martes, 21 de julio de 2015
VOTOS DE AMOR: CAPITULO 21
Pedro decidió de pronto que tenía que hacer varias llamadas urgentes y se pasó la tarde en el despacho, por lo que no salieron hacia Casa Celeste hasta media tarde.
Durante el viaje, él no estuvo muy comunicativo y, cuando cruzaron la verja de la propiedad, se aferró con fuerza al volante.
Paula pensó que la sugerencia de Diane Rivolli de que le preguntara sobre el accidente no era tan fácil de llevar a cabo como parecía. La expresión adusta de Pedro no la invitaba a hurgar en el pasado, pero estaba convencida de que no tendrían futuro si no hallaba la llave que diera salida a sus emociones.
Se detuvieron frente a la casa. Diane tenía razón al afirmar que más parecía un museo que un hogar, pensó Paula, mientras pasaba por delante de la fila de retratos de los antepasados de Pedro.
Eso mismo había pensado ella la primera vez que estuvo allí. Las sábanas que cubrían los muebles añadían a esa impresión la de ser una casa llena de fantasmas.
Paula se estremeció.
Allí había sido donde había abortado. Una noche, después de cenar, comenzó a vomitar. El médico al que Pedro había llamado creyó que algo le había sentado mal, pero su estado empeoró y, cuando comenzó a perder sangre, la llevaron al hospital a toda prisa, pero no pudieron hacer nada para salvar al bebé.
Tragándose las lágrimas salió al patio que había en la parte de atrás y halló a Pedro sentado en un muro bajo que rodeaba una fuente ornamental.
–¿Por qué no me has contado que tu padre y su segunda esposa murieron en esta casa?
Él le dirigió una mirada escrutadora.
–Supongo que Diane se ha ido de la lengua. Seguro que te ha llenado la cabeza de cuentos escabrosos.
–Diane no me ha contado nada, salvo que se mataron en un accidente del que fuiste testigo.
El frío brillo de los ojos de Pedro le indicó que no quería hablar del tema, pero ella estaba resuelta a resolver los problemas que habían obstaculizado su matrimonio.
–¿Qué pasó?
–¿Estás segura de querer saberlo? Ten cuidado, porque hay secretos que es mejor no revelar.
Ella no supo qué responder. Él se encogió de hombros y miró hacia la alta torre adyacente a la casa. Habló desprovisto de toda emoción.
–Mi padre y mi madrastra se mataron al caer del balcón de la torre. Murieron en el acto.
Ella, horrorizada, ahogó un grito.
–¿Lo viste?
–Sí, y no fue muy bonito, como ya te imaginarás.
Su tono era tan natural como si estuviera hablando del tiempo.
Paula se había quedado sin palabras, aturdida no solo por haber sabido lo del mortal accidente, sino también por la falta de sentimientos de Pedro.
–¡Qué terrible que fueras testigo! Seguro que después tendrías pesadillas…
Le tembló la voz al recordar que lo había oído gritar por la noche en su primera visita a Casa Celeste. No era de extrañar que sus sueños fueran espeluznantes si en ellos revivía el horror de ver morir a su padre y a su madrastra.
–Debieras habérmelo contado.
Estaba dolida porque no le hubiera confiado aquel acontecimiento traumático que tenía que haberle afectado mucho y que posiblemente siguiera haciéndolo.
–Al menos hubiera entendido por qué no te gusta venir aquí. Diane me dijo que estabas enamorado de Lorena.
La reacción de Pedro fue explosiva. Se levantó de un salto.
–A esa mujer habría que cortarle la lengua. No sabe nada y no tiene derecho a difamarme.
Se había puesto pálido y le temblaban las manos. Era la primera vez que Paula lo veía tan alterado. Tenía los dientes apretados y los ojos le brillaban de ira.
–Ya te había avisado que el pasado está muerto y enterrado.
–Pedro…
Lo observo mientras salía por una puerta del muro del patio al bosque que rodeaba la casa. Su violenta reacción al mencionar a la joven esposa de su padre indicaba que había estado enamorado de ella.
De pronto, Paula deseó haber seguido su consejo y no haber ido a Casa Celeste. Había un ambiente extraño en el patio donde Franco y Lorena habían muerto. El sol, que se escondía en el horizonte, proyectaba sombras alargadas en la casa.
A pesar del aire cálido del atardecer, se estremeció y se apresuró a entrar en la casa.
Pero no halló consuelo en las frías y elegantes estancias. Casa Celeste era imponente, y se preguntó si alguna vez había sido un hogar para Pedro.
Descargó el coche y llevó la comida que habían traído a la cocina, donde preparó una ensalada, de la que se obligó a comer un poco. Dejó el resto en la nevera para Pedro, para cuando volviera.
No había regresado cuando ella hizo la cama del dormitorio principal, antes de elegir una de las habitaciones de invitados para sí misma. Evitó aquella en la que se había alojado dos años antes, en su desastrosa visita.
Lo que le había contado Pedro sobre la tragedia que había presenciado explicaba en cierto modo por qué no le gustaba la casa, pero seguía habiendo muchas cosas de él que no entendía. Y seguía sin saber si Pedro sentía algo por ella.
Estaba profundamente dormida cuando él entró en su habitación, mucho después. No lo oyó, ni tampoco supo que estuvo observándola mucho tiempo mientras dormía. Su expresión era grave, casi torturada.
Cuando ella abrió los ojos, el sol iluminaba la habitación. Inmediatamente lo vio sentado en un sillón al lado de la ventana.
–Tienes muy mal aspecto –afirmó al observar su rostro demacrado y sin afeitar–. ¿Has dormido algo?
En vez de responder, él dijo con aspereza:
–Volvamos a Roma. Esta casa está maldita.
Ella asintió lentamente.
–Comprendo que lo creas. Pero nuestra hija está aquí. No me iré hasta haber visitado su tumba.
VOTOS DE AMOR: CAPITULO 20
La casa está cerrada. Solo hay un portero y un jardinero, ya que voy allí muy raramente. No sé por qué quieres ir a Casa Celeste.
–Ya te he dicho que quiero ir a la tumba de Arianna –respondió Paula sosteniendo la mirada de Pedro, sin dejarse intimidar por su expresión de impaciencia–. No necesito sirvientes. Puedo hacerme la cama y cocinar yo sola.
Él frunció el ceño. Estaban desayunando plácidamente el sábado por la mañana cuando ella había expresado su deseo de ir al lago Albano.
–No veo por qué…
–Tu falta de comprensión dice mucho. Es evidente que te has olvidado de nuestra hija, pero yo no, ni quiero hacerlo. Me gustaría pasar un rato en la capilla en la que está enterrada.
La noche anterior, al volver de la fiesta, ella había intentado que le hablara del pasado, sobre todo del accidente de su padre y su madrastra. Él se había negado y la había distraído abrazándola y susurrándole lo que le haría cuando la desnudara.
Resistirse sería inútil, le había dicho.
Pero ella no tenía intención alguna de hacerlo, y en cuanto empezó a besarla se olvidó de que quería hablar con él.
Al hacer el amor la noche anterior se había sentido más cerca de Pedro que nunca y, al despertarse esa mañana en sus brazos, era optimista sobre la posibilidad de un futuro compartido. Pero su deseo de ir a Casa Celeste había creado tensión entre ambos.
–No es buena idea hurgar en el pasado –apuntó él con dureza.
–Así es como tú te enfrentas a las cosas, ¿verdad? Finges que no han sucedido y te niegas a hablar de ellas. ¿Vas a seguir huyendo eternamente? Yo he aceptado lo que sucedió, pero nuestra hija siempre tendrá un lugar especial en mi corazón. Iré a Casa Celeste contigo o sin ti.
Pedro apretó los dientes. No sabía cómo manejar a aquella Paula tan segura de sí misma que no temía discutir con él.
–Ahora no puedo dejar de ir al despacho. No quiero que vayas sola porque el acosador sigue suponiendo una amenaza. Podría haber descubierto que estás en Roma.
–La policía inglesa lo ha detenido y está recibiendo atención psiquiátrica. Me llamaron ayer para decírmelo, e iba a contártelo cuando volvieras de trabajar, pero… –se sonrojó al recordar la escena de la ducha–… nos distrajimos.
–Por así decirlo –murmuró él mientras se ponía en pie, la levantaba del taburete y la abrazaba de modo que sus pelvis se tocaran–. ¿Por qué no volvemos a la cama y nos distraemos un poco más?
Comenzó a besarla en la clavícula y a desabotonarle la blusa. Paula pensó que debiera haberse puesto el sujetador al tiempo que gemía cuando le acarició con los pulgares los pezones, que instantáneamente se le endurecieron.
Durante la semana, cuando él se iba corriendo a trabajar, ella había deseado que se quedara en la cama y le hiciera el amor, pero en aquel momento resistió la tentación que suponían sus manos y su boca.
Eran una táctica de distracción, pero ella se negó a echarse atrás en su resolución de ir a Casa Celeste.
Era verdad que quería visitar la tumba de su hija, pero en aquella casa había secretos que necesitaba desvelar para comprender a su enigmático esposo.
–Ya sé a qué juegas, Pedro.
Se escurrió de entre sus brazos y se abotonó la blusa.
–Pero no te va a servir de nada. O vienes conmigo a Casa Celeste o me voy sola antes de tomar el próximo vuelo para Inglaterra.
Él la miró enfadado.
–Me estás chantajeando.
La obstinación de Paula lo había puesto furioso.
–Estoy tentado de tumbarte en mis rodillas y darte unos azotes. Pero si lo hiciera, te garantizo que no saldríamos del dormitorio en una semana.
VOTOS DE AMOR: CAPITULO 19
Más tarde, Paula pensó que, teniendo en cuenta que el único regalo que habían hecho a Pedro era un cochecito de carreras, no era de extrañar que estuviera entusiasmado con el reloj.
Miró alrededor del salón de baile del hotel de cinco estrellas que la adinerada familia Bonucci había remodelado. Los invitados eran celebridades no solo romanas, sino de toda Europa. Era la clase de acontecimiento social que la asustaba cuando se casó con Pedro, porque se sentía fuera de lugar entre sus amigos.
A pesar de que, en aquel momento, tenía una carrera llena de éxitos, volvió a sentirse insegura cuando él le fue presentando al resto de los invitados, algunos de los cuales le lanzaron miradas especulativas mientras Pedro le pasaba el brazo por la cintura.
Paula se dijo que esas miradas eran producto de su imaginación, pero cuando él le murmuró al oído que tenía que hablar con uno de sus socios estuvo a punto de aferrarse a su brazo como solía hacer en el pasado.
Tuvo que decirse que había acudido a innumerables fiestas en los dos años anteriores y que no necesitaba el apoyo de Pedro.
Sin embargo, el corazón le dio un vuelco al ver a una conocida que se le acercaba.
–¡Paula! Reconozco que no te esperaba aquí esta noche.
Ghislaine Montenocci acababa de casarse con un duque francés. Las fotos de la boda habían aparecido en todas las revistas.
–Mi esposo está allí –afirmó mientras señalaba a un hombre rubio que parecía veinte años mayor que ella.
Paula se preguntó si Ghislaine se habría casado con él por el título.
–Había oído que Pedro y tú os habíais reconciliado, pero no me lo creí. Debes de sentirte muy aliviada de que él haya querido volver contigo.
Ghislaine había cambiado de apellido, pero no de forma de ser. Ella había sido una de las que había comentado que se había asegurado la vida al casarse con Pedro.
Paula sonrió con frialdad.
–¿Por qué iba a sentirme aliviada?
–Porque creo que, después de haber conseguido casarte con un multimillonario, no querrías perderlo.
–En realidad, Pedro ha apoyado mi decisión de desarrollar mi carrera musical durante los dos últimos años.
Era una mentira ridícula, pero Paula no estaba dispuesta a dejarse ganar por Ghislaine.
–Creo que es importante que una mujer tenga una carrera, aspiraciones y un propósito en la vida, en vez de limitarse a un papel de esposa, ¿no te parece?
Paula suponía que Ghislaine no había trabajado en su vida, por lo que no pudo evitar sentirse victoriosa cuando la otra mujer se sonrojó.
–Un matrimonio sólido es aquel en que ambos cónyuges son capaces de hacer realidad sus sueños –prosiguió Paula–. Estoy muy orgullosa del éxito que he tenido.
–Y con razón.
La voz de Pedro a sus espaldas la sobresaltó. Él le pasó el brazo por la cintura y le sonrió antes de dirigirse a Ghislaine.
–Paula y su grupo son increíbles, ¿no crees? Estoy muy orgulloso del talento de mi esposa.
Ghislaine murmuró algo sobre la necesidad de hablar con su marido y se marchó.
Paula miró a Pedro con cara de pocos amigos.
–No había necesidad de fingir que estás orgulloso de mí. Me sé defender sola.
–No estaba fingiendo. Estoy orgulloso de ti, Paula. No naciste rica y privilegiada, como yo o como Ghislaine. Lo que has conseguido ha sido gracias a tu talento, esfuerzo y determinación.
Paula tragó saliva para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta.
–Pero no te gustaba que me dedicara a actuar con el grupo.
Echas la culpa a mi carrera de nuestra separación.
Él hizo una mueca.
–No entendía lo importante que la música era para ti. Creía que preferías estar con tus amigos que conmigo, aunque en el fondo sabía que no tenías la culpa.
Miró a Paula a los ojos y ella observó arrepentimiento en los suyos.
–Tenía mis motivos para apartarme de ti. Ahora veo que pensabas que te rechazaba. Pero este no es el sitio para hablar de nuestra relación, cara. Voy por bebidas.
Ella lo observó mientras se dirigía al bar. Se había quedado atónita cuando le había dicho que estaba orgulloso de ella.
Su admiración significaba mucho para Paula. El hecho de no haber logrado igualar los resultados académicos de su hermano Simon y de no haber estado a la altura de las expectativas de su padre la había llevado a sentirse una inútil que no se merecía al hombre rico, guapo y triunfador con quien se había casado.
Ahora se sentía igual a Pedro, pero ¿no sería demasiado tarde para salvar su matrimonio? Puesto que él le había pedido que le diera una segunda oportunidad, ¿sería posible que sintiera algo por ella?
–Su esposo es muy guapo. Recuerdo que ya lo era de niño, lo cual no es de extrañar, ya que su madre fue una de las mejores modelos de su época.
Paula se volvió hacia la mujer que estaba a su lado.
Había conocido a Diane Rivolli cuando Pedro se la había presentado dos noches antes en otra fiesta. Recordó que él le había dicho que vivía cerca de Casa Celeste.
–¿Conoció a la madre de Pedro?
–Conocí a Susana cuando se apellidaba Hoffman. Estábamos en la misma agencia de modelos de Nueva York. De hecho, conocí a mi marido cuando Susana me invitó a Casa Celeste después de casarse con Franco Alfonso. Creo que se sentía sola y aislada en aquella casona, que es más un museo que un hogar. En cuanto a su marido…
Diane hizo una pausa, por lo que aumentó la curiosidad de Paula.
–¿Qué pasaba con el padre de Pedro?
–Era un tipo seco. Creo que lo único que le importaba era Susana, pero la amaba demasiado si entiende lo que le quiero decir. Estaba obsesionado con ella. No le gustaba que tuviera amigos y, aunque mi esposo y yo vivíamos muy cerca, casi nunca nos invitó a Casa Celeste. Franco detestaba que otros hombres miraran a su esposa. Creo que hasta estaba celoso de su propio hijo. Susana adoraba a Pedro, pero, incluso de bebé, a Franco no le gustaba que lo cuidara. A veces lo miraba como si lo odiara.
–Supongo que Franco se quedaría destrozado cuando Susana murió.
–Cabría suponerlo, pero no lo demostró. Durante el funeral, estuvo como una estatua en la iglesia, sin rastro de emoción en el rostro. Más extraño me resultó que Pedro no llorara por su madre. En su tumba no derramó una lágrima. Tardé años en volver a verlo porque Franco lo mandó a un internado.
Pedro debía de tener dieciséis años cuando Franco se casó por segunda vez.
–No sabía que tenía madrastra. Nunca me ha hablado de ella.
–Tal vez porque estaba enamorado de Lorena.
–¿Que Pedro estaba enamorado de su madrastra?
Diane se encogió de hombros.
–¿Por qué no? Lorena era mucho más joven que Franco. Tendría algo más de veinte años y era muy atractiva. ¡Y lo sabía! Era evidente que se había casado con Franco por su dinero. Le gustaba dar fiestas, por lo que a menudo nos invitaba, a pesar de que Franco detestaba las visitas. Supongo que podríamos reprocharle a Lorena que quisiera divertirse con Pedro, teniendo en cuenta cómo era su marido. Volvió loco al chico flirteando con él.
Diane frunció el ceño.
–Era cruel el modo en que Lorena alentaba las esperanzas de Pedro y el modo de enfrentar al padre con el hijo. Franco estaba celoso de su segunda esposa del mismo modo que de Susana, por lo que la devoción de Pedro por ella creó mucha fricción entre ambos. No sé qué hubiera sucedido de haber continuado esa situación –prosiguió Diane–. Pero Franco y Lorena murieron en un terrible accidente. El pobre Pedro no solo fue testigo de lo sucedido sino que, además, la dirección de AE sufrió un duro revés. Cuando su padre murió, Pedro debiera haber sido nombrado automáticamente presidente y consejero delegado, pero, como aún no había cumplido los dieciocho, Alonso, el hermano de su padre, asumió el control de la empresa. Pedro fue ascendiendo hasta llegar a consejero delegado, y no es ningún secreto que quiere estar al frente de AE.
Diane dio un sorbo de champán antes de continuar.
–En mi opinión, Pedro haría lo que fuera para conseguir la presidencia de la empresa porque cree que le corresponde por nacimiento.
A Paula, la cabeza le daba vueltas por todo lo que le había contado Diane.
¿Por qué no le había dicho Pedro que su padre y su madrastra habían muerto en un accidente cuando él era un adolescente? Semejante tragedia debía haberle impactado profundamente, sobre todo si estaba enamorado de Lorena.
¿Explicaría eso su extraño comportamiento cuando la había llevado a Casa Celeste? ¿Se había vuelto frío y distante porque seguía enamorado de su madrastra?
–¿Qué les sucedió al padre y a Lorena?
Diane la miró de forma extraña.
–¿No se lo ha dicho Pedro?
De pronto, la anciana pareció sofocada al ver que él se dirigía hacia ellas.
–Probablemente haya hablado demasiado. ¿Por qué no le pregunta a Pedro lo que ocurrió en Casa Celeste?
lunes, 20 de julio de 2015
VOTOS DE AMOR: CAPITULO 18
Paula se apartó de un ruidoso grupo de turistas en la iglesia de Sant’Agnese y se llevó el móvil a la oreja.
–Perdona, no te he oído.
–Te decía que si te acordabas de que estamos invitados a la fiesta de los Bonucci, esta noche, para celebrar la apertura de su nuevo hotel.
–No lo he olvidado –respondió ella en tono seco.
Llevaba en Roma una semana, y aquella era el quinto acontecimiento social al que Pedro y ella acudirían. Apenas tenían tiempo de estar solos.
Él trabajaba todo el día y volvía tarde, con el tiempo de ducharse y cambiarse antes de salir. Nunca regresaban antes de medianoche y Pedro siempre hallaba un motivo para no acostarse hasta que ella se hubiera dormido.
Era fácil creer que la evitaba. Era lo que la insegura Paula hubiera pensado dos años antes. Pero había madurado y, en vez de apresurarse a sacar conclusiones, recordó que él era el consejero delegado de una de las empresas más importantes de Italia, por lo que debía acudir a reuniones sociales para establecer contactos como parte de su trabajo.
–Hoy te llegará un paquete. Te he comprado un vestido para esta noche.
–Ya ha llegado. Es precioso, gracias.
–¿No te importa?
Ella percibió su sorpresa, ya que estaba acostumbrado a que se pusiera tensa al recibir sus regalos.
–Me alegro de que te guste. Lo vi en un escaparate y supe que te quedaría bien.
–Si vuelves pronto, me lo pondré exclusivamente para ti –murmuró ella.
–Lo siento, cara, pero tengo una reunión a última hora. ¿Estarás lista para marcharnos a las siete y media?
–Pedro…
Se dio cuenta de que había cortado la llamada. Metió el teléfono en el bolso y se dirigió al ático con el ceño fruncido.
Sucedía algo que no entendía.
Las pocas veces que habían tenido relaciones sexuales habían sido estupendas para ambos. Pedro no podía haber fingido sus gemidos de placer al alcanzar el éxtasis dentro de ella.
Tampoco era imaginable que se hubiera cansado de ella.
Siempre estaba levantado y vestido cuando ella se despertaba, pero el brillo de sus ojos le indicaba que hubiera querido volver a meterse en la cama.
¿Por qué no lo hacía? ¿Estaba muy presionado por el trabajo o había algo que lo preocupaba?
Suspiró mientras entraba en el piso. Tal vez, él también se estuviera preguntado hacia dónde iba su relación.
De mutuo acuerdo no explícito, no habían hablado de su matrimonio, pero Pedro no había desmentido la información de la prensa italiana sobre su reconciliación.
Él volvió a las siete y diez y entró en el dormitorio, donde ella, en ropa interior, se estaba cambiando para la fiesta. La examinó de arriba abajo, masculló algo incomprensible y salió disparado al cuarto de baño.
Paula se dijo que estaba harta. Cuando su viril esposo actuaba como una tímida virgen, había llegado el momento de pedirle explicaciones.
Pedro se puso rígido cuando ella lo abrazó por la cintura.
Paula se había metido en la ducha. pero el sonido del agua había ahogado el ruido que había hecho al entrar.
Él pensó que iba a tener problemas.
«Rígido» era un descripción acertada de lo que le había sucedido a cierto órgano de su anatomía. Estaba tremendamente excitado, y el ronco murmullo de aprobación de ella empeoraba la situación.
Llevaba toda la semana intentando evitarla. La pesadilla lo había aterrorizado.
No quería sentirse posesivo ni celoso como su padre. No quería sentir emoción alguna. Tenía que conseguir controlar lo que sentía por Paula, fuera lo que fuera, pero cada vez que hacían el amor se veía más atrapado por su sensual hechizo.
La solución, había concluido, era resistir la tentación de su maravilloso cuerpo. Pero las manos de ella estaban arruinando sus buenas intenciones.
No pudo reprimir un gemido cuando ella le acarició el estómago y los muslos para llegar a su excitada masculinidad.
–Paula –murmuró entre dientes– no tenemos tiempo antes de la fiesta.
Ella se situó frente a él y lo besó en los labios.
–Empieza a las ocho. Has debido de leer mal la invitación.
Ella cerró la mano en torno a él y añadió con una sonrisa pícara:
–De todos modos, presiento que no tardaremos mucho.
Pedro respiró hondo cuando ella se arrodilló y sustituyó la mano por la boca.
¿Cómo iba a luchar contra el deseo de poseerla cuando ella le lamía suavemente la sensible punta? Solo un hombre de hielo se resistiría a la hermosa, generosa y atrevida Paula.
Pero él estaba encendido.
Masculló un juramento, la tomó en brazos mientras ella le rodeaba la cintura con las piernas y la penetró con tanta fuerza que casi llegaron los dos al éxtasis.
Fue urgente, intenso y, por tanto, no podía durar. Después de dos semanas de frustración sexual, la excitación de su acoplamiento fue electrizante.
Ella le clavó las uñas al aferrarse a sus hombros mientras él la agarraba por las nalgas y se movía dentro de ella con golpes fuertes y rápidos. Ella pronunció su nombre varias veces.
Era su hombre, su dueño, le pertenecía.
Y la condujo a un clímax que le produjo indescriptibles escalofríos de placer.
El clímax de él no fue menos espectacular. Echó la cabeza hacia atrás y soltó un salvaje gemido antes de apoyar la cabeza en la garganta de ella mientras sus corazones latían al unísono.
Después, Paula tuvo que darse prisa para prepararse para la fiesta.
–Estás arrebatadora –le dijo él cuando apareció en el salón.
Ya lo había dejado sin aliento una vez aquella tarde, pero al verla con el largo vestido rojo de seda sintió una opresión en el pecho.
–Es un vestido precioso. Yo también tengo un regalo para ti.
Le entregó una caja de cuero negro con el distintivo AE grabado en la tapa. El reloj de platino era el más caro y prestigioso de la gama AE y era el preferido de Pedro.
–Me habías dicho que se te había estropeado el reloj y que debías llevarlo a arreglar. He pensado que te gustaría sustituirlo por este.
–No sé qué decir.
Se le había quedado la boca seca. Sabía cuánto valía el reloj, pero lo que más le conmovió fue que ella hubiera elegido precisamente ese modelo. Sonrió.
–Es el primer regalo que me hacen desde que tenía ocho años.
–Supongo que aparte de los de Navidad y cumpleaños.
–Mi padre dejó de celebrar fechas señaladas después de la muerte de mi madre. Ella me regaló un cochecito de carreras cuando cumplí ocho años. Murió de cáncer unas semanas después.
A Paula le sorprendió la falta de emoción de su voz.
–Tuvo que ser terrible para tu padre y para ti.
Durante unos segundos, una expresión indescifrable se dibujó en el rostro de Pedro, pero se encogió de hombros y dijo:
–La vida sigue –se puso el reloj–. Gracias Es el mejor regalo que me han hecho.
VOTOS DE AMOR: CAPITULO 17
Cuando un ruido la despertó, Paula no supo cuánto había dormido. Entre las brumas del sueño, se dio cuenta de que había oído un grito.
Recuperó la memoria.
Había hecho el amor con Pedro la noche anterior.
¿Por qué las cosas no parecían tan bien a la mañana siguiente?
A la pálida luz que entraba por la persiana vio que eran las cuatro de la mañana.
Pedro estaba sentado en la cama y jadeaba como si hubiera corrido el maratón.
Paula le puso la mano en el hombro y él dio un brinco.
–¡Paula! –tomó aire–. No me había dado cuenta de que estuvieras despierta.
–He oído un ruido. ¿Por qué gritabas?
–He volcado la jarra de agua. Lo siento, cara. He maldecido en voz demasiado alta.
Ella lo miró con recelo, sin creerse del todo la explicación.
–Me ha parecido que decías: «Quería matarla», o algo así.
Recordó vagamente haber oído esas mismas palabras con anterioridad.
–¿Sigues teniendo pesadillas como hace dos años en Casa Celeste?
Deseaba poder verle la cara. Se sintió desconcertada al ver que la jarra de agua seguía de pie en la mesilla.
–Creo que lo has soñado –afirmó él. Había recuperado el ritmo normal de la respiración.
Ella frunció el ceño.
–Estoy segura de que no ha sido un sueño.
Le resultaba difícil pensar mientras él le acariciaba el cuello.
Trató de apartarlo, pero él comenzó a besarla en la garganta y el inicio de los senos. Tenía los pezones muy sensibilizados por sus caricias previas. Contuvo la respiración cuando él se los lamió con la punta de la lengua.
–Pedro…
Trató de luchar contra el deseo que la invadía y centrarse en averiguar los motivos de que él hubiera gritado. Estaba segura de no haberlo soñado.
Pero él ya tenía la mano entre sus piernas y comenzó a acariciarla. Paula gimió cuando él sustituyó los dedos por la boca, ella arqueó instintivamente las caderas y tembló antes de experimentar el éxtasis final.
Pero en un rincón de su cerebro una vocecita le susurró que él había tratado de distraerla.
A la llegada del alba, Pedro miraba las manillas del reloj que avanzaban lentamente hacia las seis. Por suerte, ya no tendría que volverse a dormir. La pesadilla había sido tan vívida que, al recordarla, rompió a sudar.
Había soñado con dos figuras en un balcón, no el de Casa Celeste, sino el del ático donde estaba. Y las figuras no eran Lorena y su padre, sino Paula y él.
Ella se burlaba diciéndole que prefería al camarero a él. Él estaba furioso. Extendía la mano y ella caía.
Solo había sido un sueño, se dijo. No significaba nada.
Giró la cabeza y vio el rostro de Paula en la almohada. Era hermosa. No debiera haberla llevado a Roma. Quería protegerla mientras el acosador siguiera suelto, pero tal vez el sueño fuera una advertencia de que corría el mismo peligro con él.
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