jueves, 25 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 28





¿Se apuntaba a una sesión de sexo ardiente? ¿Estaría ella de broma? Pedro intentó concentrarse en el tráfico, pero por una vez no había demasiado. Miró a Paula, que estaba esperando una respuesta.


—¿Te das cuenta de que ardemos cada vez que nos tocamos? —le dijo él.


Ella asintió.


—Sí. Lo cual me figuro que resultará muy práctico en la cama…


Pedro se dio por vencido y se limitó a conducir. Estaban a pocos minutos de casa de Paula cuando sonó el móvil de Pedro. El número de Eduardo apareció en la pantalla.


—Tu deseo se ha hecho realidad —le dijo él a modo de saludo—. Hoy no voy a quedarme en tu casa —pero no obtuvo respuesta a eso, lo cual le resultó extraño—. ¿Eduardo?


Nada de nada. Ni el ruido de la respiración ni ningún otro ruido; nada aparte de la conexión.


Con calma y precisión, Pedro hizo un cambio de sentido y tomó la autopista hacia el norte en dirección a La Canada.


—Eduardo—repitió al teléfono.


Pero siguió sin oírse nada.


Paula lo miraba.


—¿Qué ocurre?


Tenía un presentimiento muy malo.


—Eduardo —dijo al teléfono—. Voy a llamar a la policía.


Pedro.


Sintió un alivio tremendo al oír la voz de su padre, aunque le sonara muy lejos, cosa que significaba que Eduardo no estaba hablando por su teléfono, sino cerca del aparato.


—¿Eduardo, estás… ?


—No te oigo —le susurró Eduardo con voz extraña—. Así que espero que hayas podido oírme. He marcado con los dedos de los pies. Espero que estés ahí y que no hayas dejado que una jovencita preciosa conteste el teléfono por ti. ¿Pero, qué digo yo? A ti ni siquiera te gustan las jovencitas preciosas —soltó una risotada—. Sea como sea, hijo, estoy en un ligero apuro, como podrás haber adivinado. No llames a la policía —dijo rápidamente—. Lo verás cuando llegues. Vienes para acá, ¿no?


Pedro negó con la cabeza y apretó el acelerador.


—No quiero que te disgustes —le susurró Eduardo—. Pero la policía se equivocó en cuanto a Silvia. Yo los llamaría y se lo diría, pero… bueno, ya lo verás.


Pedro se desvió de la autopista al llegar a La Canada y subió a toda prisa por Foothill Boulevard, sobrepasando el límite de velocidad.


Paula se agarró al salpicadero, pero no dijo nada.


—¿Está bien Eduardo?


—No estoy seguro.


Entraron en la calle de Eduardo, pero en lugar de meterse por el camino que accedía a su casa, Pedro apagó el motor y se dejó el teléfono pegado a la oreja. La mayoría de las colinas de La Canada estaban cubiertas de vegetación autóctona. La finca de Eduardo no era una excepción y la vista de la casa estaba oculta tras los altos pinos y robles que circundaban la propiedad.


—Espera aquí.


—¿Qué pasa?


—No tengo ni idea —contestó Pedro, preocupado porque Eduardo había dejado de hablar—. Pero dado cómo es mi padre y la vida que lleva, podría ser cualquier cosa —sacó una pistola de la guantera y miró a Paula cuando esta emitió un gemido entrecortado—. ¿Llevas tu móvil? —le preguntó mientras se guardaba la pistola en la cinturilla de los pantalones.


—Sí, Pedro


—Si no he vuelto dentro de diez minutos, llama a la policía.


Pedro.


La miró a los ojos y vio la tozudez reflejada en su rostro. Se iba a mostrar difícil, lo veía. No debería sorprenderlo.


—Mira, ha sido una llamada algo extraña, incluso viniendo de Eduardo. Dado lo que hemos pasado en esta misma casa, sería mejor que me obedecieras.


La miró a los ojos, rogándole con la mirada que lo escuchara.


—Diez minutos, y si no he vuelto, llamas a la policía —le dijo él, que se inclinó a darle un beso apresurado que no sabía que necesitara.


—Está oscureciendo —Paula lo agarró de la camisa cuando él volvió para salir del coche—. Te da miedo la oscuridad. Deja que te acompañe.


Aquella mujer de ojos suaves, de corazón y cuerpo suaves que era capaz de ponerlo de rodillas iba a matarlo.


—Espera aquí —repitió él, y entonces salió del coche.


Abandonó la acera y se metió entre los árboles, por donde avanzó en dirección a la casa, preguntándose con qué demonios se encontraría esa vez.


Aún no había oscurecido, pero faltaba poco y no había luz en el piso superior de la casa. Sin embargo, la primera planta estaba iluminada, y de allí salían toda clase de ruidos, como de cristal haciéndose añicos o de golpes que señalaban que a alguien le estaba dando un ataque o que estaban ayudando a su padre a variar la decoración de la casa.


Pedro dio la vuelta a la casa, manteniéndose escondido entre los arbustos, lo cual era bastante fácil. Maldijo la dejadez de su padre en el tema de seguridad. En realidad, aquel lugar, con tal cantidad de ventanas y puertas, era una pesadilla para cualquier compañía de seguridad.


La puerta trasera no estaba cerrada con cerrojo. 


Naturalmente. Eduardo debería incluso poner algún cartel invitando a los ladrones a entrar a robar. Como no oyó nada más por el móvil, se lo guardó en el bolsillo. Entonces sacó su pistola y entró en la casa. Al oír de nuevo un cristal haciéndose añicos, se pegó a la pared y miró a su alrededor.


Estaba en un pasillo que daba a la sala de estar principal, la cual daba paso al gran salón. Desde allí podría ver la cocina.


De allí era de donde provenían los ruidos de cristales rotos. 


Entró en la sala y no vio a nadie.


De la cocina salió un chillido furioso y frustrado.


—¡Toma! —se oyó la voz de una mujer.


Pedro le quitó el seguro a la pistola y se metió en el enorme salón. Desde allí vio a una mujer en la cocina, lanzando al suelo con suma satisfacción todas las piezas de porcelana y cristal que sacaba de los armarios. Pedro no reconoció a la rubia, alta, de unos cuarenta años, aunque era del tipo de las que le gustaban a su padre: rubia, alta y… dura.


—¡Y toma eso! —gritó la mujer mientras dejaba caer un jarrón que parecía muy caro—. ¡Toma eso, hijo de perra! Todo lo que hay en esta casa debería haber sido mío, habría sido mío, si tú te hubieras enamorado de mí —otro jarrón se hizo añicos contra el suelo—. ¡Como yo me enamoré de ti!


—Bueno —dijo Pedro—. Ese fue tu primer error, enamorarte del hijo de perra.


Ella levantó la cabeza y se quedo mirando a Pedro y a la pistola con que la estaba apuntando.


—¿Cómo has podido… ? —empezó a decir, pestañeando—. Tú no eres Eduardo.


—No.


—Sólo te pareces a ese hijo de perra.


—Tuve mala suerte con los genes —concedió Pedro.


Ella echó para atrás su mata de pelo rubio y se pasó muy despacio la lengua por los labios.


—¿Eres tan bueno en la cama como él?


—Apártate de la encimera y de la isla —le dijo Pedro—. Donde pueda verte.


Hizo un mohín con sus labios rojos y carnosos, pero obedeció a Pedro.


—Sabía que me pillarían esta vez —dijo ella.


—Así que eras tú; la exnovia… Silvia, ¿verdad?


—Ex —dijo ella con asco—. Detesto esa palabra. Mira, puedes guardar la pistola. No soy peligrosa ni nada.


—No lo creo.


Con la mano libre, sacó su móvil del bolsillo y llamó a la policía, aunque Eduardo le había pedido que no lo hiciera. Ya no le importaba. Mientras marcaba los números no dejó de vigilar a la mujer que suponía que estaba tan loca como parecía.


Su padre sabía escoger.


Cuando colgó, ella intentó sonreír con dulzura.


—Sólo quería hacerle daño a ese perro igual que él me lo hizo a mí —dijo ella—. Me dejó tirada como si yo fuera basura.


Detrás de él, se oyó un ruido y Pedro echó un vistazo muy rápido. No quería que ninguno de los matones de aquella loca volviera a golpearlo.


Pero en lugar de ver a los matones, vio a Paula. Y a Eva, su madre.


Eva sonrió débilmente y lo saludó con la mano.


—Esto, necesitaba venir aquí —miró a la rubia de aspecto duro con interés, y después a todo lo que había roto en el suelo, y finalmente a Pedro, con la pistola en la mano—. Cariño, ¿es necesaria esa pistola?


Pedro se echó a reír con incredulidad.


—Sí, muy necesaria. Mamá…


—Eduardo no deja tiradas a todas las mujeres —dijo Eva en voz baja.


—Te dejó tirada a ti…


Ella negó con la cabeza y se acercó.


—Es hora de que te cuente la verdad, hijo. Eduardo nunca quiso que yo te la contara, y no estoy segura de si fue orgullo o una lealtad mal encaminada hacia mí —le dijo suspirando—, pero fui yo la que lo dejé a él. Yo era joven y tonta y no quería estar atada a nadie —negó con la cabeza—. ¿Y quieres oír la verdad? Desde entonces me pesó haber tomado esa decisión.


Él se quedó mirándola.


—¿Me estás diciendo esto ahora porque…?


—No sé por qué —le dijo Eva mientras se encogía de hombros—. Porque tú te comportas como si todos tus problemas fueran culpa de Eduardo.


Silvia se echó a reír.


—Escucha, querida mamá, ¿por qué no te llevas a tu hijo y dejáis de apuntarme, y yo me largaré enseguida?


Eva arqueó una ceja. Miró de nuevo todo lo que había en el suelo. Sonrió despacio.


Silvia también lo hizo, aliviada.


—Lo siento —dijo Eva mientras negaba con la cabeza—. Vas a ir a la cárcel; y no vas a volver a molestar a Eduardo.


A Silvia se le desvaneció la sonrisa de los labios.


—¡Maldición!


En la distancia, sonaron las sirenas de la policía.


Pedro miró a Paula, que estaba de pie allí muy callada.


—¿Qué pasó con que esperaras en el coche?


—Estaba esperando, pero tu madre llegó y no hubo manera de detenerla —dijo Pau, que sonrió cuando Eva le echó el brazo por los hombros—. No quise dejar que entrara sola.


Pedro miró a su alrededor.


—¿Dónde está Eduardo? —preguntó.


Silvia se echó a reír con tanta maldad, que Pedro se estremeció. Le pasó la pistola a Paula y le ordenó que continuara apuntándola hasta que entrara la policía.


Pedro corrió por toda la casa buscando a Eduardo.


Lo encontró en su dormitorio, atado de pies y manos a su cama, totalmente desnudo. Eduardo tenía una sonrisa de pesar en su rostro y el teléfono descolgado junto a unos de los pies.


—La encontraste, ¿verdad, hijo?


Pedro soltó un resoplido de fastidio mientras empezaba a deshacerle los nudos.


—Eres un caso, ¿lo sabes? —le dijo él.


—Lo sé.


Pedro le soltó un pie.


—Y sí que sabes escogerlas, Eduardo.


—Sí.


Cosa rara no dijo nada más, como si estuviera avergonzado; pero eso no podía ser cierto porque no había nada que avergonzara a Eduardo. Al menos nada que a Pedro se le ocurriera.


Cuando le soltó las manos a su padre, Eduardo se incorporó, pero no a tiempo de atrapar la bata que le tiró Pedro, que le cayó sobre la cara.


—Mira, Pedro, en cuanto a lo de esta noche… —le dijo mientras se la retiraba de la cabeza.


Pedro estaba seguro de que no le apetecía escuchar aquello, pero también de que de todos modos tendría que escucharlo.


—¿Qué pasa? —le preguntó.


—Estaba pensando… que tal vez puedas olvidarte de mencionarle este incidente a tu madre.


Pedro se volvió a mirarlo y se asombró al ver la mirada de pesar genuino en el rostro de Eduardo.


—Sería un poco vergonzoso —reconoció Eduardo—, encontrarse uno a merced de la mujer que no ama delante de la mujer a la que ama.


—¿Quieres a… mamá?


—Desde que la vi por primera vez en la clase de gimnasia.


—Pero… todas esas mujeres…


—Eh, yo nunca he dicho que sea un santo. Además, se ha tirado años sin querer saber nada de mí. Ir de flor en flor ha sido un modo estupendo de pasar el rato mientras pensaba que no me quería. ¿Pero sabes qué?


Pedro tenía miedo de saberlo, de preguntar.


—Últimamente, me da la impresión de que tengo una oportunidad con ella. A no ser, por supuesto, que me hubiera visto esta noche. Si estuviera aquí, tal vez se echara todo a perder.


Desde luego Eduardo estaba verdaderamente avergonzado.


Pedro le pareció que no tenía sentido, hasta que pensó en lo que le había dicho su madre hacía un rato. Que había sido ella la que había dejado a Eduardo, y no al contrario como él siempre había pensado.


Y se preguntó por qué eso consiguió enternecerlo un poco cuando en realidad no quería sentir ternura.


—¿Entonces quieres decir que no eres tan superficial como quieres que piense todo el mundo?


—Oh, claro —Eduardo suspiró—. Pero sea lo que sea lo que pienses de mí, por favor, no se lo digas a ella.


Pedro cambió de postura con incomodidad al ver lo serio que estaba su padre.


—Te lo prometería, pero es demasiado tarde, Romeo. Eva está abajo.


Eduardo recogió su camisa y metió los brazos rápidamente. Pedro suspiró y le lanzó los pantalones.


—Date prisa. Porque… ¿papá?


Al oír el apelativo desacostumbrado, Eduardo se quedó inmóvil y tragó saliva.


—¿Sí?


—No se lo diré.


Pedro se tambaleó ligeramente cuando Eduardo lo abrazó con fuerza, y después levantó los brazos y le devolvió el abrazo a su padre.









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