miércoles, 24 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 25




A la mañana siguiente, cuando Paula salió para el trabajo, su hermana asomó la cabeza e hizo muchos aspavientos mientras se miraba el reloj.


—Mmm.


Paula puso los ojos en blanco.


—No empieces.


—Tu coche ya está reparado, así que me pregunto por qué te marchas tan temprano —miró a Paula, que llevaba una blusa morada sin mangas y una falda color crema—. Deja que adivine, ¿te has puesto el conjunto de lencería morado hoy?


—Tal vez no me haya puesto nada —respondió Paula.


Carolina se quedó boquiabierta y Paula se echó a reír.


—¿Es que no tienes nada que hacer aparte de especular acerca de lo que pueda o no pueda llevar puesto?


—Claro. Podría especular si es posible que te hagan daño o no. ¿Quién es el hombre que te hace resplandecer así? ¿El hijo de Eduardo? ¿Pedro? Quiero conocerlo. Rafael también me ha preguntado por él.


Porque cuando Rafael había llamado a Paula la noche anterior, tampoco había querido contarle nada.


—Nadie me hace resplandecer excepto esta mañana tan fresca —pero se calló y besó a Carolina—. Bueno, que tengas un buen día, un día que no incluya obsesionarte con mi vida.


Fue adonde tenía el coche y se montó. Le dio unas palmadas en el salpicadero, como hacía cada mañana.


—Buena chica —le dijo, y giró la llave.


Nada.


No era posible. Negó con la cabeza y lo intentó de nuevo. Y después otra vez. Y finalmente reconoció que necesitaba un coche nuevo. Un coche de ocasión nuevo.


Como empezaba a ser una rutina ya, tomó el autobús. Cada tres segundos miraba el reloj. Aún le quedaba bastante tiempo para llegar a tiempo, y si corría desde la parada hasta la oficina…


Pedro estaba en una cinta andadora distinta aquella mañana, con su aspecto fuerte, esbelto y sudoroso. Paula se apoyó sobre la pared, desfallecida de la caminata y de la vista.


—¿Puedo ayudarla en algo? —le preguntó una mujer vestida con pantalones cortos de deporte y una camiseta verde con el logotipo del gimnasio bordado en la pechera.


Paula dio un respingo antes de ponerse derecha.


—Esto… no, gracias.


Volvió al ascensor sintiéndose algo culpable y se abanicó la cara hasta llegar al quinto piso.


Pedro entró poco rato después, con una bolsa de tela colgada del hombro donde llevaba la ropa para cambiarse después de darse la ducha. Y aunque la saludó antes de ir a su despacho, parecía tremendamente tenso para acabar de hacer ejercicio físico. Esperó un rato, imaginándolo bajo el chorro de agua caliente, lleno de jabón y con la piel mojada y suave, antes de llevarle unos archivos que sabía que él necesitaba.


—Gracias —le dijo él sin mirarla.


Ella fue hacia la puerta, donde se detuvo.


—¿Estás bien? —le preguntó.


—Claro —respondió Pedro, que en ese momento estaba utilizando la calculadora, moviendo los dedos con rapidez.


Paula decidió intentarlo de nuevo.


—¿Dónde está Eva?


—Está ayudando a Eduardo.


—¿Y qué tal tu padre? ¿Ha tenido algún problema más?


—No.


—De acuerdo entonces —se mordió el labio, preguntándose qué más podría decir para sacarle algo, pero no se le ocurrió nada.


De nuevo en su mesa, trabajó durante un par de horas más antes de contestar a una llamada de Eduardo.


—¿Está ahí el idiota de mi hijo?


—Bueno… sí.


—¿Es que se ha dormido?


—¿Por qué iba a hacer eso?


—Porque se está pasando, por eso mismo, empeñado en quedarse de guardia en mi casa toda la noche, para después ir a trabajar todo el día.


—Me dijo que estabas bien.


—Porque él se está asegurando de que sea así. Siempre está aquí. Tenía ganas de pasar tiempo con él, pero esto ya es ridículo. Dile que se vaya a casa. Se lo exijo.


—Eduardo—le dijo en tono divertido—, ¿has tenido alguna vez suerte cuando le has pedido algo a Pedro?


—Bueno, no —se echó a reír en tono algo pesaroso—. Al menos dile que acaba de llamarme la policía. Creen que Silvia ha salido del país. Eso quiere decir que estoy a salvo. Ah, y dile que prometo no salir con más psicóticas, que se puede relajar.


Paula no pensaba que aquella fuera una conversación que quisiera mantener con Pedro.


—¿Por qué no te lo paso? —le sugirió a Eduardo.


—Porque a ti te hace más caso. Mira, haz lo que tengas que hacer, pero no le dejes que venga a mi casa esta noche, ¿de acuerdo? Necesita descansar. Yo estaré bien.


—¿Estás seguro, Eduardo?


—Por mucho que por dentro me enternezca y me emocione que mi hijo se preocupe por mi seguridad —dijo Eduardo con más seriedad de la que le había oído utilizar nunca—, estoy totalmente seguro de lo que digo. No puede continuar así; sencillamente no puede.


—Y la policía está segura de que…


—No te preocupes por mí, Paula. Sólo impide que Pedro vuelva a mi casa a hacer de niñera esta noche —su voz se suavizó—. Sé paciente con él, Paula.


—Eduardo, yo no puedo…


Pero Eduardo le había colgado. Se retiró el teléfono y se quedó mirándolo. Tenía que evitar que Pedro volviera a casa de su padre. ¡Sí, qué fácil! Ese hombre estaba muy equivocado si pensaba que tenía alguna influencia sobre su hijo.


Nadie la tenía. Pedro era muy tozudo, e iba y venía a placer. 


Un hombre que, a pesar de sí mismo, se preocupaba por las personas que lo rodeaban.


Se le ocurrió que tal vez eso fuera la cosa más sexy que tenía él. Mucho más que su comportamiento de hombre extremadamente masculino; y detestaba reconocer lo sexy que eso le resultaba. Mucho más sexy que lo trabajador que era. Mucho más sexy que sus besos, y eso que eran muy sexys.


Miró el reloj, se levantó y apretó el botón del intercomunicador con el despacho de Pedro.


—Ahora mismo vuelvo —le dijo, y le pareció oír una especie de gruñido como respuesta.


Bueno, nadie podría acusarlo de hablar demasiado, eso seguro. Unos minutos después, estaba de vuelta en el edificio, armada con comida china, su favorita. Se encaminó directamente pasillo adelante y entró en el despacho de Pedro.


Él estaba tan enfrascado con el ordenador, que no se movió.


Ella se acercó a él por detrás y le puso la bolsa delante de la pantalla del ordenador.


—Adivina qué hora es.


—Lo sé por el olor que me venía por el pasillo.


Así que sí que la había oído entrar; tenía los sentidos bien afinados de un guerrero.


—Vayamos a la sala de personal —le dijo ella.


—Estoy demasiado liado —pero cerró el ordenador y se volvió hacia ella mientras se frotaba las sienes.


Se le veía tan cansado, que ella le puso la mano en el brazo.


—Tienes un aspecto terrible; lo sabes, ¿verdad?


Él soltó una risotada.


—Bueno, no te reprimas. Dime lo que piensas.


—Siempre lo hago —le dijo en tono suave. Se arrodilló delante de él y le puso la mano en la rodilla—. ¿Pedro? ¿Por qué no te vas pronto a casa y duermes un poco?


—¿Y por qué iba a hacer eso?


—¿No lo sé, a lo mejor porque has estado despierto ya muchas noches seguidas, para asegurarte de que tu padre estaba bien?


Su mirada se tornó un poco fría.


—Eso tenía que hacerlo.


Ella se sentó sobre los talones.


—Caramba, se te da muy bien hacer eso.


—¿El qué?


—Mandar a paseo a las personas.


—No estoy haciendo eso contigo.


—No, lo estás haciendo contigo mismo; te aseguras de que no sientes nada, ni preocupación por Eduardo, ni enfado con Eva ni… sea lo que sea que sientas por mí.


—¿Lo que sienta por ti? ¿Qué narices significa eso?


—Nos besamos ayer en el ascensor y me dejaste como si nos hubiéramos dado de la mano. No sentiste nada.


—¿Qué debería haber sentido, Pau?


—¿Sabes qué? No importa. Sigue siendo como un robot, que no siente nada.


Ella se puso de pie y fue hacia la puerta.


Él también se puso de pie.


—¿Qué me acabas de llamar? —preguntó Pedro.


Ella se dio la vuelta.


—Un robot sin sentimientos.


—¿De verdad crees que no siento? —le preguntó con incredulidad; avanzó hasta plantarse delante de ella—. Tengo un montón de sentimientos, maldita sea.


Paula sabía que los tenía, al igual que sabía que los ocultaba.


—¿Y por qué no los demuestras?


—Tal vez no me guste mostrar todas las cosas.


—Si te guardas todo dentro, no puedes controlarlos —levantó las manos para agarrarle la cara—. Eso me entristece, Pedro. Me entristece por ti. Jamás te desahogas.
Nunca dices lo que sientes, de que Eva trabaje para Eduardo, aunque está claro que te molesta. Nunca dices lo que sientes sobre lo que le está pasando a tu padre, o lo que pasa con nosotros.


—¿Crees que no siento nada respecto a todo eso?


—A no ser que me lo cuentes, cómo iba a saberlo.


Él se quedó mirándola.


—Mira —le dijo ella—. Sé que algunas personas tienen problemas para hablar de sus sentimientos. No es fácil, pero hay que desahogarse o bien… —se calló cuando él tomó unos papeles y los lanzó contra la pared—. ¿Qué… qué haces?


—Desahogándome —respondió él—. ¿Qué te parece?


—Mmm… —tragó saliva—. Bien. Muy… bien.


—Así es cómo me siento acerca de lo que pasó entre nosotros —dijo—. Esto es lo que siento por lo que te pasó a ti.


La agarró, y ella pensó que iba a enfadarse o a besarla, pero en lugar de eso le puso una mano suavemente sobre el cuello donde tenía los moretones y la otra sobre la espalda, estrechándola contra su cuerpo.


Paula sintió que todo su cuerpo se amoldaba al de él.


—Si pudiera volver en el tiempo y borrar esa noche, lo haría —sus manos eran suaves, tiernas, su mirada fiera—. Me gustaría asegurarme de que jamás volvieras a sufrir. ¿Entiendes lo mucho que me preocupa eso, Pau?


Ella asintió y susurró:
—Sí.


—Bien —la estrechó con fuerza y le puso la boca muy cerca de la suya—. Me culpo por lo que pasó esa noche. Y voy a tener que culparme también por esto también, puesto que no hay nadie a quién culpar. Lo detesto cuando esto ocurre.


Y entonces se inclinó sobre ella y la besó.







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