miércoles, 12 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 8




A LOS TRES días, Pedro canceló todas sus citas volviendo loca a su secretaria.


—No puedes permitirte el lujo, ahora que Celina se ha marchado —señaló Diana—. Tienes contratos que firmar, tratos que hacer...


—Lo sé, y no sé cómo me las voy a arreglar sin ella —contestó Pedro suspirando—. Lamento mucho ponerte en esta situación, Diana, pero esto es importante. Necesito tiempo. Luego, si hace falta, trabajaré veinticuatro horas al día para recuperar el tiempo perdido. Prométele a todo el mundo que realizaré sus encargos...


—¿Y qué te parece si llamo a Celina a su casa y hablo con ella? —sugirió Diana.


Él se puso tenso. Las dos horas que había pasado con Celina habían sido como una pesadilla, y no tenía intención de repetir la experiencia.


—No, el trabajo ha sido agotador, y ella se ha puesto hecha un basilisco.


—Sé lo que significaba para ti —comentó Diana poniendo una mano sobre el brazo de Pedro—. Y lo siento. Pero no te preocupes; yo llamaré a los clientes y guardaré el fuerte hasta que vuelvas a sustituirme.


—Gracias, aprecio mucho tu gesto —se despidió él.


Alterado, decidido a mantener una actitud gélida, Pedro entró en la casita de madera de la consulta del médico y encontró allí sola a Paula, con el rostro pálido y muy nerviosa. Pero él supo mantener el tipo. Asintió con brevedad y escogió una revista, a la que no prestó ninguna atención. Luego, lanzó una mirada a hurtadillas a su mujer y, de pronto, de manera inesperada, sintió que su cuerpo se derretía.


—No es el Tribunal de la Inquisición —murmuró él, seco, tratando de adivinar hasta qué punto estaba asustada


—Ojalá, lo preferiría.


—Pues si quieres, yo mismo te preparo uno —ofreció Pedro tratando de animarla.


Paula ni siquiera lo miró. Respiraba con pesadez, muerta de pánico, haciendo vibrar el vestido de color rojo de forma seductora, mientras Pedro trataba una vez más de construir muros de defensa en torno a su corazón y se concentraba en la revista.


—Este médico no es muy conocido —comentó ella en voz baja.


Pedro miró a su alrededor. La sala estaba vacía. Eso lo preocupó. Ni siquiera había recepcionista. Si el médico no salía de inmediato para pedirles que pasaran, agarraría a Paula del brazo y la llevaría a otro especialista. No importaba cuánto costara. Ella tendría el mejor médico.


—Quizá todo el mundo esté sano por estos alrededores —sugirió él tratando de ocultar su miedo.


—Esto no parece una sala de espera —se aventuró ella a decir, tratando de mantener la conversación.


Pedro interpretó correctamente aquellas palabras. Paula necesitaba distraerse. Dejó la revista e hizo esfuerzos por desviar su atención.


—Es la consulta más acogedora en la que he estado nunca. Si todas las salas de espera son así, con sillones y sofás, supongo que los pacientes deben sentirse muy bien. No comprendo cómo no está lleno de gente, hablando del tiempo y del recalentamiento de la Tierra.


—Bueno, supongo que en realidad este es el salón de la casa del médico —sugirió Paula calentándose las manos ante la chimenea.


—Bien, entonces hagamos como si estuviéramos en casa, ya que esa es la intención del médico. Ese café tiene una aroma irresistible —añadió Pedro acercándose a un aparador antiguo, bajo una ventana, con una bandeja preparada con refrescos—. ¿Quieres?


—¿Crees que debo?


¿Y cómo iba él a saberlo? Su ignorancia sobre lo que debía o no debía hacer una mujer embarazada, ¿no debía asustarlo? Aunque, a decir verdad, ni siquiera sabía si Paula estaba embarazada. Sin embargo, Pedro sabía y sentía, muy dentro de sí, que aquel bebé era lo más importante de su vida. Más de lo que nunca hubiera imaginado.


—Quizá puedas probar alguno de estas infusiones de frutas —sugirió dándose la vuelta y leyendo las etiquetas—. Camomila, frambuesa, jengibre, limón...


—Camomila. Creo que es sedante —contestó ella.


A falta de algo más fuerte, él se decidió por el café. Le pasó la taza a Paula, cuyas manos temblaban, y se la sostuvo al ver que no dejaba de tintinear contra el plato. Ella dejó quietos los dedos por un momento, y Pedro deseó estrecharla en sus brazos, acariciar su sedoso pelo, besar sus labios trémulos... Incluso llegó a imaginar que el aire, entre ambos, se había cargado de deseo, que ella lo anhelaba y que a duras penas conseguía reprimirse.


Era un estúpido. Tal y como ella había dicho, si quedaba alguna chispa entre ambos, o bien era producto de su imaginación o bien era una mera reacción física del cuerpo de Paula. Porque su mujer estaba decidida a divorciarse. 


Con brusquedad, Pedro apartó la mano, dejando la taza a su suerte. Y tardó en calmarse. Lamentaba tener que estar con ella. Cuanto menos tiempo pasaran juntos, mejor.


—Es una casa bonita, ¿verdad? —continuó él—. Supongo que no es muy corriente encontrar una consulta médica en una casita de campo con jardín —divagaba de forma estúpida, reflexionó Pedro. Pero no importaba. Cualquier cosa con tal de evitar estrechar a Paula en sus brazos y reconfortarla—. El café es bueno. Es sorprendente que el médico pueda tratar así a sus pacientes, teniendo tan pocos...


Pedro se giró, alertado por el movimiento brusco de Paula, que había dejado la taza sobre una mesa y se había puesto en pie.


— No puedo entrar! ¡ No puedo...!


—Señora Alfonso, señor Alfonso, bienvenidos —los saludó un hombre de pelo cano que salió en ese momento de otra habitación—. Solo tardaré un segundo.


Ella tragó saliva. El médico siguió conversando con su paciente. Para sorpresa de Pedro, Paula lo tomó de la mano.


—Parece un buen tipo —musitó él tratando de animarla, mientras ella le apretaba cada vez más fuerte la mano—. ¿Te sientes mal?


—No, solo aterrorizada —sonrió Paula brevemente—. ¿Puedo cambiarlo por un Tribunal de Inquisición?


—Demasiado tarde, nos toca.


—Bueno, es un placer —declaró el sonriente doctor tras despedir a su otra paciente, cerrando la puerta y prestándoles toda su atención—. Vamos a ver... han comprado ustedes la casa de Deep Dene, ¿verdad? Es una casa preciosa. Serán ustedes muy felices cuando terminen las obras. Pasen, pónganse cómodos. Creo que tengo unas galletas de chocolate por alguna parte...


Al darse la vuelta el médico, Pedro desvió la vista hacia Paula. Ella esbozó apenas una sonrisa y volvió a echarse a temblar. El corazón de él también latía con furia, pero se encogió de hombros y respiró hondo.


Rogaba con toda su alma por que ella estuviera embarazada. De ese modo, al menos, algo se salvaría del desastre. Durante su vida matrimonial con Paula, Pedro había aprendido que su corazón rebosaba amor, que necesitaba ofrecérselo a alguien. Lo desviaría hacia su hijo, y así no tendría que sufrir el tormento de entregárselo a alguien que lo despreciaba.


Él apretó la mano de Paula, sin saber a ciencia cierta si era su consuelo o el de ella el que buscaba. Se sentó junto a ella en un sofá y observó al médico tomar asiento en un sillón, de frente. ¿Cuántas veces en la vida lo habían rechazado, le habían devuelto su amor, arrojándoselo a la cara? ¿Cuándo aprendería? Pero todo sería diferente con su hijo. Era la única persona en la que podría confiar. Entablarían un lazo tan fuerte que nadie podría romperlo. Esa era su única esperanza, su única oportunidad de disfrutar de un amor incondicional.


—Bien, señora Alfonso —continuó el médico sonriente, ofreciéndole una galleta—. Dígame qué le preocupa.


Paula tomó una galleta y la mordisqueó ausente, antes de contestar:
—Es posible que esté embarazada.


—Comprendo —sonrió el doctor Taylor—. Y eso, ¿sería bueno o malo?


—¡Bueno! —estalló Pedro—. Estamos ansiosos por saber si es cierto, si todo va bien... el niño, Paula...


—¿Señora Alfonso? —murmuró el doctor, asintiendo en dirección a Pedro—. Parece usted alterada.


Pedro notó lo observador que era el doctor. Los estaba juzgando. Al ver que el médico se fijaba en sus manos, ténsaselas relajó sobre el regazo con un gesto poco convincente y esperó ansioso a que Paula contestara. No conseguiría engañar al médico, comprendió Pedro. Se había dado cuenta de lo nerviosos que estaban los dos.


—Ha sido una sorpresa, no habíamos planeado... pero... me sentiría terriblemente desilusionada si no lo estuviera —contestó por fin ella, soltándole la mano.


El médico se la llevó hacia un rincón de la consulta, donde había una pantalla, charlando con amabilidad. Incapaz de permanecer quieto, Pedro trató de prepararse para la desilusión. Si se habían equivocado, y Paula no estaba embarazada, se marcharía lejos: a Canadá, a Estados Unidos, a Australia... a cualquier parte, con tal de estar lejos de ella.








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