jueves, 13 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 11




EL CORAZÓN de Paula no dudaba en perdonar, pero la razón sí. Por otro lado era más que evidente, desde hacía tiempo, que su cuerpo se había rendido. En su confusión, ella se concentró en el bien de su hijo y dio con la solución: amor y estabilidad emocional. Ese era el camino. Pero, ¿y si Pedro volvía a abandonarla a ella y al bebé? Si él estaba decidido a volver, pero por razones erróneas, por el niño... entonces jamás funcionaría, y volvería a abandonarla. ¿Cómo adivinar sus motivos?


—No me niegues esto solo por rencor —rogó Pedro.


Sorprendida por ese último comentario, Paula alzó la cabeza hacia él. Cuando sus miradas se encontraron, ella se estremeció. Pedro lo deseaba ardientemente. Pero ella necesitaba saber por qué.


—Supón que te vuelves y luego... luego cambias de parecer.


—¿Cómo puedes pensar una cosa así? Es imposible. Me comprometería al cien por cien —afirmó él—. Seré constante, puedes confiar en mí. Sabes cómo me siento.


Paula sonrió con debilidad. Pedro estaba tan confuso como ella, comprendió. Tenía tanto miedo de que ella lo rechazara, que ni siquiera se atrevía a mirarla. Ella se sintió feliz por un instante.


—Sí, creo que sí —murmuró Paula tratando de mantener la calma, cuando deliraba de felicidad. Pedro le pediría disculpas y ella lo perdonaría—. Tienes razón, debes formar parte de la vida de nuestro hijo. Parte importante.


—Bien.


Paula esperó en suspenso a que él la tomara en sus brazos y le pidiera perdón. Entonces, todo se arreglaría. Pero él se puso en pie con brusquedad y comenzó a caminar de un lado a otro como un animal salvaje. Según parecía, le costaba. Ella no vacilaría en perdonarlo, si él estaba arrepentido de verdad. Le llevaría un tiempo volver a confiar en él, pero merecería la pena.


Lo amaba, más de lo que había imaginado jamás, antes de que todo sucediera. La vida sin él le resultaba insoportable.


Ella había experimentado amargura y odio, pero por fin podría olvidarlos. No había otro hombre para ella: Pedro, el padre de su hijo. Paula sintió el corazón embargado de amor, y lo vació de dolor. Sonrió con una felicidad delirante.


—Te propongo lo siguiente —continuó Pedro—: que sigamos casados.


Ella cerró los ojos, agradecida. Todo saldría bien. ¡Qué gracioso resultaba, que Pedro hablara dando todos aquellos rodeos, solo para decirle que la amaba! Deseaba alentarlo, pero al mismo tiempo debía parecer perfectamente inconsciente de sus intenciones. Él necesitaba sentir que la reconciliación era obra suya, formaba parte de su arrepentimiento.


—Me parece una buena idea.


—Bien, dejarás de trabajar en cuanto puedas...


—¡Pero yo no...!


—¿No querías cambiar, evitar el estrés y la polución?, ¿no querías evitar todo riesgo para nuestro hijo?


—Sí, por supuesto, pero otras mujeres trabajan y...


—Tú no eres como las otras. Tu trabajo es agotador, y lo sabes.


—Sí —reconoció Paula, considerándolo. La idea le resultaba cada vez más atractiva. Dejar de correr, relajarse y crear un hogar en Deep Dene—. Pero en cuanto a la cuestión económica...


—Eso no es problema —aseguró Pedro recuperando toda la seguridad en sí mismo—. Mis negocios marchan bien; puedo mantenerte sin problemas para que seas independiente.


—Quizá sea injusto que te lo cargues tú todo a los hombros —comentó Paula.


—No, tú criarás a nuestro hijo, eso es mucho más importante —contestó él—. Mi intención es vivir en Londres hasta que nazca el niño. Así podré concentrarme en el trabajo pero, por supuesto, te llamaré a diario. De esa forma estaremos separados una temporada, cosa que, estoy seguro, nos vendrá bien a los dos.


Eso no era lo que Paula había imaginado. Pedro parecía haber llegado a una solución muy distinta de la que ella esperaba.


—Continúa...


—Cuando nazca el niño, claro está, volveré a Deep Dene —dijo él—. Para entonces, los obreros habrán terminado. Me haré un pequeño apartamento para mí con el despacho, la biblioteca y el baño de la planta de abajo. Incluso podría construir una pequeña cocina en el lavadero y hacer un jardín para mí en el ala oeste de la casa. Apenas nos veremos —Paula se quedó sin habla. Pedro la miró de reojo.


La cabeza le daba vueltas. Había cometido un terrible error. 


Él continuó—: La casa será de los dos. Yo tengo tanto derecho a vivir en ella como tú.


—¿Un... apartamento?


—Hay sitio de sobra —contestó él, frío.


—Sí, hay sitio.


—Es la mejor solución, ¿no te parece? —insistió él.


—Dijiste que serías constante, que podría confiar en ti...


—Eso no hace falta ni mencionarlo. Jamás abandonaré a mi hijo. Siempre formaré parte de su vida. —¡Ahí Por fin comprendía. Pedro no había pensado en ella ni por un segundo. Paula se sintió desfallecer.


—¿Y cómo crees que funcionarán las cosas en la práctica?
—Muy sencillo. Cuando nazca el niño, seguiré visitando a los clientes como siempre, pero trataré de realizar todo el trabajo posible desde casa. Podemos organizar la rutina diaria de modo que haya ciertas horas o días en los que yo me ocupe del bebé. De ese modo tú podrás descansar. 
Saldrás de casa, irás a la peluquería, de compras, buscarás un trabajo a media jornada... lo que quieras. Podemos hacerlo, Paula. Por el bien de nuestro hijo. Tenemos que comportarnos de un modo civilizado, como adultos. Debemos tratarnos con amabilidad y cortesía, ser amigos. No debe haber tensión entre ambos, ni reproches o rencores. Nuestro hijo debe sentir que lo amamos, debe sentirse seguro.


Pedro no podía estar hablando en serio. Paula trató de hacerse a la idea de lo que él estaba sugiriendo, y lo miró.


Entonces sintió que todas sus esperanzas se hacían añicos. 


Una vez más. Y gimió. ¿Por qué seguía torturándose? Pero sabía la respuesta: porque lo amaba.


—¿Quieres que... que vivamos en la misma casa pero... separados... que nos comportemos como si fuéramos dos niñeras distintas para nuestro hijo?


—No, como niñeras no, como padres. ¡Quiero vivir con mi hijo! ¡Quiero que mi hijo me conozca, no que me vea solo los sábados! Quiero que pueda acudir a mí si tiene un problema, que confíe en mí. Que se sienta amado, realmente amado.


—¡Pedro!


—No me mires así.


Él la deseaba, comprendió Paula sorprendida. No, era más que eso. La necesitaba. ¿O se equivocaba una vez más? 


Ella se estremeció. Bajó los párpados y observó el cuerpo de Pedro. No había error. Los pantalones vaqueros lo apretaban. Entonces, Paula recuperó el optimismo. Quizá no todo estuviera perdido. Después de todo, quizá la idea de volver juntos no fuera tan descabellada. Tenían una historia, demasiados años compartidos, demasiados recuerdos felices. Y ella poseía algo mucho más valioso de lo que poseía Celina: el hijo de Pedro. Una breve duda cruzó su mente, pero debía aferrarse a lo que tenía, seguir adelante. Paso a paso. Con precaución. Sin lanzar las campanas al vuelo, ni espantarlo.


Lo conseguirían. Con el tiempo, lograría vencer los celos.


 Volverían a ser amigos, luego amantes, luego... sobre todo viviendo en la misma casa. Ella le pediría que arreglara algo roto... un roce, una sonrisa, y el deseo crecería... Se vestiría para él, con amplios escotes. Lo invitaría a cenar, llamaría a su puerta para pedirle azúcar...


El corazón de Paula se aceleró. Volverían juntos, estaba segura. Y cuando él se sintiera confiado, lo convencería para que admitiera su falta y lo perdonaría. Además, tendrían un hijo. El recién nacido les proporcionaría tal felicidad, que Dan olvidaría a Celina y se daría cuenta de lo que había perdido: a una familia, lo que siempre había añorado. Triunfaba la esperanza. El amor lo conquistaría todo. Paula se aseguraría de ello. Celina había roto su matrimonio, pero solo porque su unión carecía ya antes de algo vital. Se prometió enmendar la situación, crear un hogar tal y como Pedro y ella siempre habían deseado. Sí, eso bastaría para convencerlo. Él deseaba gozar del amor de su hijo, pero también necesitaba el amor de un adulto. Y ella se lo proporcionaría. Dispuesta a arriesgarlo todo, Paula respiró hondo y contestó:
—Creo que es una idea maravillosa. Tú te ocuparás de todo, Pedro. Yo avisaré en mi trabajo. En cuanto encuentren quien me sustituya, me marcharé —afirmó poniéndose en pie decidida—. Quiero que sigamos siendo amigos por el bien de nuestro hijo. Tenemos que comportarnos como adultos. Te prometo que haré todo cuanto esté en mi mano para... conseguir que funcione.


Paula besó a Pedro en ambas mejillas y sintió el ardor de su rostro. Era capaz de cualquier cosa por él, reflexionó en silencio mientras se dirigía de vuelta al coche. Si tenía que vivir seis meses sin él, lo haría... si así conseguía que volvieran a estar juntos para el resto de sus vidas. El era suyo y, con el tiempo, la vida volvería a ser perfecta. Solo necesitaba un poco de paciencia.






EL ENGAÑO: CAPITULO 10





Pedro estaba tenso, era obvio. Por supuesto, la idea no le gustaba. Los hombres siempre se mostraban muy posesivos, incluso con las ex esposas. Además, él detestaba la idea de que un padrastro pudiera tener más influencia sobre su hijo que él.


—Sé que la situación es violenta, pero no podemos fingir que nuestras vidas siguen igual —añadió ella suavizando el tono de voz, con cierta simpatía hacia él.


—Soy perfectamente consciente de ello. Dame un minuto, estoy pensando —musitó Pedro sacudiendo impaciente una mano, haciéndola callar.


Paula se encogió de hombros y esperó. El mero hecho de que no se dieran la mano, de que no se agarraran el uno al otro, la ponía triste. Ella tenía treinta años, Pedro treinta y cuatro. Durante los últimos dieciséis habían sido amigos, amantes, compañeros, almas gemelas. De pronto, era como si todos aquellos años no existieran. Resultaba demasiado cruel que el destino los hubiera separado precisamente en aquel momento tan especial. Pero debía aceptar lo ocurrido y seguir adelante. No era la primera mujer que se hallaba en esa situación, y tampoco sería la última.


—¡Buenos días!


Sorprendidos, Paula y Pedro observaron el rostro sonriente de un extraño que los saludaba. Estaban en el centro del pueblo. Más allá del estanque de patos se levantaba una iglesia, en un alto. Era antigua, serena, un santuario de paz.


 Reconfortada, ella decidió que haría suya esa iglesia, que su hijo sería bautizado allí. Y que ella también sobreviviría. 
Como fuera. Paula se aferró a la débil esperanza de un futuro mejor, feliz. Gozaría de muchas alegrías con su hijo. 


De pronto pensó que, durante años, había vivido con prisas, trabajando, ciega ante aquellas pequeñas cosas al alcance de la mano.


—Allí hay un banco, sentémonos —sugirió Pedro—. Este niño es muy importante para mí.


Paula desvió la vista hacia él. Seguía rígido. Se sentía incapaz de adivinar su estado de humor, sus intenciones. Y eso le daba miedo. ¿Lucharía contra ella para obtener la custodia del niño?


—¡Y para mí!


—Tú sabes cómo fue mi infancia.


—Sí, Pedro. Lo sé.


—Entonces comprenderás por qué no quiero que nuestro hijo sufra a causa de nuestra situación.


—No, no sufrirá —afirmó ella parpadeando, incapaz de comprender a dónde quería llegar—. Ahora estamos enfadados, pero cuando nazca el niño estaremos más tranquilos. Estoy segura de que para entonces seremos amigos...


—Eso no es lo que quiero.


—¿Es que quieres que sigamos enfadados, luchando?


Pedro miró a lo lejos. Era evidente que se sentía muy desgraciado. Paula sintió lástima por él. Lo sentía tan cercano, y al mismo tiempo tan lejano... Pero la distancia que los separaba era infranqueable.


—Quiero que mi hijo tenga padre y madre —afirmó él.


—¡Por supuesto!


—No me refiero a padres biológicos, sino a padres que lo compartan todo en la vida.


—¿Tú y yo? ¡Sabes que eso es imposible!


—Hay un modo —afirmó Pedro girándose hacia ella—. Tiene que haberlo. No estoy dispuesto a conformarme con menos.


Pedro...


—¿Es que necesitas que te lo diga palabra por palabra? ¡No quiero que mi hijo sufra lo que sufrí yo! Es tan simple como eso.


Él no podía soportarlo. Su mente estaba plagada de dolorosos recuerdos. Paula lo había obligado a recordar cosas enterradas mucho tiempo atrás: la ausencia de su padre, que había abandonado a su madre al quedarse embarazada... Pedro jamás había conocido a su padre, ni jamás lo había deseado. Sin embargo, sí había deseado el amor de un padre. Durante su triste y silenciosa infancia, había visto envejecer a su madre, trabajando día y noche para mantenerlos a ambos. A veces, por las noches, se había despertado al oírla llorar, sin poder hacer nada excepto portarse bien, lavarse, preparar la cena, evitar ser un estorbo y sacar buenas notas. Durante años. Pedro había echado de menos los abrazos de su madre, su atención, sus alabanzas. Sin embargo, jamás se lo había dicho, porque ella vivía como una autómata. Él solo era un estorbo. Debía quedarse en un rincón, marcharse a su habitación, mantener la boca cerrada. Entonces conoció a Paula, De pronto Pedro se dio cuenta de que ella estaba hablando.


—... excepto porque no es la misma situación, Pedro. No es como cuando eras niño. Yo sí tendré dinero, no como tu madre. Tengo ahorros, y tú también tienes seguridad financiera...


—¡No comprendes! —gritó él con apasionamiento—. Jamás comprenderás porque no lo has vivido. ¡Yo quería tener padre! Quería tener una madre, no una colección de familias de acogida. Quería amor, alguien que se preocupara por mí. El dinero no es importante, es la seguridad emocional lo que cuenta.


—Yo puedo dársela —replicó Paula con cabezonería.


—¡En lo que a mí respecta, jamás será suficiente para mi hijo! —aseguró Pedro—. Yo lo he vivido, ¿recuerdas? Escúchame, trata de entenderme. Cuando murió mi madre y me vi obligado a vagar de familia en familia, no hacía más que soñar con lo que tenían otros niños: un padre, una madre que me escuchara día a día, que me apoyara, que me quisiera, aunque discutiéramos... Supongo que no tiene nada que ver con la realidad, que muchos niños crecen felices con un solo padre, pero no es eso lo que quiero para mi hijo. No puedo permitirlo, Paula —afirmó él con voz trémula—. Lo último que querría en mi vida sería que mi hijo tuviera que crecer sin dos padres...


—¡No será así! —protestó ella—. Te repito que tú estarás allí. Puedes venir a verlo siempre que quieras...


—No es eso lo que quiero.


—¿Qué estás sugiriendo, Pedro? —preguntó Paula abriendo enormemente los ojos, aprensiva.


—Comencemos por el principio. Dices que quieres evitar la polución y el estrés, que quieres criar a nuestro hijo de la manera más saludable posible.


—Sí, ¿y?


—Yo también. Por eso Deep Dene es el lugar ideal —afirmó Pedro.


—No podría estar más de acuerdo —aseguró Paula—. Además, tengo que confesarte algo. Hace tiempo pensaba que Deep Dene era el último lugar del mundo en el que querría vivir. Lo detestaba, en serio. Trataba de acostumbrarme porque sabía que era lo que tú deseabas, pero ahora lo adoro. Es justo lo que deseo para nuestro hijo —sonrió ella—. Me encanta este pueblo, esta forma de vida... no sé cómo voy a compaginarla con el trabajo, pero...


—A eso quería llegar —la interrumpió Pedro—. Quiero que vivas en Deep Dene porque deseo que nuestro hijo crezca aquí. Es lo que siempre he soñado.


—Pues te va a costar marcharte —observó Paula, vacilante.


—Me costaría si tuviera que hacerlo —contestó él—. Paula, yo quiero entablar un lazo con mi hijo mucho más fuerte de lo que tú imaginas. Lo que te estoy sugiriendo evitaría tener niñeras y todo eso. No quiero ser una simple visita para mi hijo, ¿comprendes? Quiero compartir su rutina, sus problemas diarios, los momentos importantes de su vida.


Ella se quedó mirándolo. Poco a poco comenzó a comprender. Pedro solo podía estar sugiriendo una cosa: que comenzaran de nuevo, que salvaran la distancia que los separaba y volvieran a formar una familia. Pero por mucho que ella lo deseara, no estaba segura de que fuera a funcionar. Él la había engañado, y quizá volviera a hacerlo una segunda vez. El riesgo era innegable. A pesar de todo, quizá Pedro estuviera arrepentido de verdad. Paula se mordió el labio tratando de controlarse, de no dejarse llevar por su corazón, que la urgía a aceptar la oferta y perdonarlo.


—No estoy segura.


—Deseo esto más que ninguna otra cosa en la vida —afirmó Pedro con voz ronca.


Si ella rechazaba sus disculpas, seguirían siendo enemigos para siempre, porque él jamás perdonaría su cobardía. El futuro de Pedro, el de su hijo, el suyo, estaban enteramente en sus manos.







miércoles, 12 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 9




Una hora más tarde, perpleja y llena de preguntas, Paula salió con Pedro de la consulta. Tras contestar con detalle a las cuestiones que el doctor Taylor le había planteado, y escuchar la información que él le había ido revelando, ella había llegado a respetarlo y admirarlo. Estaba embarazada. Iba a ser madre... era madre. Apenas podía contenerse.


—Espera un momento —rogó mientras Pedro, inconsciente por completo de su estado, tiraba de ella.


—Claro —contestó él apoyándose en la barandilla del porche, sin soltar su mano.


Por su forma paciente de esperar, ella observó que Pedro comprendía la importancia del momento. Las vidas de ambos cambiarían de forma radical, pero debía calmarse y volver a la normalidad. ¿La normalidad? Paula se mordió el labio. En realidad, era ya otra persona. Ser madre significaba anteponer al bebé a cualquier otra cosa. Siempre había sido independiente, saliendo y entrando cuando quería, tomando decisiones... ¿Cómo se las arreglaría? Alzó el rostro al cielo, mirando hacia un futuro en el que era inexperta. Tras años de confianza en sí misma, de éxito, sentirse inexperta era toda una novedad, y no precisamente halagüeña. No sabía nada acerca de bebés, y no tenía a nadie para ayudarla a salir adelante.


—Mira, ¿qué te parece? El arco iris —musitó Pedro alzando la vista al horizonte—. Es de lo más apropiado, un símbolo de esperanza en el futuro.


Para él era fácil. Solo tenía que aparecer cada sábado con un regalo. Unos cuantos arrullos sobre el cochecito y hasta la semana siguiente. Ella, en cambio, pasaría las noches sin dormir, rodeada de pañales, temerosa de cometer un error... 


Pero tenía que superar el miedo. Al fin y al cabo, se llevaría la mejor parte. Su hijo confiaría en ella, lo sostendría en sus brazos, tendría alguien a quien amar... De pronto, el cuerpo de Paula se relajó, inundándose de serena felicidad. Estaba feliz de su embarazo y aprendería a ser madre, como el resto de las mujeres del mundo.


No, esa no era su mayor preocupación. Su mayor preocupación era él. Lo echaba de menos, y con el tiempo sería cada vez peor. Pedro la hizo volverse con un gesto amable y paciente, cargado de dolor, posando las manos sobre sus hombros y diciendo:
—Pobre Paula. Te has llevado un buen susto, ¿verdad? Ha sido tan inesperado... y precisamente ahora. ¿Te encuentras bien?


—No, estoy inquieta.


—¿Estás... contenta?


Por un segundo, la expresión de Pedro fue de tal vulnerabilidad que Paula sintió el corazón rebosante de amor por él. Incapaz de contenerse, cerró los ojos y alzó el rostro hacia él. Su boca le rogaba que la besara, que la abrazara, que fuera el padre de su hijo... Paula sintió que algo se movía y abrió los ojos. Él la tomó con fuerza de la barbilla. 


Ella protestó, pero después se dejó llevar por el jardín hasta la puerta.


—Tengo cosas que decirte —anunció él de forma escueta—. Hace mucho que no hace tan buen tiempo, así que sugiero que demos un paseo y aclaremos las cosas. Tenemos mucho que discutir.


—¿Por ejemplo?


—Creía que era obvio. Lo fundamental es que debemos separarnos —explicó Pedro con frialdad, haciendo una pausa y esperando a que ella cerrara la puerta.


—Creía que ya nos habíamos separado.


—Aún seguimos atados el uno al otro.


Paula se detuvo en seco, de espaldas a la puerta. Él hablaba de divorcio, de los detalles de la separación... El corazón le dio un vuelco. De pronto, observó la placa de bronce sobre la puerta.


—Es extraño, este médico es además homeópata —comentó Paula, sorprendida.


—Sí, no sé cómo no nos hemos marchado antes de entrar en la consulta. Lo siento, no me di cuenta. Te pediré hora con otro médico...


—No, no importa —aseguró ella—. Me gusta. Tengo la impresión de que le preocupa lo que siento, y eso es toda una novedad. Además, me interesa mucho su opinión. Quiero que este niño nazca sano y salvo —añadió llevándose la mano al vientre—. De ahora en adelante, quiero evitar riesgos. Y confío en el doctor Taylor, en los remedios naturales que me ha sugerido. ¿Sabes una cosa? Me siento mejor.


—¿Y qué me dices respecto a la nutrición? —preguntó Pedro, vacilante.


—¿Comida fresca?, ¿sin colorantes ni conservantes? Tiene sentido.


—Um... pero necesitarás medicamentos durante el parto...


—No, tengo fe en el tratamiento del doctor Taylor, Pedro, creo que tiene razón cuando habla de utilizar remedios naturales. No quiero que mi hijo nazca con el cuerpo repleto de productos químicos —declaró Paula.


—Lo que tú digas, pero te lo advierto: si ocurre algo en el parto, si nuestro hijo corre peligro, intervendré.


—¿Tú... ?, ¿es que piensas estar presente... ?


—¿En el parto? ¡Por supuesto! Tengo un interés personal, ¿recuerdas?


Ella parpadeó y echó a caminar en dirección al pueblo, tratando de hacerse a la idea. Aquel sería un momento muy íntimo, y para entonces Pedro estaría viviendo con Celina.


Paula sintió celos. El parto estaba previsto para la tercera semana del mes de enero. Él dejaría a Celina para observar a su hinchada ex mujer gritar y respirar con esfuerzo, tumbada en una posición humillante.


—Puedes esperar en el pasillo. ¿No quiero que estés presente!


—¿Por qué?


Por vanidad. Era una humillación. Además, su presencia le recordaría lo que podría haber sido en un momento de gran vulnerabilidad. Quizá, en un instante de desesperación, incluso fuera capaz de rogarle que volviera con ella. Y él observaría horrorizado su cuerpo, con un gesto de repugnancia, acabando de una vez por todas con su orgullo y su confianza en sí misma.


—Porque para entonces tú ya no serás mi marido. Quiero que la persona que esté conmigo en ese momento sea alguien que esté muy cerca de mí.


—¿Como quién, por ejemplo?


—¿Y cómo voy a saberlo? Mi madre, quizá. O un amigo, si es que para entonces me he enamorado...


—¡Estás embarazada!, ¡no puedes hacer eso! —gritó Pedro, atónito.


Paula gruñó. ¿Cómo era posible que hubieran acabado discutiendo semejante tontería? De pronto, se veía en la necesidad de mantener su posición.


—Los sentimientos son inevitables, Pedro, es algo que ocurre. No puedes manejarme. Es posible que conozca a alguien, y no voy a echar a perder esa oportunidad solo porque esté embarazada.


—No sabía que pudieras cambiar tus sentimientos con tanta facilidad —alegó él—. Tu forma de hablar dice mucho sobre la superficialidad de tu supuesto amor por mí.


La situación era intolerable. Paula estaba acorralada, decía cosas que ni siquiera pensaba. Jamás había amado a nadie como amaba a Pedro. Y le molestaba que él la malinterpretara y juzgara, solo por el hecho de imaginar un amor futuro en su vida. Era él quien le había sido infiel.


—Yo podría decir lo mismo de ti. Tu aventura con Celina no encaja precisamente con la idea de un amor profundo y de un fuerte compromiso matrimonial.


—Yo no he tenido ninguna aventura —negó él.


—Sigues negándolo, ya veo. Bien, lo admitas o no, hemos terminado. Soy realista. Voy a seguir adelante. El pasado queda atrás, estoy dispuesta a buscar la felicidad en otra parte.


—En otro hombre.


—Sí —afirmó Paula alzando la cabeza desafiante—... algún día.


—Comprendo.







EL ENGAÑO: CAPITULO 8




A LOS TRES días, Pedro canceló todas sus citas volviendo loca a su secretaria.


—No puedes permitirte el lujo, ahora que Celina se ha marchado —señaló Diana—. Tienes contratos que firmar, tratos que hacer...


—Lo sé, y no sé cómo me las voy a arreglar sin ella —contestó Pedro suspirando—. Lamento mucho ponerte en esta situación, Diana, pero esto es importante. Necesito tiempo. Luego, si hace falta, trabajaré veinticuatro horas al día para recuperar el tiempo perdido. Prométele a todo el mundo que realizaré sus encargos...


—¿Y qué te parece si llamo a Celina a su casa y hablo con ella? —sugirió Diana.


Él se puso tenso. Las dos horas que había pasado con Celina habían sido como una pesadilla, y no tenía intención de repetir la experiencia.


—No, el trabajo ha sido agotador, y ella se ha puesto hecha un basilisco.


—Sé lo que significaba para ti —comentó Diana poniendo una mano sobre el brazo de Pedro—. Y lo siento. Pero no te preocupes; yo llamaré a los clientes y guardaré el fuerte hasta que vuelvas a sustituirme.


—Gracias, aprecio mucho tu gesto —se despidió él.


Alterado, decidido a mantener una actitud gélida, Pedro entró en la casita de madera de la consulta del médico y encontró allí sola a Paula, con el rostro pálido y muy nerviosa. Pero él supo mantener el tipo. Asintió con brevedad y escogió una revista, a la que no prestó ninguna atención. Luego, lanzó una mirada a hurtadillas a su mujer y, de pronto, de manera inesperada, sintió que su cuerpo se derretía.


—No es el Tribunal de la Inquisición —murmuró él, seco, tratando de adivinar hasta qué punto estaba asustada


—Ojalá, lo preferiría.


—Pues si quieres, yo mismo te preparo uno —ofreció Pedro tratando de animarla.


Paula ni siquiera lo miró. Respiraba con pesadez, muerta de pánico, haciendo vibrar el vestido de color rojo de forma seductora, mientras Pedro trataba una vez más de construir muros de defensa en torno a su corazón y se concentraba en la revista.


—Este médico no es muy conocido —comentó ella en voz baja.


Pedro miró a su alrededor. La sala estaba vacía. Eso lo preocupó. Ni siquiera había recepcionista. Si el médico no salía de inmediato para pedirles que pasaran, agarraría a Paula del brazo y la llevaría a otro especialista. No importaba cuánto costara. Ella tendría el mejor médico.


—Quizá todo el mundo esté sano por estos alrededores —sugirió él tratando de ocultar su miedo.


—Esto no parece una sala de espera —se aventuró ella a decir, tratando de mantener la conversación.


Pedro interpretó correctamente aquellas palabras. Paula necesitaba distraerse. Dejó la revista e hizo esfuerzos por desviar su atención.


—Es la consulta más acogedora en la que he estado nunca. Si todas las salas de espera son así, con sillones y sofás, supongo que los pacientes deben sentirse muy bien. No comprendo cómo no está lleno de gente, hablando del tiempo y del recalentamiento de la Tierra.


—Bueno, supongo que en realidad este es el salón de la casa del médico —sugirió Paula calentándose las manos ante la chimenea.


—Bien, entonces hagamos como si estuviéramos en casa, ya que esa es la intención del médico. Ese café tiene una aroma irresistible —añadió Pedro acercándose a un aparador antiguo, bajo una ventana, con una bandeja preparada con refrescos—. ¿Quieres?


—¿Crees que debo?


¿Y cómo iba él a saberlo? Su ignorancia sobre lo que debía o no debía hacer una mujer embarazada, ¿no debía asustarlo? Aunque, a decir verdad, ni siquiera sabía si Paula estaba embarazada. Sin embargo, Pedro sabía y sentía, muy dentro de sí, que aquel bebé era lo más importante de su vida. Más de lo que nunca hubiera imaginado.


—Quizá puedas probar alguno de estas infusiones de frutas —sugirió dándose la vuelta y leyendo las etiquetas—. Camomila, frambuesa, jengibre, limón...


—Camomila. Creo que es sedante —contestó ella.


A falta de algo más fuerte, él se decidió por el café. Le pasó la taza a Paula, cuyas manos temblaban, y se la sostuvo al ver que no dejaba de tintinear contra el plato. Ella dejó quietos los dedos por un momento, y Pedro deseó estrecharla en sus brazos, acariciar su sedoso pelo, besar sus labios trémulos... Incluso llegó a imaginar que el aire, entre ambos, se había cargado de deseo, que ella lo anhelaba y que a duras penas conseguía reprimirse.


Era un estúpido. Tal y como ella había dicho, si quedaba alguna chispa entre ambos, o bien era producto de su imaginación o bien era una mera reacción física del cuerpo de Paula. Porque su mujer estaba decidida a divorciarse. 


Con brusquedad, Pedro apartó la mano, dejando la taza a su suerte. Y tardó en calmarse. Lamentaba tener que estar con ella. Cuanto menos tiempo pasaran juntos, mejor.


—Es una casa bonita, ¿verdad? —continuó él—. Supongo que no es muy corriente encontrar una consulta médica en una casita de campo con jardín —divagaba de forma estúpida, reflexionó Pedro. Pero no importaba. Cualquier cosa con tal de evitar estrechar a Paula en sus brazos y reconfortarla—. El café es bueno. Es sorprendente que el médico pueda tratar así a sus pacientes, teniendo tan pocos...


Pedro se giró, alertado por el movimiento brusco de Paula, que había dejado la taza sobre una mesa y se había puesto en pie.


— No puedo entrar! ¡ No puedo...!


—Señora Alfonso, señor Alfonso, bienvenidos —los saludó un hombre de pelo cano que salió en ese momento de otra habitación—. Solo tardaré un segundo.


Ella tragó saliva. El médico siguió conversando con su paciente. Para sorpresa de Pedro, Paula lo tomó de la mano.


—Parece un buen tipo —musitó él tratando de animarla, mientras ella le apretaba cada vez más fuerte la mano—. ¿Te sientes mal?


—No, solo aterrorizada —sonrió Paula brevemente—. ¿Puedo cambiarlo por un Tribunal de Inquisición?


—Demasiado tarde, nos toca.


—Bueno, es un placer —declaró el sonriente doctor tras despedir a su otra paciente, cerrando la puerta y prestándoles toda su atención—. Vamos a ver... han comprado ustedes la casa de Deep Dene, ¿verdad? Es una casa preciosa. Serán ustedes muy felices cuando terminen las obras. Pasen, pónganse cómodos. Creo que tengo unas galletas de chocolate por alguna parte...


Al darse la vuelta el médico, Pedro desvió la vista hacia Paula. Ella esbozó apenas una sonrisa y volvió a echarse a temblar. El corazón de él también latía con furia, pero se encogió de hombros y respiró hondo.


Rogaba con toda su alma por que ella estuviera embarazada. De ese modo, al menos, algo se salvaría del desastre. Durante su vida matrimonial con Paula, Pedro había aprendido que su corazón rebosaba amor, que necesitaba ofrecérselo a alguien. Lo desviaría hacia su hijo, y así no tendría que sufrir el tormento de entregárselo a alguien que lo despreciaba.


Él apretó la mano de Paula, sin saber a ciencia cierta si era su consuelo o el de ella el que buscaba. Se sentó junto a ella en un sofá y observó al médico tomar asiento en un sillón, de frente. ¿Cuántas veces en la vida lo habían rechazado, le habían devuelto su amor, arrojándoselo a la cara? ¿Cuándo aprendería? Pero todo sería diferente con su hijo. Era la única persona en la que podría confiar. Entablarían un lazo tan fuerte que nadie podría romperlo. Esa era su única esperanza, su única oportunidad de disfrutar de un amor incondicional.


—Bien, señora Alfonso —continuó el médico sonriente, ofreciéndole una galleta—. Dígame qué le preocupa.


Paula tomó una galleta y la mordisqueó ausente, antes de contestar:
—Es posible que esté embarazada.


—Comprendo —sonrió el doctor Taylor—. Y eso, ¿sería bueno o malo?


—¡Bueno! —estalló Pedro—. Estamos ansiosos por saber si es cierto, si todo va bien... el niño, Paula...


—¿Señora Alfonso? —murmuró el doctor, asintiendo en dirección a Pedro—. Parece usted alterada.


Pedro notó lo observador que era el doctor. Los estaba juzgando. Al ver que el médico se fijaba en sus manos, ténsaselas relajó sobre el regazo con un gesto poco convincente y esperó ansioso a que Paula contestara. No conseguiría engañar al médico, comprendió Pedro. Se había dado cuenta de lo nerviosos que estaban los dos.


—Ha sido una sorpresa, no habíamos planeado... pero... me sentiría terriblemente desilusionada si no lo estuviera —contestó por fin ella, soltándole la mano.


El médico se la llevó hacia un rincón de la consulta, donde había una pantalla, charlando con amabilidad. Incapaz de permanecer quieto, Pedro trató de prepararse para la desilusión. Si se habían equivocado, y Paula no estaba embarazada, se marcharía lejos: a Canadá, a Estados Unidos, a Australia... a cualquier parte, con tal de estar lejos de ella.








EL ENGAÑO: CAPITULO 7




Una sencilla afirmación, fría, carente de toda emoción. Paula quedó petrificada al oírla, incapaz de pronunciar palabra.


—¡Me repugnas! —gritó ella, histérica, preguntándose si su estado de humor era el producto caprichoso de sus hormonas y tratando de controlarse—. Quiero que salgas de mi vida. Ahora mismo.


—Pues lo siento, pero pienso ir contigo a la consulta del médico. Quiero oír lo que tenga que decir. Si estás embarazada, tengo derecho a saberlo. Después saldré de tu vida. Y no apareceré más que para ver a mi hijo.


—Entonces, por el bien de los dos, espero tener un virus. ¡Porque lo último que deseo en esta vida es tener que verte con regularidad!


—El sentimiento es mutuo —respondió Pedro dándose media vuelta—. Concertaré esa cita —añadió por encima del hombro, en dirección a la puerta—. Ya recogeré mis cosas más tarde, cuando no estés en casa. Te llamaré por teléfono para decirte a qué hora es la cita. Nos encontraremos allí —añadió él marchándose con precipitación. Paula temblaba de rabia, a duras penas contenía la ira—. Y más vale que vayas porque, si no, vendré a buscarte y te llevaré a rastras. Y no se te ocurra desaparecer de la faz de la Tierra, porque te encontraré. ¡No lo dudes!


Ella escuchó el sonido de sus pisadas, bajando de tres en tres las escaleras. Se quedó inmóvil. Luego, sobrecogida, corrió a la ventana. Las luces exteriores se encendieron, transformando las gotas de lluvia en hilos de plata. De pronto, vio un paraguas. Solo podía ver las botas de Pedro en dirección al coche. Trató de recordar su imagen, cada uno de sus rasgos, su forma de sonreír, el gesto imperceptible de sus cejas...


—¡Te quiero, Pedro! —respiró horrorizada ante sus sentimientos. Lo odiaba, lo amaba. Traicionada o no, su corazón permanecía de forma inextricable unido al de Pedro


Se había entregado a él hacía demasiado tiempo. Tanto, que su corazón era incapaz de arrancárselo—. ¿Por qué me has hecho esto? Te necesito tanto...


Paula abrió la ventana para llamarlo, pero el viento se llevó sus gritos y lamentos. Él estaba demasiado ocupado con Celina y su seductora ropa interior como para molestarse en mirar para arriba, hacia la aburrida esposa a la que había engañado. Era inútil. Cerró la ventana y observó a su marido desaparecer, torturándose. Las luces del BMW iluminaron el jardín y se desvanecieron. Todo había terminado. No le quedaba nada. Excepto, quizá, un hijo.


—¿Estás ahí, hijo? —preguntó pasándose las manos por el abdomen, sintiendo renacer en ella la vida—. Yo te cuidaré. Seré fuerte, no me echaré atrás. Si estás ahí, te prometo que seré una madre modelo para ti. Pero no me vestiré de rosa —añadió sonriendo a medias—. ¿Te parece bien?


Ansiosa, Paula corrió al espejo, se levantó la camisa y contempló su propio cuerpo. ¿Era ese el aspecto de las mujeres embarazadas? Tenía la piel brillante, pero podía deberse a la intensidad del orgasmo. Juzgó su aspecto. Sus cabellos, morenos y secos, caían por los hombros con innegable sensualidad. Sus labios parecían hinchados, voluptuosos, llenos. No era de extrañar que Pedro hubiera querido besarlos.


Pero, ¿estaba embarazada? Paula suspiró impaciente. No tardaría en saberlo. De pronto, sintió un hambre voraz y corrió a la cocina. Y mientras comía, pensó que sería incapaz de soportar el embarazo sin el apoyo de Pedro. Él jamás le había fallado, y ella siempre había dado por supuesto ese apoyo. Su vida se había desbaratado.