miércoles, 24 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 26





La estaba besando, por fin la estaba besando con fiereza y exigencia. Paula le devolvió el mismo sentimiento, le devolvió lo que tenía dentro, y cuando él tomó aire, ella no pudo evitarlo y le mordió el labio inferior.


Pedro maldijo y la atacó de nuevo; sus manos grandes le agarraron la cabeza para besarla ardientemente, largamente. Le acarició los brazos, los hombros y el pecho, pero eso no fue suficiente; así que le tiró de la camisa y le metió las manos por debajo para acariciarle la piel suave y caliente de su cuerpo.


Él aspiró hondo y se inclinó un poco para abrazarla mejor. 


Entonces, se dejaron caer sobre su escritorio, donde un montón de archivos cayó al suelo.


Riéndose, sin aliento, se pusieron derechos, apartándose de la mesa y precipitándose con fuerza contra la pared de enfrente, donde él la inmovilizó y comenzó a meterle las manos por debajo de la blusa, acariciándole los pechos y tocándole los pezones.


—Uno de estos días —gimió él—, voy a llevarte a un dormitorio, no me importa si es el mío o el tuyo.


Le desabrochó los botones con un gemido de frustración; entonces le quitó la blusa y el sujetador al mismo tiempo para poder acariciar su piel desnuda. Paula se estremeció mientras le clavaba las uñas en la espalda. Él le plantó en el cuello besos mojados y ardientes, cuidándose muy bien de no tocarle los cardenales que aún tenía. Sólo cuando le había cubierto cada centímetro de piel de besos empezó a bajarle por el hombro desnudo, lamiéndole, provocándola, besándola.


Pero no era suficiente. Mientras lo pensaba él le acarició los pechos y la volvió loca con su boca. No levantó la cabeza durante un buen rato, y mucho antes de hacerlo Paula estaba ya muy excitada: resplandeciente, anhelante, ávida de placer, de necesidad y de deseo. Quería hacer el amor apasionadamente allí mismo en su oficina; deseaba…


—Paula —jadeando con fuerza le pegó la frente a la suya.


De acariciarla con agilidad, pasó a acariciarle la espalda describiendo círculos con suavidad.


Paula se dio cuenta de que no era una buena señal.


—Esta no es una buena idea —dijo con voz ronca.


Sin duda no era una buena señal.


—Tienes cerrojo en la puerta de tu despacho —consiguió decirle ella.


Él miró a la puerta, al cerrojo en cuestión, y Paula vio que vacilaba. Y eso no le gustó. Lo que quería era verlo desnudo.


—Tengo un cliente que va a venir a las dos —se echó hacia atrás para mirar el reloj.


Eran las dos menos diez.


Paula tenía ganas de llorar, de gritar, y por el aspecto de Pedro que se estaba pasando las manos por la cabeza, él sentía lo mismo.


—Podríamos ir a cerrar las puertas de cristal —empezó a decir apresuradamente—, y fingir que no estás aquí…


—Pau. No puedo hacer nada contigo; así no. Necesitamos privacidad —le volvió a colocar bien los tirantes del sujetador—. Y horas… —dijo en tono ronco y sensual—. Necesitamos muchas horas.


—Creo que yo sólo necesito un minuto.


Él cerró los ojos.


—No me lo pongas más difícil.


Pedro le acarició el cabello y le levantó la cabeza. Con los ojos aún cerrados, le dio un beso largo y apasionado; un beso cuyo sonido le provocó una excitación tremenda entre los muslos.


—Pau —susurró él, sólo eso, su nombre.


El corazón le dio un vuelco y lo abrazó con fuerza.


Oyeron que se abrían las puertas, señalando la llegada del cliente, y se miraron a los ojos.


—Te traeré los informes que te hacen falta —le dijo ella, pero no se apartó de él—. Gracias —añadió.


—¿Por qué?


—Por demostrarme lo que sientes por mí. Sé que debe de haber sido duro.


Él sonrió con pesar.


—¿Duro? No sabes cuánto.


Y dicho eso le pegó las caderas a las de ella, mostrándole exactamente lo que era «duro» para él y consiguiendo que Paula se echara a reír.







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