sábado, 15 de agosto de 2015
EL ENGAÑO: CAPITULO 16
Estaba embargado por la emoción que emanaba de él como el agua de un manantial, derritiéndolo por entero y debilitando su resolución. Sin saber cómo, los brazos de Paula se aferraron a él. Ella suspiraba y Pedro seguía explorando más allá, acariciando los pechos, tocándolos con exquisita delicadeza, hipnotizado por sus oscuros pezones.
Ella se quitó la seda. Su boca se posó sobre la de él y ambos se besaron larga, sensual y a conciencia, en un beso mucho más seductor y tentador de lo que lo habría sido un beso lleno de pasión. Lo que sentían el uno por el otro era adoración.
Pedro besó con delicadeza los párpados de Paula, tomó su rostro con suavidad entre las manos. Era la madre de sus hijos. Los había sentido moverse, darle la bienvenida, aunque por fin se habían quedado quietos, quizá dormidos.
Él estaba maravillado, necesitaba seguir besándola para asimilar tanta emoción. Y decidió explorar a fondo todo su cuerpo. Su boca saborearía cada centímetro de esa piel.
Después, seguirían las manos. Necesitaba poder recordar a Paula en cada exquisito detalle para cuando estuviera solo.
De forma inesperada, ella comenzó a quitarle la ropa. Poco a poco, Pedro se sintió absorbido por algo oscuro y maravilloso, un torbellino de sensualidad. Ella tenía la piel ardiente, el cuerpo tembloroso, y gemía y jadeaba de placer.
—Hazme el amor —respiró ella en su oído.
—¡No, Paula! No, no era eso lo que...
—Demasiado tarde —murmuró ella.
—Solo quería...
—Lo sé, pero estas cosas ocurren —susurró de nuevo, en su boca.
—Es la emoción del momento —se disculpó Pedro—. Sentir a los niños moverse ha sido... increíble...
—Y los dos deseamos tocarnos desde hace semanas.
Paula era una mujer muy perceptiva. ¿O acaso era obvio que la deseaba? ¿Habría visto ella el deseo en sus ojos, habría notado sus desesperados esfuerzos por reprimirse?
—No es... una buena idea...
—Al diablo con las ideas.
—No... puedo —gimió él.
—Yo creo que sí —lo contradijo Paula poniendo una mano entre las piernas de él—. Las pruebas lo demuestran. Yo también te deseo, Pedro.
Aún habría podido negarse. Solo negarse. Pero ella lo besó seductora, enroscando la lengua en la de él, rozando de forma tentadora su torso con los pechos de tal modo, que la voluntad de hierro de Pedro se fundió. Él probó con los labios aquella miel. Su cuerpo se hizo cargo de la situación, sustituyendo a la razón.
—¿Sigue siendo seguro?
—Con suavidad, por favor. Es probable que sea la última vez.
Pedro besó apasionadamente a Paula, tratando de reprimir un grito desesperado de felicidad. Luego, con infinito cuidado, la atrajo y la sentó sobre su regazo. Aquella era su mujer, embarazada. La mujer a la que, en una ocasión, se había rendido, la mujer en la que había visto la salvación de una vida carente de amor, la mujer que le había fallado.
Pero, a pesar de todo, la deseaba.
Era la última vez, se repitió en silencio, dejando que sus lenguas se enroscaran, invadiendo su boca, volviéndose loco ante la pasión con que Paula le correspondía, dejándose llevar a un mundo de pura sensación que creía olvidado para siempre.
Un extraño entusiasmo se apoderó de su sistema nervioso, cargándolo de electricidad y produciéndole sacudidas que recorrían todo su cuerpo una y otra vez. La suavidad sedosa de la piel de Paula, sus pequeños y frenéticos gemidos, todo contribuía a intensificar su goce mientras se dedicaba por entero a procurarle placer a la madre de sus hijos.
«Adiós, Paula», pensó, sintiendo un nudo en la garganta, mientras ella se sacudía temblorosa y se balanceaba en movimientos rítmicos contra él. Entonces Pedro sintió que se perdía en un lento clímax, olvidando por completo, por unos instantes, que aquel era el fin y que, desde ese momento en adelante, ambos volverían a ser dos extraños.
Hubiera querido que ese instante fuera eterno. Él hizo todo cuanto pudo para evitar que acabara, posponiendo el momento de volver a la realidad. Pero los movimientos de Paula frustraron ese objetivo y Pedro se vio abocado a un nuevo éxtasis prolongado, dulce y doloroso, para volver a caer en picado. Ella se tumbó sobre él, agotada y satisfecha.
De pronto, él sintió un fuerte dolor en el pecho, se apartó de sus brazos y la miró. Paula tenía ojos ensoñadores.
—Ráscame la espalda —musitó ella medio dormida. Pedro respiró hondo, la hizo darse la vuelta y la sentó de espaldas sobre su regazo para darle un masaje que logró excitarlo. Por eso volvió a apartarse—. ¿Qué ocurre? —preguntó ella. No podía soportarlo. Aquella vida lo estaba destruyendo poco a poco. Solo había una solución—. ¡Pedro, me estás asustando! No me mires así —rogó Paula besándolo. Él se apartó—. No hemos hecho nada malo, somos marido y mujer...
—Eso es, precisamente, Paula. Vivimos una farsa y no puedo soportarlo más. No podemos seguir casados. Tenemos que romper. No está bien que sigamos satisfaciendo nuestros apetitos sexuales el uno con el otro.
—¡Pero...!
—¡No quiero escucharte! —la interrumpió Pedro gritando—. Cada vez que estamos juntos es como si volviéramos a encadenarnos. Quiero salir de aquí. Cuanto antes —afirmó él con férrea resolución, rogando por que la expresión desfallecida de Paula no lo hiciera echarse atrás—. Así, quizá, nos trataríamos como amigos, no como objetos
sexuales.
—Sexo —contesta ella con amargura—. El sexo es el culpable de todo.
—Entonces, lo mejor será dejarlo a un lado. Yo mantendré a tus hijos, seré su padre. Y si necesito sexo, iré a buscarlo a cualquier otra parte.
—Creía que eso ya lo habías hecho.
Pedro se encogió de hombros. ¿Qué importaba ya lo que ella pensara?
—Iré a ver a un abogado mañana por la mañana.
—Pues llévame a mí también, yo también necesito... un abogado —contestó Paula poniéndose en pie tambaleante y alcanzando un albornoz—. Por supuesto, alegaré infidelidad.
Él se alteró, pero de inmediato comprendió lo inútil que era tratar de darle una explicación. Lo mejor era callar. Asintió, se dio la vuelta, recogió su ropa y dijo:
—No pienso defenderme.
Y sin decir una palabra más, salió de la habitación.
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