jueves, 25 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 28





¿Se apuntaba a una sesión de sexo ardiente? ¿Estaría ella de broma? Pedro intentó concentrarse en el tráfico, pero por una vez no había demasiado. Miró a Paula, que estaba esperando una respuesta.


—¿Te das cuenta de que ardemos cada vez que nos tocamos? —le dijo él.


Ella asintió.


—Sí. Lo cual me figuro que resultará muy práctico en la cama…


Pedro se dio por vencido y se limitó a conducir. Estaban a pocos minutos de casa de Paula cuando sonó el móvil de Pedro. El número de Eduardo apareció en la pantalla.


—Tu deseo se ha hecho realidad —le dijo él a modo de saludo—. Hoy no voy a quedarme en tu casa —pero no obtuvo respuesta a eso, lo cual le resultó extraño—. ¿Eduardo?


Nada de nada. Ni el ruido de la respiración ni ningún otro ruido; nada aparte de la conexión.


Con calma y precisión, Pedro hizo un cambio de sentido y tomó la autopista hacia el norte en dirección a La Canada.


—Eduardo—repitió al teléfono.


Pero siguió sin oírse nada.


Paula lo miraba.


—¿Qué ocurre?


Tenía un presentimiento muy malo.


—Eduardo —dijo al teléfono—. Voy a llamar a la policía.


Pedro.


Sintió un alivio tremendo al oír la voz de su padre, aunque le sonara muy lejos, cosa que significaba que Eduardo no estaba hablando por su teléfono, sino cerca del aparato.


—¿Eduardo, estás… ?


—No te oigo —le susurró Eduardo con voz extraña—. Así que espero que hayas podido oírme. He marcado con los dedos de los pies. Espero que estés ahí y que no hayas dejado que una jovencita preciosa conteste el teléfono por ti. ¿Pero, qué digo yo? A ti ni siquiera te gustan las jovencitas preciosas —soltó una risotada—. Sea como sea, hijo, estoy en un ligero apuro, como podrás haber adivinado. No llames a la policía —dijo rápidamente—. Lo verás cuando llegues. Vienes para acá, ¿no?


Pedro negó con la cabeza y apretó el acelerador.


—No quiero que te disgustes —le susurró Eduardo—. Pero la policía se equivocó en cuanto a Silvia. Yo los llamaría y se lo diría, pero… bueno, ya lo verás.


Pedro se desvió de la autopista al llegar a La Canada y subió a toda prisa por Foothill Boulevard, sobrepasando el límite de velocidad.


Paula se agarró al salpicadero, pero no dijo nada.


—¿Está bien Eduardo?


—No estoy seguro.


Entraron en la calle de Eduardo, pero en lugar de meterse por el camino que accedía a su casa, Pedro apagó el motor y se dejó el teléfono pegado a la oreja. La mayoría de las colinas de La Canada estaban cubiertas de vegetación autóctona. La finca de Eduardo no era una excepción y la vista de la casa estaba oculta tras los altos pinos y robles que circundaban la propiedad.


—Espera aquí.


—¿Qué pasa?


—No tengo ni idea —contestó Pedro, preocupado porque Eduardo había dejado de hablar—. Pero dado cómo es mi padre y la vida que lleva, podría ser cualquier cosa —sacó una pistola de la guantera y miró a Paula cuando esta emitió un gemido entrecortado—. ¿Llevas tu móvil? —le preguntó mientras se guardaba la pistola en la cinturilla de los pantalones.


—Sí, Pedro


—Si no he vuelto dentro de diez minutos, llama a la policía.


Pedro.


La miró a los ojos y vio la tozudez reflejada en su rostro. Se iba a mostrar difícil, lo veía. No debería sorprenderlo.


—Mira, ha sido una llamada algo extraña, incluso viniendo de Eduardo. Dado lo que hemos pasado en esta misma casa, sería mejor que me obedecieras.


La miró a los ojos, rogándole con la mirada que lo escuchara.


—Diez minutos, y si no he vuelto, llamas a la policía —le dijo él, que se inclinó a darle un beso apresurado que no sabía que necesitara.


—Está oscureciendo —Paula lo agarró de la camisa cuando él volvió para salir del coche—. Te da miedo la oscuridad. Deja que te acompañe.


Aquella mujer de ojos suaves, de corazón y cuerpo suaves que era capaz de ponerlo de rodillas iba a matarlo.


—Espera aquí —repitió él, y entonces salió del coche.


Abandonó la acera y se metió entre los árboles, por donde avanzó en dirección a la casa, preguntándose con qué demonios se encontraría esa vez.


Aún no había oscurecido, pero faltaba poco y no había luz en el piso superior de la casa. Sin embargo, la primera planta estaba iluminada, y de allí salían toda clase de ruidos, como de cristal haciéndose añicos o de golpes que señalaban que a alguien le estaba dando un ataque o que estaban ayudando a su padre a variar la decoración de la casa.


Pedro dio la vuelta a la casa, manteniéndose escondido entre los arbustos, lo cual era bastante fácil. Maldijo la dejadez de su padre en el tema de seguridad. En realidad, aquel lugar, con tal cantidad de ventanas y puertas, era una pesadilla para cualquier compañía de seguridad.


La puerta trasera no estaba cerrada con cerrojo. 


Naturalmente. Eduardo debería incluso poner algún cartel invitando a los ladrones a entrar a robar. Como no oyó nada más por el móvil, se lo guardó en el bolsillo. Entonces sacó su pistola y entró en la casa. Al oír de nuevo un cristal haciéndose añicos, se pegó a la pared y miró a su alrededor.


Estaba en un pasillo que daba a la sala de estar principal, la cual daba paso al gran salón. Desde allí podría ver la cocina.


De allí era de donde provenían los ruidos de cristales rotos. 


Entró en la sala y no vio a nadie.


De la cocina salió un chillido furioso y frustrado.


—¡Toma! —se oyó la voz de una mujer.


Pedro le quitó el seguro a la pistola y se metió en el enorme salón. Desde allí vio a una mujer en la cocina, lanzando al suelo con suma satisfacción todas las piezas de porcelana y cristal que sacaba de los armarios. Pedro no reconoció a la rubia, alta, de unos cuarenta años, aunque era del tipo de las que le gustaban a su padre: rubia, alta y… dura.


—¡Y toma eso! —gritó la mujer mientras dejaba caer un jarrón que parecía muy caro—. ¡Toma eso, hijo de perra! Todo lo que hay en esta casa debería haber sido mío, habría sido mío, si tú te hubieras enamorado de mí —otro jarrón se hizo añicos contra el suelo—. ¡Como yo me enamoré de ti!


—Bueno —dijo Pedro—. Ese fue tu primer error, enamorarte del hijo de perra.


Ella levantó la cabeza y se quedo mirando a Pedro y a la pistola con que la estaba apuntando.


—¿Cómo has podido… ? —empezó a decir, pestañeando—. Tú no eres Eduardo.


—No.


—Sólo te pareces a ese hijo de perra.


—Tuve mala suerte con los genes —concedió Pedro.


Ella echó para atrás su mata de pelo rubio y se pasó muy despacio la lengua por los labios.


—¿Eres tan bueno en la cama como él?


—Apártate de la encimera y de la isla —le dijo Pedro—. Donde pueda verte.


Hizo un mohín con sus labios rojos y carnosos, pero obedeció a Pedro.


—Sabía que me pillarían esta vez —dijo ella.


—Así que eras tú; la exnovia… Silvia, ¿verdad?


—Ex —dijo ella con asco—. Detesto esa palabra. Mira, puedes guardar la pistola. No soy peligrosa ni nada.


—No lo creo.


Con la mano libre, sacó su móvil del bolsillo y llamó a la policía, aunque Eduardo le había pedido que no lo hiciera. Ya no le importaba. Mientras marcaba los números no dejó de vigilar a la mujer que suponía que estaba tan loca como parecía.


Su padre sabía escoger.


Cuando colgó, ella intentó sonreír con dulzura.


—Sólo quería hacerle daño a ese perro igual que él me lo hizo a mí —dijo ella—. Me dejó tirada como si yo fuera basura.


Detrás de él, se oyó un ruido y Pedro echó un vistazo muy rápido. No quería que ninguno de los matones de aquella loca volviera a golpearlo.


Pero en lugar de ver a los matones, vio a Paula. Y a Eva, su madre.


Eva sonrió débilmente y lo saludó con la mano.


—Esto, necesitaba venir aquí —miró a la rubia de aspecto duro con interés, y después a todo lo que había roto en el suelo, y finalmente a Pedro, con la pistola en la mano—. Cariño, ¿es necesaria esa pistola?


Pedro se echó a reír con incredulidad.


—Sí, muy necesaria. Mamá…


—Eduardo no deja tiradas a todas las mujeres —dijo Eva en voz baja.


—Te dejó tirada a ti…


Ella negó con la cabeza y se acercó.


—Es hora de que te cuente la verdad, hijo. Eduardo nunca quiso que yo te la contara, y no estoy segura de si fue orgullo o una lealtad mal encaminada hacia mí —le dijo suspirando—, pero fui yo la que lo dejé a él. Yo era joven y tonta y no quería estar atada a nadie —negó con la cabeza—. ¿Y quieres oír la verdad? Desde entonces me pesó haber tomado esa decisión.


Él se quedó mirándola.


—¿Me estás diciendo esto ahora porque…?


—No sé por qué —le dijo Eva mientras se encogía de hombros—. Porque tú te comportas como si todos tus problemas fueran culpa de Eduardo.


Silvia se echó a reír.


—Escucha, querida mamá, ¿por qué no te llevas a tu hijo y dejáis de apuntarme, y yo me largaré enseguida?


Eva arqueó una ceja. Miró de nuevo todo lo que había en el suelo. Sonrió despacio.


Silvia también lo hizo, aliviada.


—Lo siento —dijo Eva mientras negaba con la cabeza—. Vas a ir a la cárcel; y no vas a volver a molestar a Eduardo.


A Silvia se le desvaneció la sonrisa de los labios.


—¡Maldición!


En la distancia, sonaron las sirenas de la policía.


Pedro miró a Paula, que estaba de pie allí muy callada.


—¿Qué pasó con que esperaras en el coche?


—Estaba esperando, pero tu madre llegó y no hubo manera de detenerla —dijo Pau, que sonrió cuando Eva le echó el brazo por los hombros—. No quise dejar que entrara sola.


Pedro miró a su alrededor.


—¿Dónde está Eduardo? —preguntó.


Silvia se echó a reír con tanta maldad, que Pedro se estremeció. Le pasó la pistola a Paula y le ordenó que continuara apuntándola hasta que entrara la policía.


Pedro corrió por toda la casa buscando a Eduardo.


Lo encontró en su dormitorio, atado de pies y manos a su cama, totalmente desnudo. Eduardo tenía una sonrisa de pesar en su rostro y el teléfono descolgado junto a unos de los pies.


—La encontraste, ¿verdad, hijo?


Pedro soltó un resoplido de fastidio mientras empezaba a deshacerle los nudos.


—Eres un caso, ¿lo sabes? —le dijo él.


—Lo sé.


Pedro le soltó un pie.


—Y sí que sabes escogerlas, Eduardo.


—Sí.


Cosa rara no dijo nada más, como si estuviera avergonzado; pero eso no podía ser cierto porque no había nada que avergonzara a Eduardo. Al menos nada que a Pedro se le ocurriera.


Cuando le soltó las manos a su padre, Eduardo se incorporó, pero no a tiempo de atrapar la bata que le tiró Pedro, que le cayó sobre la cara.


—Mira, Pedro, en cuanto a lo de esta noche… —le dijo mientras se la retiraba de la cabeza.


Pedro estaba seguro de que no le apetecía escuchar aquello, pero también de que de todos modos tendría que escucharlo.


—¿Qué pasa? —le preguntó.


—Estaba pensando… que tal vez puedas olvidarte de mencionarle este incidente a tu madre.


Pedro se volvió a mirarlo y se asombró al ver la mirada de pesar genuino en el rostro de Eduardo.


—Sería un poco vergonzoso —reconoció Eduardo—, encontrarse uno a merced de la mujer que no ama delante de la mujer a la que ama.


—¿Quieres a… mamá?


—Desde que la vi por primera vez en la clase de gimnasia.


—Pero… todas esas mujeres…


—Eh, yo nunca he dicho que sea un santo. Además, se ha tirado años sin querer saber nada de mí. Ir de flor en flor ha sido un modo estupendo de pasar el rato mientras pensaba que no me quería. ¿Pero sabes qué?


Pedro tenía miedo de saberlo, de preguntar.


—Últimamente, me da la impresión de que tengo una oportunidad con ella. A no ser, por supuesto, que me hubiera visto esta noche. Si estuviera aquí, tal vez se echara todo a perder.


Desde luego Eduardo estaba verdaderamente avergonzado.


Pedro le pareció que no tenía sentido, hasta que pensó en lo que le había dicho su madre hacía un rato. Que había sido ella la que había dejado a Eduardo, y no al contrario como él siempre había pensado.


Y se preguntó por qué eso consiguió enternecerlo un poco cuando en realidad no quería sentir ternura.


—¿Entonces quieres decir que no eres tan superficial como quieres que piense todo el mundo?


—Oh, claro —Eduardo suspiró—. Pero sea lo que sea lo que pienses de mí, por favor, no se lo digas a ella.


Pedro cambió de postura con incomodidad al ver lo serio que estaba su padre.


—Te lo prometería, pero es demasiado tarde, Romeo. Eva está abajo.


Eduardo recogió su camisa y metió los brazos rápidamente. Pedro suspiró y le lanzó los pantalones.


—Date prisa. Porque… ¿papá?


Al oír el apelativo desacostumbrado, Eduardo se quedó inmóvil y tragó saliva.


—¿Sí?


—No se lo diré.


Pedro se tambaleó ligeramente cuando Eduardo lo abrazó con fuerza, y después levantó los brazos y le devolvió el abrazo a su padre.









miércoles, 24 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 27




Mucho rato después de haber atendido al cliente, Pedro apagó el ordenador y se estiró. Entonces miró la hora. Las seis y media.


Se retiró de la mesa y avanzó pasillo adelante, preguntándose si…


No, Pau no se había ido sin decir adiós. Estaba sentada a la mesa de la entrada, inclinada sobre un montón de papeles, con el pelo sobre la cara mientras mordisqueaba la goma de la punta del lápiz y murmuraba algo entre dientes.


Sólo de verla sentía que algo se relajaba en su interior.


—Eh —le dijo en tono suave, sin querer asustarla.


Por primera vez desde que la conocía, ella no pegó un brinco. En lugar de eso estiró el cuello y le dedicó una sonrisa que era tanto dulce como tremendamente sexy.


Entonces él le miró los labios.


—Hace rato que deberíamos haber salido —le dijo él.


—Lo sé.


—Te agradezco todo el trabajo extra que has estado haciendo desde que Eva me abandonó.


—Te vas a casa a descansar, ¿verdad?


Ya lo entendía. Él había cuidado de Eduardo y ahora ella quería cuidar de él. Pedro apagó el equipo de música, bajó las persianas y apagó la mayor parte de las luces antes de apagar el ordenador de la mesa de la entrada.


Le gustara o no, una de las cosas que había desarrollado en los años que había estado trabajando para la CIA eran los sentidos. Incluso desde el otro lado del vestíbulo le llegó el aroma a ella, una complicada mezcla de jabón, champú y loción, que seguramente había sido diseñada para volverle loco.


—¿Pedro?


Sólo había una luz encendida ya, junto a las puertas del ascensor, y su resplandor le iluminaba la cara mientras avanzaba para colocarse delante de él y ponerle la mano en el brazo. Tenía los ojos tan increíblemente verdes y tan fijos en él, que Pedro sintió como si estuviera leyéndole el pensamiento.


Le gustaba mantener las distancias, se enorgullecía de ello, y sin embargo con ella era tremendamente difícil. Incluso cuando él le soltaba una grosería, cosa que a veces había hecho a propósito en lugar de ceder a lo que ella le hacía sentir, no se daba por vencida. Probablemente debería decirle que lo hiciera, porque veía que tenía esperanzas con él. Debería decirle en ese momento, en ese mismo instante, que no se ilusionara. Que tener esperanzas con él era una pérdida de tiempo.


—¿Te vas a casa? —volvió a preguntarle ella.


Él le retiró un mechón de pelo y se lo colocó detrás de la oreja. Fue una excusa para tocarla, lo cual lo sorprendió.


—Eso es lo que se suele hacer cuando uno sale del trabajo.


Paula ladeó la cabeza y lo miró largamente.


—Te muestras evasivo adrede.


—¿Tú crees?


—Sí. Te vas a ir a casa de Eduardo. Él dijo que yo debía evitar que fueras, que necesitabas irte a casa y a la cama, Pedro.


A la cama. ¿Con ella?


Sintió un calor en la entrepierna sólo de pensarlo. Ella se sonrojó, queriéndole decir que le había adivinado el pensamiento.


—Vamos —dijo él—. Te acompaño hasta la calle.


Ella agarró el bolso y se metieron en el ascensor. En cuanto se cerraron las puertas y la cabina empezó a descender ella lo miró.


—Siento lo de antes, cuando te dije que no tenías sentimientos. Hice mal en decirlo.


Las puertas se abrieron al llegar al vestíbulo. Sólo había unas cuantas personas pululando por allí y nadie cerca.


—No quiero que lo sientas.


—¿Qué quieres entonces? —le preguntó ella.


Él la miró fijamente. ¡Que lo asparan si sabía lo que quería!


—Está bien —susurró ella, antes de sacar un poco de cambio del monedero.


—¿Qué haces? —le preguntó Pedro.


—Preparando el dinero para el autobús.


Pedro se le encogió el estómago de aquel modo que sólo le pasaba con ella.


—Pensé que tenías el coche arreglado.


—Parece ser que no me lo han debido de arreglar muy bien.


—Te llevo.


Ella levantó la vista y se echó a reír.


—Gracias, pero no te preocupes. Ya ha terminado la jornada; no soy responsabilidad tuya.


—Te voy a llevar de todos modos —dijo Pedro, que le tomó la mano para demostrarle que iba en serio.


—Sé que prefieres estar solo —le dijo Paula cuando llegaron junto a su coche.


Abrió la puerta del pasajero para que ella se sentara. 


Cuando lo hizo se inclinó hacia delante y se acercó a ella.


—Sí, quiero estar a solas; pero a solas contigo.


No ocurría a menudo que reconociera tal cosa a una mujer. 


Esperaba que ella sonriera tímidamente, o que fingiera timidez.


Lo que no esperaba era que ella levantara los brazos y se los echara al cuello, o que le besara la comisura de los labios antes de decirle:
—Ya somos dos.


Entonces su boca caliente y de labios carnosos fue a darle otro beso al otro lado. Lentamente, adrede, le deslizó la punta de la lengua por la comisura de los labios.


Con manos temblorosas, él se retiró y le puso el cinturón de seguridad.


—Aquí tampoco, supongo —dijo ella con un leve suspiro mientras recordaba las palabras que él le había dicho horas antes en su despacho.


—Pau…


—Lo sé. Seguramente no habrá ningún sitio adecuado, ¿no?


Se echó para atrás y se quitó el suéter. Cuando se inclinó hacia delante para dejarlo junto a su bolso, por el escote se le vieron parte de los pechos y el sujetador morado.


—Trabajamos juntos —dijo él con cierta desesperación.


¿Llevaría las bragas a juego?


—Sí, trabajamos juntos. Y, aparte de trabajar, hemos hecho más cosas, juntos.


Él cerró su puerta, dio la vuelta al coche y se sentó al volante.


—Es eso lo que me está refrenando.


—¿No te gusta hacer el amor?


La miró antes de volver la cabeza para concentrarse en el tráfico. El deseo, la avidez que vio reflejados en los ojos de Pau, un deseo igual al suyo, fue demasiado para él.


—Me gusta… hacer el amor.


—¿Estás seguro?


¿Que si estaba seguro? ¿Acaso esa mujer no veía que la erección que tenía amenazaba con romperle la cremallera de los pantalones?


—Totalmente —dijo en tono seco.


—¿Entonces qué problema hay? Quiero decir, sentimos atracción el uno por el otro, Pedro. ¿Me lo vas a negar?


—No.


—También somos adultos. No veo por qué…


—Porque tú mereces más de lo que yo puedo darte —la miró de nuevo—. Mucho más.


—No quiero parecer que te llevo la contraria, pero esa es decisión mía.


Empezó el tic en el músculo de la mandíbula, una reacción muscular que no había tenido desde que había abandonado la CIA. Se llevó los dedos al punto exacto y dijo:
—Soy un tipo que vive el presente.


—¿Qué quiere decir eso?


—Quiere decir que puedo darte trabajo, que puedo darte conversación; incluso puedo ofrecerte una relación sexual estupenda, pero…


—¿Sexo estupendo?


Maldita sea. ¿Por qué lo miraría ella con tanta curiosidad?


—¿Cómo lo sabes con seguridad? —le preguntó ella—. A no ser que lo intentemos


Oh, Dios.


—Ah —le dijo ella asintiendo—. Ahora lo entiendo. Ha sido porque he dicho hacer el amor, ¿verdad? Bueno, entonces me conformaré con una relación sexual. ¿Qué te parece eso, Pedro? ¿Te apuntas?






EN SU CAMA: CAPITULO 26





La estaba besando, por fin la estaba besando con fiereza y exigencia. Paula le devolvió el mismo sentimiento, le devolvió lo que tenía dentro, y cuando él tomó aire, ella no pudo evitarlo y le mordió el labio inferior.


Pedro maldijo y la atacó de nuevo; sus manos grandes le agarraron la cabeza para besarla ardientemente, largamente. Le acarició los brazos, los hombros y el pecho, pero eso no fue suficiente; así que le tiró de la camisa y le metió las manos por debajo para acariciarle la piel suave y caliente de su cuerpo.


Él aspiró hondo y se inclinó un poco para abrazarla mejor. 


Entonces, se dejaron caer sobre su escritorio, donde un montón de archivos cayó al suelo.


Riéndose, sin aliento, se pusieron derechos, apartándose de la mesa y precipitándose con fuerza contra la pared de enfrente, donde él la inmovilizó y comenzó a meterle las manos por debajo de la blusa, acariciándole los pechos y tocándole los pezones.


—Uno de estos días —gimió él—, voy a llevarte a un dormitorio, no me importa si es el mío o el tuyo.


Le desabrochó los botones con un gemido de frustración; entonces le quitó la blusa y el sujetador al mismo tiempo para poder acariciar su piel desnuda. Paula se estremeció mientras le clavaba las uñas en la espalda. Él le plantó en el cuello besos mojados y ardientes, cuidándose muy bien de no tocarle los cardenales que aún tenía. Sólo cuando le había cubierto cada centímetro de piel de besos empezó a bajarle por el hombro desnudo, lamiéndole, provocándola, besándola.


Pero no era suficiente. Mientras lo pensaba él le acarició los pechos y la volvió loca con su boca. No levantó la cabeza durante un buen rato, y mucho antes de hacerlo Paula estaba ya muy excitada: resplandeciente, anhelante, ávida de placer, de necesidad y de deseo. Quería hacer el amor apasionadamente allí mismo en su oficina; deseaba…


—Paula —jadeando con fuerza le pegó la frente a la suya.


De acariciarla con agilidad, pasó a acariciarle la espalda describiendo círculos con suavidad.


Paula se dio cuenta de que no era una buena señal.


—Esta no es una buena idea —dijo con voz ronca.


Sin duda no era una buena señal.


—Tienes cerrojo en la puerta de tu despacho —consiguió decirle ella.


Él miró a la puerta, al cerrojo en cuestión, y Paula vio que vacilaba. Y eso no le gustó. Lo que quería era verlo desnudo.


—Tengo un cliente que va a venir a las dos —se echó hacia atrás para mirar el reloj.


Eran las dos menos diez.


Paula tenía ganas de llorar, de gritar, y por el aspecto de Pedro que se estaba pasando las manos por la cabeza, él sentía lo mismo.


—Podríamos ir a cerrar las puertas de cristal —empezó a decir apresuradamente—, y fingir que no estás aquí…


—Pau. No puedo hacer nada contigo; así no. Necesitamos privacidad —le volvió a colocar bien los tirantes del sujetador—. Y horas… —dijo en tono ronco y sensual—. Necesitamos muchas horas.


—Creo que yo sólo necesito un minuto.


Él cerró los ojos.


—No me lo pongas más difícil.


Pedro le acarició el cabello y le levantó la cabeza. Con los ojos aún cerrados, le dio un beso largo y apasionado; un beso cuyo sonido le provocó una excitación tremenda entre los muslos.


—Pau —susurró él, sólo eso, su nombre.


El corazón le dio un vuelco y lo abrazó con fuerza.


Oyeron que se abrían las puertas, señalando la llegada del cliente, y se miraron a los ojos.


—Te traeré los informes que te hacen falta —le dijo ella, pero no se apartó de él—. Gracias —añadió.


—¿Por qué?


—Por demostrarme lo que sientes por mí. Sé que debe de haber sido duro.


Él sonrió con pesar.


—¿Duro? No sabes cuánto.


Y dicho eso le pegó las caderas a las de ella, mostrándole exactamente lo que era «duro» para él y consiguiendo que Paula se echara a reír.







EN SU CAMA: CAPITULO 25




A la mañana siguiente, cuando Paula salió para el trabajo, su hermana asomó la cabeza e hizo muchos aspavientos mientras se miraba el reloj.


—Mmm.


Paula puso los ojos en blanco.


—No empieces.


—Tu coche ya está reparado, así que me pregunto por qué te marchas tan temprano —miró a Paula, que llevaba una blusa morada sin mangas y una falda color crema—. Deja que adivine, ¿te has puesto el conjunto de lencería morado hoy?


—Tal vez no me haya puesto nada —respondió Paula.


Carolina se quedó boquiabierta y Paula se echó a reír.


—¿Es que no tienes nada que hacer aparte de especular acerca de lo que pueda o no pueda llevar puesto?


—Claro. Podría especular si es posible que te hagan daño o no. ¿Quién es el hombre que te hace resplandecer así? ¿El hijo de Eduardo? ¿Pedro? Quiero conocerlo. Rafael también me ha preguntado por él.


Porque cuando Rafael había llamado a Paula la noche anterior, tampoco había querido contarle nada.


—Nadie me hace resplandecer excepto esta mañana tan fresca —pero se calló y besó a Carolina—. Bueno, que tengas un buen día, un día que no incluya obsesionarte con mi vida.


Fue adonde tenía el coche y se montó. Le dio unas palmadas en el salpicadero, como hacía cada mañana.


—Buena chica —le dijo, y giró la llave.


Nada.


No era posible. Negó con la cabeza y lo intentó de nuevo. Y después otra vez. Y finalmente reconoció que necesitaba un coche nuevo. Un coche de ocasión nuevo.


Como empezaba a ser una rutina ya, tomó el autobús. Cada tres segundos miraba el reloj. Aún le quedaba bastante tiempo para llegar a tiempo, y si corría desde la parada hasta la oficina…


Pedro estaba en una cinta andadora distinta aquella mañana, con su aspecto fuerte, esbelto y sudoroso. Paula se apoyó sobre la pared, desfallecida de la caminata y de la vista.


—¿Puedo ayudarla en algo? —le preguntó una mujer vestida con pantalones cortos de deporte y una camiseta verde con el logotipo del gimnasio bordado en la pechera.


Paula dio un respingo antes de ponerse derecha.


—Esto… no, gracias.


Volvió al ascensor sintiéndose algo culpable y se abanicó la cara hasta llegar al quinto piso.


Pedro entró poco rato después, con una bolsa de tela colgada del hombro donde llevaba la ropa para cambiarse después de darse la ducha. Y aunque la saludó antes de ir a su despacho, parecía tremendamente tenso para acabar de hacer ejercicio físico. Esperó un rato, imaginándolo bajo el chorro de agua caliente, lleno de jabón y con la piel mojada y suave, antes de llevarle unos archivos que sabía que él necesitaba.


—Gracias —le dijo él sin mirarla.


Ella fue hacia la puerta, donde se detuvo.


—¿Estás bien? —le preguntó.


—Claro —respondió Pedro, que en ese momento estaba utilizando la calculadora, moviendo los dedos con rapidez.


Paula decidió intentarlo de nuevo.


—¿Dónde está Eva?


—Está ayudando a Eduardo.


—¿Y qué tal tu padre? ¿Ha tenido algún problema más?


—No.


—De acuerdo entonces —se mordió el labio, preguntándose qué más podría decir para sacarle algo, pero no se le ocurrió nada.


De nuevo en su mesa, trabajó durante un par de horas más antes de contestar a una llamada de Eduardo.


—¿Está ahí el idiota de mi hijo?


—Bueno… sí.


—¿Es que se ha dormido?


—¿Por qué iba a hacer eso?


—Porque se está pasando, por eso mismo, empeñado en quedarse de guardia en mi casa toda la noche, para después ir a trabajar todo el día.


—Me dijo que estabas bien.


—Porque él se está asegurando de que sea así. Siempre está aquí. Tenía ganas de pasar tiempo con él, pero esto ya es ridículo. Dile que se vaya a casa. Se lo exijo.


—Eduardo—le dijo en tono divertido—, ¿has tenido alguna vez suerte cuando le has pedido algo a Pedro?


—Bueno, no —se echó a reír en tono algo pesaroso—. Al menos dile que acaba de llamarme la policía. Creen que Silvia ha salido del país. Eso quiere decir que estoy a salvo. Ah, y dile que prometo no salir con más psicóticas, que se puede relajar.


Paula no pensaba que aquella fuera una conversación que quisiera mantener con Pedro.


—¿Por qué no te lo paso? —le sugirió a Eduardo.


—Porque a ti te hace más caso. Mira, haz lo que tengas que hacer, pero no le dejes que venga a mi casa esta noche, ¿de acuerdo? Necesita descansar. Yo estaré bien.


—¿Estás seguro, Eduardo?


—Por mucho que por dentro me enternezca y me emocione que mi hijo se preocupe por mi seguridad —dijo Eduardo con más seriedad de la que le había oído utilizar nunca—, estoy totalmente seguro de lo que digo. No puede continuar así; sencillamente no puede.


—Y la policía está segura de que…


—No te preocupes por mí, Paula. Sólo impide que Pedro vuelva a mi casa a hacer de niñera esta noche —su voz se suavizó—. Sé paciente con él, Paula.


—Eduardo, yo no puedo…


Pero Eduardo le había colgado. Se retiró el teléfono y se quedó mirándolo. Tenía que evitar que Pedro volviera a casa de su padre. ¡Sí, qué fácil! Ese hombre estaba muy equivocado si pensaba que tenía alguna influencia sobre su hijo.


Nadie la tenía. Pedro era muy tozudo, e iba y venía a placer. 


Un hombre que, a pesar de sí mismo, se preocupaba por las personas que lo rodeaban.


Se le ocurrió que tal vez eso fuera la cosa más sexy que tenía él. Mucho más que su comportamiento de hombre extremadamente masculino; y detestaba reconocer lo sexy que eso le resultaba. Mucho más sexy que lo trabajador que era. Mucho más sexy que sus besos, y eso que eran muy sexys.


Miró el reloj, se levantó y apretó el botón del intercomunicador con el despacho de Pedro.


—Ahora mismo vuelvo —le dijo, y le pareció oír una especie de gruñido como respuesta.


Bueno, nadie podría acusarlo de hablar demasiado, eso seguro. Unos minutos después, estaba de vuelta en el edificio, armada con comida china, su favorita. Se encaminó directamente pasillo adelante y entró en el despacho de Pedro.


Él estaba tan enfrascado con el ordenador, que no se movió.


Ella se acercó a él por detrás y le puso la bolsa delante de la pantalla del ordenador.


—Adivina qué hora es.


—Lo sé por el olor que me venía por el pasillo.


Así que sí que la había oído entrar; tenía los sentidos bien afinados de un guerrero.


—Vayamos a la sala de personal —le dijo ella.


—Estoy demasiado liado —pero cerró el ordenador y se volvió hacia ella mientras se frotaba las sienes.


Se le veía tan cansado, que ella le puso la mano en el brazo.


—Tienes un aspecto terrible; lo sabes, ¿verdad?


Él soltó una risotada.


—Bueno, no te reprimas. Dime lo que piensas.


—Siempre lo hago —le dijo en tono suave. Se arrodilló delante de él y le puso la mano en la rodilla—. ¿Pedro? ¿Por qué no te vas pronto a casa y duermes un poco?


—¿Y por qué iba a hacer eso?


—¿No lo sé, a lo mejor porque has estado despierto ya muchas noches seguidas, para asegurarte de que tu padre estaba bien?


Su mirada se tornó un poco fría.


—Eso tenía que hacerlo.


Ella se sentó sobre los talones.


—Caramba, se te da muy bien hacer eso.


—¿El qué?


—Mandar a paseo a las personas.


—No estoy haciendo eso contigo.


—No, lo estás haciendo contigo mismo; te aseguras de que no sientes nada, ni preocupación por Eduardo, ni enfado con Eva ni… sea lo que sea que sientas por mí.


—¿Lo que sienta por ti? ¿Qué narices significa eso?


—Nos besamos ayer en el ascensor y me dejaste como si nos hubiéramos dado de la mano. No sentiste nada.


—¿Qué debería haber sentido, Pau?


—¿Sabes qué? No importa. Sigue siendo como un robot, que no siente nada.


Ella se puso de pie y fue hacia la puerta.


Él también se puso de pie.


—¿Qué me acabas de llamar? —preguntó Pedro.


Ella se dio la vuelta.


—Un robot sin sentimientos.


—¿De verdad crees que no siento? —le preguntó con incredulidad; avanzó hasta plantarse delante de ella—. Tengo un montón de sentimientos, maldita sea.


Paula sabía que los tenía, al igual que sabía que los ocultaba.


—¿Y por qué no los demuestras?


—Tal vez no me guste mostrar todas las cosas.


—Si te guardas todo dentro, no puedes controlarlos —levantó las manos para agarrarle la cara—. Eso me entristece, Pedro. Me entristece por ti. Jamás te desahogas.
Nunca dices lo que sientes, de que Eva trabaje para Eduardo, aunque está claro que te molesta. Nunca dices lo que sientes sobre lo que le está pasando a tu padre, o lo que pasa con nosotros.


—¿Crees que no siento nada respecto a todo eso?


—A no ser que me lo cuentes, cómo iba a saberlo.


Él se quedó mirándola.


—Mira —le dijo ella—. Sé que algunas personas tienen problemas para hablar de sus sentimientos. No es fácil, pero hay que desahogarse o bien… —se calló cuando él tomó unos papeles y los lanzó contra la pared—. ¿Qué… qué haces?


—Desahogándome —respondió él—. ¿Qué te parece?


—Mmm… —tragó saliva—. Bien. Muy… bien.


—Así es cómo me siento acerca de lo que pasó entre nosotros —dijo—. Esto es lo que siento por lo que te pasó a ti.


La agarró, y ella pensó que iba a enfadarse o a besarla, pero en lugar de eso le puso una mano suavemente sobre el cuello donde tenía los moretones y la otra sobre la espalda, estrechándola contra su cuerpo.


Paula sintió que todo su cuerpo se amoldaba al de él.


—Si pudiera volver en el tiempo y borrar esa noche, lo haría —sus manos eran suaves, tiernas, su mirada fiera—. Me gustaría asegurarme de que jamás volvieras a sufrir. ¿Entiendes lo mucho que me preocupa eso, Pau?


Ella asintió y susurró:
—Sí.


—Bien —la estrechó con fuerza y le puso la boca muy cerca de la suya—. Me culpo por lo que pasó esa noche. Y voy a tener que culparme también por esto también, puesto que no hay nadie a quién culpar. Lo detesto cuando esto ocurre.


Y entonces se inclinó sobre ella y la besó.