martes, 7 de julio de 2015
UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 3
CUANDO unos minutos después Paula salió del aseo de señoras, se sentía mucho mejor. Se había refrescado la cara con agua fría, limpiado la boca y estaba segura de que podría terminar el día. Pero entonces vio a Pedro apoyado en la pared con el abrigo negro puesto. Sobre un brazo sostenía el abrigo y la bufanda marrones de ella, y en la otra mano el bolso.
Se irguió al verla.
—Muy bien, vámonos —indicó antes de que ella pudiera hablar—. Estás enferma y te llevo a casa.
—No estoy enferma —contradijo, y de forma automática alargó la mano hacia su bolso.
Él se lo entregó y la ayudó a ponerse el abrigo. Luego la tomó con firmeza del brazo y la guió por el pasillo en dirección a los ascensores.
—Pedro... ¡aguarda! Ya estoy mejor —le dijo tratando de plantarse.
—Me alegra oírlo —respondió, pero no dejó de andar.
Cuando llegaron a los ascensores, siguió sin darle oportunidad de discutir, ya que la introdujo en uno antes de que a Paula se le ocurriera un modo de convencerlo de que estaba bien.
Las puertas se cerraron y él la miró.
—Estás blanca como un fantasma,Paula —soslayó las protestas que opuso y le pasó la bufanda por el cuello—. Te llevo a casa. No quiero que conduzcas.
—¡No hace falta! —se bajó los bordes de lana de la boca—. El señor Haley...
—Lo entenderá. Le dejé un mensaje en el que le explicaba que no te sentías bien. Como es viernes, dispondrás de todo el fin de semana para descansar.
Paula abrió la boca para volver a protestar, pero la cerró al mirar la cara de Pedro. El tono sonaba amable, pero la expresión en los ojos le indicaba que hablaba en serio.
Suspiró y decidió volver a intentarlo.
—Puedo tomar un taxi. O el autobús. O quizá Jay pueda llevarme.
—¿Quién es Jay? —la miró con las cejas enarcadas.
—Jay Leonardo, me trajo esta mañana. Vive al lado de mi casa.
—¿Qué le pasa a tu coche? —preguntó mientras el ascensor se detenía en la planta catorce. Las puertas se abrieron para dar entrada a otro pasajero.
—No estoy segura —informó Paula—. Tardó en arrancar y Jay se ofreció...
—Vaya, hola, Pedro —interrumpió una voz sensual.
Paula alzó la vista. De pie ante las puertas abiertas había una rubia que miraba a Pedro con expresión encantada.
Él esbozó una sonrisa.
—Hola, Nancy —saludó.
La rubia entró en el ascensor y de inmediato se pegó a él.
«Como una serpiente», decidió Paula. «Con bastante busto».
Cuando las puertas se cerraron, clavó la vista al frente.
Trataba de evitar mirar en los espejos que los rodeaban. Al final bajó la vista a sus uñas sin pintar, hasta que no le quedó más remedio que ceder. Miró los reflejos en el espejo y pensó que era como si fuera invisible.
Pedro se hallaba a su lado, pero no la miraba. Toda su atención se centraba en la mujer que tenía del otro lado... y la de la rubia estaba clavada exclusivamente en él.
Ninguno de los dos casos la sorprendió. La mujer estaba preciosa en su caro y ceñido traje azul. Unos tacones de aspecto frágil exhibían sus diminutos pies y del brazo llevaba una piel. Esbelta, sofisticada, tenía por lo menos diez años más que los veinticuatro de Paula e irradiaba la seguridad que sin duda le habían dado esos años. Y en cuanto a Pedro...
Paula lo estudió. Le sonrió brevemente a la recién llegada y los dientes perfectos le brillaron. Unas arrugas seductoras se formaron en sus enjutas mejillas... También él estaba... bien.
Apartó la vista para clavarla en su propia imagen. Con su aburrido abrigo de paño, la bufanda a rayas y los cómodos zapatos bajos, parecía un tocón. Un tocón peludo y marrón.
—¿Qué haces por aquí? —le preguntaba Pedro a Nancy.
—Tenía una cita con mi contable en la planta catorce y pensé en pasar por tu despacho para preguntarte si querías que comiéramos juntos. Hace un tiempo que no sé nada de ti —murmuró con tono reprobatorio y párpados entornados.
«Mal jugado», pensó Paula. Pedro no animaba a sus citas a visitarlo en el despacho. En una ocasión le había explicado que eso las volvía territoriales. Como si fuera la señal, la expresión de sus ojos se enfrió. Pero respondió con tono amable:
—Sí. He estado bastante ocupado.
—Aún tienes mi número, ¿verdad? —insistió la rubia. Le tocó levemente el brazo.
—Lo tengo en la memoria del teléfono —le aseguró.
Paula trató de convertir el súbito bufido en algo parecido a una tos.
—Lo siento —se disculpó cuando ambos la miraron por el espejo.
Los ojos de Pedro permanecieron sobre ella.
—Te presento a mi secretaria —anunció de repente, como si acabara de recordar que también ella iba en el ascensor. Rodeó los hombros de Paula con un brazo y la giró hacia ellos—. Creo que has hablado con ella por teléfono. Paula, Nancy. Nancy... Paula.
Paula extendió educadamente la mano. La rubia la había estrechado con renuencia cuando Pedro añadió:
—Me temo que hoy no voy a poder comer contigo. Me llevo a Paula a casa. Ha estado enferma... vomitando y todo eso.
Paula se ruborizó y la otra mujer apartó la mano. Nancy dio un paso atrás, miró hacia los lados como si buscara una salida y luego tocó el panel de botones.
El ascensor se detuvo en seco.
—He de... ah, bajar aquí —la rubia esquivó a Paula—. Nos vemos, Pedro. ¡Llámame! —dijo antes de desaparecer por el pasillo.
Pedro apretó un botón y las puertas volvieron a cerrarse.
Paula miró con ojos centelleantes la expresión de inocencia de él en el espejo.
—Te agradecería que no me usaras como repelente de rubias —dijo con tono helado.
—¿Crees que haría algo así? —preguntó con mirada risueña y voz seria.
—¡Sí! —irritada por su actitud, se volvió hacia los botones—. Y tengo mejores cosas que hacer que tontear, así que si no te importa, me gustaría regresar a la oficina y...
Le tomó la mano antes de que pudiera apretar el botón justo en el momento en que el ascensor volvía a detenerse. Las puertas se abrieron en la planta baja. Pedro se aferró a su brazo. La hizo marchar por el vestíbulo y por la salida al frío aire de diciembre.
Las bocinas y el tráfico rugieron en la calle. Pedro se detuvo un momento para subirle la bufanda alrededor de los oídos, y le apartó las manos cuando ella trató de detenerlo. Luego, satisfecho con sus esfuerzos para mantenerla abrigada, la tomó otra vez del brazo para conducirla hacia el aparcamiento.
A Paula le resbalaban los pies sobre el pavimento helado. El apretón de Pedro se acentuó para equilibrarla.
—Deberías haberte puesto botas —murmuró él.
—¡No me diste la oportunidad! Las tengo debajo de mi escritorio —era típico de Pedro culparla cuando la precipitación había sido suya.
Le tomó la mano al verla resbalar otra vez y le pasó el brazo por la cintura. Casi cargó con ella por la acera helada.
—¿Y qué me dices de tus guantes? —enarcó las cejas y le apretó las dedos fríos para recalcar la pregunta—. ¿También están en tu escritorio?
Paula apretó los labios. Él sabía que no era así; aquella mañana la había reprendido por no llevarlos. Decidió no responderle y concentrarse en intentar mantener el equilibrio.
Al llegar al lustroso coche negro, trató de decirle otra vez que podía ir a casa sin su ayuda, pero él no le hizo caso y le abrió la puerta para meterla dentro con gentileza y firmeza.
Paula cruzó los brazos y observó cómo la ciudad pasaba por delante de la ventanilla. Cuando Pedro metió un CD en el reproductor del coche, lo miró de reojo. Una canción rock salió de los altavoces, mientras él seguía el ritmo con los dedos sobre el volante.
Sabía que no tenía que indicarle cómo llegar al apartamento.
Después de todo, era Pedro quien se lo había encontrado.
Poco después de convertirse en su secretaria, había condenado el primer apartamento de Paula, sin verlo, por considerar que se hallaba en una zona «peligrosa». Luego le había recomendado el apartamento que ocupaba en ese momento. Pedro había crecido en la ciudad y conocía Chicago. El alquiler del edificio de estilo victoriano rehabilitado era un poco superior a lo que quería pagar, pero después de escuchar durante una semana sus historias de terror acerca del barrio donde estaba situado su primer apartamento, terminó por aceptar sin rechistar.
Suspiró aliviada cuando se detuvieron delante del edificio. Él ya podría regresar al trabajo. Antes de abrir la puerta, lo miró.
—Te agradezco...
—No te muevas —ordenó al apagar el motor—. Te acompañaré.
La casa había sido dividida en cuatro apartamentos; el de Paula era uno de los dos que ocupaban la segunda planta.
Mientras subían la escalera exterior que se había añadido para brindar una entrada independiente, se preguntó si lo había ordenado antes de salir aquella mañana. Consternada, pensó que lo más probable era que estuviera hecho un desastre. No se había sentido muy bien al levantarse, tampoco la noche anterior.
Se detuvo en el rellano con la llave en la mano, con la esperanza de que Pedro la despidiera allí.
—Gracias por...
—Dámelas —interrumpió, quitándole la llave. En menos de cinco segundos abrió la puerta y entró detrás de ella.
Paula inspeccionó el apartamento mientras trataba de quitarse el torniquete de la bufanda que Pedro le había enrollado al cuello. El salón tenía un diseño abierto con la cocina. Decidió que no estaba tan mal. Había dejado un par de puertas de armario abiertas y los platos del desayuno en el fregadero, pero nada importante.
Aliviada, miró a Pedro para tratar de darle otra vez las gracias y lo sorprendió con la vista clavada en la ropa limpia que tenía doblada sobre una silla. Justo encima estaba el sujetador de algodón blanco.
Un rubor encendido invadió su rostro. Se dirigió hacia la silla con la intención de meterlo debajo del resto de ropa. Pero justo cuando lo tomaba, Pedro volvió a hablar.
—¿Dónde está el termostato? —preguntó entrando en el salón—. En el pasillo, ¿verdad? Calentemos el apartamento.
Desapareció por el pasillo y Paula lo siguió a la carrera. Lo alcanzó frente al termostato situado al lado de la puerta del dormitorio... abierta. Gimió al mirar dentro. La cama estaba deshecha, el camisón de franela sobre las sábanas y la ropa interior en el suelo.
Cerró de golpe para bloquear la visión de Pedro. Él no pareció darse cuenta. Ajustó el termostato a su satisfacción y se volvió para regresar al salón. Paula lo siguió, aliviada de que al fin fuera a marcharse.
Al llegar al diminuto recibidor, logró decir:
—Gracias por traerme a casa.
—De nada —respondió con tono igual de solemne—. ¿Quieres ir a la cama?
Ella se quedó boquiabierta y lo miró sobresaltada.
—¡No! Quiero decir, sí... haré justo eso... en cuanto te vayas —instintivamente se llevó las manos a las mejillas para cubrirse el rubor por haber malinterpretado su pregunta, pero de inmediato las bajó al darse cuenta de que en una de ellas aún sostenía el sujetador. Se lo llevó a la espalda y cerró los ojos abochornada. Pedro no iba a parar de burlarse de ella, algo que en circunstancias normales ya le gustaba, y el cielo sabía que acababa de darle un montón de municiones. Alzó los párpados y lo miró aterrada, a la espera de que comenzara de inmediato.
Pero no lo hizo. Quizá por la aprensión en su cara o porque se apiadara de ella debido a que considerara que tenía la gripe.
Fueran cuales fueren sus motivos, simplemente dijo:
—Bueno, me marcho, así que ve a meterte en la cama —alargó la mano al picaporte y se detuvo. La miró, le alzó el mentón y la obligó a mirarlo—. Y si todavía estás enferma, olvídate de ir al trabajo el lunes. Es una orden, Paula.
La soltó y se fue. Paula echó el cerrojo y aliviada se hundió contra la puerta; la piel le hormigueaba por el contacto de él.
lunes, 6 de julio de 2015
UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 2
Pedro miró a su secretaria con expresión divertida. Paula era casi más competitiva que él, lo que pasaba era que ella no lo sabía.
Tampoco muchas más personas lo descubrirían a primera vista. Llevaba puestas unas gafas que siempre se le resbalaban por el puente de la nariz. Los cristales gruesos le daban a sus ojos gris azulados una expresión de leve sorpresa... como un topo pequeño y ansioso que parpadeaba a la luz del sol. Tenía una boca corriente, y el rostro delgado y las mejillas pálidas estaban enmarcados por un pelo castaño y liso.
Era de movimientos precisos y actitud estricta. Hablaba poco de sí misma, pero Pedro sabía que su padre había muerto cuando ella tenía unos cinco años. Como resultado de eso, no estaba acostumbrada al estilo de hablar de los hombres, menos aún a comprender la manera en que pensaban.
Tampoco tenía idea del objetivo, las reglas o incluso quiénes eran las estrellas de los juegos que les encantaban a los hombres. Ni de fútbol, hockey, béisbol... en definitiva, de ningún juego. Pedro había descubierto ese hecho asombroso a la semana de que empezara a trabajar para él. Le había mencionado a Michael Jordan y había quedado completamente aturdido cuando con absoluta sinceridad ella le había preguntado si Jordan trabajaba en el departamento de correo de la empresa.
En ese mismo instante había sabido que su nueva secretaria necesitaba ayuda. Necesitaba salir más, dejar de ser tan seria y tan correcta en todo momento. Relajarse un poco, potenciar su seguridad y aprender a sobrevivir en la gran ciudad. Y por encima de todo, como integrante de su equipo de adquisiciones, necesitaba desarrollar un poco de espíritu combativo. Y no había nada mejor para lograr esos objetivos que un poco de competencia sana.
¿Acaso la práctica del fútbol y del béisbol no lo había mantenido lejos de los problemas en el instituto? El boxeo, las prácticas de combate cuerpo a cuerpo, las partidas de póquer toda la noche, ¿no le habían mantenido la mente aguda y una actitud agresiva, por no mencionar la solvencia económica, durante su servicio con los marines? Por supuesto. Y en cuanto se licenció del ejército, su capacidad para jugar bien en el mundo corporativo, para no abandonar un trato hasta no haber conseguido los términos que buscaba, ¿no habían concluido por ayudarlo a conseguir el trabajo con Kane Haley, S.A.? Desde luego.
Y al ser el gran tipo que era, había tomado a Paula bajo su protección. Más o menos cada dos meses la había introducido en un juego nuevo, para ampliarle la experiencia y ayudarla a adoptar una actitud más relajada. Habían visto las reglas del hockey, del tenis, del fútbol y del béisbol, pero su juego favorito, de lejos, era el baloncesto con la papelera.
Ese sí que requería destreza.
No es que Paula tuviera alguna. Su percepción de la profundidad era nula y su coordinación dejaba mucho que desear. No obstante, al ir a recoger la pelota de gomaespuma que guardaba en la maceta de un helecho próximo a la ventana, supo que no podía evitar pensar que debía tener potencial para algo. Era esbelta para su altura de un metro sesenta y cinco aproximadamente y tenía piernas bonitas. Era de complexión bastante atlética... hasta que se la ponía a prueba.
Le arrojó la pelota y movió la cabeza cuando ella alargó los brazos con gesto torpe y falló en recogerla. «Patético... simplemente, patético».
Pero Pedro sabía que su falta de talento no le impedía entregarse al máximo. Paula siempre era reacia a participar al principio... tenía unas ideas anticuadas acerca del comportamiento correcto en el trabajo; pero después de que Pedro la hubiera instigado, tentado o forzado a participar, su naturaleza competitiva surgía con toda intensidad. Odiaba perder, y entraba en cada una de las ridículas competiciones con la fiera determinación de ganar.
Pedro ocultó una leve sonrisa al ver que ya fruncía el ceño por la distancia a la que había puesto el cubo.
—¿No está más lejos que la última vez? —preguntó dubitativa, subiéndose las gafas.
—No.
—Pero... ¡Pedro! —frunció más el ceño al verlo quitarse la chaqueta—. ¿Qué haces? El señor Haley...
—Le importa un bledo cómo me vista mientras cumpla con mi trabajo... y lo hago. Siempre —enarcó las cejas ante la expresión reprobatoria cuando comenzó a remangarse la camisa—. ¿No esperarás que juegue un partido serio con el traje?
—¿Por qué no? Sabes que me ganarás con o sin chaqueta.
Ese último comentario fue un susurro, pero Pedro lo oyó de todos modos. Igual que la coordinación, tenía un oído excelente. La miró con expresión de reproche.
—Eh, ¿no te doy siempre una oportunidad deportiva? —ella fue a responder, pero antes de que pudiera hacerlo, añadió—: Claro que sí. Yo tiraré desde el doble de distancia.
—Como si eso fuera a importar —gruñó Paula, pero sabía que estaba enganchada. Hizo un movimiento de práctica con la pelota hacia la canasta antes de continuar—: Creo que te gusta hacerme jugar porque de esa manera siempre puedes ganar.
Pedro contuvo otra sonrisa. No era típico de Paula quejarse tanto. Por lo general participaba en resignado silencio.
Con prudencia mantuvo la boca cerrada, aunque podría haberle dicho que no era ganarle lo que lo hacía disfrutar tanto, sino observar la fiera determinación que ella proyectaba en el juego. Como en ese momento, olvidada por completo la inminente llegada de Kane Haley y abandonada la expresión grave y distante que últimamente parecía considerar como la apropiada. Le dio unos minutos para que estudiara la distancia que había hasta la canasta, luego preguntó:
—¿Lista?
—Lista —asintió.
Alzó la pelota. Justo cuando iba a soltarla, él dijo:
—¡Espera!
Paula estuvo a punto de salir disparada del sillón. Jadeó, los ojos muy abiertos por la alarma, las gafas torcidas sobre su pequeña nariz.
—¿Qué? ¿Qué sucede? —se enderezó las gafas y miró nerviosa hacia la puerta—. ¿Viene el señor Haley?
—No. Hemos olvidado hacer una apuesta.
—No quiero apostar —lo miró con ojos entrecerrados—. No paro de recordarte que las apuestas son ilegales.
—¿Crees que sería capaz de sugerir algo ilegal? —la expresión de ella dijo que sí, pero Pedro respondió por Paula—. Claro que no. Solo pensaba en una apuesta sencilla, amistosa... quizá de un pequeño intercambio de servicios.
—¿Qué servicios? —aún se mostraba suspicaz.
—Oh, no sé... —fingió meditarlo unos instantes—. Si ganas tú, ¿qué te parece que realice un donativo navideño al refugio de mujeres para el que recaudas fondos? Un donativo «generoso» —no hacía falta decirle que el cheque ya estaba hecho y listo para ser entregado, con o sin partida.
Eso la incentivaría.
Se le encendieron los ojos, pero al instante volvió a mostrarse cauta.
—Y si pierdo...
—Si pierdes, entonces solo tendrás que hacer unas pequeñas compras navideñas por mí. Elegir algo para algunas de mis amigas.
—¿Qué amigas?
—Oh, no sé. Quizá Emma. Y Malena. Y decididamente Nancy.
En ese momento sí que mostró su desaprobación... e indecisión. Pedro necesitó un esfuerzo para mantener la seriedad. La semana anterior le había pedido que eligiera unos regalos para las mujeres con las que salía en ese momento, y ella le había respondido con una indignada charla sobre lo personal que era hacer regalos y que no le parecía adecuado hacerlos por él. Él había escuchado su argumentación y le había dado la razón, pero no tenía ni idea de qué regalarle a una mujer y además odiaba salir de compras.
Sería mucho mejor que Paula los hiciera por él. Y sabía que en realidad no le planteaba mucha elección; el refugio de mujeres significaba mucho para ella. Se metía a fondo en cosas de ese estilo. Beneficencia, la iglesia. El nuevo servicio de cuidados infantiles que Maggie Steward, la asistente administrativa de Kane, estaba añadiendo a la corporación. Cualquier cosa que considerara que mejoraría la vida de alguien captaba siempre la atención de Paula.
Bajo ningún concepto sería capaz de rechazar un posible donativo.
—¿Qué dices? —se obligó a preguntarle—. Solo tendrás que comprar algo que le guste a una mujer. Todo cargado en mi tarjeta de crédito.
—Bien —respondió con los pequeños dientes blancos apretados.
Pedro supo que la había provocado de verdad. Paula tomó un bolígrafo y escribió una línea en su bloc de notas, e incluso se tomó el tiempo de garabatear algo en el margen.
Cuando al fin terminó, soltó el bolígrafo. Lo miró con ojos centelleantes, luego clavó la mirada furiosa en el cubo. Se acomodó las gafas, apretó la mandíbula delicada y se subió las mangas del jersey marrón. Incluso se adelantó hasta situarse en el mismo borde del sillón, mientras se ajustaba el bajo de la falda marrón a cuadros que se le había subido unos centímetros por encima de las rodillas.
Volvió a levantar el brazo. Con un movimiento de la muñeca, soltó la pelota.
El misil anaranjado salió disparado hacia el cubo y cayó... a un metro de distancia.
Pedro tuvo ganas de aullar ante la frustración que vio en su cara. Estaba rígida como un bate de béisbol, con los puños cerrados a los costados. Pero en vez de reírse movió la cabeza en falsa conmiseración.
—Ah, diablos. Es una pena —comentó con simpatía. Recogió la pelota de la moqueta—. Veamos si yo consigo mejorarlo.
Duplicó la distancia desde la que había tirado Paula. Luego, con un movimiento casual, arrojó el balón. Cuando se hundió justo por el centro de la canasta asintió satisfecho. Tuvo que reconocer que era bueno. Al mirarla para ver si apreciaba en su justa medida la proeza que acababa de realizar, la sonrisa le desapareció de la cara.
Paula parecía enferma. La piel pálida se le había puesto macilenta, y mientras la observaba, la vio hacer una mueca y cruzar los brazos sobre el estómago.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
—Claro —repuso, pero la palabra terminó con un pequeño jadeo—. Me duele un poco el estómago.
Él frunció el ceño al verla juntar más los brazos.
—¿Qué quieres decir con dolor? —quiso saber—. ¿Como una apendicitis?
—No. En serio... estoy bien.
—Hay un virus muy fuerte de la gripe...
—No es nada —insistió, desterrando su preocupación con un movimiento de la mano.
Sin embargo, un segundo más tarde se llevó la misma mano a la boca, con los ojos muy abiertos por la alarma. Se levantó de un salto, miró en la dirección del cubo, que aún seguía recubierto por la estúpida red, y salió corriendo por la puerta.
UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 1
VAMOS, Paula.
—No.
—¿Por qué no? Nos sobra tiempo...
—No, no nos sobra —erguida en el sillón, Paula Chaves evitó los ojos de su jefe del otro lado de la amplia mesa de roble. Con la vista clavada en el horizonte de Chicago, visible por la ventana más allá de los anchos hombros de él, añadió—: El señor Haley podría venir en cualquier momento, y lo último que quiero es que el presidente de la compañía nos sorprenda tonteando.
—No llegará hasta dentro de treinta minutos...
—Veinte.
—Veinte. Es tiempo suficiente —Pedro Alfonso estudió la expresión inflexible de su secretaria—. Vamos, Paula, me ayudará a relajarme. La operación Bartlett me está estresando mucho.
Incapaz de evitarlo, Paula lo miró a la cara. Los ojos oscuros de él se encontraron con los suyos, y el estómago le dio un vuelco que no tenía nada que ver con los nervios que habían estado dominándola toda la mañana. Apartó la vista de esa mirada intensa, se subió las gafas sobre el puente de la nariz y lo observó, tratando de evaluar la verdad de la afirmación que acababa de hacer.
La verdad es que no parecía estrenado. Como de costumbre, estaba reclinado en su sillón con las piernas extendidas y las manos metidas en los bolsillos de su traje gris a medida. Aunque quizá sí sintiera la presión. Nadie mejor que ella sabía lo tenso que podía ser trabajar en la empresa contable Kane Haley, S.A., y a Pedro, como vicepresidente de Fusiones y Adquisiciones, se le planteaban suficientes retos.
Por otro lado, nadie mejor que ella sabía lo bueno que era Pedro para salirse con la suya. Ni siquiera la expresión absurdamente esperanzada que había puesto podía ocultar la obstinada determinación marcada en las líneas de su rostro. Pedro Alfonso era duro, y lo parecía... desde la complexión musculosa y compacta de su cuerpo de un metro ochenta hasta la inteligencia astuta y cínica que brillaba en sus ojos castaños.
Al captar un destello divertido en sus profundidades, Paula se puso aún más rígida.
—Pues a mí no me relaja —intentó que su voz suave sonara firme e implacable—. Yo solo termino con un montón de frustración.
—No pasará esta vez... lo prometo —afirmó él con celeridad.
Ella miró el bloc de notas y volvió a subirse las gafas que se habían deslizado por su nariz. Se concentró en el papel, fingiendo que añadía más cosas a la lista que había confeccionado.
—Incluso te dejaré salir.
Le tembló el bolígrafo. Para su propio disgusto, sintió que se ablandaba. Se mordió el labio mientras trataba de no ceder.
—Por favor, Pau... —la voz profunda de él se tornó persuasivamente ronca.
Los últimos vestigios de resistencia se desmoronaron. En los tres años que llevaba trabajando para Pedro, jamás había sido capaz de resistir ese tono entre exigente y suplicante.
No supo por qué creía que ese día iba a ser diferente.
Plantó el bloc de notas sobre el escritorio.
—De acuerdo... tú ganas. Jugaré una partida... ¡pero solo una! Y por el amor del cielo, que sea rápida.
Pedro se puso de pie de un salto con expresión de triunfo en la cara.
—¡Estupendo! Siéntate a mi escritorio. Prepararé las cosas.
Paula fue a ocupar el sillón de él. La piel magnífica aún retenía la calidez del cuerpo de Pedro; suspiró cuando el calor la ayudó a desterrar los pequeños escalofríos de sus extremidades. Ni siquiera el grueso jersey marrón ni la larga falda de lana que llevaba ese día la ayudaban mucho a estar templada.
Cruzó los brazos sobre el estómago cuando otro aguijonazo de dolor le tensó los músculos. No podía ser la gripe... no en ese momento. Desterró el inquietante pensamiento de que pudiera tratarse de otra cosa, algo más serio. No tenía tiempo para encarar ningún problema personal. Había demasiado trabajo. La reunión con el señor Haley esa mañana, las futuras reuniones que debía arreglar para preparar la adquisición Bartlett. Los contratos, la decoración para la fiesta de Navidad... la lista era interminable. Y por encima de todo tratar de manejar a un jefe que insistía en perder un tiempo precioso.
Observó a Pedro mientras se alejaba unos dos metros sobre la mullida moqueta para depositar la papelera metálica vacía en ese punto. Luego volvió hacia ella y de un cajón del escritorio sacó una pequeña canasta anaranjada con red.
Paula movió la cabeza al ver la satisfacción en su rostro mientras se ponía en cuclillas para acoplarlo al borde de la papelera.
—¿No te cansas nunca de estos juegos tontos?
—No —respondió sin molestarse en alzar la vista de lo que hacía—. Me gusta ganar.
—Lo más probable es que termines con una úlcera —le informó, y el pensamiento le provocó otra oleada de náuseas—. Eres demasiado competitivo.
UNA MUJER DIFERENTE: PROLOGO
Paula no podía creer que su jefe creyera que estaba embarazada, pero lo que realmente le había molestado era que Pedro parecía aliviado al enterarse de que no era así; era como si pensara que nadie podría quererla lo suficiente como para desear querer tener un hijo con ella.
Así que, para superar la ofensa, Paula decidió hacer todo lo posible para dejar con la boca abierta a su irresistible jefe.
En cuanto viera a la nueva Paula, Pedro no dudaría que cualquier hombre se moriría por estar con ella.
domingo, 5 de julio de 2015
MI ERROR: CAPITULO FINAL
Durante las Navidades acudieron a una iglesia para darle las gracias a quien fuera por acordarse de ellos. Y después, mientras Miranda y Daniela viajaban por países exóticos explorando las posibilidades del documental, Pedro y Paula pasaron un fabuloso mes solos.
Lo pasaron en grande haciendo planes para su nueva casa, relajados el uno en la compañía del otro, descubriendo los sencillos placeres del matrimonio por primera vez.
Cocinando juntos, durmiendo juntos, paseando del brazo…
Fue muy duro separarse mientras filmaban el documental, pero emocionante también. La nueva confianza de Paula le daba una madurez que había despertado interés por el documental incluso antes de que se estrenase.
Cuando Miranda y ella estaban ayudando a Daniela en el parto, y dándole la bienvenida al mundo a su nuevo sobrino, ya habían conseguido media docena de nominaciones.
Pero la noche que ganaron el primer premio, Paula estaba en el hospital con contracciones.Pedro a su lado, ayudándola, completamente sereno hasta que el médico le puso a su hija en los brazos.
Entonces, mudo de emoción, sólo pudo mirar a Paula con lágrimas en los ojos.
—Es tan pequeña, tan indefensa… como un cachorro —murmuró cuando por fin pudo hablar.
—Deberíamos llamarla Olivia —sugirió Paula.
—Olivia… bonito nombre. Pero Miranda y Daniela están esperando noticias…
—¿Te importaría llamar también a Clara y Simone? Dijeron que podíamos llamarlas a cualquier hora del día o de la noche.
—Ahora mismo. Quiero contarle a todo el mundo que soy padre —sonrió Pedro, poniendo a la niña en sus brazos—. ¿Te he dicho que te quiero, Paula? —susurró, besando su frente.
—Con cada palabra de ánimo, mi amor —ella tomó su mano y besó la palma, donde le había clavado las uñas—. Y, sobre todo, cuando lloraste.
Pedro miró a su mujer que, agotada, empezaba a cerrar los ojos.
—Te prometo que no hay un solo hombre en la tierra que se sienta más amado, más bendecido que yo en este momento —le dijo, bajito, para no molestarla.
Fin
MI ERROR: CAPITULO 24
Cuando sonó el timbre, Paula apagó el secador.
—Seguro que son los de la mudanza pidiendo una taza de café. ¿Puedes abrir, Daniela?
—Sí, claro.
Paula se pellizcó las mejillas para darles un poco de color y se puso unos pendientes. Y entonces se dio cuenta de que todo estaba en silencio.
—¿Daniela?
—Tu hermana se ha ido con Miranda a comer.
Paula se dio la vuelta, sobresaltada. Pedro estaba en la puerta de la habitación, mirándola.
—En el mensaje decías que querías verme para hablar del futuro.
—Pero si lo envié hace dos segundos…
—Estaba abajo.
—Pero el piso está vacío. Lleva semanas vacío…
—No, ya no. Acabo de tomar posesión de mi última adquisición. ¿Para qué querías verme, Paula?
—¿Has comprado el piso de abajo?
—En realidad, he comprado toda la casa —contestó él, impaciente—. Toda menos este piso. ¿Te molesta?
—Depende de la razón. ¿Piensas venirte a vivir aquí?
—Sí… no… —Pedro sacudió la cabeza—. Mira, si quieres que hablemos del divorcio…
—¿Qué? No, no —Paula tomó una bolsa de seda de la cómoda—. Toma, es para ti.
—¿Qué es?
—Ábrelo y lo verás.
Encogiéndose de hombros, Pedro se aflojó la corbata y colocó la bolsa sobre la cama. En cada compartimento de la bolsa había una barrita de plástico. Cada una, ligeramente diferente a la anterior. Él nunca había visto una de cerca, pero no había que ser un genio para adivinar lo que eran. Lo que no entendía era qué hacía Paula con ellas. Hasta que vio la última. Donde decía una sola palabra.
Embarazada.
Pensaba que sabía lo que era el dolor, que sabía de cuántas maneras podía partirse un corazón. Pero en aquel momento supo que no era así.
—Oh, amor mío… —Pedro cayó de rodillas, abrazado a su cintura—. ¿Qué has hecho?
—¿Yo?
—¿Ha sido un donante? ¿Estabas tan desesperada?
—No… no lo entiendes, Pedro. Esto es un milagro. Tú pediste uno, ¿te acuerdas? Para mí —Paula se puso de rodillas para mirarlo a los ojos—. Es tu hijo, Pedro. Nuestro hijo.
—¿Nuestro hijo? —repitió él, confuso—. Pero yo no…
—Pensé que el médico te había dicho que la vasectomía era irreversible. Que no se podía hacer nada.
—No. Él hizo lo que pudo, pero me advirtió que no podía garantizarme nada.
—Habríamos tenido alguna oportunidad si yo no hubiera estado tomando la píldora durante los últimos tres años, ¿no te parece? —sonrió Paula.
—Pero… tú querías un hijo. ¿Por qué tomabas la píldora?
—Vi tu cara, Pedro. No tenías que decirme que no querías hijos. Pasé veinticuatro horas sola en una isla acostumbrándome a la idea. Y, al final, decidí quedarme contigo. No por dinero ni por seguridad, sino porque te quería.
—Yo no sabía…
Paula lo interrumpió con un beso.
—Ya lo sé.
—¿Dejaste de tomar la píldora cuando te fuiste de casa?
—Ya no la necesitaba —sonrió ella—. No pensaba acostarme con nadie más.
—Y espero que siga siendo así —dijo Pedro, apartándose luego para mirarla a los ojos—. ¿Nuestro hijo?
—Pedro, los niños necesitan padres que los quieran. Sé que esto no era lo que tú deseabas y quiero que sepas que puedo hacerlo sola…
—No tendrás que volver a hacer nada sola, Paula. Tienes razón, esto es un milagro. Pero el mayor milagro no es que me quisieras lo suficiente como para quedarte, sino que encontrases valor para dejarme. Para obligarme a reconocer la verdad. Te quiero, Paula Chaves y quiero a nuestro hijo. ¿O vas a decirme que yo no soy el primero, que tu hermana sigue siendo lo más importante?
—Fue Daniela quien me pidió que te llamara.
—¿En serio?
—Y te advierto que está planeando unas Navidades de película.
—Si estoy contigo me da igual pasar las Navidades en una tienda de campaña en el desierto. Pero mi plan es restaurar la casa poco a poco. Hacerla tan acogedora que te enamores de ella.
—¿Y la casa de Belgravia?
—¿Volverías allí?
—Prefiero una tienda de campaña.
—Entonces, es historia.
—¿Estás seguro?
—No he estado más seguro de nada en toda mi vida. Ojalá pudiera borrar los últimos tres años para empezar de nuevo…
—¿Lo dices de verdad?
—Con todo mi corazón.
Seguían de rodillas en el suelo, cara a cara, y Paula tomó la suya entre las manos.
—Yo, Paula Chaves, te acepto, Pedro Alfonso, como esposo, para amarte y honrarte. En la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe…
Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando Pedro repitió la promesa que había hecho tres años antes:
—A partir de este momento —musitó, buscando sus labios— y hasta el fin de nuestros días.
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