lunes, 22 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 19





—¿Eva te dijo todo eso? —dijo Pedro despacio, con incredulidad.


—Sí —Pau asintió—. Pero ya sabía que no eras un contable como otro cualquiera. Desde que te vi me di cuenta de que tenías una personalidad muy fuerte. Incluso medio desnudo y con un golpe en la cabeza me di cuenta.


Debería haberse parado a tomarse un café. En su estado presente, no estaba preparado para aquello. Se frotó las sienes.


—¿Qué más te dijo?


—Dice que necesitas amabilidad y compasión.


—Sabes, para que lo sepas para otras veces, cuando alguien te hace una pregunta de ese tipo y cuando la respuesta es tan claramente negativa, deberías guardártelo.


Se adelantó hacia ella de nuevo, porque aparentemente no se había torturado lo bastante en lo referente a ella.


—Sé que voy a arrepentirme de preguntarte esto, ¿pero por qué estabais hablando de mí?


—Eva me ha dicho que debería perdonarte por ser un jefe tan gruñón, que no es tu intención tener tanto genio y ser brusco todo el tiempo.


—¿Y dijo eso porque…?


—Porque acababas de recordarme que necesitabas el informe Morrow, cuando ya me lo habías dicho tres veces, y yo estaba en ese momento hablando por teléfono con un cliente. No parecías muy contento conmigo, aunque yo estaba haciéndolo lo mejor posible.


Él se quedó mirándola. ¿Eso era lo que había hecho? Sólo de oírselo decir se sentía avergonzado.


—También me dijo que, a pesar de tu impaciencia, tu rudeza y tu mal genio, tenías un corazón de oro y que, si me quedaba aquí el tiempo suficiente, lo vería por mí misma. Me dijo que no me dejara asustar por ti.


De pronto se alegró de que su madre no estuviera allí, porque le entraban ganas de estrangularla.


—Y después yo le dije que no eras capaz de asustarme…


Se calló de pronto, recordando muy bien lo que de verdad la asustaba. Por ejemplo unos ladrones armados.


—Y entonces le dije —continuó en voz baja—, que ya sabía que tenías un corazón de oro y que no iba a ir a ningún sitio hasta que el trabajo no estuviera terminado, que será en un par de días más.


Pedro dejó de fantasear acerca de estrangular a Eva y le echó una mirada a la mujer que tenía delante. Era menuda, de aspecto frágil, y sin embargo sabía muy bien la fuerza que tenía por dentro. Más que ninguno —No tengo un corazón de oro. En absoluto.


—Nos conocimos en circunstancias poco habituales —dijo ella, que seguía hablando en voz baja—. Por eso se aceleró todo, no digas que no.


—Pau…


—Esa noche me salvaste.


—Cualquiera habría hecho lo mismo.


—No.


Suspiró con desesperación, y ella se levantó de la silla, rodeó la mesa y se plantó delante de él.


—Me salvaste y aún no te he dado las gracias.


—No lo hagas.


Dios, no podía soportarlo. Sin siquiera saber por qué, fue a tomarle la mano.


—Y no me pongas como alguien que no soy —añadió Pedro.


—Sólo quiero saber más cosas de ti —levantó la cara—. Eva me dijo que te pasó algo en tu último trabajo. Que eso te afectó mucho.


—Eva habla demasiado.


Ella levantó la mano y la puso encima de la de Pedro, entonces se la llevó al pecho, a la altura del corazón, de modo que Pedro notó sus latidos fuertes y rítmicos.


—Me prometí a mí misma que no iba a tocarte —dijo ella—. Pero entonces me tocaste la mano y… —sonrió un poco—. Y parece que no puedo resistirme.


—No debería haberte tocado —dijo él—. Nunca.


—Es demasiado tarde. ¿Sabías…?


—¿Qué?


—Que todas las veces he sido yo la que te he besado.


Pedro no podía dejar de mirarle la boca.


—¿De verdad?


—Sí. Y la próxima vez… si es que hay próxima vez, tendrás que besarme tú.


Desde luego no pensaba hacer eso. Tenía los labios entreabiertos, y él sólo tendría que cerrar los ojos…


—Dime por qué eres tan… estoico —le dijo ella en tono suave.


—Sólo porque no estoy hablando todo el día no quiere decir que sea estoico —dijo Pedro.


Ella soltó una risilla.


—De acuerdo, tal vez estoico no sea la palabra adecuada, pero tampoco lo es frío, o distante.a mujer que hubiera conocido.


Ella ladeó la cabeza y le miró los labios, cosa que le recordó a Pedro lo que había sentido al besar los de ella.


—Desde luego de distante nada —le susurró Paula—. Y frío menos aún.


Él gimió sin poder evitarlo. Le dejó caer las manos hasta las caderas y la estrechó entre sus brazos.


—Me vuelves loco.


—¿Por qué?


—Me haces desear —pegó la frente a la de ella—. No quiero desear nada, maldita sea.


—¿Por lo que te pasó? —le agarró la cara con las dos manos—. Oh, Pedro. ¿Acaso te rompieron el corazón?


Se lo habían roto, pisoteado y destruido, pero esa era otra historia.


—Eva no debería haberte dicho que estuve en la CIA; ni que mi último trabajo me fue mal, que me traicionó un agente doble que resultaba que al mismo tiempo se estaba acostando conmigo.


La mirada de Paula se tornó aún más suave mientras le echaba los brazos al cuello.


—Esa parte no me la contó; no mencionó que… ¿Qué daños sufriste?


—No quiero…


—Por favor, Pedro. Por favor, cuéntamelo.


Era lo que menos le apetecía, pero tenía que contarle algo, así que mejor que fuera la verdad.


—Mira, me metieron en un baúl durante unos días y me dejaron para que me muriera —le dijo y se encogió de hombros—. Pero ya lo he superado.


A Paula se le pusieron los ojos sospechosamente brillantes, como el musgo mojado y brillante.


—¡Santo Dios! —exclamó con voz temblorosa mientras lo abrazaba con fuerza—. No me extraña.


—¿No te extraña el qué?


—Que no te guste que la gente esté cerca de ti. Una persona que estuvo cerca de ti te hizo daño.


—No tanto daño —respondió Pedro.


—Y no me extraña que seas contable. Te gusta trabajar solo; con números en lugar de con personas.


Pedro no sabía qué hacer con el hecho de que ella lo viera tan claramente.


—También era contable en la CIA, antes de empezar con el trabajo de campo. Era analista financiero.


—Ahora todo tiene mucho más sentido. Como el porqué de tu miedo a la oscuridad.


Él no le tenía miedo a la oscuridad. No le tenía miedo a nada.


Ella deslizó los labios por su mejilla, dejándole un rastro de besos suaves y mientras lo acariciaba.


En reacción, él sintió que se le tensaba el estómago. El estómago y otras partes.


En realidad, sí que le tenía miedo a algo. Le tenía miedo a ella.


—Pau, pensé que no ibas a besarme…


—No te he besado, en realidad no. No cuenta a no ser que te toque los labios con los míos, lo cual, si te has dado cuenta, no he hecho.


Se había dado cuenta. Sólo era que su cuerpo no parecía saber entender la diferencia entre lo uno y lo otro. En absoluto.


—Pau…


—Me gusta el diminutivo —le susurró mientras le colocaba los brazos en los hombros—. Me gusta mucho. Pedro


Fuera lo que fuera, no quería oírlo en ese momento. Estaba a punto de caer, de enterrarse en su cuerpo cálido y generoso. Estaba a punto de besarla, y todo porque tenía unos ojos que, tiraban de él como un imán y una voz que él seguiría a cualquier parte.


Porque no le quedaba otro remedio, la apartó de él, a aquella mujer que parecía la tentación personificada.


—Tenemos trabajo —le dijo—. Mucho trabajo.


—Exactamente.


Sus ojos le dijeron que podría aplazar aquello todo el tiempo que quisiera, pero que no había quedado zanjado.


Y se dio cuenta de que tenía miedo de algo más: de que ella tuviera razón.








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