sábado, 8 de agosto de 2015
LA TENTACIÓN: CAPITULO 15
Paula echaba humo. ¿Por qué se había presentado en su casa? Era algo inusitado en él, pero también sería inusitado que una mujer pudiera dejarlo. ¿Por eso habría dicho que no podía sacársela de la cabeza? Si le quitaba cualquier otro sentido a ese comentario, solo quedaba un hombre que quería algo de lo que le habían privado, y lo quería como fuese. ¡Era insoportable!
Además, no tenía nada que ponerse. No iba a Devon para salir por las noches. Solo tenía ropa cómoda para estar en casa. Dejó escapar un gruñido y rebuscó por las baldas inferiores, donde se había guardado y olvidado la ropa de otros tiempos.
Le parecía que la presencia de Pedro en casa de su madre era una invasión de su intimidad. Estaba viendo dónde había vivido durante años; estaba viendo las fotos de ella que había en cada rincón de la casita; estaba viendo los dibujos que ella había hecho y que su madre había enmarcado en cuanto tuvo una casa propia. Él era un multimillonario y ella no podía evitar preguntarse qué pensaría de la casa de su madre, una casa demasiado pequeña y repleta de recuerdos y de cositas que no habían costado casi nada. Las cosas más caras se vendieron con la casa cuando su padre murió.
Su madre no había querido llevarse malos recuerdos allí a donde fuera a echar raíces. Ella no estaba avergonzada de dónde había vivido, pero era humano ver sus circunstancias personales a través de los ojos de otra persona. En ese caso, su arrogante e inmensamente rico jefe. Miró su dormitorio con ojos críticos. No lo habían tocado desde que ella se marchó. Estaba en buen estado, pero era anticuado, con unos muebles y un papel de pared que fueron prácticos, pero sin refinamiento. Cumplieron su función, pero, por primera vez, se avergonzaba un poco de no haber animado a su madre para que hiciera algunas renovaciones básicas.
Parte de lo que ganaba servía para pagar la terapia de su madre, pero siempre quedaba algo para gastar un poco en la casa. Su madre, aunque también habría podido permitirse parte de esas renovaciones, habría desechado la idea como un despilfarro. Eso, como otras muchas cosas, era un legado de su desdichada vida anterior, cuando el dinero se había dilapidado y cuando había poco dinero para la casa.
Ansiosa por bajar para atajar la conversación que Pedro estuviera teniendo con su madre, se duchó y se cambió todo lo deprisa que pudo. Los pantalones negros que estaban doblados en la balda inferior todavía le servían y el jersey rojo le quedaba un poco ancho, pero conservaba el color y era más alegre que el gris, negro y azul oscuro del resto de su ropa. Además, de repente, decidió maquillarse un poco y pintarse ligeramente los labios.
«No podía sacarte de la cabeza…». Ese comentario estaba socavando sus defensas, estaba minando su convicción de que solo era otro ejemplo de su arrogancia. Gruñó otra vez.
Entró en la cocina.Pedro estaba tomando una taza de té y su madre estaba riéndose. ¡Riéndose! Los dos la miraron como si fuesen unos chiquillos a los que habían sorprendido en plena conspiración. Ella tomó aliento y contuvo las ganas de preguntarles qué era tan gracioso. ¡Se había marchado hacía menos de cuarenta minutos y se habían hecho amigos!
—Esto es lo único que he podido encontrar para vestirme —comentó ella en tono hosco.
Pedro la miró con una sonrisa ávida.
—Estás muy guapa, cariño. ¿Verdad que está guapa, Pedro? Deberías ponerte más cosas rojas, te sientan bien.
—Desde luego… —murmuró él—. Vamos a un restaurante italiano. Tu comida favorita.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó su madre con una falta de tacto absoluta, le pareció a Paula.
—Bueno, sé muchas cosas de tu hija, Pamela…
—Cuando te encuentras atrapada en la compañía de alguien todo el día, puedes llegar a saber cosas superficiales de esa persona —le interrumpió Paula.
—¿Atrapada en mi compañía? Yo creía que tú, más bien…
—De acuerdo —Paula volvió a interrumpirlo antes de que dijera algo que picara más todavía la curiosidad de su madre—. ¿Nos vamos? No quiero alargarme porque…
—¿Dónde vas a quedarte, Pedro?
—Bueno, no lo había previsto —contestó él encogiéndose de hombros.
—Te ahorrarás algo de dinero si te quedas aquí. Hay un cuarto libre que es pequeño, pero agradable. Lo uso de cuarto de costura, pero puedo guardar las cosas en el costurero.
—Pedro no necesita ahorrar dinero, mamá. Además, estoy segura de que no se quedará a pasar la noche.
—Ya es demasiado tarde para que vuelva a Londres —replicó él pensativamente—. Además, ¿a quién no le viene bien ahorrar un poco?
Paula dominó una risa histérica. Ese era el mismo hombre que solo volaba en primera clase y se alojaba en hoteles de cinco estrellas. Dudaba mucho que el concepto de ahorro se le hubiese pasado alguna vez por la cabeza.
—Sería una grosería por mi parte rechazar una invitación tan amable.
Sonrió a Pamela con una sonrisa que habría conseguido que cualquier mujer del mundo le comiera en la mano.
—No —intervino Paula con firmeza—. Si no puedes volver esta noche, estoy segura de que podremos encontrarte algún hotel cómodo. Más cerca de Exeter, claro, porque estoy segura de que el lunes temprano querrás visitar a Harrisons…
—Naturalmente, te quedarás aquí, Pedro. Nunca había visto a mi hija tan contenta y satisfecha como lo está desde que trabaja para ti. Si, además, quieres regalarme una tostadora nueva, sería imperdonable por mi parte negarme.
Dicho lo cual, su madre los sacó de la cocina. Paula, con la cabeza muy alta, se puso la chaqueta que tenía colgada junto a la puerta y salió a la oscuridad. Hizo oídos sordos a las bromas entre su madre y Pedro y, cuando la puerta se cerró, se dio media vuelta con los brazos en jarras.
—¿Cómo te atreves?
—¿Cómo me atrevo a qué? —preguntó él mientras la llevaba hacia el todoterreno negro.
—¡A hacerte amigo de mi madre!
—Estás siendo ridícula.
Abrió la puerta del acompañante y la ayudó a montarse.
—¡No estoy siendo ridícula! —exclamó ella en cuanto él se sentó detrás del volante—. No deberías haber venido aquí.
—No me dirás que no estás contenta… No, excitada porque he venido. Puedo sentirlo.
—No estoy…
Fuera lo que fuese lo que iba a decir, no pudo decirlo cuando la besó con voracidad, como había estado esperando hacer desde que volvieron de París y empezaron con la farsa de comportarse como jefe y secretaria, como si no hubiese pasado nada. La agarró con una mano en la nuca y siguió besándola. Sus lenguas se encontraron y sus cuerpos se anhelaron.
Ella sentía vértigo por la vehemencia de su propia reacción.
Tenía los dedos entre su pelo y gemía con una mezcla de deseo y rechazo, y se odiaba a sí misma por su debilidad.
Entonces, él se apartó y la miró.
—No me vengas con cuentos de que no me deseas —gruñó Pedro—. Si fuera a tomarte aquí y ahora, no saldrías corriendo del coche. Es más, colocarías ese cuerpo tan sexy en la mejor postura para que entrara en ti.
—Eso no…
—¡Sí lo es! ¡Deja de rehuir la verdad!
—¡Nunca he dicho que no fueras un hombre atractivo!
Sus labios todavía palpitaban, todo su cuerpo palpitaba. Él tenía razón. Podría tomarla si quisiera y era algo que la avergonzaba. Se había pasado dos semanas intentando mantener una actitud firme y él, en cuestión de segundos, la había derribado como si fuese un castillo de naipes. Quería llorar de desesperación. Pedro, en cambio, sonrió y se concentró en la carretera.
—Vaya, resulta que nunca habías estado tan contenta como desde que trabajas para mí —comentó mientras conducía por la carretera que llevaba al pueblo—. Al parecer, soy un jefe apasionante.
—¿Eso es lo que te ha dicho mi madre?
—No es como me había esperado. Tenía la idea de que se parecía más a ti.
—¿Qué quiere decir eso, Pedro?
—Que era fuerte, centrada, con opiniones propias. Es una mujer hermosa, Paula, pero me da la sensación de que vive alterada.
—No me gusta que fisgues en mi vida privada.
Sin embargo, lo dijo en un tono de derrota. Él había traspasado el último límite. En cuestión de semanas, ella había pasado de ser la secretaria fría y equilibrada que él había contratado para que sustituyera a una ristra de ineptas a ser una mujer que había quedado hechizada, que se había acostado con él y que, en ese momento, podría exponerle toda su vida.
—Estoy expresando interés, Paula. No estoy fisgando —replicó él con amabilidad.
—Nunca te he pedido tu interés.
Ella apoyó la cabeza en el reposacabezas de cuero y miró el paisaje oscuro que pasaba por la ventanilla. Llegarían enseguida al pueblo. En realidad, habrían podido ir andando.
Hacía una noche agradable y era un placer pasear por los caminos aspirando el olor de los árboles y las flores. Era un paseo de media hora que siempre le había parecido terapéutico.
Efectivamente, las luces del pueblo aparecieron delante de ellos. Llegaron a la plaza, aparcó el coche y apagó el motor.
La miró un momento. Tenía el rostro más cautivador que había visto, aunque estuviera mirando hacia otro lado. Quiso abrazarla y besarla otra vez. Había visto otra parte de ella y esa frialdad le parecía insoportable. Estaba pasmado por la intensidad de sus reacciones. No quería solo su cuerpo y su entrega. Jamás le había interesado lo más mínimo el pasado de sus amantes ni intentar entenderlas. Había tomado lo que le habían ofrecido sin mirar más allá. Efectivamente, había sido vago, pero ya no lo era.
—¿Por qué no se atreve tu madre a decirte que tiene un novio?
Paula giró la cabeza y lo miró con los ojos como platos.
—¡No seas absurdo! No sabes de lo que estás hablando. ¡No me gusta que metas las narices en mi vida, Pedro!
Abrió la puerta, se bajó del coche y se quedó buscando un restaurante italiano. No sería difícil encontrarlo. En ese pueblo no había muchos restaurantes elegantes. En efecto, tardó dos segundos en ver el cartel de cuadros rojos y blancos donde antes había un colmado.
—¡No intentes escaparte!
La agarró antes de que pudiera huir a la seguridad del restaurante lleno de gente.
—¡No estoy escapándome! —estaba mirando esos intensos ojos oscuros. Estaba enojada porque él había entrado en su preciado terreno privado—. ¿Qué has querido decir con eso de que mi madre tiene un novio?
Él notó que se relajaba un poco. Ella lo había besado con la misma avidez que él. Luego, casi inmediatamente, lo había alejado de sí misma. Al menos, no estaba alejándolo en ese momento.
—Te lo contaré mientras cenamos. Supongo que es ese restaurante que hay allí, ¿no?
Él empezó a caminar, pero no le agarró el brazo, aunque quería agarrárselo.
Paula pensó que eso era el deseo. En París, cuando se sintieron en otro mundo, cuando ella se enamoró de él disparatada y estúpidamente, él le había mostrado cariño con todo tipo de gestos; tomándole la mano, dándole un beso, pasándole el pelo por detrás de la oreja… Sin embargo, ya no se sentían en otro mundo. Estaban otra vez en Inglaterra y quizá la deseara, pero esos gestos de cariño ya no eran apropiados. Él llevaba las manos en los bolsillos de la chaqueta y casi ni la miraba mientras se acercaban al restaurante.
—Muy bien, cuéntamelo —le exigió Paula a regañadientes cuando estuvieron sentados a la mesa y esperaban una botella de vino blanco.
—Lo siento si he dicho algo que habrías preferido no oír —dijo Pedro con aspereza—. No fue una conversación larga e íntima con tu madre, Paula. Ella comentó de pasada que había un hombre interesado en ella, alguien a quien había empezado a ver hacía poco. Entonces, se rio nerviosamente y dijo que estaba reuniendo el valor para decírtelo.
Paula notó que le escocían los ojos. No sabía qué decir. Su madre no había dado indicios de que hubiese alguien, pero, si era sincera consigo misma, ¿cuándo fue la última vez que propició confidencias así? No, ella había hablado largo y tendido sobre los hombres y la necesidad de tener mucho cuidado, sobre lo que habían aprendido las dos con la experiencia. Se había referido muchas veces a su irresponsable padre como una lección que su madre no debería olvidar nunca… Ese no había sido el terreno más propicio para que su madre le contara que estaba saliendo con un hombre.
—Entiendo.
Estaba rígida por el esfuerzo que hacía para contener las lágrimas. Le gustaría que él no fuese amable con ella. Le gustaría que fuese el malnacido que solo quería una cosa a cualquier precio. Se puso más rígida todavía cuando él le tomó una mano por encima de la mesa.
—Yo le dije que estaba seguro de que te encantaría saber que había encontrado compañía.
Ella, aunque era puntillosa, decía lo que pensaba y sobrellevaba las consecuencias, tenía un corazón muy grande. ¿Por qué lo sabía? Sencillamente, lo sabía.
—Es posible que no me encante tanto.
Ella retiró la mano y sonrió al camarero mientras servía vino en la copa de Pedro y le preguntaba si le parecía bien. Se bebió su copa en cuanto la sirvieron y miró a Pedro para que se la volviera a llenar.
—¿Qué quieres decir?
Paula tiró por la ventana lo que le quedaba de intimidad. Él había hecho tantas incursiones en su vida que ya no tenía sentido agarrarse a ella. Estimulada por el vino, suspiró y lo miró.
—Mi infancia no fue feliz. Mi padre era… autoritario y mujeriego. Yo me crié teniendo que sobrellevar lo que eso suponía para mi madre. Tienes razón, ella no es como yo. Siempre ha sido frágil —lo miró fugazmente para ver si estaba espantado por lo que estaba contándole, pero se derritió al ver que su expresión era comprensiva—. No puedo creerme que esté contándote esto. Yo… yo no soy una persona que suela contar confidencias.
—Te has criado siendo fuerte por el bien de tu madre.
Pedro dio un sorbo de vino, alejó con impaciencia al camarero, que estaba acercándose para tomar nota del pedido, y pensó que eso era lo que se sentía cuando se participaba en la vida de otra persona. Él había vivido una vida solitaria, había forjado su propio destino, nunca había necesitado que nadie le aportara nada porque la experiencia le había enseñado que las aportaciones de los demás siempre eran interesadas. Se había criado librando solo sus batallas y, una vez libradas, llevándose el botín sin profundizar más. Era una fórmula que siempre le había dado buenos resultados. Además, todavía se los daba, se recordó con demasiada vehemencia antes de que el sentimentalismo nublara ese asunto.
—Cuando mi padre murió, mi madre quedó libre para hacerse una vida propia, pero había quedado maltrecha después de tantos años teniendo que soportar el egoísmo de él. Cada vez estaba más desasosegada y ahora… —Paula se encogió de hombros elocuentemente—. Acabó teniendo miedo a salir de su casa. Ha sido bastante grave. Es más, tuve que contratar a un terapeuta para que intentara hacer magia… y está haciéndola. Ha salido más durante los últimos meses que en toda su vida. Son pequeños pasos, pero creo que soy culpable de haber dejado muy claro que no tenía que salir con otro hombre. Nunca lo dije en voz alta, pero… En cualquier caso, ¿quién es ese hombre?
—No sé nada en concreto, Paula. Como te he dicho, fue una conversación fugaz.
—Mientras te ocupabas de encandilarla, quieres decir —replicó ella con poco entusiasmo—. Me sorprendió que conociera este restaurante. Supongo que habrán venido y es fantástico. Significa que está saliendo de casa y empezando a hacerse una vida normal.
Sin embargo, ¿cómo era de normal su propia vida? Había estado tan ocupada cerciorándose de que las dos aprendían la lección sobre los hombres que se había olvidado de lo joven que era. Su madre había intentado recordárselo, pero ella lo había eliminado de las conversaciones.
—Ya está —añadió ella tajantemente—. Habría sido mejor que no lo hubieses sabido, pero…
—¿Por qué?
—¿Por qué? —Paula se rio con cierto nerviosismo—. Porque no te interesa la vida de los demás, Pedro. Seguramente, estarás incómodo por haber acabado aquí conmigo contándote todo esto, pero tú tienes la culpa por haberte presentado sin avisar.
—Vaya, vuelve la Paula Chaves que quiere pelearse un rato conmigo. No va a darte resultado.
Ella estaba tentada de preguntarle por su vida personal, pero hubo algo que se lo impidió. Quizá no quisiera oír la cantinela de que nunca se comprometía con una mujer.
Quizá quisiera creer que… ¿Qué? ¿Que quizá podría cambiarlo porque estaba enamorada de él? ¡Las ranas criarían pelo antes de que eso sucediera!
Sin embargo, mientras pedían la comida, ella supo claramente que había bajado la guardia con él, que la posibilidad de volver a la frágil relación que ella se había empeñado en mantener después de París había cambiado para siempre. Además, había visto otro atisbo de ese hombre tan complejo, un aspecto sinceramente atento que ocultaba bajo la coraza del afán de triunfar sin contemplaciones. También pensó, con pesadumbre, que mientras que ella nunca había aprovechado las ocasiones, mientras se había empeñado en que su relación inexistente con Alan era una demostración de que tenía que protegerse para que no le hicieran daño, su madre, a pesar de sus problemas y de su matrimonio devastador, sí había tenido el valor de aprovechar sus oportunidades. Las únicas oportunidades que había aprovechado ella eran aquellos días y aquellas noches en París, cuando tiró la prudencia por la borda y permitió que su cuerpo dominara a su cabeza.
Además, no perdió un segundo en volver a la seguridad de lo que conocía en cuanto llegaron a Londres.
Lo miró con cierto disimulo mientras comía, mientras la metía en una conversación aunque ella no quisiera y, con mucho tacto, no indagaba más en su pasado. Observó esos dedos largos alrededor del tallo de la copa de vino y la intensidad de sus ojos oscuros cuando la miró…
Pedro, atento a cada matiz de su lenguaje corporal, notó que el ambiente había cambiado. Había dejado de ser el enemigo con el que ella se había acostado por error, el enemigo cuyos besos ardientes ella quería rechazar, pero no podía… La tenía y la satisfacción se adueñó de él. Había dejado de pensar que solo tenía que acostarse con ella para quitársela de la cabeza. En ese momento, solo pensaba que tenía que acostarse con ella. Tenía que sentir su cuerpo debajo de él y a su lado. Tenía que sentir sus muslos sedosos entre sus piernas. Tenía que acariciar sus pechos y notar que se derretía entre sus manos.
viernes, 7 de agosto de 2015
LA TENTACIÓN: CAPITULO 14
Pedro la miró fijamente. Era una Paula que no había visto antes. No era la eficiente secretaria vestida de gris ni la glamurosa mujer con ropa de marca que se había comprado en París cuando estuvo con él. Era una chica con la cara lavada, que aparentaba la edad que tenía, que llevaba coleta, ropa gastada de estar en casa y unas zapatillas con un personaje de dibujos animados. El tiempo soleado le había sacado unas pecas por encima de la nariz. Se había olvidado completamente de por qué había ido, pero se alegraba de haber ido. Sintió algo solo de verla y tuvo que mirar hacia otro lado antes de mirarla otra vez.
—No podía sacarte de la cabeza.
¡Caray! ¿Acababa de decir eso?
—¿Qué?
Ella se quedó boquiabierta y pasmada. Tenía los ojos clavados en su rostro, que ya tenía una sombra de barba incipiente. Parecía cansado, desaliñado y sencillamente impresionante. Se había remangado el jersey de algodón y el vello moreno le recordó cuando tuvo esos brazos alrededor de ella. Además, los vaqueros se le ceñían a las piernas largas y musculosas. Notó que se le endurecían los pezones, que anhelaban que se los acariciara y lamiera.
—¿No deberías estar con… esa mujer que fue ayer a la oficina? —preguntó ella con la voz ronca.
Él esbozó una sonrisa lenta y burlona que le llegó al alma.
Se miró los pies. El pulso le palpitaba desenfrenado y, con esa ropa, sintió lo mismo que había sentido en París cuando tiró toda la prudencia por la borda y se metió en la cama con él. Hacía que sintiera algo libre y sin ataduras y lo odiaba porque sabía que solo era una ilusión.
—Resultó que no me convenció.
Había tomado una decisión nada más verla. Ya no iba a decirse que no estaba hecho para conquistar a una mujer, ya no iba a fingir que no se ponía celoso cuando se la imaginaba con otro hombre. Si esas reacciones se debían a que no habían llegado a la conclusión natural, entonces dependía de él que llegaran. Si no, ¿cómo iba a sacársela de dentro?
—¿Vas a invitarme a entrar?
—No. No deberías estar aquí, Pedro.
Sin embargo, le aliviaba saber que la morena de bolsillo no se había convertido en su sustituta. Era ridículo y una cobardía, pero no podía evitarlo.
—Ya sé que no debería —reconoció él pasándose los dedos por el pelo.
Paula lo miró desconcertada.
—¿Hay un hombre dentro? —preguntó él con una brusquedad súbita.
—Yo no soy como tú, Pedro —contestó ella apretando los labios—. Yo no salto de cama en cama.
—Yo tampoco salté a ningún sitio con Bethany. La monté en el coche y el chófer la llevó a su casa. Fin de la historia.
—Vete, Pedro.
Ella suspiró y miró fijamente a un punto indefinido, pero tenía su imagen tan grabada en la cabeza que era como un virus que llevaba en el organismo.
—No voy a irme a ningún sitio.
—¿Por qué? ¿Por qué? Te he dicho…
—Déjame entrar.
—Crees que siempre puedes conseguir lo que quieres.
Pedro la miró y ella se estremeció. ¿Qué haría si la besaba en ese momento? Se derretiría. Ya estaba derritiéndose entre las piernas y mojando la ropa interior. Le había dicho que no podía sacársela de la cabeza. Eran unas palabras que no tenían sentido, pero le retumbaban en la cabeza y le daban vértigo.
—Déjame entrar.
Él era tan inamovible como una roca con toda su imponente magnificencia. Ella se apartó con un suspiro de resignación.
Su madre estaba en la cocina y se la presentó a Pedro.
Pamela Chaves empezó a hacer preguntas sin disimular la curiosidad y ella gruñó para sus adentros. Si no le hubiese contado nada de Pedro, podría haberlo sacado de la casa sin mucha dificultad, pero le había hablado tanto de él que había despertado una curiosidad que ya era imparable.
—¡No me habías dicho que era tan guapo! A mi hija le encanta su empleo. Puedo decirlo porque habla mucho de él. Y París… ¡Qué maravilla que tuviese la oportunidad de ir! ¡No para de hablar de ese viaje!
—¡Tú me preguntaste, mamá! —Paula evitó mirar a Pedro, pero podía notar que también se moría de curiosidad—. ¡Hablé de París porque me lo preguntaste!
—Estoy molestando —murmuró Pedro.
Pamela Chaves era una mujer atractiva con una fragilidad que no tenía su hija. Ni siquiera el vestido holgado y la larga chaqueta de lana de color crema podían ocultar su belleza.
¿Su hija sería tan cohibida sobre su apariencia por eso?
¿Habría alguna rivalidad entre madre e hija? No lo creía. Lo que sí había, y claramente, era un lazo muy fuerte. Era la primera vez que conocía a un familiar de una mujer con la que se había acostado y tenía una curiosidad inmensa por atar cabos, una curiosidad inmensa e inexplicable por saber más.
—¡No estás molestando! ¿Verdad, Paula?
—Es muy amable… ¿Puedo llamarte Pamela? ¿Sí? Bueno, eres muy amable, pero no me quedaré mucho tiempo.
—Claro —Paula se levantó con una sonrisa muy amplia y muy falsa—. Pedro tiene que marcharse, ¿verdad, Pedro? Seguramente, tendrá un montón de planes para esta noche.
—Ni uno —Pedro se sentó en la silla de la cocina que le habían ofrecido—, pero lo tendré si me permitís que os lleve a cenar.
Él captó que las dos se miraban un instante antes de que Pamela Chaves se levantara y se cerrara más la chaqueta.
—Salid vosotros dos. Acaban de abrir un restaurante muy bonito en el pueblo.
—¿De verdad? —Paula contuvo la respiración—. ¡No! ¡No vamos a ir a ninguna parte!
Miró a Pedro con el ceño fruncido y él la miró con una sonrisa de satisfacción.
—¡Sí vas a ir, Paula! Insisto. Cenamos en casa todos los fines de semana y te vendrá bien salir y conocer ese sitio para variar. Además, tengo comida y lo que sobre lo guardaré en la nevera. Y hace un tiempo muy bueno después de todo lo que ha llovido. Paula, cámbiate y los dos podéis salir a divertiros un rato.
—Mamá…
—Si no te importa, Pamela… —Pedro se levantó irradiando un encanto natural—. ¿Por qué no vas a ponerte de punta en blanco, Paula? Mientras tanto, Pamela y yo nos conoceremos un poco.
LA TENTACIÓN: CAPITULO 13
Terminó la cena y fue con su madre a la salita que daba al jardín donde Pamela Chaves pasaba mucho tiempo. Su madre estaba ocultándole algo y eso le preocupaba. Aunque iba a ver a su terapeuta el lunes por la mañana, no podía evitar preguntarse si habría tenido una especie de recaída.
La sala era luminosa y espaciosa, muy distinta de la sala de la casa de su infancia. Había fotos de ella de cuando era niña en la repisa de la chimenea y las butacas y el sofá eran mullidos y cómodos. Era una habitación vivida, algo que su padre había detestado porque prefería que nada le recordara que tenía una familia.
—Estabas contándome tu viaje a París —le recordó su madre.
Ella se sentó encima de los pies con las zapatillas de estar por casa. En realidad, le parecía que no había hecho otra cosa que hablar de su viaje a París. El fin de semana anterior había pasado lo mismo y, aunque había intentado no hablar de Pedro, había acabado hablando de él y contando algunas de las anécdotas que él le había contado.
Su madre la había escuchado con atención, no la había interrumpido casi, y ella se preguntó si habría hablado más de la cuenta.
Sin embargo, si su madre quería que le hablara más de París, lo haría. Se había acostumbrado a tratarla con mucho cuidado. Eludía cualquier cosa que fuese un poco indiscreta y siempre tenía en cuenta que su madre no era la persona más fuerte del mundo. Había sido un día soleado y en ese momento, cuando el sol empezaba a ocultarse, el jardín tenía una luz preciosa. Una salsa de carne borboteaba en la cocina y más tarde cenarían juntas. Luego, como siempre, se acostarían temprano. Mientras hablaba, su cabeza no dejaba de pensar en Pedro y en lo bien que estaría pasándoselo con esa morena de bolsillo. ¿La ópera habría sido un aperitivo previo a la comida principal? Naturalmente.
La comida principal habría sido el dormitorio. Pedro sería vago cuando se trataba del aspecto sentimental, pero era todo lo contrario cuando se trataba del físico. Le gustaría poder apretar un botón y quitárselo de la cabeza, librarse de todos esos recuerdos que estaban amargándole la vida. No quería dejar el empleo, pero empezaba a ser una posibilidad.
El día anterior, cuando vio a esa mujer en la oficina… Le había recordado lo fugaz que había sido ella para él
Se quedó callada y vio que su madre la miraba con los ojos entrecerrados. Sonrió e intentó acordarse de lo que estaba hablando. ¿De París? ¿Del trabajo? ¿Del nuevo novio de Lucia?
—Estás dispersa —comentó Pamela con delicadeza—. Lo estás desde que volviste de París. No será por tu jefe, ¿verdad? Parece que te ha impresionado mucho.
—¡Claro que no! —replicó ella sonrojándose—. ¡No sería tan estúpida! Ya sabes lo que pienso sobre todo eso de las relaciones después de…
—Lo sé, cariño. Después de tu padre y de ese novio espantoso que tuviste. Pero… pero no puedes dejar que eso dicte tu futuro.
—Claro… claro que no —balbuceó Paula atónita—. Es que hay que tener cuidado, es muy fácil equivocarse. Si alguna vez me comprometo en serio con un hombre, me cercioraré de que es el acertado. Mamá, tendrías que conocer a mi jefe. Tiene un montón de mujeres que le satisfacen sus necesidades hasta que se deshace de ellas y luego, diez segundos más tarde, una versión muy parecida a la anterior va tras él. Las trata como a manzanas. Se come la que le apetece y tira el resto.
—Eres demasiado joven para ser tan escéptica sobre los hombres.
Paula se mordió la lengua, pero su madre y ella se conocían muy bien y sabía que su madre estaba pensando que, si no tenía cuidado, acabaría sola porque nadie daría la talla.
—Prefiero quedarme sola que cometer un error —replicó ella con las mejillas sonrojadas.
Su madre suspiró y bajó la mirada. No le gustaba discutir, a Paula tampoco, pero tenía que ser firme. Siempre había tenido que ocuparse de las dos y, en cierto sentido, le parecía una traición por parte de su madre que le dijera que era demasiado escéptica sobre los hombres.
—¿Para qué sirve la experiencia si no aprendes nada?
Efectivamente, ¿de qué le había servido a ella? Se había dejado arrastrar por la misma oleada de deseo que arrastraba a todas las mujeres que se acercaban a Pedro.
Además, no se había quedado en el deseo, había dado otro paso y se había enamorado de él. Su madre se habría angustiado si lo hubiese sabido. Pamela Chaves también se había esforzado por cultivar un escepticismo sano en lo relativo a los hombres. No tenía nada de malo, se llamaba «realidad». ¿Cuántas veces habían dicho en broma que los hombres daban más problemas que satisfacciones? Aunque para su madre había sido algo más que una broma.
Normalmente, comían en la cocina, salvo que las dos quisieran ver algo en la televisión. Aunque su madre siempre decía que comer viendo la televisión era una costumbre muy fea. Sin embargo, su madre veía mucho la televisión y había algunas series policiacas y programas de jardinería que no quería perderse. Esa noche, puso la mesa mientras su madre se quedaba en la sala haciendo un crucigrama y viendo la televisión. Había estado a punto de discutir con su madre y se sentía fatal. Ese hombre no solo se entrometía en sus pensamientos, y en sus sueños, sino que también estaba consiguiendo estropear la comunicación fluida con su madre.
Puso de golpe los manteles individuales e iba a agarrar las copas de vino cuando llamaron a la puerta. Todo el mundo usaba la puerta de la cocina, pero esa persona, fuera quien fuese, había llamado a la puerta principal. Dudó un instante, pero dejó lo que estaba haciendo y llegó a la puerta principal a la vez que su madre.
—Siéntate otra vez —casi le ordenó Paula—. Yo me libraré de quien sea.
—¡No! Quiero decir, cariño, que yo me ocuparé. No me gusta decirle a la gente que se largue. Ya sabes, es un pueblo pequeño y no me gustaría tener fama de ser antipática con las visitas.
—Mamá, si es una visita, no voy decirle que se largue, pero, si es alguien que intenta vender acristalamiento doble…
—Ya no hacen eso, ¿verdad?
Volvieron a llamar mientras divagaban y Paula, con un suspiro de desesperación, abrió la puerta y…
—¿Qué haces aquí?
Su madre estaba justo detrás de ella. Salió y medio cerró la puerta. Luego, volvió a meter la cabeza y le dijo a su madre que la visita era para ella.
—¿Quién es?
—Nadie. Vuelve a la sala y yo iré, literalmente, dentro de dos minutos.
Creyó por un instante que su madre no iba a hacerle caso, pero Pamela Chaves acabó dirigiéndose hacia la cocina después de mirar con curiosidad hacia la puerta.
—¿Qué quieres? ¿Qué haces aquí?
LA TENTACIÓN: CAPITULO 12
Se habían marchado de Londres con un tiempo primaveral y prometedor. Habían vuelto con un tiempo frío y gris que duró dos semanas más.
París parecía un sueño maravilloso que había que mantener confinado y sacarlo solo por la noche, cuando recordaba adónde habían ido, de lo que habían hablado y, sobre todo, la excitación embriagadora de cuando habían hecho el amor.
Había hecho bien al haber hecho lo que hizo. Él rebatió su decisión durante cinco minutos, intentó convencerla de que seguir con su aventura era una buena idea, pero ella se había dado cuenta de que, en definitiva, él había cedido y había pasado página.
Y en ese momento… Suspiró y frunció el ceño para intentar concentrarse en el ordenador. No pasaba un minuto del día sin sentir su presencia. Cuando estaba cerca de ella para explicarle algo, notaba que su cuerpo, débil y traicionero, empezaba a derretirse. Su cabeza intentaba aislarlo, pero su cuerpo recordaba lo que había sentido bajo esas manos y esa boca. A él, en cambio, parecía no costarle seguir con su relación laboral. En los momentos más sombríos, pensaba que se sentía aliviado porque ella había tomado esa decisión, que le había ahorrado el esfuerzo de tener que organizar una ruptura que no acabara con la situación que tenían.
La puerta que conectaba sus despachos se abrió y ella levantó la cabeza con una sonrisa tensa.
—Necesito que me reserves dos entradas para la ópera. Los mejores asientos.
Paula asintió con la cabeza y sin dejar de sonreír, pero algo le atenazó las entrañas dolorosamente. Tenía que pasar y se había preparado para cuando llegara el momento de que hubiese encontrado una sustituta. ¡Dos semanas! Lo que vivieron no estaba casi ni enterrado.
—¿Para cuándo quieres que te reserve las entradas?
—Para esta noche.
—No sé si será posible, es una de las óperas más conocidas.
—Dales mi nombre. Hago donaciones generosas al Teatro de la Ópera. Encontrarán asientos —él se acercó a su mesa y dejó un montón de carpetas—. Tendrás que terminar esto antes de que te marches.
—¡Pero son casi las cinco y media!
—Mala suerte.
Se dio media vuelta, volvió a su despacho y cerró la puerta.
Nunca se había desvivido por una mujer y no iba a empezar en ese momento, pero el distanciamiento gélido de ella lo sacaba de quicio. Era como si París no hubiese existido. Incluso, había vuelto a ponerse esa ropa gris e insulsa.
También había intentado devolverle la ropa de marca que le ordenó que se comprara en París. Él, naturalmente, se había negado, pero sospechaba que toda había acabado en la beneficencia, que no quería recuerdos. Lo peor de todo era que todavía la deseaba. No podía mirarla sin recordar ese cuerpo esbelto y flexible que se retorcía debajo de él. Había decidido que necesitaba otra mujer. Ya había conocido el cambio y era hora de volver a lo de siempre.
Se puso a trabajar y no levantó la cabeza hasta que llamaron a la puerta y vio, con sorpresa, que eran casi las siete.
—¿Ya has terminado? —le preguntó dejándose caer sobre el respaldo de la butaca y mirándola con unos ojos indescifrables—. ¿Has escaneado y mandado todo?
—Tu cita está aquí, Pedro.
Le costó un esfuerzo sobrehumano decirlo. Había vuelto al tipo de siempre. Bethany Dawkins era baja y con curvas y llevaba un ceñido vestido negro que tenía un escote que le llegaba casi hasta la cintura y que mostraba unos pechos abundantes detrás de una malla negra. La había mirado e, inmediatamente, se había sentido anodina y poco atractiva.
Además, a juzgar por cómo la había mirado la otra mujer, había sabido que no era la única que pensaba eso.
Ya le había comunicado a él que tenía reservadas las entradas, pero dudaba que Bethany, con un pelo oscuro y ondulado, estuviera mínimamente interesada en la ópera.
—¡Fantástico! —exclamó él mientras se levantaba y empezaba a ponerse la chaqueta.
—Que lo pases muy bien —le deseó ella con los dientes apretados.
Pedro se detuvo como si, de repente, se le hubiese ocurrido algo.
—Con Bethany, estoy seguro de que me lo pasaré bien. Paula, ¿te interesa la ópera?
—Sabes que sí.
Era la primera vez que ella se había referido a una de las muchas conversaciones que habían tenido bebiendo vino antes de volver al hotel como dos adolescentes que no podían pasar mucho tiempo sin tocarse.
—Es verdad, lo había olvidado. ¿Quieres acompañarnos? Estoy seguro de que podrán proporcionarnos otro asiento.
¿Y comprobar en directo lo fácilmente que había pasado página? ¿Verlos agarrados de la mano y mirándose con avidez? Así la había mirado en París durante las comidas o en la limusina.
—Gracias, pero prefiero perdérmela. En cuanto a las carpetas, sí, ya está todo hecho y, si no te importa, me marcharé. Mañana voy a ir a Devon a visitar a mi madre y había pensado quedarme hasta el martes. Podría ver a ese cliente que está dándonos problemas en Exeter y te ahorraría el viaje a ti.
—¿A qué distancia de Exeter vive tu madre?
—Lo bastante cerca.
Otra cosa que se le había olvidado. Le había dicho el nombre del pueblo donde vivía su madre, aunque no le había dicho nada más. ¿Se había olvidado de todo lo que le había contado? Había parecido muy atento, pero ¿le había entrado todo por un oído y le había salido por el otro? Eso parecía y le dolía porque ella había estado entregada cuando había hablado con él.
—Creo que tu imponente acompañante podría estar poniéndose nerviosa —siguió ella.
—¿Por qué te importa eso?
Se preguntó por qué querría desaparecer de repente durante cuatro días. No había dejado de pensar en ella desde que lo abandonó tan rotundamente, y era algo que lo desconcertaba y enfurecía a partes iguales. Por eso había decidido buscarse una sustituta, pero ni la apetecible mujer que estaba esperándolo conseguía mitigar la curiosidad que sentía por Paula. Sabía que iba a visitar a su madre todos los fines de semana y le parecía muy raro, llevaba el amor filial a un extremo casi increíble. Además, ese fin de semana quería quedarse más tiempo. Sabía que el pueblo estaba a cuarenta y cinco minutos en coche del cliente, entonces, ¿por qué tenía esa necesidad de quedarse todo el día? ¿Visitaba a alguien más cuando desaparecía en esos viajes misteriosos? Cuanto más lo pensaba, más probable le parecía y, naturalmente, solo podía haber un motivo para que fuese hasta allí todos los fines de semana sin excepción; un hombre.
Se había acostado con él y él le había gustado enormemente, o, al menos, eso había creído. La verdad era que le parecía sospechoso que, si le gustaba tanto, pudiera tratarlo como a un desconocido en cuestión de horas. Las mujeres no hacían eso. ¿Por qué iba a ser Paula una excepción? Era como si la mujer que había sido en París se hubiese quedado allí.
Nunca había dejado volar la imaginación. Siempre le había parecido que era un lujo de las personas que tenían demasiado tiempo libre, pero en ese momento, mientras estaba allí mirándola, estaba dándose cuenta de que su imaginación estaba jugándole una mala pasada.
Se había acostado con él, pero ¿lo había hecho porque no podía hacerlo con el hombre que deseaba de verdad? ¿Estaba casado? ¿Sus visitas a su querida madre en realidad eran para acostarse con un desalmado con mujer e hijos que se acostaba con ella de vez en cuando y le prometía que algún día abandonaría a su familia? Lo vio todo rojo.
—Espero que estés aquí a primera hora del lunes. Harrisons puede esperar. Tenemos demasiado trabajo aquí para que te tomes un día libre.
—Ya tengo programado el día libre —replicó ella con brusquedad—. Estaba siendo amable cuando me he ofrecido a visitar a Harrisons, en realidad, me partiría el día. Sin embargo, están a tiro de piedra y seguramente esté por esa zona haciendo… unas compras. No me importa pasarme y recabar la información que necesitamos.
¿Cómo se atrevía a pensar que podía ser intransigente con ella solo porque había pasado página y ya estaba con otra?
Entonces, Bethany apareció por la puerta con expresión de petulancia. La había conocido hacía unos meses en un acto empresarial. Su padre, un argentino de cincuenta y muchos años con una empresa que él estaba pensando adquirir, la había llevado porque su esposa estaba en un crucero con unas amigas, según le había contado a él. Bethany se entusiasmó visiblemente en cuanto lo vio y lo siguió toda la noche, para deleite de su padre. Tenía treinta años, era increíblemente sexy y, por lo que le contó con una voz muy sensual, estaba aburrida como una ostra de toda esa gente que hablaba de trabajo. Él tomó su número de teléfono, le insinuó que la llamaría pronto y se olvidó de su existencia, aunque ella se la recordó varias veces durante los meses siguientes. Al final, hacía dos días, decidió atender sus insistentes ofertas. Así se sentía cómodo, cuando las mujeres lo perseguían, no cuando era él quien tenía que perseguir para que lo rechazaran.
Miró a las dos mujeres. Las diferencias no podían ser más evidentes. Paula era unos quince centímetros más alta, con zapatos planos, y delgada; llevaba el pelo recogido y tenía un rostro inteligente y atractivo, más que exuberantemente hermoso. Transmitía una serenidad impasible de la que carecía la mujer más baja y más sexy. Tuvo que sofocar la irritación que le producía darse cuenta de que estaba perdiendo el interés por la cita ardiente de esa noche.
—Pasadlo muy bien.
Paula no podía soportar verlos juntos, ver a su sustituta, quien tenía todo lo que ella no tenía. No soportaba la idea de haber sido la rareza esporádica y se preguntó si Pedro se habría sentido atraído por ella porque era completamente distinta a las mujeres con las que salía.
Bethany había perdido todo el interés por Paula y se alisaba el vestido ceñido como si quisiera saber qué opinaba Pedro.
Paula se dio media vuelta para no ver la mirada voraz de Pedro, una mirada que también le dirigió a ella hacía un tiempo.
—Muy bien, os dejo solos —siguió ella para interrumpir a los tortolitos y Pedro la miró.
—Te lo agradezco —dijo él en un tono muy cortés y con unos ojos indescifrables—. Que pases un buen fin de semana… visitando a tu madre.
—La verdad es que tenía otras cosas planeadas.
Ella lo dijo porque él había hecho que pareciera penosa y lo había hecho intencionadamente, o no… Quizá solo la hubiese devuelto al cajón de la secretaria eficiente que ocupaba los fines de semana visitando a su madre. Aunque no sabía toda la historia que había detrás de esas visitas.
—Vaya, ¿algo apasionante?
Pedro aguzó todos los sentidos. Bethany lo agarraba del brazo y tuvo que hacer un esfuerzo para no soltárselo con impaciencia.
—Bueno, veré a un par de personas —contestó ella sin dar explicaciones—. Ya sabes…
Él no lo sabía y esa ignorancia se adueñó de su cabeza el resto de la noche. Estaba molesto con su acompañante y más molesto todavía consigo mismo porque, antes de París, Bethany habría sido justo lo que necesitaba para aliviar el estrés. A ella no le importaba lo que pasaba en el escenario y le preguntó varias veces cuál era al argumento. Se dedicó a mirar alrededor para ver si reconocía a alguien y se alegró cuando terminó el suplicio y ya podían ir a comer algo.
Aunque le dijo con un ronroneo que lo que le encantaría de verdad era comer algo en casa de él.
No iba a acostarse con ella, no iba a pasar nada de nada.
Fueron a cenar, la escuchó mientras pensaba en otras cosas que no le gustaban, la montó en su coche con chófer, se disculpó y volvió solo a su casa. Solo podía pensar en el comentario de Paula. Iba a ver a otras personas y la idea de que tenía otro hombre le dominaba la cabeza y le destrozaba la seguridad en sí mismo que llevaba como una capa. Si lo había utilizado, si había sido una especie de sustituto de un hombre que no podía comprometerse con ella, tenía derecho a saberlo.
Sabía dónde vivía su madre. Ella había hablado de eso por encima y había mencionado la casa con una sonrisa. Había hablado del pueblecito y del camino por el que le gustaba pasear cuando iba de la casa al pueblo oliendo las flores en primavera o deleitándose con las hojas caídas en otoño.
Tenía más memoria que un ordenador y no se había olvidado de nada de lo que le había contado en París cuando había bajado la guardia y había dejado escapar retazos de su pasado mientras hablaban de arte o de la situación del mundo.
Mucho más tarde, cuando fue a acostarse con el ceño fruncido, pensó que Paula habría disfrutado con la ópera.
Ella no habría preguntado un montón de idioteces, no habría contenido bostezos y no habría estado mirando alrededor como un niño aburrido en una reunión de adultos. Todo volvía a Paula. Nunca había estado tan obsesionado con una mujer y se preguntaba si sería porque seguía teniendo la sensación de que había un asunto inconcluso entre ellos.
Si había algún hombre misterioso, ese asunto quedaría cerrado y ella tendría que buscarse otro empleo, pero, si no lo había… Quizá tuvieran que llegar a la conclusión natural de lo que había empezado en París. Era posible que ella dijera que no quería, pero él sí quería y siempre conseguía lo que quería.
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