jueves, 13 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 11




EL CORAZÓN de Paula no dudaba en perdonar, pero la razón sí. Por otro lado era más que evidente, desde hacía tiempo, que su cuerpo se había rendido. En su confusión, ella se concentró en el bien de su hijo y dio con la solución: amor y estabilidad emocional. Ese era el camino. Pero, ¿y si Pedro volvía a abandonarla a ella y al bebé? Si él estaba decidido a volver, pero por razones erróneas, por el niño... entonces jamás funcionaría, y volvería a abandonarla. ¿Cómo adivinar sus motivos?


—No me niegues esto solo por rencor —rogó Pedro.


Sorprendida por ese último comentario, Paula alzó la cabeza hacia él. Cuando sus miradas se encontraron, ella se estremeció. Pedro lo deseaba ardientemente. Pero ella necesitaba saber por qué.


—Supón que te vuelves y luego... luego cambias de parecer.


—¿Cómo puedes pensar una cosa así? Es imposible. Me comprometería al cien por cien —afirmó él—. Seré constante, puedes confiar en mí. Sabes cómo me siento.


Paula sonrió con debilidad. Pedro estaba tan confuso como ella, comprendió. Tenía tanto miedo de que ella lo rechazara, que ni siquiera se atrevía a mirarla. Ella se sintió feliz por un instante.


—Sí, creo que sí —murmuró Paula tratando de mantener la calma, cuando deliraba de felicidad. Pedro le pediría disculpas y ella lo perdonaría—. Tienes razón, debes formar parte de la vida de nuestro hijo. Parte importante.


—Bien.


Paula esperó en suspenso a que él la tomara en sus brazos y le pidiera perdón. Entonces, todo se arreglaría. Pero él se puso en pie con brusquedad y comenzó a caminar de un lado a otro como un animal salvaje. Según parecía, le costaba. Ella no vacilaría en perdonarlo, si él estaba arrepentido de verdad. Le llevaría un tiempo volver a confiar en él, pero merecería la pena.


Lo amaba, más de lo que había imaginado jamás, antes de que todo sucediera. La vida sin él le resultaba insoportable.


Ella había experimentado amargura y odio, pero por fin podría olvidarlos. No había otro hombre para ella: Pedro, el padre de su hijo. Paula sintió el corazón embargado de amor, y lo vació de dolor. Sonrió con una felicidad delirante.


—Te propongo lo siguiente —continuó Pedro—: que sigamos casados.


Ella cerró los ojos, agradecida. Todo saldría bien. ¡Qué gracioso resultaba, que Pedro hablara dando todos aquellos rodeos, solo para decirle que la amaba! Deseaba alentarlo, pero al mismo tiempo debía parecer perfectamente inconsciente de sus intenciones. Él necesitaba sentir que la reconciliación era obra suya, formaba parte de su arrepentimiento.


—Me parece una buena idea.


—Bien, dejarás de trabajar en cuanto puedas...


—¡Pero yo no...!


—¿No querías cambiar, evitar el estrés y la polución?, ¿no querías evitar todo riesgo para nuestro hijo?


—Sí, por supuesto, pero otras mujeres trabajan y...


—Tú no eres como las otras. Tu trabajo es agotador, y lo sabes.


—Sí —reconoció Paula, considerándolo. La idea le resultaba cada vez más atractiva. Dejar de correr, relajarse y crear un hogar en Deep Dene—. Pero en cuanto a la cuestión económica...


—Eso no es problema —aseguró Pedro recuperando toda la seguridad en sí mismo—. Mis negocios marchan bien; puedo mantenerte sin problemas para que seas independiente.


—Quizá sea injusto que te lo cargues tú todo a los hombros —comentó Paula.


—No, tú criarás a nuestro hijo, eso es mucho más importante —contestó él—. Mi intención es vivir en Londres hasta que nazca el niño. Así podré concentrarme en el trabajo pero, por supuesto, te llamaré a diario. De esa forma estaremos separados una temporada, cosa que, estoy seguro, nos vendrá bien a los dos.


Eso no era lo que Paula había imaginado. Pedro parecía haber llegado a una solución muy distinta de la que ella esperaba.


—Continúa...


—Cuando nazca el niño, claro está, volveré a Deep Dene —dijo él—. Para entonces, los obreros habrán terminado. Me haré un pequeño apartamento para mí con el despacho, la biblioteca y el baño de la planta de abajo. Incluso podría construir una pequeña cocina en el lavadero y hacer un jardín para mí en el ala oeste de la casa. Apenas nos veremos —Paula se quedó sin habla. Pedro la miró de reojo.


La cabeza le daba vueltas. Había cometido un terrible error. 


Él continuó—: La casa será de los dos. Yo tengo tanto derecho a vivir en ella como tú.


—¿Un... apartamento?


—Hay sitio de sobra —contestó él, frío.


—Sí, hay sitio.


—Es la mejor solución, ¿no te parece? —insistió él.


—Dijiste que serías constante, que podría confiar en ti...


—Eso no hace falta ni mencionarlo. Jamás abandonaré a mi hijo. Siempre formaré parte de su vida. —¡Ahí Por fin comprendía. Pedro no había pensado en ella ni por un segundo. Paula se sintió desfallecer.


—¿Y cómo crees que funcionarán las cosas en la práctica?
—Muy sencillo. Cuando nazca el niño, seguiré visitando a los clientes como siempre, pero trataré de realizar todo el trabajo posible desde casa. Podemos organizar la rutina diaria de modo que haya ciertas horas o días en los que yo me ocupe del bebé. De ese modo tú podrás descansar. 
Saldrás de casa, irás a la peluquería, de compras, buscarás un trabajo a media jornada... lo que quieras. Podemos hacerlo, Paula. Por el bien de nuestro hijo. Tenemos que comportarnos de un modo civilizado, como adultos. Debemos tratarnos con amabilidad y cortesía, ser amigos. No debe haber tensión entre ambos, ni reproches o rencores. Nuestro hijo debe sentir que lo amamos, debe sentirse seguro.


Pedro no podía estar hablando en serio. Paula trató de hacerse a la idea de lo que él estaba sugiriendo, y lo miró.


Entonces sintió que todas sus esperanzas se hacían añicos. 


Una vez más. Y gimió. ¿Por qué seguía torturándose? Pero sabía la respuesta: porque lo amaba.


—¿Quieres que... que vivamos en la misma casa pero... separados... que nos comportemos como si fuéramos dos niñeras distintas para nuestro hijo?


—No, como niñeras no, como padres. ¡Quiero vivir con mi hijo! ¡Quiero que mi hijo me conozca, no que me vea solo los sábados! Quiero que pueda acudir a mí si tiene un problema, que confíe en mí. Que se sienta amado, realmente amado.


—¡Pedro!


—No me mires así.


Él la deseaba, comprendió Paula sorprendida. No, era más que eso. La necesitaba. ¿O se equivocaba una vez más? 


Ella se estremeció. Bajó los párpados y observó el cuerpo de Pedro. No había error. Los pantalones vaqueros lo apretaban. Entonces, Paula recuperó el optimismo. Quizá no todo estuviera perdido. Después de todo, quizá la idea de volver juntos no fuera tan descabellada. Tenían una historia, demasiados años compartidos, demasiados recuerdos felices. Y ella poseía algo mucho más valioso de lo que poseía Celina: el hijo de Pedro. Una breve duda cruzó su mente, pero debía aferrarse a lo que tenía, seguir adelante. Paso a paso. Con precaución. Sin lanzar las campanas al vuelo, ni espantarlo.


Lo conseguirían. Con el tiempo, lograría vencer los celos.


 Volverían a ser amigos, luego amantes, luego... sobre todo viviendo en la misma casa. Ella le pediría que arreglara algo roto... un roce, una sonrisa, y el deseo crecería... Se vestiría para él, con amplios escotes. Lo invitaría a cenar, llamaría a su puerta para pedirle azúcar...


El corazón de Paula se aceleró. Volverían juntos, estaba segura. Y cuando él se sintiera confiado, lo convencería para que admitiera su falta y lo perdonaría. Además, tendrían un hijo. El recién nacido les proporcionaría tal felicidad, que Dan olvidaría a Celina y se daría cuenta de lo que había perdido: a una familia, lo que siempre había añorado. Triunfaba la esperanza. El amor lo conquistaría todo. Paula se aseguraría de ello. Celina había roto su matrimonio, pero solo porque su unión carecía ya antes de algo vital. Se prometió enmendar la situación, crear un hogar tal y como Pedro y ella siempre habían deseado. Sí, eso bastaría para convencerlo. Él deseaba gozar del amor de su hijo, pero también necesitaba el amor de un adulto. Y ella se lo proporcionaría. Dispuesta a arriesgarlo todo, Paula respiró hondo y contestó:
—Creo que es una idea maravillosa. Tú te ocuparás de todo, Pedro. Yo avisaré en mi trabajo. En cuanto encuentren quien me sustituya, me marcharé —afirmó poniéndose en pie decidida—. Quiero que sigamos siendo amigos por el bien de nuestro hijo. Tenemos que comportarnos como adultos. Te prometo que haré todo cuanto esté en mi mano para... conseguir que funcione.


Paula besó a Pedro en ambas mejillas y sintió el ardor de su rostro. Era capaz de cualquier cosa por él, reflexionó en silencio mientras se dirigía de vuelta al coche. Si tenía que vivir seis meses sin él, lo haría... si así conseguía que volvieran a estar juntos para el resto de sus vidas. El era suyo y, con el tiempo, la vida volvería a ser perfecta. Solo necesitaba un poco de paciencia.






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