sábado, 27 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 35




Pedro salió del ascensor. Había llegado temprano, así que se sorprendió al ver el suéter de Eva colgado del perchero.


Su madre avanzó por el pasillo y le sonrió.


—Cómo me alegra verte dos días seguidos —dijo Pedro con cierto sarcasmo—. ¿Eduardo no te necesitaba hoy?


—No, pero eso me recuerda una cosa. Quería decirte que voy a empezar a salir con tu padre.


—¿Vas a… qué?


—Me parece muy mono.


Pedro negó con la cabeza.


—Estás loca, ¿lo sabías?


—Sí —Eva lo miró de arriba bajo—. Mmm.


Santo cielo, él detestaba esa expresión.


—¿Qué?


—Bueno, no te mires ahora, pero de pronto pareces una persona normal. Pareces… feliz.


—Sí. Soy feliz. Soy feliz de que te hayas presentado dos días seguidos.


Eva se cruzó de brazos y se apoyó contra la pared.


—¿Quieres saber lo que estoy pensando?


Él suspiró largamente.


—¿Si te digo que no, me dejarás en paz?


—Creo que estás practicando el sexo.


—Mamá —dijo con énfasis mientras se tapaba los oídos.


Ella se echó a reír.


—Bueno, ya era hora, hijo. ¿No te parece sorprendente lo poco que hacemos por nuestro espíritu?


Lo que Paula y él habían compartido no había sido «poco».



—¿Vas a volver a verla?


—¿A quién?


—¿A quién? —dijo ella mientras alzaba las manos—. ¿Sabes qué? Si no quieres, no me hables.


—Eres tú la que me estabas hablando a mí.


—Bueno, siento haberlo hecho —fue a darse la vuelta, pero se lo pensó mejor—. ¿Sabes cuál es tu problema?


—Esto… —empezó a decir Pedro—. ¿Es una pregunta con segundas?


—Piensas en blanco y negro, ése es el problema. ¿Pues sabes qué, Pedro? La vida no es de esos colores. El amor no es de esos colores.


—Mamá, de verdad, no tiene sentido lo que me dices.


—Y hay más aún; si crees que puedes cometer el mismo error que cometí yo e ignorar lo que te dicta el corazón durante treinta años, estás equivocado. ¿Me has oído?


Él resopló con frustración.


—Sólo fue una noche.


Y también lo del cuarto de baño. Jamás volvería a mirar sus baldosas del mismo modo. En realidad, se había estado preguntando esa mañana si podrían intentarlo en el almacén…


—Oh, cariño. Escúchame. Sé que te hicieron daño en el pasado —dijo Eva, acariciándole la mejilla—. Dios, claro que lo sé. Y he visto cómo te cerrabas al mundo, cómo te aislabas, y me estaba matando. Pero eres tan valiente, tan fuerte… Sin duda, un hombre como tú debe tener la sabiduría de volver a intentarlo.


—Mamá…


—No es posible que creas que uno sólo tiene una oportunidad en el amor…


—Mamá…


—No te engañes —le dijo—. Por favor, no. Paula no es como Lorena. No lo es.


Bueno, en eso no se equivocaba. Paula era distinta. En primer lugar, no era una asesina. Pero más que eso, no era una mujer que fuera buscando una noche de placer, y ése era el problema. Si continuaban, él le haría daño, y hacerle daño era lo último que deseaba.


Ella no era la mujer que le convenía; era demasiado alegre, demasiado feliz, demasiado… demasiado todo lo que le hacía feliz a él. Y no quería aceptarlo. No por ella, sino porque ya no había ninguna mujer para él; eso no era posible.


El timbre del ascensor sonó y Pau salió por las puertas. 


Cruzó las puertas de cristal, y a Pedro le llevó un momento averiguar lo que pasaba. Esa mañana no sonreía como era costumbre en ella.


—Hola —le dijo ella nerviosamente.


¿Nerviosa Pau?


—Eduardo me ha llamado esta mañana. Ah, toma… —le dijo, colocando una bolsa de donuts sobre la mesa—. Te he comprado para dos días.


Eva miró a Pau y después a Pedro, antes de avanzar por el pasillo.


—Os voy a dejar un momento a solas.


—¿Y por qué necesitamos un momento a solas? —preguntó Pedro, que tenía un mal presentimiento en las entrañas—. ¿Y por qué me has comprado donuts para dos días? —le preguntó, volviéndose hacia Paula.


—Porque ya no voy a trabajar aquí —dijo Paula en voz baja—. Margarita debe de estar a punto de llegar…


El timbre del ascensor sonó de nuevo y, cuando se abrieron las puertas, salió Margarita. Era una mujer grande con pelo canoso y el pelo recogido con un moño alto, con unas gafas pequeñas colocadas al final de la nariz y, según decía Pedro, un ceño perpetuo.


Tan sólo hacía unas semanas le había parecido lo mejor del mundo. Trabajaba sin descanso, sólo le hablaba cuando era necesario y nunca se ponía nada tan sexy como para que él no pudiera trabajar, pensar o hacer nada salvo arrastrarla hasta su despacho y encerrarse con ella en el cuarto de baño.


Atravesó las puertas de cristal y lo saludó con un movimiento de cabeza, entonces soltó su bolso sobre la mesa y se sentó.


—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Pedro.


—Lo que hago siempre cuando necesitas una empleada eventual. Buscar los archivos que me dejas preparados.


—Pero…


Paula le puso la mano en el brazo.


—Eso es lo que estoy intentando decirte. Tienes lo que querías. Eduardo te ha devuelto a Margarita —dijo Paula.


Los dos miraron a Margarita. Margarita los miró a ellos.


—Eduardo me llamó esta mañana —continuó Paula—. Me va a enviar a otro trabajo. Adiós, Pedro.


Y entonces, increíblemente, se dio la vuelta en dirección a las puertas de entrada a la oficina.


—Espera —Pedro negó con la cabeza para intentar aclararse, pero ella seguía avanzando hacia las puertas de cristal; se adelantó y le agarró la mano—. ¿Qué es lo que acabas de decir?


—Oh, Pedro. Jamás te olvidaré —murmuró, y le tocó la cara—. Me lo he pasado muy bien.


Ella se soltó de él y cruzó las puertas en dirección al ascensor, que seguía abierto. Se metió dentro y apretó el botón de la planta baja. Tenía los ojos sospechosamente brillantes, pero sonreía cuando se dio la vuelta para despedirse.


—Adiós. Buena suerte.


Eso sonaba como un adiós muy final. Incluso si, y no creía que su padre hubiera podido hacer eso, no fuera a trabajar más para él, eso no significaba que no pudieran verse más, ¿no?


Y en cualquier caso, quería que trabajara para él. Quería esas sonrisas alegres, quería oírle hablar, cantar, reírse.


La quería… a ella. ¡Maldición!


Las puertas del ascensor se cerraron, y ella desapareció así, sin más.


Se volvió y se quedó mirando a Margarita. Ella se le quedó mirando con aquella cara seria. Sabía que Margarita jamás sonreía en el trabajo. Tampoco cantaba. De hecho, a veces apagaba incluso el equipo de música, a menudo dejaba las persianas bajadas.


Y odiaba los donuts. De pronto lo pensó bien y se dijo que eso era casi un sacrilegio.


—¿Dónde están los archivos de hoy? —le preguntó en tono práctico.


Siempre le había hecho un buen trabajo, siempre había acudido cuando él la había necesitado y era una trabajadora estupenda, pero…


No era Pau.


Y, se daba cuenta, no tenía nada que ver con el trabajo en absoluto y todo que ver con la sensación que tenía en el corazón, como si se lo hubieran partido en dos.


Como había tenido esa sensación antes, se preparó para sentir el frío.


Pero no ocurrió.


En lugar de eso, experimentó una certidumbre de que esa vez, si iba mal, sólo podría echarse la culpa a sí mismo.


Corrió a la puerta.


—¿Señor Alfonso?


—Tómate el día libre, Margarita.


—¡Señor Alfonso!


Él agitó la mano, incluso añadió una sonrisa.


—Vamos, yo te pago el día libre. Ve a hacer algo que no hagas normalmente.


—Bueno —dijo pestañeando; entonces, por primera vez delante de él, Margarita sonrió—. Haga usted lo mismo, señor Alfonso.


Eso era lo que planeaba.






EN SU CAMA: CAPITULO 34





—Carolina —Paula sacudió a su hermana antes de subirse a la cama—, despierta.


Carolina bostezó.


—Toma lo que quieras de mi armario. Sin hacer ruido.


—Puedo elegir entre las islas griegas durante tres meses o quedarme y hacer el ridículo totalmente delante de Pedro.


Carolina abrió los ojos.


—¿Cómo has dicho? —le preguntó.


Paula suspiró.


—Las islas griegas, o un dios griego en mi cama.


—Qué dilema. Háblame acerca de la opción por la que te pagan.


—Eduardo tiene un empleo para mí en un yate. Pero…


—Pero… No me digas que ese «pero» es Pedro —Carolina se sentó, miró a Paula a la cara y suspiró—. Es Pedro.


Paula sonrió también.


—Sí —reconoció.


—¿Así que tengo que escoger entre un exótico paraíso mediterráneo o un hombre que estoy segura de que no es lo bastante bueno para ti?


Eso consiguió que Paula soltara una risotada.


—Sí pero, recuerda, es mi decisión.


Su hermana asintió con expresión divertida.


—¿Entonces por qué me lo preguntas a mí? —le preguntó.


—Mmm…


No le faltaba razón.


—Bueno, yo voto por ninguna de las dos cosas, si aún te interesa mi opinión —dijo Carolina.


—¿Sabes qué? Ya no —Paula abrazó a su hermana—. Pero, de todos modos, gracias —le susurró—. Gracias por estar siempre ahí.


—¡Espera! —gritó Carolina cuando Paula fue hacia la puerta—. ¿Cuál de las dos será?


Si al menos lo supiera ya.


—Ya te lo diré.


—¡Paula! ¡Vuelve! Mamá y yo hemos hablado y decidido que deberías trabajar para papá. Ha prometido que te dará tus vacaciones anuales de quince días, seguro médico y…


Paula cerró la puerta con suavidad. Haría todo aquello sola; y sorprendería a todos. Incluso a sí misma.






viernes, 26 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 33






A la mañana siguiente, Paula estaba vistiéndose para ir al trabajo cuando sonó el teléfono. Era Eduardo.


—Tengo que pedirte un favor —le dijo él—. Tengo un cliente que necesita una persona para que le lleve la contabilidad. Es algo confidencial y él no se fía de nadie. Me ha pedido que le envíe a mi mejor empleada, y tú eres la mejor, Paula. ¿Te interesa?


—Bueno —las palabras de Eduardo la pillaron desprevenida—. Pero aún me quedan hoy y mañana con Pedro y…


—Sí, bueno, sé que ha sido una carga horrible para ti trabajar con mi hijo. Hice mal cuando te pedí que lo hicieras, así que imaginé que este sería un modo de
descargarte. Con este trabajo vas a ganar el doble, además te proporcionará lo único que me pediste cuando firmaste para trabajar conmigo.


—¿Y qué era eso? —preguntó Paula, que no era capaz de pensar en nada que no fuera que ya no iba a trabajar más con Pedro.


No importaba. No era como si por ello no pudieran continuar viéndose si los dos quisieran. Y ella sí que quería.


¿Pero y él?


¿Querría continuar con lo que habían empezado? Dado el calor que generaban, dado su modo de tocarla, de abrazarla, Paula diría que sí, que parecía interesado en continuar viéndola.


Pero sólo sería físico. Si sentía algo más que eso, que sospechaba que sí tanto como ella, Pedro no querría abordarlo, menos aún reconocerlo.


—Querías viajar —dijo Eduardo—. Querías aventuras. Creo que este trabajo te gustará, ya que es en un yate por las islas griegas.


Paula se sentó en su cama.


—¿Cómo?


—Es un trabajo de tres meses, y sé que te lo vas a pasar en grande.


Paula se quedó inmovilizada.


—¿Tres meses? —repitió—. ¿En las islas griegas?


—Mi viejo amigo es un viajero. En este momento está navegando por las islas griegas con su negocio financiero montado justo a bordo. ¿No te resulta emocionante?


Dios mío. Emocionante no era la palabra adecuada. Pero…


—Esto matará dos pájaros de un tiro —dijo Eduardo—. Pedro volverá a tener a su empleada eventual favorita, Margarita, y tú obtendrás también lo que buscabas. Perfecto, ¿no te parece?


—Perfecto —Paula concedió en voz baja.









EN SU CAMA: CAPITULO 32





Cuando Paula se despertó, estaba sola. Bueno, sola hasta que su hermana encendió la luz de su dormitorio después de entrar en la casa, cosa que hacía varias veces por semana, y fue directamente al ropero de Paula.


—¿Sigues teniendo esa falda vaquera? —le preguntó Carolina, que primero miró en el armario y después se volvió para buscar entre la ropa que estaba apilada en la silla junto a la cómoda—. Me gustaría que me devolvieras las cosas que me pides prestadas… Maldita sea, aquí está. ¿Está limpia? —le preguntó mientras levantaba la falda, que sacudió para volver a mirarla mejor.


Finalmente pareció fijarse en Paula, que estaba tumbada en silencio en su cama.


—¿Qué te ocurre? —le preguntó Carolina.


¿Qué pasaba? Paula pensó en su situación. Sentía todo su cuerpo cálido, saciado y satisfecho. No estaba mal. Sólo echaba de menos el que Pedro se hubiera marchado, seguramente poco después de su último encuentro en la ducha, poco antes del amanecer.


—Paula —dijo su hermana, de pie ya junto a la cama, con los brazos en jarras—. ¿Por qué no me dices nada?


—Supongo que estoy dormida —Paula fue a salir de la cama, pero se acordó de que estaba desnuda.


Carolina entrecerró los ojos.


—Vas a llegar tarde al trabajo, ¿no?


De algún modo no pensaba que a Pedro le importara. Como no podía levantarse hasta que no se largara Carolina, se tapó con la sábana hasta la barbilla.


—Quiero dormir unos minutos más —dijo Paula.


—Como tú quieras. Pero te he dejado el desayuno en la cocina.


—No hacía falta que me lo trajeras.


—Sólo es un bollo y un yogur. Me imaginé que podría ahorrarte la ingestión de colesterol de hoy, y que no pasaras por la tienda de donuts. Venga, ven a comer conmigo… —tiró de la sábana y se quedó con la boca abierta—. ¿Desde cuándo duermes como tu madre te trajo al mundo?


Paula volvió a taparse hasta la barbilla.


—Anoche hizo calor.


—Quince grados.


—Pues aquí hizo calor.


—Ya. Y supongo que te pegaste un mordisco en el hombro.


Paula sintió que se sonrojaba.


—Oh, Dios mío —dijo Carolina con un gemido entrecortado—. Te has acostado con él, ¿no? Espero que por lo menos utilizaras un preservativo.


—No soy tonta. Y fue estupendo. Te lo digo por si tenías dudas.


Su hermana suspiró y se dejó caer en la cama. Le retiró un mechón de pelo a Paula de la cara.


—Te gusta mucho.


—Sí.


—Quiero conocerlo.


—No creo que vuelva a ocurrir, Carolina.


—¿Por qué? —le preguntó su hermana con incredulidad—. ¿No le gustas?


—No quiere comprometerse.


—Pues claro que no. Tiene pene, ¿no? Ay, cariño —abrazó a Paula—. No le dejes que te parta el corazón —se retiró y sonrió con pesar—. Porque si lo hace, lo mataré.


Paula se echó a reír.


—Es un ex agente de la CIA. Seguramente sabe doce millones de maneras distintas de matar a una persona.


—No necesito doce millones; si te hace daño, no —afirmó Carolina antes de ponerse de pie para ir hacia la puerta del dormitorio—. Y lo que yo no pueda hacer, sabes muy bien que lo hará Rafael.


Paula oyó el ruido de la puerta de su apartamento al cerrarse y tuvo que sacudir la cabeza. El amor era una cosa de lo más extraño. Carolina amaba a Paula, y por eso se mostraba dominante con ella y amenazaba a personas que ni siquiera conocía. Eduardo amaba a Pedro y se inmiscuía en su vida. Eva amaba a Pedro y trabajaba para él, aunque prefería hacerlo para Eduardo. Sacrificios. Todos en nombre de esa palabra de cuatro letras.


Amor.


Si hubiera empezado a pasarle lo que estaba empezando a sospechar; si de verdad se enamorara de Pedro… 


¿Entonces qué sacrificios haría? ¿Y estaría contenta con esos sacrificios, sobre todo si fuera la única en hacerlos?


Cuando su hermana se marchó, salió de la cama y se dio una ducha. Le dolían algunos sitios que no había imaginado que pudieran dolerle y, aparte de la marca del hombro, tenía una muy interesante que no recordaba en la cara interna del muslo.


Por algún motivo tonto eso la hizo sonreír.


Cuando llegó al trabajo, Eva estaba detrás de la mesa de recepción tomando un mensaje. Cuando colgó, miró a Paula de arriba abajo de tal modo, que esta tuvo ganas de esconderse.


—¿Estás bien? —le preguntó.


—¿Por qué no iba estarlo? —le preguntó Paula.


—Bueno, mi hijo llegó de un humor decente hoy. ¿Tienes algo que ver con ello?


Paula se mordió el labio.


—Tal vez —reconoció.


Eva asintió.


—Bien —dijo mientras sacaba unos papeles de una carpeta—. Este es tu trabajo para hoy. Tengo que salir un rato.


Paula había empezado ya a hacer su trabajo antes de ver a Pedro. Se detuvo delante de su mesa y la miró.


Ella dejó el lápiz sobre la mesa.


—Hola.


—¿Estás bien? —le preguntó él.


—Sabes, eres la segunda persona que me pregunta eso hoy.


Él no dejó de mirarla mientras le hablaba.


—¿De verdad? ¿Y cuál es la respuesta?


—¿Lo preguntas porque nos volvimos un poco locos anoche?


—Sí.


Ella cerró la carpeta con cuidado.


—¿Te parezco tan frágil, Pedro? ¿Crees que con unos cuantos orgasmos me voy a desplomar?


Pedro estiró el cuello para ver si Eva estaba por allí.


—Ha salido un momento. Estamos solos.


—Bien —tiró de Paula y la llevó por el pasillo hacia su despacho.


Pedro, qué…


Cuando entraron se paró sólo para echar el cerrojo; después tiró de ella hasta el cuarto de baño. La pieza pequeña estaba decorada en blanco y negro, y olía al jabón de la ducha que se había dado esa mañana después de entrenar.


—Me estás volviendo loco… —murmuró mientras la pegaba a la encimera.


Ella soltó una risilla.


—No he hecho nada —dijo ella.


—En cuanto has dicho orgasmos he pensado en ti gimiendo mi nombre al oído mientras llegabas al clímax.


A Paula le cedieron un poco las rodillas. Los pezones se le pusieron duros.


Pedro se dio cuenta. Emitió un gemido ronco y satisfecho y la estrechó entre sus brazos, para seguidamente acariciarle los muslos, por encima y después por debajo del vestido.


Ella cerró los ojos.


—Podrías haberte quedado conmigo hasta por la mañana. Podrías…


—Debería —concedió él antes de susurrar su nombre.


Al momento empezó a besarla de tal modo que, en un abrir y cerrar de ojos, un fuego líquido comenzó a arder en su vientre. Su cuerpo se acopló al de él en un desesperado intento de capturar de nuevo algo de lo que habían vivido la noche anterior.


Llevaba un vestido sin mangas con un suéter por encima. Le quitó el suéter y le bajó la cremallera del vestido, dejando que le cayera a los pies.


Ella le desabrochó los pantalones y le metió las manos, dentro, deseosa de quitárselos. En cuanto lo tocó, Paula no fue capaz de pensar en nada más. Pedro estaba duro, deseoso de liberarse, y ella estaba más que dispuesta a contribuir a ello.


Las bragas y el sujetador desaparecieron también y entonces los dos se perdieron. Él la levantó y la colocó sobre la encimera mientras ella le tiraba de la camisa y le besaba el pecho desnudo. Pedro la penetró sin más dilación y ella se arqueó hacia atrás para recibirlo mejor, para tomarlo todo. 


Él la embistió una y otra vez, hasta que ella alcanzó el clímax con rapidez. Vagamente fue consciente de su gemido ronco y gutural mientras él la seguía.


Tras lo que podía haber sido una hora, o tal vez unos minutos, Pedro levantó la cabeza de su cuello.


—¿Qué ha sido eso?


—Nuestros cuerpos dándose los buenos días, supongo —ella se deslizó de la encimera—. No mires ahora, pero creo que se gustan.


Él se echó a reír.


—Eso es decir poco.


Ella se quedó quieta y lo miró mientras él se ponía la camisa. 


¿Qué le estaba diciendo Pedro? ¿Que era para él algo más que una relación sexual? ¿Qué tal vez incluso sintiera por ella… amor?


Pero mientras se ponía la camisa y le tiraba las bragas para que se las pusiera, no hizo indicación alguna de tal cosa. Ni una sola señal.


—Un dormitorio —le dijo él en voz baja antes de volver a besarla—. La próxima vez, a ver si podemos hacerlo en un maldito dormitorio.


Ella lo miró con expresión confusa. Él le sonrió y ella consiguió devolverle la sonrisa. Cuando fue a salir del cuarto de baño, él la agarró del brazo, le tomó la cara entre las dos manos y le dio un beso suave y pausado ante de dejarla ir; un beso que ella jamás olvidaría.





EN SU CAMA: CAPITULO 31





Eduardo estaba tumbado en su cama con el amor de su vida entre sus brazos.


Eva se movió y abrió los ojos.


—Mmm —dijo ella y se incorporó—. Conozco esa mirada. Estás pensando demasiado. ¿Ya estás arrepintiéndote?


—¿Estás de broma? —él casi se echó a reír, aunque el tema no era para reírse—. Nunca he sido más feliz en mi vida.


—Ni yo —dijo ella sonriendo—. Siento que me costara tanto darme cuenta.


—No pasa nada. ¿Qué son treinta años más o menos entre dos almas gemelas? Te quiero, Eva.


—Oh, Eduardo, yo también te quiero. Te quiero tanto —le acarició la mejilla—. Así que, si estamos bien…


—No sé tú, pero yo estoy más que bien.


Eva se echó a reír.


—Sólo quiero saber a qué viene la expresión ceñuda.


—Es por Pedro.


—Ah —soltó un largo suspiro mientras continuaba acariciándolo—. Vas a meterte de por medio, ¿verdad?


—Por supuesto que sí. Es lo que mejor se me da.


—Eduardo…


—No. Esta vez tengo un buen plan. Escucha…


Se acercó al oído de Eva mientras tiraba de la sábana que tapaba su glorioso cuerpo desnudo, susurrándole sus planes mientras le hacía el amor otra vez.


—¿Qué te parece? —le preguntó cuando pudo hablar de nuevo.


Eva suspiró, radiante de felicidad.


—¿Sabes qué? Llámame loca, pero creo que tal vez funcione.