lunes, 22 de junio de 2015
EN SU CAMA: CAPITULO 19
—¿Eva te dijo todo eso? —dijo Pedro despacio, con incredulidad.
—Sí —Pau asintió—. Pero ya sabía que no eras un contable como otro cualquiera. Desde que te vi me di cuenta de que tenías una personalidad muy fuerte. Incluso medio desnudo y con un golpe en la cabeza me di cuenta.
Debería haberse parado a tomarse un café. En su estado presente, no estaba preparado para aquello. Se frotó las sienes.
—¿Qué más te dijo?
—Dice que necesitas amabilidad y compasión.
—Sabes, para que lo sepas para otras veces, cuando alguien te hace una pregunta de ese tipo y cuando la respuesta es tan claramente negativa, deberías guardártelo.
Se adelantó hacia ella de nuevo, porque aparentemente no se había torturado lo bastante en lo referente a ella.
—Sé que voy a arrepentirme de preguntarte esto, ¿pero por qué estabais hablando de mí?
—Eva me ha dicho que debería perdonarte por ser un jefe tan gruñón, que no es tu intención tener tanto genio y ser brusco todo el tiempo.
—¿Y dijo eso porque…?
—Porque acababas de recordarme que necesitabas el informe Morrow, cuando ya me lo habías dicho tres veces, y yo estaba en ese momento hablando por teléfono con un cliente. No parecías muy contento conmigo, aunque yo estaba haciéndolo lo mejor posible.
Él se quedó mirándola. ¿Eso era lo que había hecho? Sólo de oírselo decir se sentía avergonzado.
—También me dijo que, a pesar de tu impaciencia, tu rudeza y tu mal genio, tenías un corazón de oro y que, si me quedaba aquí el tiempo suficiente, lo vería por mí misma. Me dijo que no me dejara asustar por ti.
De pronto se alegró de que su madre no estuviera allí, porque le entraban ganas de estrangularla.
—Y después yo le dije que no eras capaz de asustarme…
Se calló de pronto, recordando muy bien lo que de verdad la asustaba. Por ejemplo unos ladrones armados.
—Y entonces le dije —continuó en voz baja—, que ya sabía que tenías un corazón de oro y que no iba a ir a ningún sitio hasta que el trabajo no estuviera terminado, que será en un par de días más.
Pedro dejó de fantasear acerca de estrangular a Eva y le echó una mirada a la mujer que tenía delante. Era menuda, de aspecto frágil, y sin embargo sabía muy bien la fuerza que tenía por dentro. Más que ninguno —No tengo un corazón de oro. En absoluto.
—Nos conocimos en circunstancias poco habituales —dijo ella, que seguía hablando en voz baja—. Por eso se aceleró todo, no digas que no.
—Pau…
—Esa noche me salvaste.
—Cualquiera habría hecho lo mismo.
—No.
Suspiró con desesperación, y ella se levantó de la silla, rodeó la mesa y se plantó delante de él.
—Me salvaste y aún no te he dado las gracias.
—No lo hagas.
Dios, no podía soportarlo. Sin siquiera saber por qué, fue a tomarle la mano.
—Y no me pongas como alguien que no soy —añadió Pedro.
—Sólo quiero saber más cosas de ti —levantó la cara—. Eva me dijo que te pasó algo en tu último trabajo. Que eso te afectó mucho.
—Eva habla demasiado.
Ella levantó la mano y la puso encima de la de Pedro, entonces se la llevó al pecho, a la altura del corazón, de modo que Pedro notó sus latidos fuertes y rítmicos.
—Me prometí a mí misma que no iba a tocarte —dijo ella—. Pero entonces me tocaste la mano y… —sonrió un poco—. Y parece que no puedo resistirme.
—No debería haberte tocado —dijo él—. Nunca.
—Es demasiado tarde. ¿Sabías…?
—¿Qué?
—Que todas las veces he sido yo la que te he besado.
Pedro no podía dejar de mirarle la boca.
—¿De verdad?
—Sí. Y la próxima vez… si es que hay próxima vez, tendrás que besarme tú.
Desde luego no pensaba hacer eso. Tenía los labios entreabiertos, y él sólo tendría que cerrar los ojos…
—Dime por qué eres tan… estoico —le dijo ella en tono suave.
—Sólo porque no estoy hablando todo el día no quiere decir que sea estoico —dijo Pedro.
Ella soltó una risilla.
—De acuerdo, tal vez estoico no sea la palabra adecuada, pero tampoco lo es frío, o distante.a mujer que hubiera conocido.
Ella ladeó la cabeza y le miró los labios, cosa que le recordó a Pedro lo que había sentido al besar los de ella.
—Desde luego de distante nada —le susurró Paula—. Y frío menos aún.
Él gimió sin poder evitarlo. Le dejó caer las manos hasta las caderas y la estrechó entre sus brazos.
—Me vuelves loco.
—¿Por qué?
—Me haces desear —pegó la frente a la de ella—. No quiero desear nada, maldita sea.
—¿Por lo que te pasó? —le agarró la cara con las dos manos—. Oh, Pedro. ¿Acaso te rompieron el corazón?
Se lo habían roto, pisoteado y destruido, pero esa era otra historia.
—Eva no debería haberte dicho que estuve en la CIA; ni que mi último trabajo me fue mal, que me traicionó un agente doble que resultaba que al mismo tiempo se estaba acostando conmigo.
La mirada de Paula se tornó aún más suave mientras le echaba los brazos al cuello.
—Esa parte no me la contó; no mencionó que… ¿Qué daños sufriste?
—No quiero…
—Por favor, Pedro. Por favor, cuéntamelo.
Era lo que menos le apetecía, pero tenía que contarle algo, así que mejor que fuera la verdad.
—Mira, me metieron en un baúl durante unos días y me dejaron para que me muriera —le dijo y se encogió de hombros—. Pero ya lo he superado.
A Paula se le pusieron los ojos sospechosamente brillantes, como el musgo mojado y brillante.
—¡Santo Dios! —exclamó con voz temblorosa mientras lo abrazaba con fuerza—. No me extraña.
—¿No te extraña el qué?
—Que no te guste que la gente esté cerca de ti. Una persona que estuvo cerca de ti te hizo daño.
—No tanto daño —respondió Pedro.
—Y no me extraña que seas contable. Te gusta trabajar solo; con números en lugar de con personas.
Pedro no sabía qué hacer con el hecho de que ella lo viera tan claramente.
—También era contable en la CIA, antes de empezar con el trabajo de campo. Era analista financiero.
—Ahora todo tiene mucho más sentido. Como el porqué de tu miedo a la oscuridad.
Él no le tenía miedo a la oscuridad. No le tenía miedo a nada.
Ella deslizó los labios por su mejilla, dejándole un rastro de besos suaves y mientras lo acariciaba.
En reacción, él sintió que se le tensaba el estómago. El estómago y otras partes.
En realidad, sí que le tenía miedo a algo. Le tenía miedo a ella.
—Pau, pensé que no ibas a besarme…
—No te he besado, en realidad no. No cuenta a no ser que te toque los labios con los míos, lo cual, si te has dado cuenta, no he hecho.
Se había dado cuenta. Sólo era que su cuerpo no parecía saber entender la diferencia entre lo uno y lo otro. En absoluto.
—Pau…
—Me gusta el diminutivo —le susurró mientras le colocaba los brazos en los hombros—. Me gusta mucho. Pedro…
Fuera lo que fuera, no quería oírlo en ese momento. Estaba a punto de caer, de enterrarse en su cuerpo cálido y generoso. Estaba a punto de besarla, y todo porque tenía unos ojos que, tiraban de él como un imán y una voz que él seguiría a cualquier parte.
Porque no le quedaba otro remedio, la apartó de él, a aquella mujer que parecía la tentación personificada.
—Tenemos trabajo —le dijo—. Mucho trabajo.
—Exactamente.
Sus ojos le dijeron que podría aplazar aquello todo el tiempo que quisiera, pero que no había quedado zanjado.
Y se dio cuenta de que tenía miedo de algo más: de que ella tuviera razón.
domingo, 21 de junio de 2015
EN SU CAMA: CAPITULO 18
Al día siguiente Pedro iba de camino a la oficina cuando Eva lo llamó al móvil.
—Ay, cariño, me alegro de encontrarte. No voy a trabajar contigo hoy.
Pedro ya había salido a correr esa mañana y estaba desayunando algo que había comprado en un sitio de comida rápida mientras conducía. Sabía que lo segundo anulaba lo primero, pero le daba igual. Corría porque le gustaba y comía esas cosas porque sabían bien.
—¿Estás enferma? —le preguntó él.
—Yo nunca estoy enferma —hizo una pausa—. Pedro, hoy voy a trabajar para tu padre. Está detrás, y…
—Pero… —jamás se habría esperado algo así—. Trabajas para mí.
—Sí —dijo Eva con esa prudencia y esa calma que la caracterizaban—. Pero él me necesita.
—Pero…
—Pedro, de verdad, de verdad, Paula puede hacer mi trabajo con los ojos cerrados. Todo irá bien sin mí.
—Pero Paula no es la gerente de mi empresa; lo eres tú.
—Y necesito tomarme el día libre —dijo Eva.
—Para trabajar para Eduardo.
—Eso es.
No tenía sentido.
—Quieres ir a trabajar para el hombre que te abandonó cuando eras una adolescente embarazada.
—Ay, por amor de Dios —dijo Eva en tono molesto—. Mira, es hora de que te enteres de esto. Fui yo la que me tiré a su cuello a los dieciséis años. Y fui yo la que…
—¡Caramba! —estuvo a punto de pegarse contra el coche que tenía delante.
—Sabía que me estaba arriesgando —le dijo con calma—. Hace ya tiempo que hemos hablado de lo inocente que fui yo, pero si crees que me arrepiento de lo que pasó, eres tú el inocente.
—Mamá —dijo Pedro—. Él tiene un montón de mujeres más que podrían ayudarlo hoy.
—Sí, pero me quiere a mí. Y, sinceramente, yo soy la mejor.
—¿Y a la que se llevó a Cabo?
—Bueno, dudo que esa sepa algo de contabilidad.
Cierto.
—Deja de comportarte como un viejo, Pedro. Volveré en unos días. Pásatelo bien mientras no estoy, ¿de acuerdo?
—Cuando dices eso te pareces a papá —le dijo con fastidio.
—Que tengas un buen día, cariño.
Se quedó mirando el móvil un momento después de colgar, antes de lanzarlo al asiento del pasajero. Su madre le había dicho que se lo pasara bien. Él ya había vivido bastante, y le gustaba cómo vivía en el presente. Le gustaba la vida cómoda y tranquila que tenía. No había sorpresas. Ningún ladrón estúpido le había dado un porrazo en la cabeza.
Ninguna mujer lo había besado hasta hacerle perder el control; una mujer que de algún modo había acabado trabajando para él.
Cuando llegó a su oficina estaba listo para enfrascarse en los números. En muchos números.Paula estaba sentada detrás de la mesa al teléfono. Sus ojos grandes y verdes dejaban entrever sus pensamientos. Seguramente, estaba pensando que le habría gustado más si él no hubiera aparecido.
Claro que él pensaba lo mismo de ella.
Paula disimuló bien, incluso agitó la mano con simpatía mientras esbozaba una sonrisa que parecía genuina. Tan genuina que él también la saludó con la mano.
—Me aseguraré de anotar los cambios en esas facturas —estaba diciendo en tono amable por teléfono—. Oh, claro que sí, le diré al señor Alfonso que cree que soy la mejor empleada temporal que ha tenido —le dijo en tono satisfecho—. Pues resulta que yo también lo pienso. Hasta pronto —colgó y le echó una mirada atrevida como desafiándolo a que dijera algo más.
—Tal vez deberías pedirle un aumento a Eduardo—le sugirió.
—Entonces te va a cobrar más a ti.
—Yo puedo con Eduardo.
Ella sonrió.
—Y yo.
—No imagino que haya mucho con lo que tú no puedas —dijo Pedro sin pensar.
—Así es. Eso es por ser la pequeña de la familia —dijo con orgullo—. A mi hermano y a mi hermana les encanta preocuparse de mí, pero es culpa de ellos dos. Fueron ellos los que me hicieron ser así.
—Entonces estás muy unida a ellos.
—Mucho.
—Seguramente no intentarán dirigirte la vida —murmuró mientras pensaba en su madre.
Paula se echó a reír al oír eso.
—¿Estás de broma? Viven para dirigirme la vida. De eso se trata el amor, Pedro.
Sí, el amor. Se obligó a apartar la mirada de ella y de su traje de falda y blusa amarillas, y dio la vuelta al mostrador donde el día anterior había visto una bolsa de donuts.
—Oh, lo siento —dijo ella, adivinándole el pensamiento—. Estoy sin dinero hasta el día que me paguen.
—No pagues los donuts de tu sueldo. No hay necesidad de ello. Hay calderilla en la mesa de Eva.
—Pero entonces los comprarías tú.
—Sí, y así nadie le debe nada a nadie.
Ella se limitó a mirarlo.
Él disimuló, pasó delante de ella y fue hacia su despacho.
—Menos mal que Eva me dijo que por las mañanas no estabas de buen humor —murmuró ella.
Pedro se quedó inmóvil.
—También me dijo que ni la tarde ni la noche eran buenos momentos para ti —añadió Paula—. Por si acaso te lo preguntabas.
No quería, pero no pudo evitar preguntárselo.
—¿Qué más te dijo de mí?
Ella sonrió con cierta picardía. Fue entonces cuando él sintió vergüenza.
—Dijo que eras egoísta, gruñón, obstinado y receloso por naturaleza.
De acuerdo, eso podía soportarlo porque era verdad. Pero entonces ella se llevó la mano a la barbilla con gesto pensativo.
—Ah, y que sentía que nada de eso fuera culpa tuya.
—¿De verdad? ¿Por qué no?
—Porque dice que tu padre y ella te estropearon, y lo que no estropearon ellos lo terminó de estropear la CIA.
EN SU CAMA: CAPITULO 17
A la mañana siguiente Paula puso en marcha su Volkswagen escarabajo, pero igual que le había pasado la mañana anterior, no pasó nada. El día anterior había pensado que le faltaba batería, y por eso la había cargado durante la noche.
Aparentemente se había equivocado.
—Vamos, chico —insistió mientras daba unos golpes suaves en el salpicadero.
Lo intentó de nuevo, pero no arrancó.
Se arrellanó en el asiento con un largo suspiro. Su hermana ya se había ido a trabajar, de modo que no podría pedirle que la llevara. Si llamaba a Rafael, seguramente se montaría en el próximo avión.
No podía volver a llamar a Eduardo.
De modo que se montó en el autobús y decidió no preocuparse sobre su coche hasta que pudiera arreglarlo.
Cuando se metía en el ascensor del edificio donde estaba la empresa de Pedro, no eran más que las ocho y un minuto, pero el corazón le latía aceleradamente. Detestaba llegar tarde, y en cuanto se abrieron las puertas, salió corriendo del ascensor.
—Lo siento —dijo sin aliento a Eva, que estaba allí quitándose el suéter, claramente recién llegada.
—No tienes por qué preocuparte, llegas bien —Eva sonrió—. Y como llevas en la mano una bolsa de Donuts Delicia, ahora eres mi mejor amiga.
Paula se echó a reír.
—Es para hacerle chantaje a tu hijo, pero he traído suficientes para todos. Estoy empeñada en verlo sonreír hoy.
—Eso me encantaría verlo. En este momento está haciendo gimnasia. En el cuarto piso hay un gimnasio y a veces va a hacer deporte por la mañana. Entre eso y los donuts, tal vez funcione.
Eva encendió el equipo de música y puso un disco de rock suave, abrió las cortinas para poder disfrutar de las preciosas vistas y encendió las luces del pasillo que llevaba a los despachos.
Aparentemente no había una recepcionista porque no había suficientes llamadas para ello; y por eso las dos se turnaban para contestar las llamadas. Como sabía que lo primero que le gustaba a Pedro era conocer sus mensajes, se sentó a la mesa para comprobar su contestador.
—No es fácil conocerlo —le dijo Eva, que estaba detrás de ella en ese momento—. Y sin embargo parece como si tú lo hubieras calado.
—Bueno, sí, pasamos juntos lo que se podría llamar un rato concentrado esa noche que nos encerraron juntos en un cuarto en casa de Eduardo —le recordó Paula.
—Resulta gracioso cómo las horas nocturnas pueden afectar a una persona —dijo Eva—; lo mucho que puedes llegar a compartir, lo mucho que puedes llegar a entregarte.
Paula tuvo que sonreír con pesar al oír lo que decía Eva. Tal vez no hubiera compartido muchas palabras, pero se habían tocado y besado lo suficiente como para hacerla sentirse extremadamente abierta. Y vulnerable.
Y a ella no le gustaba sentirse así. En absoluto.
—¿Es eso lo que ha pasado, Paula?
Ella suspiró.
—En cierto modo sí. Y ahora, a la luz del día, vernos aquí en la empresa resulta un poco… extraño. A veces muy extraño.
—Además, con su manera de ser Pedro consigue que todo sea lo más extraño posible, ¿verdad? —dijo Eva con comprensión—. Lo quiero, lo quiero con toda el alma, y aun así a veces me gustaría pegarle por no permitir que nadie lo vea como en realidad es. Él también tiene miedo de poder terminar como su padre. Y por eso es tan celoso de su privacidad.
—De eso me he dado cuenta.
—Eso no lo ha sacado de mí, de eso estoy segura. En realidad, no sé por qué es así. Seguramente será de trabajar para el gobierno como agente haciendo… bueno, no estoy ni segura de lo que hacía, si quieres que te diga la verdad. Sólo me alegro de que ya no lo haga.
Paula dejó de hacer lo que estaba haciendo y la miró.
—¿Quieres decir que estaba… en la CIA?
—Estaba —dijo Eva—. ¿No te lo ha dicho?
—No. Pero eso explica muchas cosas. ¿Por qué lo dejó?
A Eva le llevó un rato contestar.
—Digamos que su última misión estuvo a punto de matarlo. Literalmente. Después de eso se volvió receloso. Y supongo que estaba descontento. En cualquier caso, le llevó mucho tiempo recuperarse, y de algún modo creo que sigue recuperándose —le puso la mano a Paula en la muñeca—. Vas a ser paciente con él, ¿verdad, Paula? ¿Paciente, amable y compasiva?
—Siento lo que ha pasado, pero creo que te equivocas si…
—A ti te gusta —dijo Eva—. Te importa; de eso me doy cuenta.
—Apenas lo conozco —respondió Paula, que como no quería hablar más del tema se afanó en afilar un lápiz.
Eva entendió el mensaje y la dejó sola. Paula miró el afilalápices, con el pensamiento muy lejos de lo que estaba haciendo. Pedro había sido agente de la CIA, donde parecía que había sufrido. Y por eso se había vuelto una persona recelosa. De ese modo necesitaba paciencia, amabilidad y compasión por parte de los demás.
Ella tenía esas cosas, pero no estaba segura de que Eva supiera de verdad lo que le estaba pidiendo. Pedro no quería nada de ella aparte de la relación laboral.
Momentos después, Eva le pasó un montón de trabajo y le sonrió.
—¿Me vas a ofrecer un donut o vas a torturarme con ese olor tan rico toda la mañana?
Paula sacó los donuts. Se llevó los papeles que le había dado Eva y un donut a su mesa y empezó a trabajar. Pasado un rato, Eva asomó la cabeza a la habitación y dijo que iba a hacer unos recados.
Paula entró en el cuarto donde estaba el fax y la fotocopiadora y empezó a hacer unas copias que necesitaba para uno de los clientes de Pedro. Pasado un rato, el sonido de la copiadora y los movimientos mecánicos de quitar y colocar otra hoja le resultaron hipnóticos. De modo que, cuando alguien entró de pronto por detrás de ella, Paula pegó un brinco y se le cayeron los papeles al suelo.
Entonces se dio la vuelta y se pegó a la máquina copiadora.
—Eh, que sólo soy yo.
Pedro estaba allí, todo de negro, por supuesto, con unas zapatillas negras, unos vaqueros negros y una camiseta negra que le ceñía el pecho. Sin duda tenía un cuerpo sorprendente, aunque Paula sólo registró aquel pensamiento de pasada, ya que había estado a punto de darle un ataque al corazón y no podía hablar.
—¿Pau?
Se dijo que debía recuperar la compostura antes de que él se enfadara por comportarse como un bebé.
—Lo siento. Estoy bien —se inclinó a recoger los papeles que se habían caído.
—¿Estás segura? —se agachó a su lado y empezó a ayudarla.
—No, ya lo tengo yo —metió todos los papeles en la carpeta, pensando que ya lo arreglaría cuando estuviera sola y pudiera respirar otra vez—. Estoy bien, de verdad.
—De acuerdo —él la miró con cuidado—. Voy a darme una ducha en el baño de mi despacho —hizo una pausa—. No ha sido mi intención asustarte.
—Sólo es que pensaba que estaba sola, eso es todo. Eva dijo que estabas haciendo ejercicio.
Desde luego se le veía todo acalorado, sudoroso y jadeante; todas las cualidades de un superhéroe.
¿Cómo era posible que hubiera visto alguna vez otro lado de él, un lado suave y amable, incluso por un momento? No.
Tenía que habérselo imaginado, porque ese hombre con esos ojos que lo traspasaban todo, ese cuerpo duro como una roca y esa voz baja y ronca no tenía un lado suave…
Él la agarró, haciendo que dejara de pensar. Le puso la mano en el hombro y se lo apretó con suavidad.
—No pasa nada, ya sabes, sólo es por el shock del trauma —se puso de pie y tiró de ella—. Yo… sé por lo que estás pasando.
¡Oh, maldición! Lo sabía. Lo sabía porque algo terrible le había ocurrido en su última misión, algo mucho peor que haber sido retenido en casa de Eduardo. Era grande, duro y fuerte, y sin embargo, lo entendía y quería que ella lo supiera.
Las palabras de Eva le volvieron a la mente. Le había pedido que fuera amable, compasiva y paciente con él; y sin embargo era él quien se lo estaba ofreciendo. Se quedó mirando los papeles, que de pronto se volvieron algo borrosos.
Él le quitó el montón de papeles con un suspiro y lo dejó sobre la copiadora. Le puso las manos en las caderas esa vez.
—De verdad que estoy bien —susurró ella, deseando que fuera así.
—Sí.
Ella se acercó un poco más, necesitando el contacto, necesitada de tantas cosas más…
—No —le dijo en voz baja y ronca mientras intentaba apartarla—. Estoy todo sudado.
—Me da lo mismo —dijo ella.
—Pau…
Pero la estrechó un poco más entre sus brazos, esperando a que ella levantara la cabeza.
—¿Sabes una cosa? —susurró ella—. Creo que he mentido. No creo que esté tan bien —cerró los ojos y vio a Pedro en la cocina de Eduardo con un arma—. No dejo de acordarme.
—Lo siento —la miró, y cuando le vio los cardenales de la garganta frunció la boca de ese modo tan sexy que tenía de hacerlo—. Lo siento de veras.
Notó una especie de cosquilleo en su interior. Un anhelo.
—A lo mejor deberías volver a enseñarme los dientes.
—Yo no te enseño los dientes —le dijo él haciendo una mueca—. Jamás ha sido mi intención, de todos modos. No contigo.
Oh, no, estaba consiguiendo que se derritiera por dentro otra vez, con ese modo de mirarla, como si fuera algo de lo que necesitaba huir y hacia lo que necesitaba correr al mismo tiempo… Sin pedirle permiso, los brazos de Paula le rodearon el cuello, y lo agarró con tanta fuerza como si no fuera a soltarlo. El pecho de él le rozó el suyo, lo mismo que los muslos. Y sus cuerpos enteros.
Todas y cada una de las zonas erógenas de su cuerpo despertaron al unísono.
Él le apretó las caderas, y al momento siguiente dejó caer las manos y se retiró.
E hizo bien, porque así Paula se acordó de por qué estaba allí. Por motivos de trabajo. Sólo por trabajo.
No quería sentir aquello por él. Quería que se alejara de ella antes de que se olvidara de la humillante experiencia que había vivido con él en casa de Eduardo e hiciera algo estúpido.
Como besarlo por tercera vez.
La siguiente vez que se besaran sería él quien lo iniciaría.
Porque ella ya sabía que, si a él se le ocurría besarla, sucumbiría y le dejaría besarla. Le permitiría que la besara hasta hacerle perder la conciencia, hasta que los dos la perdieran.
Y entonces él se marcharía. Fingiría que no había ocurrido.
No tenía que ser un exagente de la CIA para saberlo.
Pero Pedro no la besó.
EN SU CAMA: CAPITULO 16
De algún modo, Pedro consiguió dejar de pensar en Pau y enfrascarse en el trabajo. Afortunadamente había escogido una ocupación que se le daba bien y le gustaba. Los números ni discutían ni manipulaban. Los números le dejaban ser él mismo.
En general, supuso que las cosas fueron bien. Todos estuvieron ocupados, y Paula sabía de verdad manejar los números.
Al final de la jornada, apareció a la puerta de su despacho con los ojos brillantes, la expresión sonriente, y un montón de informes que él le había pedido a Eva en la mano.
Pedro no pudo evitar ver lo mucho que Paula parecía haberse divertido desde que la había convencido para que se quedara. Pero le daba la impresión de que siempre disfrutaba de lo que hacía, de que disfrutaba de la vida. Y de pronto eso le pareció inesperadamente atractivo.
—He puesto al día el archivo de Sarkins —le dijo ella—. Y Eva y yo hemos trabajado juntas y nos hemos ocupado de las cuentas de Anderson —fue a darse la vuelta, pero de pronto se detuvo—. Ah, y tu padre está al teléfono por la línea dos.
Pedro descolgó el teléfono.
—Después de lo que has hecho —le dijo a Eduardo—, no voy a ir a contigo y con tu grupo de mujeres esta noche al partido.
Pedro oyó el suspiro sufrido de Eduardo.
—Te lo he dicho, no habrá ningún grupo de mujeres. Sólo un par. Y no he llamado para eso.
—¿Quieres que te dé las gracias por la empleada vieja y gruñona?
—Ese no es modo de hablar de tu propia madre.
—Sabes muy bien que estoy hablando de Paula.
—Que no es ni vieja ni gruñona —apuntó Eduardo.
Pedro aspiró hondo y miró a Pau, que seguía allí de pie.
—Lo que yo digo.
—Es buena, ¿verdad?
—Sabes que sí. Mira, no sé lo que tramas, pero…
—Hijo, me encantaría quedarme a oírte decir burradas, pero tengo un problema incluso mayor que tú en este momento.
—¿De qué me estás hablando? —le preguntó Pedro.
—Del robo… ¿Te acuerdas de los cuatro tipos?
Sí, desde luego que los recordaba.
—Bueno, aparentemente algunos de ellos ya tenían antecedentes, y cuando los policías insistieron y les ofrecieron un trato, cantaron. Dijeron que todo el tinglado lo ha montado una persona que yo conozco. Resulta ser…
Pedro esperó con impaciencia.
—¿Quién? —preguntó.
—Una ex mía.
—Una ex. Sorprendente. ¿Tienen idea de cuál de las miles que tienes puede ser?
—No ha habido miles. Tal vez cientos, pero…
—Ve al grano, Eduardo.
—Ha sido Silvia Vanetti. Tu madre siempre la ha llamado «la loca», y va a resultar que tenía razón.
—¿Y dónde está?
—Curiosamente, desaparecida, y la policía no ha sido capaz de encontrarla. Y piensan… bueno, me resulta vergonzoso, si quieres que te diga la verdad.
—¿Qué es lo que piensan?
—Que está intentando asustarme —dijo Eduardo en tono jocoso—. Qué gracia, ¿no?
—Sí —dijo Pedro—. Me troncho de risa.
—Incluso piensan que necesito protección. ¿Te imaginas? ¿Alguien persiguiéndome?
—¿Has contratado a un guardaespaldas? —le preguntó Pedro.
Su madre apareció a la puerta. Siempre había tenido una especie de sexto sentido cuando se trataba de Eduardo, y en ese momento lo miraba con expresión preocupada.
—Pensé —dijo Eduardo—, que dada tu última ocupación tú podrías organizármelo.
—Ahora mismo voy.
—Gracias, hijo.
Cuando colgó, Paula se dirigió a él.
—¿Va todo bien?
Se frotó los ojos.
—La verdad es que no.
—¿Qué pasa, Pedro? —le preguntó Eva, que parecía más preocupada de lo que debería estarlo una ex.
Él les contó todo, y cuando terminó, ambas lo miraban con esa mirada que quería decir que él era capaz de todo.
Aparentemente Eduardo pensaba lo mismo.
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