viernes, 31 de julio de 2015

EL ESPIA: CAPITULO 25





El miércoles de la semana siguiente Pedro recibió una llamada de Sergio. Su hermano y él no solían llamarse por teléfono, de modo que lo sorprendió.


—¿Cómo va todo?


—Bien, mejor que antes.


—¿Y las costillas?


Pedro pasó por la piscina de camino hacia el muelle.


—Bien, mejor. ¿Qué pasa, Sergio?


—¿Estás en la casa de la playa?


—Sí, ¿por qué? ¿Necesitas algo?


—Necesito que saques algo de la caja fuerte. Te llamaré en cinco minutos.


—Mejor diez. No sé si recuerdo la combinación.


—Rebusca en tu memoria, hermano.


—Siempre tienes que ponerme las cosas difíciles —protestó Pedro.


—Me alegra oírte protestando otra vez.


Sergio cortó la comunicación y, suspirando, Pedro fue al estudio de su hermano. Apenas había puesto el pie allí desde que llegó a la casa. Solo usaba la cocina, la piscina y la playa. Estaba tomándose unas vacaciones… e intentando no exigir demasiado a la mujer con la que quería estar.


Pedro recordó la combinación de la caja fuerte en cuanto la vio. En el interior solo había un móvil y un ordenador portátil que llevó a la cocina.


¿Qué demonios querría Sergio?, se preguntó mientras preparaba un bocadillo de embutido, tomate, lechuga y pepinillos que dejó sobre un plato.


Su hermano era increíblemente cumplidor y si había dicho que llamaría en cinco minutos serían cinco minutos y ni uno más.


Estaba esperando cuando sonó el móvil que había sacado de la caja. Ah, Sergio y su insistencia en comprar teléfonos del mercado negro que no podían ser localizados.


—Dime.


—¿Recuerdas el móvil que dejaste en la chaqueta de Seb, en la boda? —empezó a decir Sergio, refiriéndose a la pareja de su hermana Adriana.


—¿Seb? Pensé que era tu chaqueta.


—No, era de Seb. Afortunadamente es un buen tipo y me lo ha traído pensando que era mío. Pensé que si lo querías me lo pedirías.


—Gracias —Pedro miró su bocadillo con anhelo—. En ese móvil hay información que no quiero compartir con nadie.


—Alguien llamó anoche.


—¿Qué?


—Pareces sorprendido.


—Solo hay una persona que conozca ese número y está muerta.


—Era el hijo de Antonov —dijo Sergio entonces—. Voy a ponerte el mensaje, escucha.


Pedro escuchó la voz del hijo de Antonov, Celik, un niño de siete años.


—«¿JB? ¿Jimmy? Dijiste que te llamase si tenía algún problema —decía el niño, en ruso—. Mi madre no me quiere. Dice que doy demasiados problemas. Hay unos hombres que le piden dinero, pero ella no lo tiene y dice que la amenazan por mi culpa. No me quiere —al niño se le rompió la voz— nunca me ha querido».


Pedro cerró los ojos, la oleada de remordimientos como veneno. El hijo de Antonov siempre había sido su punto débil en la operación. ¿Qué sería de un niño enfermo con Antonov en la cárcel y una madre que nunca había querido saber nada de él? Pero Antonov había muerto y eso lo había cambiado todo. La madre de Celik había tenido que hacerse cargo del niño en contra de su voluntad…


—¿Sigues ahí? —preguntó Sergio.


—Sí —respondió Pedro, con voz ronca—. Estoy escuchando.


—El segundo mensaje llegó un par de horas después. Escucha.


—«Prometiste que todo iría bien, pero no estoy bien —decía Celik—. Por favor, Jimmy. Le prometiste a mi padre que si pasaba algo malo tú cuidarías de mí. Yo te oí, Jimmy. ¿Puedes venir a buscarme?».


El mensaje terminó y Sergio se aclaró la garganta.


—¿De verdad le prometiste eso?


—Sí —respondió Pedro.


—Te quiero y sé que moverías montañas para conseguir lo que quieres. Has sido mi héroe desde que éramos niños, siempre te he visto como Superman, ¿pero cómo demonios piensas cumplir esa promesa?


—Puedo hacerlo —afirmó Pedro—. ¿Tú puedes localizar las llamadas?


—Una casa en Ámsterdam. ¿Qué piensas hacer?


—Ir a buscarlo.


No podía hacer otra cosa.


—¿Necesitas ayuda?


Iba a necesitar mucha ayuda, por no hablar de un plan.


—¿Tú no tienes una mujer embarazada?


—Si quieres ayudar al niño cuenta conmigo. Yo puedo buscarle una nueva identidad y hacer lo que haga falta para sacarlo del país.


—Yo… gracias.


Pedro siempre había dejado a Sergio fuera, tal vez porque le parecía demasiado joven e impredecible como para tomar parte en las aventuras que Elena y él organizaban de críos, pero su hermano ya no era así.


Gracias a ese maldito informe psicológico, Pedro sabía bien lo que le había hecho a su hermano menor y las razones para ello.


Sergio estaba vivo, su madre muerta.


Resentimiento.


—Sí, seguramente me vendría bien tu ayuda —murmuró—. Celik Antonov es un niño encantador, un buen niño. No merece tener que pasar por esto.


—¿Tienes algún plan?


—¿Para rescatarlo? Aún no.


—¿Y una vez que lo hayas hecho?


—Antonov tenía una hermana —respondió Pedro—. Le pidió que se cambiase el apellido y nunca volvió a ponerse en contacto con ella para evitarle problemas, pero hace tres meses una mujer lo llamó con la intención de donarle un riñón a su hijo… ya sabes que Celik está enfermo.


—Sí, lo sé.


—Antonov no se dio cuenta de que tenía pulsado el altavoz, así que pude escuchar la conversación. La mujer, Sophia, decía que ella sería la donante más adecuada. Cuando cortó la comunicación, Antonov se puso a llorar.


—¿Sabes si al final se realizó el trasplante?


—No, no lo sé. No volvió a llamar.


—¿Por qué crees que se quedaría con Celik?


—Le ofreció su riñón. Tiene que ser la hermana de Antonov.


—¿Sabes dónde podemos encontrarla?


—No, pero sé que es maestra en un pueblecito de Rumanía y que no tiene hijos. También que unos matones le dieron una paliza cuando tenía doce años y Antonov dieciocho. Se había metido con una gente muy peligrosa y esa fue su advertencia. ¿Puedes investigar un poco?


—Sophia, maestra, Rumanía, sin hijos. ¿Sabemos algo más?


—No.


—Menos mal que yo soy listo.


—Y modesto —bromeó Pedro—. Llámame cuando sepas algo.


—¿Piensas llevarte a alguien cuando vayas a buscar al niño?


—No.


—¿Vas a contarle algo a Damian o a Elena? Por favor, no le digas nada a Elena.


—No lo haré, pero voy a necesitar a alguien para este trabajo. Alguien que sea capaz de hacer planes, que busque opciones y me apunte en la dirección adecuada sin peligro para el niño cuando llegue allí. ¿Quieres hacerlo?


—¿Me lo estás pidiendo?


En el tono de su hermano había cierta esperanza.


—Sí, te lo estoy pidiendo.


—Muy bien —dijo Sergio entonces—. ¿Quién mejor que yo? Además, quiero hacerlo.


—Muy bien —Pedro se aclaró la garganta—. Gracias.


—De nada, hermano.


—Esa casa de Ámsterdam, ¿cómo voy a encontrarla?


—Yo te enviaré la dirección. ¿Vas a llamar al niño?


—¿Vas a darme el teléfono?


La respuesta a ambas preguntas era sí.







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