, a una velocidad de... ah... Sí, será mejor no mencionar eso, no vaya a ser que nos pille la policía. Si miran a su derecha, verán París. A la izquierda, Tombuctú. Hora aproximada de llegada...


Paula y Pedro trataron de sonreír. Cualquier cosa, antes que gritar y llorar. Al llegar al hospital los recibió una matrona con tal naturalidad, que parecía como si todos los días ocurriera algo así. Luego le dieron a ella más medicamentos para parar las contracciones. Por suerte, se quedó dormida.


Pero Pedro no pudo dormir. Inquieto, llamó a los padres de Paula y les contó lo sucedido, tratando de restarle importancia. Eran las dos de la madrugada. Después caminó incansable por la sala, bendiciendo la máquina de café.


Aquella mañana Paula fue examinada de nuevo. Pedro se sentía impotente. ¿Qué podía hacer, excepto tomarla de la mano y tratar de tranquilizarla, diciéndole que todo iría bien?


Ni siquiera estaba seguro de que fuera así. En realidad, ninguno de los dos lo creía.


—Bien —anunció el médico una hora más tarde—, tus hijos se niegan a obedecer. Están decididos a nacer antes de la Navidad, para ver el Año Nuevo. Vienen de camino, Paula. Nacerán esta noche.


—¡Esta noche! —exclamó ella.


Pedro rodeó a Paula con el brazo. Ella ocultó el rostro en él. 


El peligro los unía, pensó Pedro sujetándola con fuerza, temeroso de perderla, aferrándose a aquellos minutos juntos.


—Así es —confirmó el médico—. Esperaremos a que las contracciones sean más fuertes. Así podrás prepararte para la cesárea. Te haremos un corte bonito, de manera que puedas ponerte bikini.


—¡Vaya esperanza! ¡Jamás volveré a ponerme uno!


—Te lo pondrás, y apuesto a que estarás fantástica —bromeó el doctor—. ¿Verdad, Pedro?


—De primera.


—¿Lo ves? —rió el médico, satisfecho—. Lo sabía. No te preocupes por nada, Paula, preciosa. Te despertarás y todo habrá terminado.


—¿Preciosa? Pues si es tan fácil, ¿por qué no tienes a los gemelos tú?


—Tranquila, no te preocupes. De verdad —la serenó el médico.


—¿Y los gemelos?, ¿es peligroso para ellos? —preguntó Paula.


—Serán muy pequeños y necesitarán muchos cuidados, pero hemos hecho esto cientos de veces antes. No te preocupes, relájate. Descansa todo lo que puedas. Pedro, la enfermera te llevará a una sala de espera.


—¡No, no quiero abandonar a mi mujer!


—Pero ella necesita descansar —aseguró el médico—. De momento, no va a pasar nada.


—¿Qué dices tú, Paula?


—Estoy cansada —admitió ella—. Me encantaría dormir.


—Entonces, ¿no se la llevarán?


—No, aún falta mucho —aseguró el médico—. Deja que duerma.


Pedro estaba demasiado cansado como para discutir, y comprendía que Paula necesitaba dormir. Sabía que no podía hacer nada por ella, excepto comunicarle su ansiedad. 


Sin embargo le costó soltarle la mano. Antes de cerrar la puerta, él se volvió hacia Paula. Ella había cerrado los ojos. 


De pronto se sintió solo, excluido. Ella y los niños se tenían los unos a los otros, estaban unidos físicamente por un lazo mucho más fuerte de lo que él pudiera nunca crear. Ella y los niños atravesarían juntos aquel momento, mientras él se sentaba solo a esperar, lleno de ansiedad.


La enfermera tosió con discreción, y Pedro la siguió en dirección a la unidad infantil. Había dos incubadoras vacías.


Él las observó, imaginando a sus hijos allí. De pronto, fue más consciente de la situación y la emoción lo embargó. La enfermera trató de tranquilizarlo, pero él apenas la oyó. 


Paula sufriría una cesárea, y sus hijos nacerían tan pequeños y poco desarrollados que tendrían que quedarse en la incubadora, enchufados a miles de aparatos escalofriantes. Como en Star Trek.


—Hay una enfermera por cada incubadora y varios médicos para todo el departamento. Después de pasar por la unidad de cuidados intensivos, los trasladaremos a maternidad sin desconectarlos. Le enseñaremos a su mujer el vídeo para que pueda...


—¡Dios mío! —respiró Pedro, atónito, observando compasivo a un bebé en una incubadora—. ¿Cuánto tiempo tiene ese... ese crío?


—Un día —contestó la enfermera—. Pesa kilo y medio, pero está bien. Es niña. Los hemos tenido más pequeños. Aquí hacemos milagros, Pedro.


—¿Milagros?, ¿con doce semanas de embarazo menos de lo previsto?


—Sí, incluso con menos. Confía en mí.


—No tengo elección, ¿verdad?


Pedro deseó gritar. En lugar de ello apretó los dientes y volvió con Paula para ver con ella el vídeo. Cuando ella gritó, al ver aquellos diminutos bebés, él sintió que el pecho se le contraía. Los bebés irían a una incubadora que controlaría el funcionamiento de sus corazones, pulmones, y sus temperaturas. Serían alimentados vía intravenosa, y quizá necesitaran una mascarilla de oxígeno. Eso, si vivían. Era aterrador.


—Es muy tranquilo el departamento infantil —explicó Pedro tratando de calmarla—. Se puede visitar siempre que se quiera. La gente lleva cámaras de fotos, podemos estar con ellos cuanto queramos...


—Si viven —musitó Paula repitiendo en voz alta lo que él pensaba.


Si Paula vivía, reflexionó Pedro. El miedo lo tenía paralizado.


—Estarán bien, ya lo verás. Los médicos han hecho esto muchas veces —la animó él.


—¡Pero yo no! ¡Ni los niños!


—¡Paula! —exclamó Pedro—. A veces es necesario confiar en los demás. Tienes que olvidar tu miedo y basar tu juicio en lo que sabes acerca de esas personas.


—¿Confías tú?


—Por supuesto —aseguró él—. Tienen los mejores equipos, tienen experiencia, han sacado adelante a otros bebés, incluso más pequeños.


—Entonces... —comentó ella pensativa—... ¿quieres decir que debemos confiar en ellos si sabemos que otras veces han hecho las cosas bien?


—Claro.



—Pero no siempre salen las cosas bien —objetó Paula.


—Son expertos. Tenemos que ponernos en sus manos.


Para alivio de Pedro, ella pareció calmarse. El día se les hizo largo. Al atardecer, de pronto Paula gritó agarrándose el abdomen. La comadrona se acercó a examinarla.


—¡Pedro, que pare! ¡No puedo soportar más este dolor! —gritó Paula, desesperada.


—Ojalá pudiera pararlo.


—Bien, lista para el quirófano —anunció la comadrona—. Vamos a la silla de ruedas. Venga, papá. No te quedes ahí, clavado al suelo. Ha llegado el momento.


—¡Quédate conmigo, Pedro! —gritó ella, aterrada.


—¡Estoy contigo! —contestó él.


Sentía pánico, y a cada segundo que pasaba era peor. Pedro siempre había creído que los bebés nacían en un abrir y cerrar de ojos. Unos cuantos gritos y ahí estaban. Jamás nadie le había mostrado lo que significaba aquella devastadora espera. Ni jamás había estado nunca tan asustado.


—Todo listo —anunció el médico de pronto, tras examinar a Paula—. Puedes venir con nosotros, Pedro, pero no puedes entrar en el quirófano. Vamos a hacerle a Paula una cesárea con anestesia general. Pero tranquilo, serás padre antes de lo que crees. ¿Va todo bien, mamá?


—¡No! —gritó ella—. ¡Por supuesto que no! ¡Quiero ver nacer a mis hijos!


—Imposible, no se encuentran en la posición correcta. Están los dos atravesados, en lugar de cabeza arriba o cabeza abajo. La próxima vez, quizá —sonrió el doctor.


—¡No habrá próxima vez! —gritó Paula haciendo reír a las enfermeras.


—Agárrate a mi mano y aprieta como si quisieras romperme los huesos —sugirió Pedro.


—¡Qué tontería!


—¿Sí? Pues era lo que estabas haciendo —aseguró él.


—¿En serio? Lo siento.


—No importa —susurró Pedro—, ¡Ah!, y dile a los médicos que vuelvan a meter a los niños en su sitio si no son tan guapos como tú.


—¡Pedro! —rió ella, echándose a llorar.


Él no pudo pronunciar una palabra más. Tenía muchas cosas que decirle a Paula, pero se sentía incapaz. Aquella era su oportunidad para aclarar la situación, para demostrarle lo que sentía. Porque era posible que ella muriera.





EL ENGAÑO: CAPITULO 18





POR FIN, la mañana del cinco de noviembre dejó de llover. 


Paula salió a dar un paseo, pero enseguida se cansó y decidió guardar sus energías para la noche. Para su sorpresa, Pedro la llamó por teléfono antes de volver a casa; quería decirle que la esperaría en la puerta a las cinco y cuarto. Según parecía, seguía dispuesto a ir al desfile de Bonfire Night Parade.


En el trayecto a Lewes, la conversación fue escasa. Ninguno de los dos mencionó lo ocurrido la última vez que se vieron.


Paula apenas podía creerlo. Ella no hacía más que recordarlo. Pedro se había pasado horas besándola y tocándola. Ella jamás había imaginado que su cuerpo pudiera procurar tal intensidad de placer. Había algo dulce y, al mismo tiempo, dolorosamente venenoso en el modo en que se habían explorado... como si ninguno de los dos hubiera conocido realmente el cuerpo del otro.


Paula recordaba cada poro de la piel de Pedro, su mente rebosaba imágenes. Habría sido maravilloso si él la hubiera amado, en lugar de utilizarla simplemente. Había sido una estúpida. Pedro jamás habría permanecido con ella, de no haber temido el rechazo de otras mujeres. Pero esa no era base suficiente sobre la que asentar el matrimonio. De nuevo estaban juntos, pero no era más que una farsa. Ella lo detestaba, pero tendría que soportarlo por una noche. El divorcio estaba en marcha.


—Hemos llegado. Sal, yo vigilaré hasta que entres en la casa y luego iré a aparcar.


—Bien —comentó Paula.


—Date prisa, estoy entorpeciendo el tráfico.


—Estoy embarazada, tendrán que esperar —contestó ella de mal humor—. Pedro... serás amable con Kirsty y Tomas, ¿verdad?


—No te defraudaré.


Paula subió al apartamento y llamó al timbre. Tomas abrió, la saludó y la llevó hasta Kirsty. El salón era pequeño, pero estaba decorado con imaginación y gusto. Por todas partes había fotos de la pareja y sus familias. Kirsty le mostró orgullosa la casa y ambas charlaron animadamente un rato hasta que llegó Pedro.


—Es una casa muy acogedora —comentó él en voz baja, tras invitarlo Kirsty a sentarse.


—Quieres decir que es un cuchitril —lo corrigió Kirsty con una mueca.


—No, quiero decir que es acogedora. Un lugar al que apetece volver.


—¡Adulador! —sonrió Kirsty.


—¿A qué se dedica Tomas?


—Es lechero. Es un encanto. Se levanta de noche, cuando yo estoy aún dormida. Trabaja todo el día y vuelve a casa a media tarde —explicó Kirsty con ternura.


Paula tragó. Ella necesitaba justo aquel tipo de amor. Por alguna razón, estar allí no servía sino para hacer más amarga su situación.


—Te hemos traído un regalo. Para el bebé —dijo Pedro sacando un bonito paquete del bolsillo. Paula abrió inmensamente los ojos, llena de gratitud. No sabía nada de aquel regalo—. Es solo un detalle, para darte las gracias por ofrecernos un palco privilegiado desde el que ver el desfile.


—¡Gracias! No lo esperaba... —contestó Kirsty desenvolviendo el regalo—. ¡Es precioso! —exclamó besándolos a ambos—. ¡De Tot's!


—Espero que no tengas ninguno igual —se aventuró a añadir Pedro.


—¿Estás de guasa?, ¿yo?, ¿comprar en Tot's? Júnior llevará ropa hecha en casa o de segunda mano. Al fin y al cabo, ni siquiera va a enterarse. Mi hermana y yo hemos decidido ponernos de acuerdo para tener los niños; así nos pasaremos el equipo la una a la otra.


—Tu hijo—tiene suerte de teneros a ti y a Tomas como padres —rió Pedro.


—¡Vaya, además de guapo es encantador! —exclamó Kirsty a media voz—. Consideraré seriamente la posibilidad de que seas el padre de mi próximo hijo —bromeó con coquetería.


Todos se echaron a reír rompiendo por fin el hielo, pero la risa de Paula fue forzada. La sola idea de que Pedro pudiera ser padre de otro niño, con otra mujer, le resultaba dolorosa. 


Fuera él consciente o no, cualquier fulana se lo arrebataría antes de lo que pensaba.


Pedro preguntó con cortesía a Kirsty por toda su familia, y ella le explicó el árbol genealógico mientras comían sandwiches y observaban a la multitud en la calle. Cuando comenzó el desfile, Paula se entusiasmó. Kirsty le señaló a Tomas, pero el brillo de las antorchas era tal, que era difícil identificarlo. Pedro se había marchado, no se lo veía por ninguna parte. Se había quedado con ellas un rato y después había salido para perderse entre la multitud.


Paula se arrellanó incómoda en el asiento. Le dolía mucho la espalda, pero el dolor comenzaba a trasladársele por los costados hacia delante. Estaba preocupada. Hacia las diez de la noche, el dolor se hizo más intenso y frecuente. 


Cuando volvió Pedro y pudieron despedirse para marcharse a casa, Paula suspiró aliviada.


—Sujétame del brazo —pidió ella mientras se dirigían hacia el coche.


—Estás pálida. No te encuentras bien, ¿verdad? Algo va mal.


—Sí, eso creo. Me duele mucho —contestó Paula con calma.


—¿Cómo es el dolor?


—No sé, pero creo que debería ir al médico —respondió ella, asustada.


—Yo te llevaré, será más rápido que llamar a una ambulancia —repuso Pedro tomándola del brazo y ayudándola a subir al coche, para dar la vuelta y ponerse al
volante. Luego la agarró de la mano unos instantes—. No te asustes, yo cuidaré de ti. Llama al hospital y avisa que vamos para allá. He programado el teléfono por si surgía alguna urgencia. El número del hospital está en el menú. ¿Sabes acceder a él?


—Sí.


Sorprendida y reconfortada, Paula llamó por teléfono mientras él salía de Lewes por calles secundarias en dirección a Brighton.


—Bien, ahora dime cómo es ese dolor —continuó Pedro una vez que ella hubo colgado—. Dime cómo te sientes, y no te hagas la valiente. La verdad.


—Al principio creí que era solo dolor de espalda, una molestia, más que un dolor. No era nada terrible, pero no paraba. Luego empezó a ir y venir; cada vez era peor, hasta que comenzó a trasladarse hacia el vientre. Viene y se va, cada vez con más fuerza. Estoy asustada, Pedro. ¡No quiero perder a los bebés!


—No los perderás —aseguró él apretándole la mano—. Será una falsa alarma, una indigestión —dijo con una sonrisa falsa, tratando de tranquilizarla—. Quizá por los sandwiches de atún.


—Sí, eso será.


Pero Paula sabía que se trataba de algo más serio. Y estaba más asustada de lo que lo había estado nunca en la vida.


—Si es una infección urinaria como dicen, pronto la tendrán controlada —comentó Pedro una hora más tarde—. Sabes que los niños están bien, los hemos visto en la ecografía.


—¡Sí, pero la infección puede provocarme un parto prematuro!





EL ENGAÑO: CAPITULO 17





Así que por fin lo admitía, pensó ella con amargura.


Tras fingir inocencia, tras gesticular y esbozar expresiones de indignación, Pedro comprendía que no podía seguir negando su infidelidad. El corazón de Paula se vació de repente de toda emoción. Él le había mentido, quizá le hubiera mentido durante mucho tiempo. ¿Había vivido con ella durante todos aquellos años solo porque le procuraba seguridad? Paula conocía bien su terrible infancia. Quizá, tan sólo, hubiera necesitado de un hombro sobre el que llorar. Quizá hubiera necesitado incluso alguien a quien poseer de vez en cuando como compañera de cama. 


Durante todos aquellos años, todo se había reducido a pura necesidad. Necesidad sexual y necesidad de seguridad, la seguridad de alguien a quien conocía bien.


«Bien, pues al infierno con Pedro». Podía vivir perfectamente sin él. Sí, le dejaría ver a los gemelos, pero con condiciones.


Paula se metió en la cama. Se sentía utilizada y muy infeliz.





EL ENGAÑO: CAPITULO 16




Estaba embargado por la emoción que emanaba de él como el agua de un manantial, derritiéndolo por entero y debilitando su resolución. Sin saber cómo, los brazos de Paula se aferraron a él. Ella suspiraba y Pedro seguía explorando más allá, acariciando los pechos, tocándolos con exquisita delicadeza, hipnotizado por sus oscuros pezones.


Ella se quitó la seda. Su boca se posó sobre la de él y ambos se besaron larga, sensual y a conciencia, en un beso mucho más seductor y tentador de lo que lo habría sido un beso lleno de pasión. Lo que sentían el uno por el otro era adoración.


Pedro besó con delicadeza los párpados de Paula, tomó su rostro con suavidad entre las manos. Era la madre de sus hijos. Los había sentido moverse, darle la bienvenida, aunque por fin se habían quedado quietos, quizá dormidos.


Él estaba maravillado, necesitaba seguir besándola para asimilar tanta emoción. Y decidió explorar a fondo todo su cuerpo. Su boca saborearía cada centímetro de esa piel. 


Después, seguirían las manos. Necesitaba poder recordar a Paula en cada exquisito detalle para cuando estuviera solo.


De forma inesperada, ella comenzó a quitarle la ropa. Poco a poco, Pedro se sintió absorbido por algo oscuro y maravilloso, un torbellino de sensualidad. Ella tenía la piel ardiente, el cuerpo tembloroso, y gemía y jadeaba de placer.


—Hazme el amor —respiró ella en su oído.


—¡No, Paula! No, no era eso lo que...


—Demasiado tarde —murmuró ella.


—Solo quería...


—Lo sé, pero estas cosas ocurren —susurró de nuevo, en su boca.


—Es la emoción del momento —se disculpó Pedro—. Sentir a los niños moverse ha sido... increíble...


—Y los dos deseamos tocarnos desde hace semanas.


Paula era una mujer muy perceptiva. ¿O acaso era obvio que la deseaba? ¿Habría visto ella el deseo en sus ojos, habría notado sus desesperados esfuerzos por reprimirse?


—No es... una buena idea...


—Al diablo con las ideas.


—No... puedo —gimió él.


—Yo creo que sí —lo contradijo Paula poniendo una mano entre las piernas de él—. Las pruebas lo demuestran. Yo también te deseo, Pedro.


Aún habría podido negarse. Solo negarse. Pero ella lo besó seductora, enroscando la lengua en la de él, rozando de forma tentadora su torso con los pechos de tal modo, que la voluntad de hierro de Pedro se fundió. Él probó con los labios aquella miel. Su cuerpo se hizo cargo de la situación, sustituyendo a la razón.


—¿Sigue siendo seguro?


—Con suavidad, por favor. Es probable que sea la última vez.


Pedro besó apasionadamente a Paula, tratando de reprimir un grito desesperado de felicidad. Luego, con infinito cuidado, la atrajo y la sentó sobre su regazo. Aquella era su mujer, embarazada. La mujer a la que, en una ocasión, se había rendido, la mujer en la que había visto la salvación de una vida carente de amor, la mujer que le había fallado. 


Pero, a pesar de todo, la deseaba.


Era la última vez, se repitió en silencio, dejando que sus lenguas se enroscaran, invadiendo su boca, volviéndose loco ante la pasión con que Paula le correspondía, dejándose llevar a un mundo de pura sensación que creía olvidado para siempre.


Un extraño entusiasmo se apoderó de su sistema nervioso, cargándolo de electricidad y produciéndole sacudidas que recorrían todo su cuerpo una y otra vez. La suavidad sedosa de la piel de Paula, sus pequeños y frenéticos gemidos, todo contribuía a intensificar su goce mientras se dedicaba por entero a procurarle placer a la madre de sus hijos.


«Adiós, Paula», pensó, sintiendo un nudo en la garganta, mientras ella se sacudía temblorosa y se balanceaba en movimientos rítmicos contra él. Entonces Pedro sintió que se perdía en un lento clímax, olvidando por completo, por unos instantes, que aquel era el fin y que, desde ese momento en adelante, ambos volverían a ser dos extraños.


Hubiera querido que ese instante fuera eterno. Él hizo todo cuanto pudo para evitar que acabara, posponiendo el momento de volver a la realidad. Pero los movimientos de Paula frustraron ese objetivo y Pedro se vio abocado a un nuevo éxtasis prolongado, dulce y doloroso, para volver a caer en picado. Ella se tumbó sobre él, agotada y satisfecha. 


De pronto, él sintió un fuerte dolor en el pecho, se apartó de sus brazos y la miró. Paula tenía ojos ensoñadores.


—Ráscame la espalda —musitó ella medio dormida. Pedro respiró hondo, la hizo darse la vuelta y la sentó de espaldas sobre su regazo para darle un masaje que logró excitarlo. Por eso volvió a apartarse—. ¿Qué ocurre? —preguntó ella. No podía soportarlo. Aquella vida lo estaba destruyendo poco a poco. Solo había una solución—. ¡Pedro, me estás asustando! No me mires así —rogó Paula besándolo. Él se apartó—. No hemos hecho nada malo, somos marido y mujer...


—Eso es, precisamente, Paula. Vivimos una farsa y no puedo soportarlo más. No podemos seguir casados. Tenemos que romper. No está bien que sigamos satisfaciendo nuestros apetitos sexuales el uno con el otro.


—¡Pero...!


—¡No quiero escucharte! —la interrumpió Pedro gritando—. Cada vez que estamos juntos es como si volviéramos a encadenarnos. Quiero salir de aquí. Cuanto antes —afirmó él con férrea resolución, rogando por que la expresión desfallecida de Paula no lo hiciera echarse atrás—. Así, quizá, nos trataríamos como amigos, no como objetos
sexuales.


—Sexo —contesta ella con amargura—. El sexo es el culpable de todo.


—Entonces, lo mejor será dejarlo a un lado. Yo mantendré a tus hijos, seré su padre. Y si necesito sexo, iré a buscarlo a cualquier otra parte.


—Creía que eso ya lo habías hecho.


Pedro se encogió de hombros. ¿Qué importaba ya lo que ella pensara?


—Iré a ver a un abogado mañana por la mañana.


—Pues llévame a mí también, yo también necesito... un abogado —contestó Paula poniéndose en pie tambaleante y alcanzando un albornoz—. Por supuesto, alegaré infidelidad.


Él se alteró, pero de inmediato comprendió lo inútil que era tratar de darle una explicación. Lo mejor era callar. Asintió, se dio la vuelta, recogió su ropa y dijo:
—No pienso defenderme.


Y sin decir una palabra más, salió de la habitación.