sábado, 1 de agosto de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 28




Cuando anocheció, Pedro abrió una ventanita del primer piso que daba al canal.


—Recuerda lo que te he dicho: vamos a saltar por la ventana y luego vamos a lanzarnos al agua. Tendremos que bucear un rato, como solíamos hacer en el mar.


—Sí, ya lo sé —asintió el niño.


—Aquí el agua está oscura, así que no podrás ver mucho.


—Pero iré enganchado a ti.


—Eso es. No tienes que preocuparte por nada. Además, el agua aquí es poco profunda —dijo Pedro—. Cuando quieras subir a la superficie solo tienes que tocarme el brazo, ¿de acuerdo?


Celik asintió con la cabeza.


—Cuando salgamos a la superficie, y lo haremos un par de veces, esta es la señal que quiero ver —Pedro hizo el gesto de OK con los dedos—. Eso me dirá que estás listo para volver a sumergirte, ¿de acuerdo? Venga, haz la señal.


El niño la hizo.


—Así.


—Muy bien. ¿Estás listo?


Celik asintió con la cabeza, entusiasmado, y Pedro lo levantó en brazos para colocarlo sobre el alféizar. Un barquito para turistas se detuvo justo debajo de la ventana un segundo después. El piloto saltaría al agua, el barco estallaría y el humo evitaría que alguien los viera.


Bendito Sergio y sus habilidades con los explosivos por control remoto.


—Recuerda lo que te he dicho: ese barco nos ayudará a escondernos. Va a explotar, pero no te asustes.


Celik abrió mucho los ojos.


Eso no era algo que un niño de siete años escuchase todos los días, ni siquiera el hijo de Antonov.


La explosión fue ensordecedora y en cuanto la calle se llenó de humo Pedro saltó por la ventana, tiró del niño y se metió en el agua. Afortunadamente, Celik nadaba muy bien. Era una suerte que uno de los matones de Antonov lo hubiera enseñado a bucear en la piscina.


En menos de treinta segundos estaban alejándose del barco en llamas. Nadaban cerca de la pared del canal y salían a la superficie de vez en cuando, aprovechando la oscuridad. 


Cada vez que lo hacían, Celik le hacía la señal de que todo iba bien.


El niño era como una anguila.


Volvieron a salir a la superficie dos veces más y pronto llegaron hasta un grupo de barcos. Pedro empezó a contarlos… seis. El último era su objetivo.


Se dirigían nadando hacia él cuando sonó otra explosión que sacudió el agua. Pedro frunció el ceño. Esa explosión no estaba en el programa.


Tardaron más tiempo en llegar al barco que en llegar allí y cuando por fin salieron a la superficie le dolían los hombros por el peso de Celik y el movimiento del agua.


Pedro no perdió ni un segundo. Subió al niño por la escalerilla y lo empujó por la escotilla que llevaba al interior.


—¿Hemos perdido a los hombres malos? —preguntó el niño.


—Claro que sí, ya estamos a salvo —respondió Pedro—. Venga, date una ducha caliente mientras yo hago un poco de sopa. Luego te contaré una historia sobre un niño que no sabía que tuviese una tía, hermana de su padre, una tía que solo quería conocer a este niño, que se llamaba Celik, para cuidarlo y verlo feliz. ¿Te gusta como suena?


El niño asintió con la cabeza.


—Mucho.


—Estupendo porque la próxima vez que te la cuente añadiré aviones, lanchas motoras y pingüinos.






EL ESPIA: CAPITULO 27





Pedro llegó a Ámsterdam y admiró a la gente en bicicleta y las calles peatonales, creativamente organizadas entre los canales. La ciudad era muy atractiva para él. Los canales estaban llenos de ratas, pero era un sitio precioso y liberal que lo atraía particularmente.


Le habría gustado ver a Celik crecer allí, seguro y feliz, pero eso no iba a pasar mientras los parásitos de Antonov siguieran persiguiéndolo. La herencia de Antonov era el imán, pero las autoridades la habían congelado. Nadie podía tocarla, ni Celik, ni su madre, ni los acreedores de Antonov. 


Ese dinero era intocable.


Dos años antes no habría dudado en entrar y llevarse al niño por la fuerza, pero el mundo ya no era tan en blanco y negro.


Trabajar de incógnito le había mostrado nuevas facetas de cada situación. Además, había que equilibrar muchas necesidades diferentes. Celik tenía una madre, aunque no lo hubiera sido nunca, y antes de poner ningún plan en acción tenía que hablar con ella y tomar en consideración sus necesidades.


De modo que no iba a entrar en la casa pistola en mano.


Y pensaba que Paula lo aprobaría.


Hablar con la madre de Celik no sería fácil, pero Sergio había concertado una cita para él, con nombre y pasaporte falsos. Dos horas, de las cuatro y media hasta las seis y media, pagando en efectivo.


El perverso sentido del humor de Sergio.


Pero tenía una nueva identidad y un rastro que no llevaba a ningún sitio por si alguien decidía investigar.


Sergio lo había convertido en un miembro del gobierno especializado en protección de testigos. Esa era la identidad que Pedro tenía que vender a la madre de Celik para que su plan llegase a buen puerto.


Estaba allí para mentir, para engañar, para provocar un incendio, secuestrar a un niño y seguramente a la madre también.


Cualquiera de esas actividades debería hacerlo pensar.


Pero no era así.


Tenía un plan organizado por Sergio y pensaba llevarlo a cabo


A las cuatro y media, Pedro entró en una calle estrecha y se dirigió a la puerta número veinte y tres, flanqueada por dos enormes tiestos con flores. Había una verja de hierro forjado frente a la puerta roja, con llamador de bronce. Era una casa de tres plantas, una de las históricas del barrio rojo de Ámsterdam, carísima y exclusiva.


Llamó al timbre y le sorprendió cuando la madre de Celik abrió la puerta. Sabía cómo era por las fotos que Sergio le había enviado. Esperaba una mujer elegante y lo era. Bella y elegante. Aún no había cumplido los treinta años y en su rostro había una inocencia difícil de creer dada su profesión, pero había en ella cierta vulnerabilidad y su sonrisa era dulce cuando le preguntó su nombre, dando un paso atrás para dejarlo entrar.


Lo llevó a un pequeño salón elegantemente amueblado antes de pedirle su identificación.


—Cualquier documento me vale. Su pasaporte, por ejemplo.


Pedro le entregó el pasaporte que Sergio había creado para él y ella miró la foto con atención.


—Es por precaución —le dijo, sin dejar de sonreír—. Si se convierte en cliente habitual no tendrá que volver a mostrármelo. Mi nombre es el que usted quiera, puede elegir. ¿Le apetece tomar una copa?


Pedro se aclaró la garganta.


—En realidad no estoy aquí para lo que usted cree.


Pedro sacó otra credencial del bolsillo y vio que la expresión inocente desaparecía por completo, siendo reemplazada por una mirada fría.


—¿Qué quiere?


—Estoy aquí en colaboración con los gobiernos holandés y ruso, para ofrecerle a usted y a su hijo entrada en el programa de protección de testigos.


—No —dijo ella. Pedro vio cómo su rostro se convertía en una máscara de dolor y frustración—. Sí, necesito ayuda, pero no es eso lo que quiero.


Sergio y él habían juzgado correctamente la situación.


—¿El programa de protección de testigos no le interesa?


—No, en absoluto. ¿Por qué voy a tener que dejar mi vida aquí cuando eso no era lo acordado? Tuve un hijo con ese hombre, sí, un niño enfermo al que no podía cuidar. El padre del niño me dio dinero a cambio de la patria potestad y nunca quiso que volviese a acercarme a él. Ese niño que está en la habitación de arriba tenía tres días cuando lo dejé y tengo la documentación que lo demuestra. No he pedido nada, ni la herencia, nada, pero ahora dicen que soy su madre y tengo que encargarme de él.


No tenía un gran instinto maternal, no.


—Mire, es un buen niño, es inocente… cómo puede ser así con un padre como el suyo y una madre como yo, es incomprensible. Pero yo no puedo protegerlo. No tengo el dinero que me piden los socios de su padre, pero esa gente… no quieren hacerme caso.


—¿Teme por su seguridad?


—¡Sí!


—Pues yo le estoy ofreciendo una oportunidad para salir de aquí y empezar de nuevo en algún sitio donde los acreedores de Antonov no puedan encontrarla.


—Llévese al niño. Si Celik se va, mis problemas habrán terminado. Lléveselo, por favor y déjeme a mí fuera del asunto. Yo tengo mi vida aquí y me gusta.


—Si eso es lo que quiere… —Pedro había contado con ello—. Necesito su firma y su cooperación para llevarme al niño sin ser visto. Su hijo tendrá una nueva identidad y una nueva vida, pero usted no podrá volver a ponerse en contacto con él.


—Lléveselo —repitió ella, sin la menor vacilación—. Espero que sea feliz, que vaya al colegio y haga amigos… yo lo he intentado, pero está acostumbrado a vivir rodeado de adultos… nunca ha ido al colegio porque tenía tutores privados —la mujer sacudió la cabeza—. El niño piensa que está demasiado enfermo para ir al colegio, pero no es verdad. No iba por la paranoia de su padre.


—En sus circunstancias, yo diría que la paranoia estaba justificada.


—Lo único que digo es que si dejase de ser el hijo de Antonov, Celik podría ir al colegio y vivir como un niño normal. No tendrá ninguna oportunidad si se queda conmigo.


—¿Necesita algún tiempo para tomar la decisión?


—No, lléveselo ahora. Lléveselo, no me importa.


—¿Le gustan los tulipanes amarillos? —le preguntó Pedro entonces.


Ella frunció el ceño.


—¿Por qué?


—Una vez al año, en esta fecha, recibirá un ramo de tulipanes amarillos a modo de mensaje, para que sepa que el niño está bien.


Era la primera vez que se le ocurría ofrecer ese consuelo a alguien, pero había aprendido que algunas situaciones estaban por encima de la capacidad de la persona para lidiar con ellas.


—No tiene que hacerlo.


—Lo haré una vez. Si rechaza los tulipanes no volverá a recibirlos.


—¿Va a llevarse al niño ahora mismo?


—Esta noche.


—Se lo agradezco —dijo ella, acercándose a una ventana—. Ahora vigilan mi casa todo el tiempo. Hay dos abajo y uno al otro lado del canal. Puede que haya más.


—Hay más, pero no pasa nada. ¿Puedo ver al niño?


—Está en el piso de arriba, la primera habitación a la izquierda. Su tutora está con él —la mujer sonrió—. Es hora de colegio.


Pedro subió los escalones de dos en dos, abrió la primera puerta y vio que el rostro solemne del niño se iluminaba al verlo.


—¡Jimmy!


—Aquí estoy, amigo. ¿Cómo va todo? —solo pudo decir eso antes de que el niño se echase en sus brazos.


—¿Y usted quién es? —le preguntó la tutora, una mujer mayor de rostro serio.


—Solo pasaba por aquí —respondió Pedro, ofreciéndole su mejor sonrisa antes de mirar a Celik de nuevo—. ¿Te apetece salir a dar un paseo? —le preguntó en ruso.


—El colegio es importante —intervino la tutora, que evidentemente hablaba ruso—. Pero tal vez hoy podemos terminar un poco antes, ¿no? Pero solo por hoy.







EL ESPIA: CAPITULO 26





Paula odiaba que el plan de otro saliese mal y acabase sobre su escritorio. Había estado vigilando al hijo de Antonov a distancia, en contacto con las autoridades y los responsables de dejar al niño con esa madre. Por el momento, la decisión había sido un desastre.


La madre del niño era una prostituta de lujo que había quedado embarazada de Antonov. Él había pagado por sus servicios y ella le había entregado al niño sin pensárselo dos veces.


Eso fue entonces.


En aquel momento, la madre de Celik se había vuelto más selectiva y trabajaba solo desde su casa en Ámsterdam. No era una delincuente y disfrutaba de su estilo de vida, no tomaba drogas ni bebía en exceso. En principio, enviar a Celik a vivir con ella al morir su padre había parecido la mejor solución.


Hasta que aparecieron los enemigos del traficante muerto.


La madre del niño era astuta, pero estaba rodeada de buitres con los que no podía lidiar. Aquella situación la superaba.


Había llegado el momento de hacer algo.


Paula levantó el teléfono para hablar con jefatura. Tenía que cubrir todas las bases, la suya incluida.


—Tengo el último informe sobre Celik Antonov delante de mí y necesito permiso para enviar a Pedro Alfonso a una misión. Él conoce al niño y la situación, de modo que le sería fácil reubicarlo en algún sitio más adecuado.


La petición era razonable. Solo estaba haciendo su trabajo, pero había algo más.


—¿Por qué Alfonso?


—Este era el caso de Pedro.


Y él se encargaría de solucionar el problema.


Hubo un silencio al otro lado y luego una voz seca, profunda, murmuró:
Pedro, ¿eh?


—Sí, señor —Paula sabía que no pasaría desapercibido que hubiera usado el nombre de pila—. Le conozco bien y este es el único caso que compartiría con él… con su permiso, por supuesto.


Le sudaban las manos. No solo estaba en juego el bienestar de un niño sino su relación con Pedro. No le gustaría saber que ella tenía esa información y no se la había pasado, pero antes de hacerlo necesitaba permiso.


—Hazlo —se limitó a decir el jefe antes de cortar la comunicación.


Paula se pasó una mano por la cara en un gesto de alivio.


Un problema solucionado, solo quedaba otro.


Llamó a Pedro sabiendo que no iba a gustarle la triste situación del niño, pero saltó el buzón de voz. Y no consiguió hablar con él en todo el día.







viernes, 31 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 25





El miércoles de la semana siguiente Pedro recibió una llamada de Sergio. Su hermano y él no solían llamarse por teléfono, de modo que lo sorprendió.


—¿Cómo va todo?


—Bien, mejor que antes.


—¿Y las costillas?


Pedro pasó por la piscina de camino hacia el muelle.


—Bien, mejor. ¿Qué pasa, Sergio?


—¿Estás en la casa de la playa?


—Sí, ¿por qué? ¿Necesitas algo?


—Necesito que saques algo de la caja fuerte. Te llamaré en cinco minutos.


—Mejor diez. No sé si recuerdo la combinación.


—Rebusca en tu memoria, hermano.


—Siempre tienes que ponerme las cosas difíciles —protestó Pedro.


—Me alegra oírte protestando otra vez.


Sergio cortó la comunicación y, suspirando, Pedro fue al estudio de su hermano. Apenas había puesto el pie allí desde que llegó a la casa. Solo usaba la cocina, la piscina y la playa. Estaba tomándose unas vacaciones… e intentando no exigir demasiado a la mujer con la que quería estar.


Pedro recordó la combinación de la caja fuerte en cuanto la vio. En el interior solo había un móvil y un ordenador portátil que llevó a la cocina.


¿Qué demonios querría Sergio?, se preguntó mientras preparaba un bocadillo de embutido, tomate, lechuga y pepinillos que dejó sobre un plato.


Su hermano era increíblemente cumplidor y si había dicho que llamaría en cinco minutos serían cinco minutos y ni uno más.


Estaba esperando cuando sonó el móvil que había sacado de la caja. Ah, Sergio y su insistencia en comprar teléfonos del mercado negro que no podían ser localizados.


—Dime.


—¿Recuerdas el móvil que dejaste en la chaqueta de Seb, en la boda? —empezó a decir Sergio, refiriéndose a la pareja de su hermana Adriana.


—¿Seb? Pensé que era tu chaqueta.


—No, era de Seb. Afortunadamente es un buen tipo y me lo ha traído pensando que era mío. Pensé que si lo querías me lo pedirías.


—Gracias —Pedro miró su bocadillo con anhelo—. En ese móvil hay información que no quiero compartir con nadie.


—Alguien llamó anoche.


—¿Qué?


—Pareces sorprendido.


—Solo hay una persona que conozca ese número y está muerta.


—Era el hijo de Antonov —dijo Sergio entonces—. Voy a ponerte el mensaje, escucha.


Pedro escuchó la voz del hijo de Antonov, Celik, un niño de siete años.


—«¿JB? ¿Jimmy? Dijiste que te llamase si tenía algún problema —decía el niño, en ruso—. Mi madre no me quiere. Dice que doy demasiados problemas. Hay unos hombres que le piden dinero, pero ella no lo tiene y dice que la amenazan por mi culpa. No me quiere —al niño se le rompió la voz— nunca me ha querido».


Pedro cerró los ojos, la oleada de remordimientos como veneno. El hijo de Antonov siempre había sido su punto débil en la operación. ¿Qué sería de un niño enfermo con Antonov en la cárcel y una madre que nunca había querido saber nada de él? Pero Antonov había muerto y eso lo había cambiado todo. La madre de Celik había tenido que hacerse cargo del niño en contra de su voluntad…


—¿Sigues ahí? —preguntó Sergio.


—Sí —respondió Pedro, con voz ronca—. Estoy escuchando.


—El segundo mensaje llegó un par de horas después. Escucha.


—«Prometiste que todo iría bien, pero no estoy bien —decía Celik—. Por favor, Jimmy. Le prometiste a mi padre que si pasaba algo malo tú cuidarías de mí. Yo te oí, Jimmy. ¿Puedes venir a buscarme?».


El mensaje terminó y Sergio se aclaró la garganta.


—¿De verdad le prometiste eso?


—Sí —respondió Pedro.


—Te quiero y sé que moverías montañas para conseguir lo que quieres. Has sido mi héroe desde que éramos niños, siempre te he visto como Superman, ¿pero cómo demonios piensas cumplir esa promesa?


—Puedo hacerlo —afirmó Pedro—. ¿Tú puedes localizar las llamadas?


—Una casa en Ámsterdam. ¿Qué piensas hacer?


—Ir a buscarlo.


No podía hacer otra cosa.


—¿Necesitas ayuda?


Iba a necesitar mucha ayuda, por no hablar de un plan.


—¿Tú no tienes una mujer embarazada?


—Si quieres ayudar al niño cuenta conmigo. Yo puedo buscarle una nueva identidad y hacer lo que haga falta para sacarlo del país.


—Yo… gracias.


Pedro siempre había dejado a Sergio fuera, tal vez porque le parecía demasiado joven e impredecible como para tomar parte en las aventuras que Elena y él organizaban de críos, pero su hermano ya no era así.


Gracias a ese maldito informe psicológico, Pedro sabía bien lo que le había hecho a su hermano menor y las razones para ello.


Sergio estaba vivo, su madre muerta.


Resentimiento.


—Sí, seguramente me vendría bien tu ayuda —murmuró—. Celik Antonov es un niño encantador, un buen niño. No merece tener que pasar por esto.


—¿Tienes algún plan?


—¿Para rescatarlo? Aún no.


—¿Y una vez que lo hayas hecho?


—Antonov tenía una hermana —respondió Pedro—. Le pidió que se cambiase el apellido y nunca volvió a ponerse en contacto con ella para evitarle problemas, pero hace tres meses una mujer lo llamó con la intención de donarle un riñón a su hijo… ya sabes que Celik está enfermo.


—Sí, lo sé.


—Antonov no se dio cuenta de que tenía pulsado el altavoz, así que pude escuchar la conversación. La mujer, Sophia, decía que ella sería la donante más adecuada. Cuando cortó la comunicación, Antonov se puso a llorar.


—¿Sabes si al final se realizó el trasplante?


—No, no lo sé. No volvió a llamar.


—¿Por qué crees que se quedaría con Celik?


—Le ofreció su riñón. Tiene que ser la hermana de Antonov.


—¿Sabes dónde podemos encontrarla?


—No, pero sé que es maestra en un pueblecito de Rumanía y que no tiene hijos. También que unos matones le dieron una paliza cuando tenía doce años y Antonov dieciocho. Se había metido con una gente muy peligrosa y esa fue su advertencia. ¿Puedes investigar un poco?


—Sophia, maestra, Rumanía, sin hijos. ¿Sabemos algo más?


—No.


—Menos mal que yo soy listo.


—Y modesto —bromeó Pedro—. Llámame cuando sepas algo.


—¿Piensas llevarte a alguien cuando vayas a buscar al niño?


—No.


—¿Vas a contarle algo a Damian o a Elena? Por favor, no le digas nada a Elena.


—No lo haré, pero voy a necesitar a alguien para este trabajo. Alguien que sea capaz de hacer planes, que busque opciones y me apunte en la dirección adecuada sin peligro para el niño cuando llegue allí. ¿Quieres hacerlo?


—¿Me lo estás pidiendo?


En el tono de su hermano había cierta esperanza.


—Sí, te lo estoy pidiendo.


—Muy bien —dijo Sergio entonces—. ¿Quién mejor que yo? Además, quiero hacerlo.


—Muy bien —Pedro se aclaró la garganta—. Gracias.


—De nada, hermano.


—Esa casa de Ámsterdam, ¿cómo voy a encontrarla?


—Yo te enviaré la dirección. ¿Vas a llamar al niño?


—¿Vas a darme el teléfono?


La respuesta a ambas preguntas era sí.







EL ESPIA: CAPITULO 24




Paula despertó al lado de un hombre cálido y feliz y no le molestó su presencia en absoluto. Ni estar en el círculo de sus brazos, ni que tuviera una mano en su estómago, ni que le diera los buenos días medio dormido mientras tomaba el móvil de la mesilla.


—¿A qué hora tienes que estar en la oficina?


—A las seis en punto.


Paula tiró de su mano para ver la hora. ¡Solo faltaban cuarenta minutos para las seis!


—Tengo que levantarme. ¿A qué hora volvéis? Porque puedes quedarte aquí esta mañana.


—¿Sabes lo que recuerdo de mi madre? —empezó a decir Pedro, besando su sien—. Cuando mi padre se iba a trabajar, fuese por un día o quince, siempre se levantaba para darle un beso de despedida. Y él siempre se iba sonriendo. Incluso entonces me gustaban esas prioridades.


Paula recordaba su infancia en varios países, con unos padres que no se molestaban en decirle dónde iban o cuánto tiempo iban a estar fuera. Sencillamente, la despertaba una niñera o el ama de llaves para decirle que se habían ido.


Tal vez por eso le gustaba tanto su trabajo. Saber dónde estaban sus agentes y qué estaban haciendo funcionaba para ella a nivel psicológico. Esa información era importante para ella, la hacía sentir segura.


—¿Tu madre no trabajaba?


—Sí, trabajaba haciendo análisis económicos para grandes empresas. Era matemática, una mujer muy brillante. Creo que hemos heredado algo de ella.


—Debía ser una mujer extraordinaria.


—El mundo está lleno de ellas —Pedro giró la cabeza, sus ojos tan penetrantes como un láser—. Tú eres una de ellas.


—Te aseguro que no soy tan lista.


—Eres una mujer decidida, inteligente, capaz de resolver todo tipo de problemas logísticos. Y tú sabes que estoy loco por ti, así que tenemos que salir de la cama o tus buenas intenciones de llegar a tiempo al trabajo se irán por la ventana.


Paula saltó de la cama con el corazón alegre. Compartió la ducha con él y rio cuando Pedro salió con el pelo de punta y oliendo a rosas.


Hizo café, con una máquina carísima que se había regalado a sí misma por su cuarenta cumpleaños, y lo vio sonreír mientras se llevaba la taza a los labios.


Aquel hombre empezaba a brillar a cambio de una taza de café.


Algo que recordar.


Cuando terminó la segunda taza, Paula estaba a punto de salir por la puerta.


—Cierra cuando te vayas.


Él asintió con la cabeza.


—Yo vengo a verte durante la semana, tú vas a verme a mí durante el fin de semana… ¿esto funcionará para ti? Porque si es así, si quieres una relación conmigo, yo encantando.


—¿Una relación exclusiva?


—Yo no comparto —dijo Pedro—. Si hacemos esto, eres mía y de nadie más y yo soy tuyo.


—Sí —se limitó a decir Paula.


Aunque en realidad querría sentarse en sus rodillas y quedarse allí durante una semana entera. Quería todo lo que aquel hombre tenía que ofrecer. Se pelearían porque él no era un ser manejable y tampoco lo era ella. Y existía la posibilidad de que quisiera más de lo que Pedro estaba dispuesto a dar.


Pero se contentó con besarlo, un beso lento y dulce, y disfrutar de aquel momento de felicidad.


—Sí —repitió—. Creo que eso podría funcionar.