martes, 7 de julio de 2015
UNA MUJER DIFERENTE: CAPITULO 3
CUANDO unos minutos después Paula salió del aseo de señoras, se sentía mucho mejor. Se había refrescado la cara con agua fría, limpiado la boca y estaba segura de que podría terminar el día. Pero entonces vio a Pedro apoyado en la pared con el abrigo negro puesto. Sobre un brazo sostenía el abrigo y la bufanda marrones de ella, y en la otra mano el bolso.
Se irguió al verla.
—Muy bien, vámonos —indicó antes de que ella pudiera hablar—. Estás enferma y te llevo a casa.
—No estoy enferma —contradijo, y de forma automática alargó la mano hacia su bolso.
Él se lo entregó y la ayudó a ponerse el abrigo. Luego la tomó con firmeza del brazo y la guió por el pasillo en dirección a los ascensores.
—Pedro... ¡aguarda! Ya estoy mejor —le dijo tratando de plantarse.
—Me alegra oírlo —respondió, pero no dejó de andar.
Cuando llegaron a los ascensores, siguió sin darle oportunidad de discutir, ya que la introdujo en uno antes de que a Paula se le ocurriera un modo de convencerlo de que estaba bien.
Las puertas se cerraron y él la miró.
—Estás blanca como un fantasma,Paula —soslayó las protestas que opuso y le pasó la bufanda por el cuello—. Te llevo a casa. No quiero que conduzcas.
—¡No hace falta! —se bajó los bordes de lana de la boca—. El señor Haley...
—Lo entenderá. Le dejé un mensaje en el que le explicaba que no te sentías bien. Como es viernes, dispondrás de todo el fin de semana para descansar.
Paula abrió la boca para volver a protestar, pero la cerró al mirar la cara de Pedro. El tono sonaba amable, pero la expresión en los ojos le indicaba que hablaba en serio.
Suspiró y decidió volver a intentarlo.
—Puedo tomar un taxi. O el autobús. O quizá Jay pueda llevarme.
—¿Quién es Jay? —la miró con las cejas enarcadas.
—Jay Leonardo, me trajo esta mañana. Vive al lado de mi casa.
—¿Qué le pasa a tu coche? —preguntó mientras el ascensor se detenía en la planta catorce. Las puertas se abrieron para dar entrada a otro pasajero.
—No estoy segura —informó Paula—. Tardó en arrancar y Jay se ofreció...
—Vaya, hola, Pedro —interrumpió una voz sensual.
Paula alzó la vista. De pie ante las puertas abiertas había una rubia que miraba a Pedro con expresión encantada.
Él esbozó una sonrisa.
—Hola, Nancy —saludó.
La rubia entró en el ascensor y de inmediato se pegó a él.
«Como una serpiente», decidió Paula. «Con bastante busto».
Cuando las puertas se cerraron, clavó la vista al frente.
Trataba de evitar mirar en los espejos que los rodeaban. Al final bajó la vista a sus uñas sin pintar, hasta que no le quedó más remedio que ceder. Miró los reflejos en el espejo y pensó que era como si fuera invisible.
Pedro se hallaba a su lado, pero no la miraba. Toda su atención se centraba en la mujer que tenía del otro lado... y la de la rubia estaba clavada exclusivamente en él.
Ninguno de los dos casos la sorprendió. La mujer estaba preciosa en su caro y ceñido traje azul. Unos tacones de aspecto frágil exhibían sus diminutos pies y del brazo llevaba una piel. Esbelta, sofisticada, tenía por lo menos diez años más que los veinticuatro de Paula e irradiaba la seguridad que sin duda le habían dado esos años. Y en cuanto a Pedro...
Paula lo estudió. Le sonrió brevemente a la recién llegada y los dientes perfectos le brillaron. Unas arrugas seductoras se formaron en sus enjutas mejillas... También él estaba... bien.
Apartó la vista para clavarla en su propia imagen. Con su aburrido abrigo de paño, la bufanda a rayas y los cómodos zapatos bajos, parecía un tocón. Un tocón peludo y marrón.
—¿Qué haces por aquí? —le preguntaba Pedro a Nancy.
—Tenía una cita con mi contable en la planta catorce y pensé en pasar por tu despacho para preguntarte si querías que comiéramos juntos. Hace un tiempo que no sé nada de ti —murmuró con tono reprobatorio y párpados entornados.
«Mal jugado», pensó Paula. Pedro no animaba a sus citas a visitarlo en el despacho. En una ocasión le había explicado que eso las volvía territoriales. Como si fuera la señal, la expresión de sus ojos se enfrió. Pero respondió con tono amable:
—Sí. He estado bastante ocupado.
—Aún tienes mi número, ¿verdad? —insistió la rubia. Le tocó levemente el brazo.
—Lo tengo en la memoria del teléfono —le aseguró.
Paula trató de convertir el súbito bufido en algo parecido a una tos.
—Lo siento —se disculpó cuando ambos la miraron por el espejo.
Los ojos de Pedro permanecieron sobre ella.
—Te presento a mi secretaria —anunció de repente, como si acabara de recordar que también ella iba en el ascensor. Rodeó los hombros de Paula con un brazo y la giró hacia ellos—. Creo que has hablado con ella por teléfono. Paula, Nancy. Nancy... Paula.
Paula extendió educadamente la mano. La rubia la había estrechado con renuencia cuando Pedro añadió:
—Me temo que hoy no voy a poder comer contigo. Me llevo a Paula a casa. Ha estado enferma... vomitando y todo eso.
Paula se ruborizó y la otra mujer apartó la mano. Nancy dio un paso atrás, miró hacia los lados como si buscara una salida y luego tocó el panel de botones.
El ascensor se detuvo en seco.
—He de... ah, bajar aquí —la rubia esquivó a Paula—. Nos vemos, Pedro. ¡Llámame! —dijo antes de desaparecer por el pasillo.
Pedro apretó un botón y las puertas volvieron a cerrarse.
Paula miró con ojos centelleantes la expresión de inocencia de él en el espejo.
—Te agradecería que no me usaras como repelente de rubias —dijo con tono helado.
—¿Crees que haría algo así? —preguntó con mirada risueña y voz seria.
—¡Sí! —irritada por su actitud, se volvió hacia los botones—. Y tengo mejores cosas que hacer que tontear, así que si no te importa, me gustaría regresar a la oficina y...
Le tomó la mano antes de que pudiera apretar el botón justo en el momento en que el ascensor volvía a detenerse. Las puertas se abrieron en la planta baja. Pedro se aferró a su brazo. La hizo marchar por el vestíbulo y por la salida al frío aire de diciembre.
Las bocinas y el tráfico rugieron en la calle. Pedro se detuvo un momento para subirle la bufanda alrededor de los oídos, y le apartó las manos cuando ella trató de detenerlo. Luego, satisfecho con sus esfuerzos para mantenerla abrigada, la tomó otra vez del brazo para conducirla hacia el aparcamiento.
A Paula le resbalaban los pies sobre el pavimento helado. El apretón de Pedro se acentuó para equilibrarla.
—Deberías haberte puesto botas —murmuró él.
—¡No me diste la oportunidad! Las tengo debajo de mi escritorio —era típico de Pedro culparla cuando la precipitación había sido suya.
Le tomó la mano al verla resbalar otra vez y le pasó el brazo por la cintura. Casi cargó con ella por la acera helada.
—¿Y qué me dices de tus guantes? —enarcó las cejas y le apretó las dedos fríos para recalcar la pregunta—. ¿También están en tu escritorio?
Paula apretó los labios. Él sabía que no era así; aquella mañana la había reprendido por no llevarlos. Decidió no responderle y concentrarse en intentar mantener el equilibrio.
Al llegar al lustroso coche negro, trató de decirle otra vez que podía ir a casa sin su ayuda, pero él no le hizo caso y le abrió la puerta para meterla dentro con gentileza y firmeza.
Paula cruzó los brazos y observó cómo la ciudad pasaba por delante de la ventanilla. Cuando Pedro metió un CD en el reproductor del coche, lo miró de reojo. Una canción rock salió de los altavoces, mientras él seguía el ritmo con los dedos sobre el volante.
Sabía que no tenía que indicarle cómo llegar al apartamento.
Después de todo, era Pedro quien se lo había encontrado.
Poco después de convertirse en su secretaria, había condenado el primer apartamento de Paula, sin verlo, por considerar que se hallaba en una zona «peligrosa». Luego le había recomendado el apartamento que ocupaba en ese momento. Pedro había crecido en la ciudad y conocía Chicago. El alquiler del edificio de estilo victoriano rehabilitado era un poco superior a lo que quería pagar, pero después de escuchar durante una semana sus historias de terror acerca del barrio donde estaba situado su primer apartamento, terminó por aceptar sin rechistar.
Suspiró aliviada cuando se detuvieron delante del edificio. Él ya podría regresar al trabajo. Antes de abrir la puerta, lo miró.
—Te agradezco...
—No te muevas —ordenó al apagar el motor—. Te acompañaré.
La casa había sido dividida en cuatro apartamentos; el de Paula era uno de los dos que ocupaban la segunda planta.
Mientras subían la escalera exterior que se había añadido para brindar una entrada independiente, se preguntó si lo había ordenado antes de salir aquella mañana. Consternada, pensó que lo más probable era que estuviera hecho un desastre. No se había sentido muy bien al levantarse, tampoco la noche anterior.
Se detuvo en el rellano con la llave en la mano, con la esperanza de que Pedro la despidiera allí.
—Gracias por...
—Dámelas —interrumpió, quitándole la llave. En menos de cinco segundos abrió la puerta y entró detrás de ella.
Paula inspeccionó el apartamento mientras trataba de quitarse el torniquete de la bufanda que Pedro le había enrollado al cuello. El salón tenía un diseño abierto con la cocina. Decidió que no estaba tan mal. Había dejado un par de puertas de armario abiertas y los platos del desayuno en el fregadero, pero nada importante.
Aliviada, miró a Pedro para tratar de darle otra vez las gracias y lo sorprendió con la vista clavada en la ropa limpia que tenía doblada sobre una silla. Justo encima estaba el sujetador de algodón blanco.
Un rubor encendido invadió su rostro. Se dirigió hacia la silla con la intención de meterlo debajo del resto de ropa. Pero justo cuando lo tomaba, Pedro volvió a hablar.
—¿Dónde está el termostato? —preguntó entrando en el salón—. En el pasillo, ¿verdad? Calentemos el apartamento.
Desapareció por el pasillo y Paula lo siguió a la carrera. Lo alcanzó frente al termostato situado al lado de la puerta del dormitorio... abierta. Gimió al mirar dentro. La cama estaba deshecha, el camisón de franela sobre las sábanas y la ropa interior en el suelo.
Cerró de golpe para bloquear la visión de Pedro. Él no pareció darse cuenta. Ajustó el termostato a su satisfacción y se volvió para regresar al salón. Paula lo siguió, aliviada de que al fin fuera a marcharse.
Al llegar al diminuto recibidor, logró decir:
—Gracias por traerme a casa.
—De nada —respondió con tono igual de solemne—. ¿Quieres ir a la cama?
Ella se quedó boquiabierta y lo miró sobresaltada.
—¡No! Quiero decir, sí... haré justo eso... en cuanto te vayas —instintivamente se llevó las manos a las mejillas para cubrirse el rubor por haber malinterpretado su pregunta, pero de inmediato las bajó al darse cuenta de que en una de ellas aún sostenía el sujetador. Se lo llevó a la espalda y cerró los ojos abochornada. Pedro no iba a parar de burlarse de ella, algo que en circunstancias normales ya le gustaba, y el cielo sabía que acababa de darle un montón de municiones. Alzó los párpados y lo miró aterrada, a la espera de que comenzara de inmediato.
Pero no lo hizo. Quizá por la aprensión en su cara o porque se apiadara de ella debido a que considerara que tenía la gripe.
Fueran cuales fueren sus motivos, simplemente dijo:
—Bueno, me marcho, así que ve a meterte en la cama —alargó la mano al picaporte y se detuvo. La miró, le alzó el mentón y la obligó a mirarlo—. Y si todavía estás enferma, olvídate de ir al trabajo el lunes. Es una orden, Paula.
La soltó y se fue. Paula echó el cerrojo y aliviada se hundió contra la puerta; la piel le hormigueaba por el contacto de él.
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