miércoles, 12 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 7




Una sencilla afirmación, fría, carente de toda emoción. Paula quedó petrificada al oírla, incapaz de pronunciar palabra.


—¡Me repugnas! —gritó ella, histérica, preguntándose si su estado de humor era el producto caprichoso de sus hormonas y tratando de controlarse—. Quiero que salgas de mi vida. Ahora mismo.


—Pues lo siento, pero pienso ir contigo a la consulta del médico. Quiero oír lo que tenga que decir. Si estás embarazada, tengo derecho a saberlo. Después saldré de tu vida. Y no apareceré más que para ver a mi hijo.


—Entonces, por el bien de los dos, espero tener un virus. ¡Porque lo último que deseo en esta vida es tener que verte con regularidad!


—El sentimiento es mutuo —respondió Pedro dándose media vuelta—. Concertaré esa cita —añadió por encima del hombro, en dirección a la puerta—. Ya recogeré mis cosas más tarde, cuando no estés en casa. Te llamaré por teléfono para decirte a qué hora es la cita. Nos encontraremos allí —añadió él marchándose con precipitación. Paula temblaba de rabia, a duras penas contenía la ira—. Y más vale que vayas porque, si no, vendré a buscarte y te llevaré a rastras. Y no se te ocurra desaparecer de la faz de la Tierra, porque te encontraré. ¡No lo dudes!


Ella escuchó el sonido de sus pisadas, bajando de tres en tres las escaleras. Se quedó inmóvil. Luego, sobrecogida, corrió a la ventana. Las luces exteriores se encendieron, transformando las gotas de lluvia en hilos de plata. De pronto, vio un paraguas. Solo podía ver las botas de Pedro en dirección al coche. Trató de recordar su imagen, cada uno de sus rasgos, su forma de sonreír, el gesto imperceptible de sus cejas...


—¡Te quiero, Pedro! —respiró horrorizada ante sus sentimientos. Lo odiaba, lo amaba. Traicionada o no, su corazón permanecía de forma inextricable unido al de Pedro


Se había entregado a él hacía demasiado tiempo. Tanto, que su corazón era incapaz de arrancárselo—. ¿Por qué me has hecho esto? Te necesito tanto...


Paula abrió la ventana para llamarlo, pero el viento se llevó sus gritos y lamentos. Él estaba demasiado ocupado con Celina y su seductora ropa interior como para molestarse en mirar para arriba, hacia la aburrida esposa a la que había engañado. Era inútil. Cerró la ventana y observó a su marido desaparecer, torturándose. Las luces del BMW iluminaron el jardín y se desvanecieron. Todo había terminado. No le quedaba nada. Excepto, quizá, un hijo.


—¿Estás ahí, hijo? —preguntó pasándose las manos por el abdomen, sintiendo renacer en ella la vida—. Yo te cuidaré. Seré fuerte, no me echaré atrás. Si estás ahí, te prometo que seré una madre modelo para ti. Pero no me vestiré de rosa —añadió sonriendo a medias—. ¿Te parece bien?


Ansiosa, Paula corrió al espejo, se levantó la camisa y contempló su propio cuerpo. ¿Era ese el aspecto de las mujeres embarazadas? Tenía la piel brillante, pero podía deberse a la intensidad del orgasmo. Juzgó su aspecto. Sus cabellos, morenos y secos, caían por los hombros con innegable sensualidad. Sus labios parecían hinchados, voluptuosos, llenos. No era de extrañar que Pedro hubiera querido besarlos.


Pero, ¿estaba embarazada? Paula suspiró impaciente. No tardaría en saberlo. De pronto, sintió un hambre voraz y corrió a la cocina. Y mientras comía, pensó que sería incapaz de soportar el embarazo sin el apoyo de Pedro. Él jamás le había fallado, y ella siempre había dado por supuesto ese apoyo. Su vida se había desbaratado.







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