viernes, 7 de agosto de 2015

LA TENTACIÓN: CAPITULO 12





Se habían marchado de Londres con un tiempo primaveral y prometedor. Habían vuelto con un tiempo frío y gris que duró dos semanas más.


París parecía un sueño maravilloso que había que mantener confinado y sacarlo solo por la noche, cuando recordaba adónde habían ido, de lo que habían hablado y, sobre todo, la excitación embriagadora de cuando habían hecho el amor. 


Había hecho bien al haber hecho lo que hizo. Él rebatió su decisión durante cinco minutos, intentó convencerla de que seguir con su aventura era una buena idea, pero ella se había dado cuenta de que, en definitiva, él había cedido y había pasado página.


Y en ese momento… Suspiró y frunció el ceño para intentar concentrarse en el ordenador. No pasaba un minuto del día sin sentir su presencia. Cuando estaba cerca de ella para explicarle algo, notaba que su cuerpo, débil y traicionero, empezaba a derretirse. Su cabeza intentaba aislarlo, pero su cuerpo recordaba lo que había sentido bajo esas manos y esa boca. A él, en cambio, parecía no costarle seguir con su relación laboral. En los momentos más sombríos, pensaba que se sentía aliviado porque ella había tomado esa decisión, que le había ahorrado el esfuerzo de tener que organizar una ruptura que no acabara con la situación que tenían.


La puerta que conectaba sus despachos se abrió y ella levantó la cabeza con una sonrisa tensa.


—Necesito que me reserves dos entradas para la ópera. Los mejores asientos.


Paula asintió con la cabeza y sin dejar de sonreír, pero algo le atenazó las entrañas dolorosamente. Tenía que pasar y se había preparado para cuando llegara el momento de que hubiese encontrado una sustituta. ¡Dos semanas! Lo que vivieron no estaba casi ni enterrado.


—¿Para cuándo quieres que te reserve las entradas?


—Para esta noche.


—No sé si será posible, es una de las óperas más conocidas.


—Dales mi nombre. Hago donaciones generosas al Teatro de la Ópera. Encontrarán asientos —él se acercó a su mesa y dejó un montón de carpetas—. Tendrás que terminar esto antes de que te marches.


—¡Pero son casi las cinco y media!


—Mala suerte.


Se dio media vuelta, volvió a su despacho y cerró la puerta. 


Nunca se había desvivido por una mujer y no iba a empezar en ese momento, pero el distanciamiento gélido de ella lo sacaba de quicio. Era como si París no hubiese existido. Incluso, había vuelto a ponerse esa ropa gris e insulsa. 


También había intentado devolverle la ropa de marca que le ordenó que se comprara en París. Él, naturalmente, se había negado, pero sospechaba que toda había acabado en la beneficencia, que no quería recuerdos. Lo peor de todo era que todavía la deseaba. No podía mirarla sin recordar ese cuerpo esbelto y flexible que se retorcía debajo de él. Había decidido que necesitaba otra mujer. Ya había conocido el cambio y era hora de volver a lo de siempre.


Se puso a trabajar y no levantó la cabeza hasta que llamaron a la puerta y vio, con sorpresa, que eran casi las siete.


—¿Ya has terminado? —le preguntó dejándose caer sobre el respaldo de la butaca y mirándola con unos ojos indescifrables—. ¿Has escaneado y mandado todo?


—Tu cita está aquí, Pedro.


Le costó un esfuerzo sobrehumano decirlo. Había vuelto al tipo de siempre. Bethany Dawkins era baja y con curvas y llevaba un ceñido vestido negro que tenía un escote que le llegaba casi hasta la cintura y que mostraba unos pechos abundantes detrás de una malla negra. La había mirado e, inmediatamente, se había sentido anodina y poco atractiva. 


Además, a juzgar por cómo la había mirado la otra mujer, había sabido que no era la única que pensaba eso.


Ya le había comunicado a él que tenía reservadas las entradas, pero dudaba que Bethany, con un pelo oscuro y ondulado, estuviera mínimamente interesada en la ópera.


—¡Fantástico! —exclamó él mientras se levantaba y empezaba a ponerse la chaqueta.


—Que lo pases muy bien —le deseó ella con los dientes apretados.


Pedro se detuvo como si, de repente, se le hubiese ocurrido algo.


—Con Bethany, estoy seguro de que me lo pasaré bien. Paula, ¿te interesa la ópera?


—Sabes que sí.


Era la primera vez que ella se había referido a una de las muchas conversaciones que habían tenido bebiendo vino antes de volver al hotel como dos adolescentes que no podían pasar mucho tiempo sin tocarse.


—Es verdad, lo había olvidado. ¿Quieres acompañarnos? Estoy seguro de que podrán proporcionarnos otro asiento.


¿Y comprobar en directo lo fácilmente que había pasado página? ¿Verlos agarrados de la mano y mirándose con avidez? Así la había mirado en París durante las comidas o en la limusina.


—Gracias, pero prefiero perdérmela. En cuanto a las carpetas, sí, ya está todo hecho y, si no te importa, me marcharé. Mañana voy a ir a Devon a visitar a mi madre y había pensado quedarme hasta el martes. Podría ver a ese cliente que está dándonos problemas en Exeter y te ahorraría el viaje a ti.


—¿A qué distancia de Exeter vive tu madre?


—Lo bastante cerca.


Otra cosa que se le había olvidado. Le había dicho el nombre del pueblo donde vivía su madre, aunque no le había dicho nada más. ¿Se había olvidado de todo lo que le había contado? Había parecido muy atento, pero ¿le había entrado todo por un oído y le había salido por el otro? Eso parecía y le dolía porque ella había estado entregada cuando había hablado con él.


—Creo que tu imponente acompañante podría estar poniéndose nerviosa —siguió ella.


—¿Por qué te importa eso?


Se preguntó por qué querría desaparecer de repente durante cuatro días. No había dejado de pensar en ella desde que lo abandonó tan rotundamente, y era algo que lo desconcertaba y enfurecía a partes iguales. Por eso había decidido buscarse una sustituta, pero ni la apetecible mujer que estaba esperándolo conseguía mitigar la curiosidad que sentía por Paula. Sabía que iba a visitar a su madre todos los fines de semana y le parecía muy raro, llevaba el amor filial a un extremo casi increíble. Además, ese fin de semana quería quedarse más tiempo. Sabía que el pueblo estaba a cuarenta y cinco minutos en coche del cliente, entonces, ¿por qué tenía esa necesidad de quedarse todo el día? ¿Visitaba a alguien más cuando desaparecía en esos viajes misteriosos? Cuanto más lo pensaba, más probable le parecía y, naturalmente, solo podía haber un motivo para que fuese hasta allí todos los fines de semana sin excepción; un hombre.


Se había acostado con él y él le había gustado enormemente, o, al menos, eso había creído. La verdad era que le parecía sospechoso que, si le gustaba tanto, pudiera tratarlo como a un desconocido en cuestión de horas. Las mujeres no hacían eso. ¿Por qué iba a ser Paula una excepción? Era como si la mujer que había sido en París se hubiese quedado allí.


Nunca había dejado volar la imaginación. Siempre le había parecido que era un lujo de las personas que tenían demasiado tiempo libre, pero en ese momento, mientras estaba allí mirándola, estaba dándose cuenta de que su imaginación estaba jugándole una mala pasada.


Se había acostado con él, pero ¿lo había hecho porque no podía hacerlo con el hombre que deseaba de verdad? ¿Estaba casado? ¿Sus visitas a su querida madre en realidad eran para acostarse con un desalmado con mujer e hijos que se acostaba con ella de vez en cuando y le prometía que algún día abandonaría a su familia? Lo vio todo rojo.


—Espero que estés aquí a primera hora del lunes. Harrisons puede esperar. Tenemos demasiado trabajo aquí para que te tomes un día libre.


—Ya tengo programado el día libre —replicó ella con brusquedad—. Estaba siendo amable cuando me he ofrecido a visitar a Harrisons, en realidad, me partiría el día. Sin embargo, están a tiro de piedra y seguramente esté por esa zona haciendo… unas compras. No me importa pasarme y recabar la información que necesitamos.


¿Cómo se atrevía a pensar que podía ser intransigente con ella solo porque había pasado página y ya estaba con otra?


Entonces, Bethany apareció por la puerta con expresión de petulancia. La había conocido hacía unos meses en un acto empresarial. Su padre, un argentino de cincuenta y muchos años con una empresa que él estaba pensando adquirir, la había llevado porque su esposa estaba en un crucero con unas amigas, según le había contado a él. Bethany se entusiasmó visiblemente en cuanto lo vio y lo siguió toda la noche, para deleite de su padre. Tenía treinta años, era increíblemente sexy y, por lo que le contó con una voz muy sensual, estaba aburrida como una ostra de toda esa gente que hablaba de trabajo. Él tomó su número de teléfono, le insinuó que la llamaría pronto y se olvidó de su existencia, aunque ella se la recordó varias veces durante los meses siguientes. Al final, hacía dos días, decidió atender sus insistentes ofertas. Así se sentía cómodo, cuando las mujeres lo perseguían, no cuando era él quien tenía que perseguir para que lo rechazaran.


Miró a las dos mujeres. Las diferencias no podían ser más evidentes. Paula era unos quince centímetros más alta, con zapatos planos, y delgada; llevaba el pelo recogido y tenía un rostro inteligente y atractivo, más que exuberantemente hermoso. Transmitía una serenidad impasible de la que carecía la mujer más baja y más sexy. Tuvo que sofocar la irritación que le producía darse cuenta de que estaba perdiendo el interés por la cita ardiente de esa noche.


—Pasadlo muy bien.


Paula no podía soportar verlos juntos, ver a su sustituta, quien tenía todo lo que ella no tenía. No soportaba la idea de haber sido la rareza esporádica y se preguntó si Pedro se habría sentido atraído por ella porque era completamente distinta a las mujeres con las que salía.


Bethany había perdido todo el interés por Paula y se alisaba el vestido ceñido como si quisiera saber qué opinaba Pedro


Paula se dio media vuelta para no ver la mirada voraz de Pedro, una mirada que también le dirigió a ella hacía un tiempo.


—Muy bien, os dejo solos —siguió ella para interrumpir a los tortolitos y Pedro la miró.


—Te lo agradezco —dijo él en un tono muy cortés y con unos ojos indescifrables—. Que pases un buen fin de semana… visitando a tu madre.


—La verdad es que tenía otras cosas planeadas.


Ella lo dijo porque él había hecho que pareciera penosa y lo había hecho intencionadamente, o no… Quizá solo la hubiese devuelto al cajón de la secretaria eficiente que ocupaba los fines de semana visitando a su madre. Aunque no sabía toda la historia que había detrás de esas visitas.


—Vaya, ¿algo apasionante?


Pedro aguzó todos los sentidos. Bethany lo agarraba del brazo y tuvo que hacer un esfuerzo para no soltárselo con impaciencia.


—Bueno, veré a un par de personas —contestó ella sin dar explicaciones—. Ya sabes…


Él no lo sabía y esa ignorancia se adueñó de su cabeza el resto de la noche. Estaba molesto con su acompañante y más molesto todavía consigo mismo porque, antes de París, Bethany habría sido justo lo que necesitaba para aliviar el estrés. A ella no le importaba lo que pasaba en el escenario y le preguntó varias veces cuál era al argumento. Se dedicó a mirar alrededor para ver si reconocía a alguien y se alegró cuando terminó el suplicio y ya podían ir a comer algo. 


Aunque le dijo con un ronroneo que lo que le encantaría de verdad era comer algo en casa de él.


No iba a acostarse con ella, no iba a pasar nada de nada. 


Fueron a cenar, la escuchó mientras pensaba en otras cosas que no le gustaban, la montó en su coche con chófer, se disculpó y volvió solo a su casa. Solo podía pensar en el comentario de Paula. Iba a ver a otras personas y la idea de que tenía otro hombre le dominaba la cabeza y le destrozaba la seguridad en sí mismo que llevaba como una capa. Si lo había utilizado, si había sido una especie de sustituto de un hombre que no podía comprometerse con ella, tenía derecho a saberlo.


Sabía dónde vivía su madre. Ella había hablado de eso por encima y había mencionado la casa con una sonrisa. Había hablado del pueblecito y del camino por el que le gustaba pasear cuando iba de la casa al pueblo oliendo las flores en primavera o deleitándose con las hojas caídas en otoño. 


Tenía más memoria que un ordenador y no se había olvidado de nada de lo que le había contado en París cuando había bajado la guardia y había dejado escapar retazos de su pasado mientras hablaban de arte o de la situación del mundo.


Mucho más tarde, cuando fue a acostarse con el ceño fruncido, pensó que Paula habría disfrutado con la ópera. 


Ella no habría preguntado un montón de idioteces, no habría contenido bostezos y no habría estado mirando alrededor como un niño aburrido en una reunión de adultos. Todo volvía a Paula. Nunca había estado tan obsesionado con una mujer y se preguntaba si sería porque seguía teniendo la sensación de que había un asunto inconcluso entre ellos. 


Si había algún hombre misterioso, ese asunto quedaría cerrado y ella tendría que buscarse otro empleo, pero, si no lo había… Quizá tuvieran que llegar a la conclusión natural de lo que había empezado en París. Era posible que ella dijera que no quería, pero él sí quería y siempre conseguía lo que quería.







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