jueves, 9 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 10




Paula cerró y echó el cerrojo. Luego fue al salón y se hundió en el sofá.


Cruzó los brazos y contuvo las lágrimas que le quemaban los ojos, negándose a dejarlas caer. Bajo ningún concepto iba a venirse abajo en es momento. Había tenido abundante práctica en el control de sus emociones; en los últimos dos años se había convertido en su segunda naturaleza.


Desde que se había enamorado de Pedro.


Incluso en su momento había sabido que era una estupidez dejar que sucediera. Pedro no era el tipo de hombre al que había soñado amar algún día. Siempre había creído que elegiría alguien como su padre, un hombre tranquilo, atractivo, en absoluto ambicioso, pero cuya vida había girado alrededor de su mujer y de su hijita.


Pedro no era excepcionalmente atractivo. Tenía un rostro anguloso y la nariz un poco torcida a la altura del puente, de su época de boxeo con los marines. La boca era demasiado ancha, los labios demasiado finos y los ojos mostraban demasiado a menudo una expresión de cinismo que lo hacía parecer mucho mayor que los años que tenía.


Y era ambicioso; implacablemente ambicioso. Las adquisiciones que orquestaba eran despiadadas y rápidas, por lo general concluidas antes de que la otra empresa supiera lo que estaba pasando. Era perfecto para el cargo que desempeñaba en Kane Haley, S.A.... pero no el tipo de hombre con el que soñar. Paula había sido consciente de ello nada más conocerlo.


Pero entonces Pedro había aparecido con un árbol para su primera Navidad en la ciudad. Su primera Navidad sola. 


Paula había mirado esos ojos castaños y risueños, había visto esa sonrisa burlona en la cara mientras entraba en su casa con el árbol, y se había enamorado por primera vez en la vida.


Y en cuanto comenzó a caer por esa pendiente resbaladiza, le fue imposible parar. Y cuando el día acabó y él se marchó, Paula se había dicho que solo era su imaginación creer que se había llevado su corazón con él. Algo provocado por el día festivo y las emociones. Se había esforzado en enterrar sus sentimientos en lo más profundo de su ser, y durante meses logró fingir que solo era su jefe. Un gran tipo con el que trabajar. Un amigo.


Pero últimamente cada día le resultaba más duro ocultar sus sentimientos. Sentía un nudo en el estómago cuando le dedicaba una sonrisa inesperada o se producía un roce de las manos. No dejaba de preocuparla la posibilidad de delatarse, incluso esa noche llegó a pensar que Pedro había adivinado su secreto. Menos mal que no había sido así. Sabía que Pedro no estaba interesado en ella de esa manera. Aunque hasta ese momento no había comprendido que él consideraba que carecía de atractivo sexual para cualquier hombre.


Tragó saliva y cerró más los brazos... luego se puso rígida al oír que llamaban a la puerta. Sintió un aguijonazo de dolor. 


No podía volver a enfrentarse a Pedro otra vez esa noche.


Pero un segundo más tarde oyó una voz femenina.


—¿Paula? ¿Te encuentras bien?


Se sintió aliviada al ver que no era Pedro que volvía a atormentarla, sino Jay.


Por lo general le encantaba que su vecina la visitara. La había conocido en el albergue de mujeres, donde Jay, que era cosmetóloga, demostraba técnicas de maquillaje para ayudar a las mujeres a preparar entrevistas de trabajo. 


Rápidamente se habían hecho amigas, tanto que cuando el apartamento de al lado se quedó vacío un mes atrás, se lo había dicho a Jay, quien de inmediato lo había alquilado.


Aunque el enfoque estrafalario de Jay hacia la vida siempre resultaba divertido, esa noche Paula no tenía ganas de diversión. Pero al oír que volvía a llamarla con creciente preocupación, supo que no podía ignorarla. Con un suspiro fue a abrir la puerta.


Jay la miró, la apartó con suavidad y entró. El largo cabello negro caía por su espalda como una capa.


Paula fue a sentarse en el sofá y le indicó a Jay que hiciera lo mismo.


—Muy bien, ¿qué pasa aquí? ¿Quién era ese hombre y por qué te ha hecho llorar? —exigió Jay.


—No estoy llorando —se tragó el nudo en la garganta—. Era mi jefe... Pedro.


—¿Te ha despedido? —hurgó en el bolso y sacó un paquete de pañuelos de papel.


—No, por supuesto...


—¿Se te ha insinuado entonces? —interrumpió. Sin esperar una respuesta, añadió con tono más sombrío—. Sabía que terminaría por hacerlo algún día.


Lauren aceptó el pañuelo que Jay le extendió.


—No —soltó una risa breve y amarga—. De hecho, no podrías estar más equivocada. En todo caso, hizo lo contrario.


Las cejas perfectas de Jay se elevaron.


—¿Se negó a acostarse contigo?


—Sí... bueno, no —Paula se limpió la nariz—. Es decir, el tema no surgió... pero de haber salido, lo habría hecho.


—Entonces, ¿para qué vino?


—Porque creía que estaba embarazada.


Jay se quedó boquiabierta.


—¿De su bebé?


—¡No! Claro que no.


—¿Creía que era de otro?


—Oh, por el amor del cielo, no estoy embarazada —indicó exasperada—. Simplemente cree que soy ingenua y que no sé nada sobre los hombres y que habría podido pasar algo. Sonaba como si... como si el único motivo que tendría un hombre para salir conmigo fuera que estuviera desesperado por tener sexo. Muy desesperado.


Jay no tuvo ningún problema en descifrar el objetivo del comentario confuso.


—¡El muy imbécil!


—Oh, no tenía intención de herirme —reconoció Paula—. Pedro no es así. De hecho, estoy convencida de que siente un cierto... afecto por mí. Siempre bromea conmigo, como lo haría con una hermana menor. Soy yo quien se ha engañado a sí misma creyendo que alguna vez me consideraría de otra manera.


—¿Y por qué no iba a hacerlo? Eres una mujer maravillosa.


Paula apretó la mano de su amiga, pero movió la cabeza con sonrisa melancólica.


—Desde luego, no puedo competir con las mujeres con las que suele salir. Son deslumbrantes... además de sofisticadas. Sin contar con que todas tienen cuerpos de modelo de Victoria’s Secret.


—Pechos grandes, ¿eh? —soltó Jay sin ambages. Olvidó el comentario de Paula y formuló la pregunta que más le interesaba—. ¿A qué te refieres con mujeres, en plural? ¿Qué es ese tipo? ¿Una especie de vividor?


—No. No exactamente. Al menos... sé que es honesto con las mujeres con las que sale. Les expone que no cree en el amor.


—Pero apuesto que todas creen que ellas serán las que lo hagan cambiar de idea —comentó Jay con astucia.


—Probablemente —acordó con desánimo. ¿Cómo iba a dudarlo? ¿Acaso no había albergado la misma esperanza? Cuando Pedro ni siquiera salía con ella.


—Es un vividor, desde luego —afirmaba Jay convencida—. Y lo bastante inteligente como para saber que en la cantidad hay seguridad. Bueno, será mejor que lo olvides. No se merece a una mujer como tú.


—No —acordó desolada—. Se merece a una mujer sofisticada y hermosa. El tipo de mujer con quien le gusta salir.


—Paula Chaves, para de inmediato —reprendió Jay con ojos centelleantes—. Tú eres hermosa...


—Oh, claro...


—Sí, lo eres. Pero hasta que no consigas que lo crea una persona, nadie más lo hará.


Volvió a limpiarse la nariz y reflexionó en las palabras de su amiga.


—¿Te refieres a Pedro? —preguntó titubeante, mirándola por encima del borde del pañuelo.


—Santo cielo, no. ¿No te acabo de decir que olvidaras a ese hombre? ¡Me refiero a ti!


—¿Yo? Si no soy hermosa —no quería enfadar a Jay, pero en ese punto tenían que enfrentarse a la realidad. Aunque su amiga parecía reacia a eso.


—¿Oh? —demandó—. ¿Qué te hace decir eso?


—Que soy tan... corriente.


Jay la miró desesperada.


—Entonces deja de ponerte ropa que parece un charco de barro. Cómprate algo con color, que resalte tu maravilloso tono de piel. Y prendas más ceñidas que revelen tu figura. La mayoría de mujeres moriría por tener tu esbeltez.


—Pero no mi complexión.


—Oh, por favor —puso los ojos en blanco—. Solo porque tus pechos no sean enormes...


—Esa es una subestimación de la realidad.


—... no significa que tengas una mala figura. Tus piernas son largas y torneadas, tu cintura es estrecha y tienes el estómago liso. Eres perfecta —estudió la cara de Paula—. ¿No lo ves? El modo en que te consideras afecta cómo te vistes, piensas y reaccionas con otras personas... y cómo estas reaccionan contigo. No deberías querer ser otra persona... ni siquiera el tipo de mujer que crees que podría desear algún hombre. Debes ser el tipo de mujer que tú quieres ser.


Paula sabía todo eso. Era la misma exposición que le había oído a Jay en el albergue infinidad de veces. Pero jamás la había aplicada a sí misma... ni siquiera había pensado en ello.


—Soy el tipo de mujer que quiero ser —protestó.


—¿Lo eres? —preguntó su amiga—. No creo que te tengas en mucha estima. ¿Te gusta el gris? —preguntó clavando la vista en el chándal de Paula.


—No especialmente...


—¿Y llevar el pelo largo?


Paula se tocó los mechones que caían sobre sus hombros.


—No en particular. Lo que pasa es que es más sencillo...


—Olvida eso. ¿Te gusta el aspecto que tiene?


—No —respondió... y comprendió que hacía siglos que estaba cansada del estilo de su pelo—. Creo que quedaría mejor corto. Pero siempre estoy tan ocupada. Con el trabajo, ayudando en el refugio y... —calló.


—Y sentada en casa soñando con ese Pedro —la voz de Jay fue severa, pero en sus ojos brillaba la gentileza—. Debes parar, Paula. Si no, algún día él va a descubrir lo que sientes. Y entonces quizá termines siendo una de las mujeres de Pedro. ¿De verdad quieres eso?


No, no quería eso. A pesar de lo mucho que le dolía en ese momento, sabía que pertenecer a Pedro para que luego la dejara, le dolería mil veces más.


—Entonces, ¿cómo lucho contra ello?


—Debes dejar de centrarte tanto en ese hombre, deja de pensar en él todo el tiempo y empieza a buscar al tipo de hombre que quieres.


—Visualización —repuso de forma automática—. Los atletas lo hacen. En el trabajo la empleamos en todo momento. Visualizas lo que quieres, luego imaginas que sucede —hizo una mueca—. Pedro es un maestro en eso.


—Pues tú también puedes aprender a serlo —afirmó Jay.


Paula no estaba muy segura, pero sí sabía una cosa. No podía continuar de esa manera, anhelando a un hombre que no la deseaba. No podía desperdiciar su vida a la espera de que Pedro algún día se enamorara de ella, solo de ella. 


Jamás se había enamorado de ninguna de las mujeres extraordinarias con las que había salido, ¿por qué imaginaba que lo haría de ella? Pensar que algún día los sentimientos serían recíprocos era una simple fantasía.


En especial desde que en ese momento sabía lo que él pensaba realmente de ella. Que no era hermosa ni lo bastante inteligente como para interesar a un hombre como Kane Haley... o Pedro Alfonso. Que era el tipo de mujer tan desesperada por obtener atención masculina, que pensaría en tener una aventura de una noche.


—Tienes razón... sobre Pedro, sobre todo —le dijo a Jay, luego bajó la vista a su chándal y acentuó la mueca al recordar la expresión de Pedro al verla vestida de esa manera—. Y no hay mejor manera de empezar que con un nuevo guardarropa.


—¡Esa es mi chica! —Jay juntó las manos—. Este fin de semana tú y yo iremos de compras, y nos cortaremos el pelo y nos acicalaremos —entusiasmada, se puso de pie y descubrió que había estado sentada sobre algo—. Santo cielo... ¿qué es esto? —recogió el jersey que Paula había estado tejiendo. Lo alzó y luego miró en silencio a su amiga.


Pero Paula tenía la vista clavada en la prenda que sostenía Jay. Volvió a pensar en lo bien que le sentaría a Pedro ese profundo color chocolate. En lo abrigado que lo mantendría durante los duros inviernos de Chicago.


Alargó la mano para quitarle a Jay el jersey. Acarició la lana gruesa y suave y pensó en las horas, semanas y meses que había trabajado en él.


—¿Aún piensas regalárselo? —preguntó Jay en voz baja.


—No —repuso con un movimiento de cabeza—. Ya no.


Sacó las agujas y tiró de las hebras de lana. Comenzó a deshacerlo y a enroscar otra vez la madeja en una bola.


Miró a su amiga y se obligó a sonreír.


—Mientras me dedico a esto, ¿por qué no me enseñas qué llevas en ese bolso lleno de trucos?






UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 9




Paula lo miró fijamente. Sintió que el color abandonaba sus mejillas.


—¿Lo sabes? —un nudo le atenazó el estómago. Cruzó los brazos para tratar de mitigar la extraña sensación.


Pedro bajó la mirada a su estómago y endureció la expresión. Asintió con gesto seco.


—No me ha costado deducirlo, una vez que dispuse de todos los hechos.


—¿No? —un rubor furioso le encendió la cara.


—No.


Qué humillación. Paula bajó la vista con expresión consternada a sus zapatillas, sin saber qué decir y con el intenso deseo de que él se marchara. Pero al parecer Pedro aún no había terminado.


Se dirigió hacia el salón, donde ella había abandonado el punto. Desde allí añadió con un gruñido:
—En especial después de ver este maldito...


«Jersey», pensó Paula, cerrando los ojos.


—¡Oso!


Abrió los ojos... justo a tiempo de ver a Pedro alzar al pobre Teddy y sacudir con movimiento salvaje a la pobre criatura.


Paula se quedó boquiabierta hasta que recordó cerrar los labios.


—¿Qué haces? —preguntó, atónita por su extraño comportamiento—. ¿Y eso que tiene que ver con todo lo demás?


Furioso, Pedro tenía la vista clavada en Teddy, pero le dedicó una mirada a ella mientras decía:
—Vamos, Paula. Sé para quién es este oso.


—Es mío —frunció el ceño confusa—. Lo compré hace años.


—¿Sí? —enarcó las cejas—. ¿Y por qué lo harías?


—Porque me gustan, por eso. A todo el mundo le gustan los osos de peluche —al parecer a todos menos a Pedro.


Lo sacudió mientras exigía saber:
—¿Así que no lo compraste para el bebé?


—¿Qué bebé?


—¡El tuyo! —rugió—. El mismo del que hemos estado hablando —hizo una pausa... ella parecía completamente pasmada. Tiró el oso de vuelta al sofá y plantó las manos en las caderas, decidido a llegar al fondo de las cosas—. Maldita sea, Paula, ¿estás embarazada o no lo estás?


—¡Por supuesto que no! —exclamó boquiabierta.


—¿No lo estás?


—No. ¿Era eso lo que creías? —mostró expresión de alivio—. ¿Qué te ha hecho pensar que esperaba un bebé?


—Esta mañana te pusiste mala... y luego te sentiste mejor —se pasó una mano por el pelo mientras ella lo observaba, evidentemente a la espera de que continuara—. Y luego estaba el oso... y... —metió la mano en el bolsillo y sacó otro papel—... ¡y esto!


Le alargó la hoja arrugada. Paula la aceptó con cuidado. 


Parecía haber sido aplastada por el puño de él. La abrió y la leyó. Las mejillas volvieron a encendérsele al reconocer la lista que había hecho aquella mañana en el despacho de él.


—Oh. Lo había olvidado.


—Eso mismo pensaba yo —corroboró con sombrío triunfo. Señaló uno de los puntos con el dedo—. Si puedes, me gustaría que explicaras esto.


El rostro de Paula se puso aun más colorado, pero decidió intentarlo.


—Bueno, como sin duda habrás deducido, el diablo te representa a ti. Y dibujé el rabo a tu alrededor hasta la parte delantera porque...


—¡Eso no! —le arrebató la hoja—. Me refería al punto número tres. ¡El de los biberones!


—¿Biberones? Oh... —el ceño de desconcierto desapareció al comprenderlo—. Son para el refugio de mujeres. El director me preguntó si podía llevar algunos.


—Oh.


—Sí, oh —repitió ella, mientras el alivio se transformaba en diversión al ver la expresión de él. Eso pareció quitarle fuelle.


Pedro contempló el papel ceñudo. Tenía sentido la explicación; tanto que no sabía por qué no se le había ocurrido a él. Intentó buscar una excusa para el malentendido.


—Si los biberones eran para el albergue, entonces, ¿por qué no los incluiste después del primer punto?


—No lo sé —se encogió de hombros—. Supongo que tenía la mente agitada. Pero es evidente que no tanto como la tuya. ¿Por qué algo tan insignificante te hizo pensar que iba a tener un bebé?


El tono seco de su voz y la expresión divertida en sus ojos hicieron que Pedro se sintiera como un tonto.


—Ese no fue el único motivo —se defendió—. Kane fue el que inició todo al decir algo que sonaba como si tú... como si él... como si los dos hubierais... —calló al comprender que quizá a Kane no le gustara que divulgara por toda la empresa su problema con el esperma.


—¿Kane Haley dijo que éramos amantes? —volvió a abrir mucho los ojos.


—No, claro que no —negó Pedro—. Eso es ridículo... —vio que Paula se ponía rígida—. Aunque he de reconocer que por un segundo yo también tuve esa idea descabellada —movió la cabeza—. Sé que Kane jamás tontearía con una de sus empleadas, y además, tú no... —calló un instante—. Bueno, quiero decir que tú no eres...


—¿Yo no soy qué? —preguntó con los labios apretados.


—La, mmm, clase de mujer con la que... él sale.


Paula se sintió dolida.


—De modo que lo que estás diciendo es que Kane Haley jamás estaría interesado en una mujer como yo —repitió, y cada palabra fue como una puñalada.


Pedro la miró detenidamente. Se preguntó si acaso buscaba las atenciones de Kane. Por su tono, eso parecia.


Y la idea no le gustó nada. ¿Paula y Kane? Imposible. Ella era demasiado joven para Haley. Intentaba pensar en una forma sutil de preguntarle si estaba interesada en él cuando Paula se le adelantó con una pregunta:
—Si llegaste a la conclusión de que Kane Haley no me había dejado embarazada, entonces, ¿quién se suponía que lo había logrado?


La primera persona que apareció en su mente fue Jay Leonardo, pero mantuvo la boca cerrada. Si Paula no había considerado a Leonardo como amante, ¿qué sentido tenía darle la idea? No le gustaba el tipo; nunca le había gustado y nunca le gustaría. No importaba que no lo conociera. Tenía la sensación de que Leonardo, igual que Kane, serían inaceptables para Paula.


—Oh, no lo sé —repuso vagamente, sin querer ahondar en el tema—. Los accidentes ocurren. Solo hace falta una noche de descuido y...


Paula lo miró fijamente. Se preguntó si después de trabajar con él tres años no la conocía mejor. ¿No comprendía que jamás haría algo así? ¿O lo insultante que era que lo sugiriera? Pero ya no supo si le importaba.


No, era evidente que a Pedro Alfonso no le importaba lo que ella sentía.


—¿De modo que crees que soy la clase de mujer que tendría una aventura de una noche?


Pedro se puso alerta ante el tono peligrosamente sereno. La miró a los ojos.


—Diablos, no —se retractó en el acto, asombrado por lo furiosa que parecía ella de repente, cuando Paula jamás se enfadaba. Estaba acostumbrado a provocarla, a hacerla reír después de crisparla un poco, pero no hasta el punto en que pareciera dispuesta a saltar sobre él—. Bajo ningún concepto creo eso. Pero no sabes cómo son los hombres, cómo piensan, y yo sí —explicó en un esfuerzo por aplacarla—. Imaginaba que como eres bastante ingenua, y no has tenido muchas citas, algún desaprensivo podría haberse aprovechado de eso.


Era una pena que Paula no pareciera aplacada. Entrecerró los ojos... como si le apuntara con una escopeta. Una mala señal. Y cruzó los brazos.


—Comprendo —dijo—. De manera que crees que el único motivo por el que un hombre saldría conmigo es el sexo.


—¡No!


—Entonces, ¿no soy el tipo de mujer con la que un hombre querría tener una relación sexual?


—Claro que no...


—¡Cómo te atreves!


—Quiero decir, sí... no. Diablos, ya no sé lo que quiero decir —se pasó una mano por el pelo.


—Al menos reconoces que no sabes de qué hablas —concluyó con voz sedosa y condescendiente.


Pedro no estaba acostumbrado a discutir con Paula y bajo ningún concepto a ver desdén en sus ojos amables ni a oír sarcasmo en su voz suave cuando hablaba con él.


—¿Qué te pasa esta noche? —preguntó.


—¿Qué me pasa a mí? —los ojos le brillaron con dolor y furia—. Vienes a mi casa en un día en que he estado enferma, me llamas ingenua y me insultas de diez maneras distintas, metiendo la nariz en asuntos que no son de tu incumbencia, ¿y tienes las agallas de preguntar qué me pasa a mí? —recogió el abrigo de él y se lo alargó—. Creo que deberías marcharte.


Pedro la miró asombrado, como si de pronto una gatita se hubiera convertido en una tigresa.


—Pero, Paula...


Le colocó el abrigo en los brazos y se negó a volver a mirarlo. Abrió por completo la puerta, permitiendo que el viento helado entrara en la casa.


—¡Vete!


Con un juramento contenido, Pedro se marchó.








miércoles, 8 de julio de 2015

UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 8




Al ver la desaprobación en el rostro de Pedro, Paula se movió incómoda. La tensión emanaba de su alta figura y la ponía un poco nerviosa. No sabía muy bien qué pasaba... pero una cosa estaba clara, no le gustaba nada cómo iba vestida. La expresión severa de su cara al mirarla de arriba abajo lo dejó claro. Probablemente estaba acostumbrado a mujeres que lo recibían con vestidos de noche o vaporosos saltos de cama. O como mínimo con una blusa y unos pantalones elegantes. No en un viejo chándal.


Incómoda, dejó el sobre de té a un lado y le pasó la taza.


—Quizá debería ir a cambiarme...


—Estás bien así —dijo casi con sequedad al aceptar la taza—. Además, solo voy a quedarme un minuto —bebió el líquido verde y ocultó una mueca detrás de la taza. De modo que con él creía que debía cambiarse, cuando lo conocía desde hacía tres años. Pero con Jay... «No es asunto tuyo, amigo», se recordó. Dejó la taza sobre el plato con cierta estridencia—. Adelante, échale un vistazo a las notas —pidió—. Tengo que irme.


Ella asintió y comenzó a abrir el papel que Pedro le había dado. Observó las pocas líneas allí escritas y alzó la cara con mirada curiosa.


—Aquí no hay mucho.


—Sí, lo sé —había tenido suerte de que se le ocurriera lo poco que había plasmado después de la reunión con Kane. Intentó ofrecerle una explicación razonable—. Pero supuse que querrías estar informada... Así que registré nuestras notas —no tenía sentido decirle que se las había inventado—. Luego llegué a la conclusión de que preferirías verlas hoy en vez de esperar hasta el lunes. Así que vine... —«atravesé una tormenta»—... para entregártelas. Por eso me he presentado en tu casa. El único motivo... un motivo de trabajo —recalcó—. Y para averiguar cómo te sientes, desde luego —añadió al recordar su comentario anterior.


Paula parpadeó. Nunca antes había oído a Pedro divagar de esa manera.


—¿Has bebido?


—¡Claro que no! —la miró con ojos centelleantes—. No he bebido nada aparte de este... té que me acabas de dar. ¿Por qué me preguntas algo así?


—Por nada —repuso. Volvió a mirar la hoja—. No estoy segura de lo que pone aquí. Tu caligrafía es un poco complicada de leer.


—Mira quién habla —musitó.


—¿Qué has dicho? —Paula alzó la cabeza. Pedro permaneció en silencio, ofreciéndole su expresión más escéptica—. Mi caligrafía es muy legible —se defendió.


—Sí, claro —convino con tono aburrido.


Paula lo miró fijamente. «¿Qué le pasa?», se preguntó. 


Nunca antes se había quejado de su caligrafía.


—¿Es todo lo que querías darme? —inquirió con rigidez.


—Sí. Será mejor que me vaya —ella recogió su abrigo de la silla y se lo entregó. Pedro se lo pasó sobre el brazo al añadir—: Ah, sí. No has olvidado la promesa que le hiciste a Kane de encargarte de decorar la fiesta de Navidad de la empresa, ¿verdad?


—No, no lo he olvidado.


—Él no ha dicho nada, pero estoy seguro de que espera que también este año ayudes como anfitriona.


—Será divertido.


Seguía quieto, sin hacer movimiento alguno para marcharse.


—Supongo que estarás muy ocupada, en especial con ese viaje de negocios que nos aguarda dentro de un par de semanas.


—Probablemente lo esté.


—Espero que ese viaje no interfiera con... tu vida social —la inmovilizó con sus ojos intensos.


—No lo hará —le aseguró, algo asombrada por el comentario y el tono sarcástico en la voz. ¿Desde cuándo a Pedro le importaba su vida social?


Pero al parecer le importaban más cosas que las que ella sospechaba.


—¿Cómo está Jay? —preguntó él de repente.


—Bien —respondió, desconcertada por el cambio de tema.


—No sé cómo tienes tiempo para visitar a nadie —gruñó—, cuando hemos estado tan ocupados en el trabajo.


La irritación de Paula se mitigó. Ya lo comprendía. Pedro debía estar comportándose de forma extraña por el agotamiento. Esa mañana había reconocido sentirse un poco estresado. Lo más probable era que hubiera trabajado demasiado... y sin ella para ayudarlo.


El pensamiento de que la necesitaba la derritió por dentro.


—Sí, hemos estado ocupados —convino—. Será mejor que vayas a casa a descansar.


Pedro contempló la ligera sonrisa que curvaba sus labios, la cálida luz que irradiaban sus ojos y apretó los dientes. 


«Perfecto. Muy Bien. Así que no quieres contármelo...» De hecho, lo estaba echando de su casa. Pues lo consideró fantástico, ya que él tampoco quería saberlo.


Giró hacia la puerta. No iba a involucrarse; no necesitaba esa complicación. No era asunto suyo y no le importaba.


Tenía la mano en el picaporte cuando su mente se percató de algo... algo que apenas había percibido por el rabilo del ojo. Giró la cabeza un momento.


Unos ojos vidriosos se encontraron con los suyos. Lo que había considerado una madeja de lana en realidad era un oso. Un oso de peluche de color marrón, escondido por el jersey que Paula había estado tejiendo.


Fue la gota que colmó el vaso. Aquello respaldaba las suposiciones de Kane.


Volvió a echar el abrigo sobre la silla y giró para encararla.


—Muy bien, Paula, será mejor que me lo cuentes todo. Sé lo que has estado intentado esconder






UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 7




SÍ, SOY YO —notó que parecía sorprendida de verlo. Podía entenderlo. Él mismo lo estaba por haber terminado esa noche en su puerta.


Todo el día se había estado diciendo que no se presentaría allí... que no iba a hacerle ninguna pregunta. Porque incluso después de ver esos biberones en su lista, seguía sin creer que Paula fuera la mujer que buscaba Kane. Que adrede había quedado embarazada de esa manera.


Pero luego se dio cuenta de que quizá no había sido algo deliberado. ¿Y si algún hombre, como ese tal Jay, se había aprovechado de ella? ¿Y si había quedado embarazada accidentalmente?


Cuanto más pensaba en ello, más pruebas se acumulaban. 


Esa mañana había estado enferma... y había reconocido que se había sentido mal toda la semana. También se había mostrado muy ansiosa de no dejarlo entrar en su apartamento. Si prácticamente había corrido al dormitorio para cerrar la puerta. En su momento lo achacó a la vergüenza que le producía que él viera su ropa interior desperdigada, pero quizá lo que realmente buscaba era impedirle ver la ropa de otra persona. Como la camisa de un hombre. O los zapatos o pantalones. Parecía una clara posibilidad.


Pero lo que más lo desconcertaba era la sensación que había experimentado últimamente y que hasta ese día había atribuido a su imaginación. La sensación que Paula le ocultaba algo. Como si tuviera un secreto que estaba decidida a no compartir.


Se recordó que no era asunto suyo si Paula no quería hablarle de su vida personal. Podía ser más ingenua que las mujeres que él conocía, pero seguía siendo una adulta, capaz de tomar sus propias decisiones... aunque fueran estúpidas.


Como abrir la puerta sin averiguar quién era. Tampoco era asunto suyo, pero no pudo evitar preguntar:
—¿No crees que primero deberías comprobar quién hay fuera antes de abrir?


—Por lo general lo hago —se apartó un mechón de pelo de la cara—. Pero esperaba a alguien.


—Supongo que a Jay —soltó.


Ella asintió. El reconocimiento presto de Paula le provocó una profunda irritación. Volvió a repetirse que no era asunto suyo con quién se veía.


—¿Sucede algo? ¿Quieres pasar? —lo miró con expresión desconcertada, levemente preocupada—. ¿Has venido por algo en especial? —añadió.


—Pasaba para comprobar cómo te sentías.


El rostro de ella se iluminó con un placer tímido.


—Ahora ya estoy bien. Ya no me siento enferma.


—Es estupendo —se metió las manos en los bolsillos—. Me alegra oírlo —pero no se alegraba nada. Si tenía la gripe, todavía debería tenerla. Pero un mareo por la mañana... Sin querer completar el pensamiento, sacó una hoja doblada del bolsillo y la alargó—. También quería darte estas notas de la reunión. Pensé que te ayudarían a ponerte al día sobre lo que está sucediendo.


—Oh. Gracias —parte del placer que había sentido por su visita inesperada se evaporó, Claro que no había ido a verla solo a ella; Pedro era un hombre ocupado. Era lógico que también le llevara algo de trabajo. Aceptó el papel, y cuando él no hizo amago de marcharse, añadió con titubeo—: ¿Quieres pasar mientras lo leo?


—De acuerdo —aceptó, a pesar de todo lo que había estado diciéndose durante el trayecto hasta la casa de ella—. Solo un momento —entró en el diminuto recibidor.


—Dame tu abrigo.


Mientras se lo quitaba se volvió hacia el salón. No vio nada sospechoso. Agujas de tejer de un jersey que ella había dejado en un extremo del sofá... un jersey de hombre, a juzgar por el tamaño.


Paula dobló el abrigo sobre una silla cercana y juntó las manos delante del cuerpo.


—¿Te apetece un té?


¿Té? Pedro odiaba el té.


—De acuerdo —la siguió a la cocina. Se apoyó en la mesa y cruzó los brazos mientras inspeccionaba las encimeras en busca de un biberón. Ninguno a la vista—. ¿Has descansado? —preguntó.


—Toda la tarde —abrió un armario.


Él miró para ver si descubría algún biberón y por primera vez notó lo que Paula llevaba puesto. Enarcó las cejas sorprendido.


Nunca antes la había visto vestida con tanta informalidad. El chándal gris que lucía estaba gastado y descolorido, pero también parecía suave y agradable al tacto. Y apostaría cualquier cosa que no llevaba sujetador bajo la holgada parte superior... y la sospecha se confirmó cuando ella se estiró para bajar un bote de la estantería. El movimiento causó que el material fino se pegara a su pecho, revelando las cumbres pequeñas y compactas de los pezones.


—¿Pekoe o camomila?


—¿Eh? —alzó la vista para mirarla a la cara.


Ella ladeó la cabeza y movió el bote?


—¿Qué té prefieres?


«Ninguno».


—Cualquiera.


Sacó una bolsita, luego se volvió hacia la cocina para recoger la tetera. El pelo largo se movió con suavidad. 


Parecía húmedo, como si se hubiera duchado hacía poco, y al volver a pasar cerca de él, Pedro notó la fragancia viva y jabonosa del champú.


La observó mientras con gesto solemne introducía la bolsita en la taza con agua caliente que acababa de llenar. La piel pálida parecía translúcida, impecable... como la de un bebé. 


Y la falta de gafas le daba un aspecto más juvenil. 


Vulnerable.


Un músculo le vibró en la mandíbula. Se preguntó si permanecería vestida de esa manera cuando se presentara ese Jay. «¿Es que no sabe cómo está?»


La ropa de ese estilo provocaba ideas de todo tipo en un hombre. Hacía que pensara que le sería muy fácil desprenderse de las zapatillas mientras la llevaba a la cama. 


O en tenerla acurrucada en su regazo y quitarle los pantalones amplios. Diablos, estaban tan flojos que sin duda se caerían sin mucho esfuerzo. Un hombre podía sentirse tentado a deslizar las manos frías por debajo del algodón suave para acariciar la piel cálida del estómago liso. O más arriba aún, hasta alcanzar las leves curvas de los senos y excitar los pezones.


Apostaría cualquier cosa que ese tal Jay tenía pensamientos de ese tipo cada vez que la veía. Volvió a mirarla y apretó la mandíbula. «El muy canalla».





UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 6





A las seis de esa tarde, Paula se sentía mucho mejor. El jarabe espeso que se había obligado a tragar le había aliviado el estómago revuelto, y una larga siesta había obrado milagros en sus nervios.


Incluso al despertar se sintió lo bastante bien como para ordenar el apartamento. Una vez que terminó, estuvo largo rato bajo la ducha y luego se puso un chándal cómodo y unas zapatillas para estar en casa.


Sintiéndose limpia y a gusto, fue a la cocina a prepararse un té, que bebió mientras miraba por la ventana. Estaba anocheciendo y las luces de las casas próximas brillaban a través de los árboles y la oscuridad.


Se dijo que le gustaba estar sola. Estaba acostumbrada. Incluso de pequeña había sido introvertida... «mi pequeña soñadora», solía llamarla su madre. Siempre se había sentido más contenta con sus libros, sus propios pensamientos y sus sueños que con la gente.


Claro está que entonces no había estado por completo sola; había tenido a su madre. La mayoría de la gente tenía al menos algo de familia... padres, hermanos, incluso algunos tíos. O a su edad ya estaban casadas. Sharon Davies, de contabilidad, solo era un año mayor que ella y acababa de casarse con un atractivo viudo. Jennifer Holder también era de su edad y también se había casado hacía poco y ya tenía un hijo. Casi todas las demás mujeres del trabajo tenían novios o amantes. Ella no.


Pero se recordó que por el hecho de que una persona estuviera sola no significaba que se sintiera sola. Irguió los hombros y recogió la taza. Pensó en Pedro. Como ella, había perdido a sus padres, aunque él a edad mucho más temprana. Pedro tampoco estaba casado... y le gustaba su soltería. Aunque nadie podría considerarlo un introvertido. 


Disfrutaba con las mujeres... con muchas mujeres.


Bebió el té, templado y amargo, mientras se preguntaba con quién saldría esa noche. Nunca había conocido a las otras dos mujeres con las que se veía en la actualidad. Pero, a juzgar por Nancy, y por aquellas con las que había estado en el pasado, se hacía una buena idea de cómo debían ser.


Para empezar, lo más probable era que fueran mayores que él. Pedro prefería salir con mujeres que estuvieran próximas a sus treinta y dos años o incluso un poco mayores. Casi con toda seguridad serían ricas y sin ninguna duda hermosas, como Nancy. No bonitas o atractivas, sino deslumbrantes, con el aspecto de mujeres que disponían de tiempo y dinero ilimitados para potenciar su apariencia.


Se preguntó qué se sentiría al entrar en una habitación y que los hombres giraran la cabeza. Suspiró y abrió el grifo para enjuagar la taza. Ni siquiera podía imaginárselo. Los hombres jamás respondían de esa manera con ella. La mayoría de los que conocía, la trataba como a una camarada o una hermana pequeña. O incluso con una mezcla de ambas cosas, como hacía Pedro.


Pedro no era consciente de ella como mujer. No supo cómo había podido pensar siquiera por un segundo que le pedía que se acostaran juntos. Hizo una mueca al recordar el momento de bochorno y cerró el grifo. Se dijo que no tenía sentido preocuparse por ello. Estaba convencida de que nada más regresar a la oficina él ya había olvidado el incidente.


«¿Y qué si es así?», se preguntó mientras se secaba las manos. Además, no sabía por qué pensaba en él. Inquieta de repente, fue al salón. Apartó un oso de peluche que reposaba en el sofá, se sentó y recogió las agujas de tejer.


Se dio cuenta de que se había olvidado las gafas en la cocina. Pero podía ver lo suficiente para trabajar. Comenzó a tejer, decidida a superar la leve depresión que la asolaba desde hacía un tiempo. Decidió que necesitaba dejar de pensar tanto en Pedro y centrar la mente en otras cosas. En cosas que disfrutaba, como leer y tejer. Sonrió con ironía. 


Hacerle un jersey a su jefe no era el mejor modo de quitárselo de la cabeza.


Pedro no le gustaba recibir regalos, en especial nada que considerara demasiado personal. No obstante, Paula había decidido tejerle el jersey. El año pasado le había hecho una bufanda, y a él le había parecido bien. Además, disfrutaba tejiendo y no tenía idea de qué otra cosa podría regalarle para la Navidad.


Alzó la prenda para juzgar su avance, complacida al notar que solo le quedaban unos centímetros para acabar. 


Debería tenerlo listo con tiempo de sobra para las fiestas. 


Pedro no tenía que saber que lo había tejido, que había dedicado meses a su confección. Ni lo cara que había sido la lana merino de profundo tono chocolate. Haría que creyera que se lo había comprado y...


El timbre interrumpió sus pensamientos. De inmediato pensó que era Jay y dejó el punto a un lado. Su vecina había adquirido la costumbre de pasar por las noches a charlar un rato, y a Paula le gustaban esas visitas. Hacían que las largas noches de invierno transcurrieran más deprisa.


Abrió con una sonrisa de bienvenida en la cara, que se desvaneció lentamente y a punto estuvo de cerrar otra vez. 


En el rellano no iluminado había un hombre. Se lo veía de perfil, con los hombros doblados contra la ventisca mientras miraba algo que tenía a su espalda. Durante un momento no lo reconoció.


Pero entonces giró y la luz del salón se proyectó sobre los duros ángulos del rostro e iluminó los ojos íntensos.


A Paula el corazón le dio un vuelco y luego se le aceleró. Se preguntó qué hacía ahí. Parecía... de algún modo amenazador. Pero eso debía ser por la barba de la tarde, que le oscurecía las mejillas y el mentón, haciéndolo parecer un gángster salido de una vieja película en blanco y negro. 


Los copos de nieve brillaban sobre su pelo oscuro y en los hombros del abrigo negro.


Por una vez sus ojos oscuros parecían serios... casi enfadados. Desconocía cuál podía ser la causa. ¿Habría ido algo mal en el trabajo?


—¿Pedro? —dijo insegura.