miércoles, 17 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 4




—Paula, vamos, túmbate.


Hasta hacía tan sólo un momento se había estado aguantando muy bien, pero entonces Pedro se había tenido que acercar con aquel cuerpo espigado y elegante, musculoso y brillante a la luz tenue que entraba por la ventana, y ponerse tierno y dulce con ella.


¡Ja! Como si pudiera ponerse a fingir que era un hombre dulce y sensible.


—Vamos —le dijo con amabilidad.


¡Con amabilidad!


¿Acaso no sabía que ese era el modo de ganarse a una mujer? Con aquella ternura, unida a una semi desnudez tan magnífica que se le hacía la boca agua.


—¿Paula?


Y su manera de pronunciar su nombre, con aquella voz ronca y profunda, le hacía pensar en apasionadas noches de verano entre sábanas de seda.


Aunque no era porque supiera mucho de eso, pero una chica tenía también sus fantasías. Y él era una fantasía hecha realidad.


Él le tomó las dos manos y se puso de pie.


—Arriba.


La llevó hasta el catre con una mano en la cintura, como si fuera amable y compasivo.


—Túmbate aquí mismo —le ordenó Pedro.


Además de tener mucha confianza y seguridad en sí mismo, Pedro era un hombre de los pies a la cabeza.


—Pau, túmbate.


Esa manera de acortarle el nombre, como nadie más lo había hecho, le pareció a Paula muy íntimo; en sus labios, además, tremendamente sexy.


De pronto la habitación pareció más pequeña de lo que era; y Pedro sintió que necesitaba mucho más espacio del que disponía. Y pronto. ¿Cómo se le había ocurrido pensar que quería correr una aventura? Lo que le apetecía en realidad era estar en su apartamento pequeño y acogedor, con su hermana al lado, que iba a verla todas las noches a invitarla a que se tomara un helado y a ver una película juntas en televisión. O tal vez que la llamara su hermano para decirle hola.


—Siéntate.


Se estremeció de nuevo. ¿Pero qué narices le pasaba? ¿Estaba bien, estaba a salvo, y de pronto se iba a derrumbar? Se sentó en el camastro. No estaba tan blando como parecía, y no tenía nada con que cubrirse.


—No entiendo para qué sirve esta habitación —Paula se estremeció de nuevo, incapaz de contenerse aun sabiendo que era provocado por el nerviosismo—. El resto de la casa es tan preciosa y cómoda…


Pedro miró a su alrededor y se encogió de hombros.


—A pesar de la extravagancia con la que vive Eduardo, no le gusta tener sirvientas si no son de las que duermen en su dormitorio, claro. Y arreglar esta habitación seguramente sería una pérdida de tiempo, porque estoy seguro de que probablemente ni la utilizará.


Paula pensó que hablaba de Eduardo como si no le gustara; y no lo entendía.


—Tu padre es un hombre maravilloso.


—¿Y qué tiene eso que ver con el hecho de que cambia de mujer como él cambia de camisa?


Como eso Paula no podía negarlo, se tumbó de lado de espaldas a él.


—No soy una acaparadora. Te dejo la mitad.


—No es lo suficientemente grande —dijo Pedro.


Paula planeaba tumbarse y esperar a que amaneciera, pero lo avanzado de la hora, lo mucho que había trabajado ese día, los eventos de la tarde y todo lo demás habían sido demasiado para ella. De modo que, milagrosamente, se quedó dormida…


Se despertó de una pesadilla en la que un brazo musculoso le agarraba del cuello por detrás y le cortaba la respiración. 


Se incorporó como movida por un resorte y tomó aire para gritar, pero cuando vio aquella habitación pequeña y a ese hombre de pie pegado a la pared de enfrente, volvió a tumbarse.


—Sólo ha sido un sueño —dijo él—. Duérmete otra vez.


—Tengo frío —le contestó ella.


Él alzó la cabeza, como si buscara la intervención divina, y avanzó hasta que pegó con las rodillas en el borde del camastro.

 
—No hay manta.


—No.


Se abrazó las piernas y no desvió la mirada, que tenía fija en el mejor vientre masculino que había visto en la vida.


—Túmbate.


No tenía ni idea de por qué lo obedecía, pero se estremeció de nuevo y se tumbó boca arriba esa vez. Entonces, al notar que él también se tumbaba, aguantó la respiración. Se colocó de lado mirando hacia ella. Colocó una mano debajo de la cabeza y la otra suavemente sobre su estómago.


Paula se estremeció al sentir el roce de su mano sobre su vientre, y buscó algo que la distrajera para no pensar en ello. De pronto se fijó en la trampilla que tenían encima. Si al menos él quisiera subirse…


Le presionó el vientre ligeramente y se inclinó un poco hacia ella.


—Duérmete —añadió con énfasis.


Sí. Como lo único que tenía delante eran esos hombros, ese pecho y esos ojos maravillosos, tuvo que cerrar los ojos. El único problema fue que, como no veía nada, el resto de los sentidos despertaron a la vida. Le llegó el aroma de su cuerpo, a jabón, a madera, a hombre. Su calor y su fuerza parecían empaparle los huesos helados y, sin poder evitarlo, se relajó un poco, porque tal vez, sólo tal vez, fuera un hombre amable y dulce tras toda aquella…


—No roncas, ¿verdad?


Ella abrió los ojos enseguida.


—No. ¿Y tú?


—No —respondió él.


Bajó la cabeza y cerró los ojos.


Mmm. Un problema nuevo. Entre sus caras había unos dos centímetros de separación. No se había afeitado en unos días, supuso, dada la sombra que cubría sus delicadas mejillas. Tenía las pestañas más oscuras y largas que Paula había visto en su vida. Encima de una ceja le notó una cicatriz blanca y fina, y otra en la frente. ¿Dónde se habría hecho esas cicatrices? Tenía la nariz larga y estrecha, la boca, tensa. El pelo tan corto que se le había quedado de punta, y Paula imaginó que raramente utilizaría un peine. Se preguntó si tendría el cabello suave o…


—¿Vas a pasarte toda la noche pensando? —le preguntó él; cuando ella volvió a estremecerse, él suspiró con cierta impaciencia—. De acuerdo, pero sólo lo voy a hacer para que nos demos calor.


La agarró de la cintura y tiró de ella con tal fuerza que le dio la vuelta al mismo tiempo. Paula se quedó con la espalda pegada al pecho de Pedro, las corvas a la parte delantera de sus piernas y todos los demás puntos perfectamente alineados. Todo ello en nombre de «darse calor».


¡Oh, Dios!


Paula intentó dormir, pero le era imposible, allí aguantando la respiración como la estaba aguantando. Detrás de ella, Pedro estaba en silencio, totalmente quieto, sin ejercer ninguna presión indebida con ninguna parte de su cuerpo.


Aun así ella ya le había notado que tenía partes. ¡Y vaya, partes!


Se soltó para poder mirarlo, pero instantáneamente deseó no haberlo hecho. Estaba tan cerca, y parecía tan cálido y fuerte… sexy a rabiar.


Y también enfadado; muy enfadado.


—Lo siento —susurró ella—. Sólo es que… todo se me está viniendo encima —dijo, horrorizada al notar que le temblaba la voz—. Detesto este miedo y este modo de temblar. No quiero molestarte ni impedir que duermas, pero no dejo de preguntarme…


—¿De preguntarte qué? —la interrumpió él.


—Pues si seguirán ahí fuera, y qué pasaría si decidieran volver…


Él volvió a silenciarla poniéndole el dedo sobre los labios. 


Cuando ella no intentó librarse de él, Pedro sonrió.


—Lo ves. A ver si puedes quedarte un rato callada.


Ella le agarró la muñeca y se la apartó de la boca.


—Veo que puedes olvidarte de tus sentimientos y de tus emociones con facilidad, pero yo no —dijo Paula—. Tengo miedo, si quieres que te diga la verdad, y siento claustrofobia aquí dentro. Quiero…


Él notó aquella sensación intensa en los ojos, en los labios.


—¿El qué? —le preguntó Pedro.


—Consuelo —le susurró ella mientras su cuerpo volvía a traicionarla con uno de aquellos estremecimientos tan fastidiosos.


Él suspiró largamente, le puso una mano en la cadera y la estrechó un poco más contra su cuerpo. Allí estaba el consuelo que ella quería. Sin embargo, como él no dejaba de mirarla con esa mirada tan desconcertante, y estaba tan cerca de ella, y era tan grande y despedía tanto calor, y era tan sexy aunque no quisiera serlo, lo que sintió fue algo que quedaba muy lejos de resultar consolador. En un momento casi espiritual, susurró su nombre con una voz que ya no temblaba de miedo, sino de algo imposible de ignorar: una necesidad tremenda, un anhelo imposible de ignorar.


No tenía ni idea de lo que le estaba pasando, pero sí sabía que era mucho mejor que el miedo. Mucho mejor que el frío.


Se puso de lado, de modo que estaban el uno frente al otro, le echó los brazos al cuello y se abrazó a él.


Él, que desde hacía unos momentos le acariciaba con suma suavidad el contorno de la cadera supuestamente para «darse calor», dejó la mano quieta.


—Pau…


Si aquello era un sueño, no quería despertar. Si era una experiencia mística, no se quejaría, pero sin duda algo la empujaba a pegar sus labios a la comisura de los suyos.


Él se quedó totalmente quieto, pero a Pau no le importó. El contacto de sus labios la impregnó de un calor que la conmovió como nada lo había hecho en su vida, y sin pensarlo, empezó a mordisquearle los labios con los suyos.


¿Por miedo? ¿Por nerviosismo? No lo sabía, ni tampoco le importaba; porque la bola de calor que tenía dentro había empezado a echar humo ya. Para atizarla y que el fuego se convirtiera en una hoguera, separó los labios y le agarró el labio inferior con los dientes.


Eso provocó en él un gemido profundo que le brotó de la garganta, una advertencia de la bestia, un gesto que debería haberle impedido continuar. Lo habría hecho así en otro lugar, en otro momento, pero no esa noche.


—Paula, esto es…


Una locura. Lo sabía. Igual que sabía que habían sido los eventos de la noche los que la empujaban a sentirse así; pero no le importaba. Pegó sus labios a los de él, esperando que él cediera también, y no ser ella la única tonta.


Pero Pedro seguía rígido, controlándose con una seguridad que Paula habría admirado en cualquier otro momento. De momento arqueó la espalda lo suficiente para saber que la fina tela de sus boxers no podía ocultar lo que Pedro empezaba a sentir.


—Paula —rugió en tono de inequívoca advertencia.


No. No tenía ninguna gana de que él se pusiera a hablar.


De momento no. Separó los labios y le pasó la punta de la lengua por la comisura de los suyos. Ese gesto fue suficiente para que la bestia se desatara finalmente.


Pedro se zambulló de cabeza en el beso, estrechándola entre sus brazos y apretándola contra su cuerpo mientras le metía el muslo entre las piernas y le daba un beso apasionado y ardiente que sin duda adornaría sus sueños y le haría olvidar las pesadillas provocadas por los eventos de esa tarde.


Oh, sí, desde luego era perfecto. Aquello era precisamente lo que el médico le había recetado para los nervios. Deslizó los dedos entre sus cabellos, notando con placer que los tenía sedosos, en contrapunto con el resto de su persona. 


Con la otra mano le acarició los hombros amplios, el pecho firme, sintiendo la suave curvatura del músculo bajo la piel, y se dijo que aunque tuviera toda la noche no sería suficiente.


Y por su modo de agarrarla, con los dedos de una mano extendidos, sujetándole la cabeza para continuar con la sensual indagación de su lengua, Pedro sentía lo mismo. 


Con la otra mano le acariciaba la cadera, el vientre y el costado, hasta llegar a rozarle el borde del pecho.


Paula no podía pensar, sólo sentía que deseaba más, que necesitaba más, que le hacía falta sentir sus caricias, su cuerpo. Se pegó a él un poco más, lo suficiente para que esos dedos le rozaran la parte inferior de los pechos, y suspiró de placer.


Cuando percibió sus leves suspiros, él empezó a moverse y a acariciarle el pecho con su mano grande, a pasarle el pulgar por encima del pezón, consiguiendo que ella se estremeciera de placer.


Paula quería quitarse la ropa y que se desnudara él también. Quería sentir el calor de su piel, su fuerza impresionante, y olvidarse de lo que le había pasado esa tarde, lo que aún podía pasar.


Ese pensamiento provocó en ella un gemido entrecortado, un grito estrangulado, a lo que él respondió abrazándola con fuerza.


—Calla… —murmuró él—. Sólo estamos tú y yo…


Le deslizó la mano por la espalda hasta que ella se relajó entre sus brazos de nuevo, hasta que estuvo otra vez pegada a él y de camino a la total pérdida de consciencia que tan desesperadamente necesitaba. Entonces, le agarró el trasero con las dos manos, presionándoselo contra una erección impresionante que se le ocurrió que más bien le gustaría sentir entre los muslos. Oh, sí…


Inconscientemente le colocó la pierna encima de la suya, abriéndose de ese modo para que él pudiera embestirla a través de la ropa, y así lo hizo él, al menos lo hizo una vez, antes de quedarse momentáneamente quieto.


Levantó la cabeza y le miró los labios. Paula notó que jadeaba al igual que ella.


—Me ha gustado este cuento antes de irme a dormir —le dijo antes de colocarla de lado, de modo que ya no podía verle la cara.


—Pero…


—Calla —repitió él.


Ella apretó los dientes.


—No puedo callarme.


—Sí que puedes.


—¿Pero… es que no quieres más?


Su risotada fue ronca y cruel.


—Maldita sea, claro que sí.


—Bueno, entonces…


—No va a ocurrir, Pau.


Pedro


Le echó un brazo por el hombro y le colocó el dedo sobre los labios.


—Calla…


¿Cómo podía dejarlo así? Ella se movió un poco y sintió su erección apretándose contra su trasero. Parecía que aún no se había calmado.


—Pero…


—Sé buena y duérmete.


¿Ser buena? ¿Dormirse? ¿Estaba de broma?


¿Ese hombre la había besado y acariciado como ningún otro hombre la había besado y acariciado en su vida, y creía que podía dejarlo así sin más e irse a dormir?


Pedro


Entonces oyó un ronquido leve junto a su oreja y le entraron ganas de ponerse a gritar de frustración. No sabía si lo odiaba o si lo deseaba. Su cuerpo seguía anhelando sus caricias, pero él se había apartado de ella como si no hubiera pasado nada. Sin duda lo odiaba.


Finalmente recostó la cabeza sobre el brazo de él e intentó seguir su ejemplo. El brazo no estaba demasiado mullido, pero le daba calor y olía a gloria.


Y aunque sabía que para él no era nada agradable, se alegraba de que estuviera desnudo; porque eso la ayudaba a olvidarse del resto de las cosas.


A no ser, por supuesto, que empezara a besarla de nuevo.








EN SU CAMA: CAPITULO 3





Pedro se quedó dormido. Estaba en un sitio donde no le dolía la cabeza y donde llevaba ropa puesta…


Pedro —el susurro urgente fue acompañado de un zarandeo.


Allí estaba otra vez la última conquista de su padre, esa ratita menuda de melena castaña y ojos verde musgo de mirada inocente.


¿Sería siquiera mayor de edad?


—¿Pedro?


No tenía ni idea por qué se molestaba en hablar en susurros cuando lo estaba haciendo tan en voz alta que podría haber despertado a un muerto.


—Creo que deberías despertarte ya —añadió antes de volver a sacudirlo por el hombro—. Vamos. Levántate y cuenta hasta diez o lo que sea.


De verdad, esa mujer hablaba más que ninguna mujer que hubiera conocido en su vida.


—Es sólo para estar segura de que no has entrado en coma —otra sacudida de hombro—. Sólo llevas cinco minutos, pero no sé cuánto se debe dejar dormir a una persona con una herida en la cabeza.


—No estoy en coma —dijo sin abrir los ojos; y dormir no era precisamente lo que le interesaba, pero era una manera de pasar el tiempo en lugar de mirar a la dulce y sexy Paula—. Y ya no me sangra la cabeza.


—Aun así creo que no deberías dormir.


En todos esos años que había estado en la Armada y después en la CIA, había aprendido una cosa: a echar un buen sueño aunque dispusiera de cinco minutos. En realidad a él le gustaban más largos. Digamos que ocuparan la noche entera, para que el tiempo pasara si sentir dolor de ninguna clase, pero de todos modos abrió los ojos despacio.


—Estoy bien —dijo él.


—¿Cuántos dedos hay aquí? —le preguntó ella levantando la mano.


Él se la agarró.


—Estoy bien —repitió.


—¿Lo suficientemente bien como para colarte por esa trampilla en el techo? Creo que podríamos escapar por ahí.


A la luz mortecina que entraba por la ventana distinguió el contorno de su figura menuda inclinándose sobre él mientras le colocaba la mano en el pecho. Y no se trataba de que le importara que una mujer lo tocara, lo malo era que le dolía la cabeza tanto, que parecía que le iba a estallar. Y si ella volvía a sacudirlo por el hombro, provocándole esos pinchazos en la cabeza, la echaría sobre el camastro y la inmovilizaría.


—Escapar.


—Lo único que tienes que hacer es trepar y meterte por lo que sea que haya ahí arriba, para después dejarte caer en otra habitación. Y voilá, nos escapamos. Sé que dices que no te criaste aquí, pero seguramente podrás encontrar un teléfono, ¿no?


Había llevado el móvil encima, antes de cometer el error de ir a visitar a Eduardo. Antes de haber derribado a tres de esos cuatro matones, antes de darse cuenta de que tenía otro matón detrás. De pronto había visto las estrellas del golpe que le habían dado con el jarrón, seguramente lo bastante valioso como para alimentar a un pequeño país.


Y pensar que su única intención había sido decirle a su padre que lo dejara en paz… Que dejara de enviarle secretarias sexys y mensajes para que fuera a visitarlo.


En lugar de eso había acabado siendo apuntado por una pistola a manos de unos ladrones. Él, que conocía todas las maneras posibles de matar a un hombre, había sido reducido por unos cuantos tipos que querían vengarse de su padre.


Y por si fuera poco había tenido que soportar ver cómo toqueteaban su pistola mientras él los miraba en calzoncillos. Y si eso no era prueba de que había perdido facultades, de lo acertada que había sido su decisión de abandonar la CIA, entonces no se sabía qué podía haber más claro.


Supuso que podría haber sido peor. Que podrían haberlo matado.


—¿Puedes? ¿Puedes encontrar un teléfono? —repitió ella.


Pedro suspiró con impaciencia y abrió los ojos.


—Seguramente.


—¿Entonces… lo harás?


—No.


Paula pestañeó.


—¿Cómo?


—No —repitió él claramente.


—¿Pero… por qué no?


—Porque es de noche y no hay luz.


Ella lo miró de arriba abajo, y él se alegró de que no le hubieran quitado los boxers porque, sin saber ni cómo ni por qué, y aunque esa chica lo estaba volviendo loco, su cuerpo no parecía querer estar de acuerdo con lo que le decía su cabeza.


—La oscuridad no debería importarle a un tipo como tú —dijo finalmente.


—Saldré cuando sea de día.


—Pero…


—Cuando sea de día —repitió Pedro—. ¿Entonces…. hay algo que quieras hacer para pasar el rato?


—No —contestó ella con voz entrecortada.


—Bien.


Intentó olvidarse de que estaba encerrado en un cuarto con una de las nenas de su padre. Era preciosa, eso tenía que reconocerlo, pero no paraba de hablar. A sus treinta y un años, Pedro se había dado cuenta de que le gustaban mucho las mujeres, pero que las prefería reservadas y calladas… Más parecidas a él.


Pero ésa no parecía poder estarse callada, menos aún mostrarse reservada. Precisamente en ese mismo momento se paseaba de un lado al otro del cuarto.


—No vamos a salir de aquí en unas horas, así que será mejor que dejes de gastar las baldosas del suelo.


Ella se detuvo y lo miró como si hubiera perdido la cabeza.


Y en realidad tal vez la hubiera perdido. Desde luego el antiguo Pedro se habría puesto de pie y habría rescatado a aquella damisela en apuros.


El nuevo Pedro, no el Pedro de la CIA, sino Pedro Alfonso de Contables por Contrato, era dueño de aquella pequeña empresa de contabilidad, con clientes tan reservados como él. Aceptaba los trabajos que quería, como y cuando quería; no recibía órdenes de nadie que no fuera él mismo, y nunca jamás rescataba a damas en apuros.


A no ser que estuvieran relacionadas con su negocio.


Ella colocó los brazos en jarras, un gesto que parecía utilizar mucho para compensar lo baja que era, pero con el que consiguió que él se fijara en su vestido mini de tirantes.


Era verde pálido con flores y en realidad bastante recatado, excepto cada vez que ella se movía de un lado a otro con sus piernas bronceadas y fuertes.


Que, por cierto, las tenía muy bonitas.


—No hay ninguna razón para quedarnos aquí metidos —dijo ella.


—¿Y si te dijera que estamos atrapados?


—De verdad, lo único que tienes que hacer es trepar por…


—He dicho que no.


Paula se cruzó de brazos, y al hacerlo, se le juntaron los pechos.


—Dame una buena razón aparte de que no vayas a ver bien porque no hay luz.


Pedro se estiró, e hizo una mueca al sentir un dolor en la base de la nuca.


—Ésa es la razón principal.


Ella se quedó mirándolo antes de levantar la cabeza para estudiar el acceso, el cual era desde luego lo suficientemente ancho para su cuerpo, y desde luego la mejor ruta de escape.


—No es posible que te dé miedo la oscuridad —ella negó con la cabeza—. No. No me lo trago. Si fuera así, serías un tipo sensible y, francamente, no creo que seas demasiado sensible.


—Esta noche no vas a salir.


—Bien —dijo Paula con firmeza—. Si tú no quieres hacerlo, lo haré yo.


Dejó caer los brazos y se puso derecha, aspiró hondo y se dispuso a sacar fuerzas de flaqueza. De no haber estado enfadado y dolorido, tal vez la hubiera admirado.


—Súbeme —le dijo ella.


Allí tumbado, se echó a reír; era la primera vez que se reía con ganas en toda la noche.


—A ver si me entero. ¿Vas a ponerte a avanzar a gatas por ese ático totalmente a oscuras para caer en una habitación que no conoces, seguramente encima del tipo a quien no conseguí derribar, y entonces qué? ¿Dejar que te den una puñalada?


La expresión firme de Paula vaciló y el miedo salió a la superficie.


—Tienes razón —susurró—. Esto es muy serio, y creo que ahora es cuando empiezo a darme cuenta.


Entonces pestañeó con esos ojos tan enormes y expresivos que tenía y se abrazó. Y Pedro se sintió como un cretino.


Cerró los ojos antes de hablar.


—Vas a tener que esperar. Eduardo se dará cuenta de que no apareces y vendrá a buscarte.


—Está en El Cabo pasando un par de días con una de sus amigas.


Eso le hizo abrir los ojos otra vez.


—Pensaba que tú eras la novia.


—Tú… que yo… —balbuceó antes de echarse a reír.


Se echó a reír con tantas ganas, con tanta sinceridad, que Pedro se sintió más relajado, lo cual quería decir que su padre no había seducido a esa mujer que era demasiado bonita y demasiado joven para él.


—Tengo veintiséis años —le informó finalmente—. Soy más que mayor de edad. Y no es que esto sea asunto tuyo, pero no soy la novia de tu padre. Trabajo en su agencia de trabajo temporal.


—Ah.


No quería analizar por qué eso le hacía sentirse mucho mejor, de modo que cerró los ojos otra vez.


Se oyó un ruido y abrió un ojo. Paula estaba sentada junto a la puerta cerrada, abrazándose las piernas, con aspecto desvalido. Tenía las rodillas levantadas y la frente apoyada sobre las rodillas.


Bien. Aquel era un buen sitio para ella, lejos de él, y con la boca cerrada por una vez, afortunadamente.


Cerró los ojos para no pensar en nada, pero le pareció oír cómo le castañeteaban los dientes.


—Maldita sea, ven para acá —le dijo él.


Ella levantó la cabeza y, a la luz que entraba por la ventana, Pedro vio su expresión. Ese genio que había demostrado se había quedado en nada. Sus ojos llorosos habían adquirido la tonalidad de las hojas bajo la lluvia y tenía los labios algo temblorosos. En el cuello empezaban a salirle unos cardenales.


¡Maldición!


—¿Estás bien? —le preguntó él.


—Dame un momento —se frotó la cara con las dos manos—. Sé que estoy hablando y hablando sin parar, pero es por los nervios y el miedo. Intentaré dejarlo, te lo prometo.


Se sentó despacio. Como no se sentía nada mareado, cosa que le pareció buena señal, se arriesgó a ponerse de pie. 


Descalzo y desnudo salvo lo esencial, avanzó unos pasos en dirección a la chica.


—Túmbate tú en el catre.


Ella le miró las rodillas y negó con la cabeza.


—Paula.


Ella lo ignoró. Como él llevaba ya más de media hora intentando ignorarla, entendía la reacción. Pero tenía miedo de que tal vez la chica estuviera entrando en estado de shock postraumático, y eso era algo que él no podía ignorar. 


Se agachó a su lado con la intención de comprobarle el pulso y la agarró de la muñeca.


Asustada, ella retiró la mano y se pegó contra la pared.


—Déjame —susurró, avergonzada al ver que se le saltaban las lágrimas.


Él la había asustado, y eso era algo que detestaba. Antes de ese día, nada la había asustado.


—Eh —alzó las manos y continuó observándola—. Soy yo.


—Lo sé —respondió Paula.


Y lo sabía; pero había tenido un momento malo durante el cual la imaginación la había llevado de nuevo al salón de Eduardo, donde ese tipo con la sudadera sucia la había agarrado y…


Pedro le tomó la mano.


—Soy yo —repitió en voz baja.


—Lo sé, lo sé…


—Quiero que te tumbes y te relajes.


—¡Relajarme! —ahogó una risotada histérica—. Claro, voy a relajarme. Ahora mismo.


—Estupendo, porque estás muy tensa.


—Bueno, sí, no he tenido un buen día.


—Lo sé —la miró en silencio un rato—. ¿Tienes frío?


Sí. Tenía frío. Y tenía hambre. Y estaba cansada. Y, aparentemente, estaba permitiendo que esa situación la afectara demasiado.


—Vamos —le dijo.


Él estaba arrodillado delante de ella y movía los dedos, como queriéndole decir que podía tomarle la mano.


Paula cerró los ojos. No quería tomarle la mano. Quería que se la tragara la tierra. Además, quería estar sola.


—Duérmete —le dijo ella.


—Ahora no puedo.


Por supuesto que no. Que el cielo no permitiera que nada le fuera bien esa noche










EN SU CAMA: CAPITULO 2




Dada la fuerza de su voz, no estaba herido de muerte. Y dada la agudeza de sus ojos y de su cuerpo, no era de los que se dejaban tumbar con facilidad. Paula se quedó allí inquieta, sin saber lo que hacer, sin saber quiénes eran los buenos y los malos. Pero ese hombre, ese hombretón de por lo menos un metro ochenta, esbelto, casi desnudo, se parecía tanto a su jefe…


Sus ojos del azul de un láser la estudiaron de arriba abajo, y ella tragó saliva con dificultad. ¿De verdad pensaba que se parecía a Eduardo? Tal vez el pelo oscuro y de punta, los ojos azules, la mandíbula esbelta, fueran las mismas, pero aunque jamás había visto a Eduardo casi desnudo, dudaba que fuera tan musculoso y esbelto. Desde luego, en el mes que llevaba con él, nunca le había parecido tan intenso, tan serio, tan tremendamente enérgico o de aspecto tan amenazador.


—¿Quién eres tú? —repitió en tono ronco y bajo, algo parecido al de Eduardo de haber estado desprovisto de esa furia.


—Paula Chaves… —por segunda vez en diez minutos retrocedió hacia la puerta y forcejeó con el pomo, pero la puerta no se abrió.


—Está cerrada, y como todo lo demás en la casa, es de la mejor calidad, de modo que es imposible romperla —dijo el gemelo malvado de Eduardo.


Lo intentó de nuevo, sin dejar de mirarlo con observación. 


¿Cuántas veces le había dicho su hermana que en el noventa y nueve por ciento de los casos los hombres eran una basura? Claro que ella no hacía ni caso.


Si alguna vez salía de allí, escucharía más a su hermana. 


Siempre.


Tenía una mano apoyada en la pared mientras la estudiaba con una expresión que probablemente debía de ser educada, no atemorizante.


—¿Qué estás haciendo aquí?


Intentó no quedarse mirándolo fijamente; sólo que no todos los días estaba tan cerca y a solas con un hombre medio desnudo mientras temblaba de miedo. En realidad, casi nunca había estado tan cerca de un hombre semidesnudo, ni con miedo ni sin él.


—He venido a vigilar la casa durante el fin de semana —dijo ella—. ¿Pero… Eduardo?


—No —contestó con una risotada brusca y breve.


El corazón le latía tan aceleradamente, que parecía como si la golpeara en las costillas.


—Mmm… —tragó saliva—. ¿El hermano de Eduardo? ¿Su hermano… gemelo?


La miró con frialdad.


—No. Soy Pedro—respondió con gesto tenso—. Su hijo.


Eduardo siempre le había dicho que tenía un hijo, pero por la indulgencia de su sonrisa al hablar de él, Paula había imaginado que era un niño pequeño, desde luego alguien más joven de los treinta años que tendría ese hombre y menos guapo.


—Pero…


Resopló de pura insatisfacción y miró hacia la ventana.


La casa había sido construida en lo alto de una colina, y naturalmente estaba bastante elevada.


Paula se fijó de nuevo en Pedro. Su aspecto era el de un hombre fuerte y una seguridad innata con la que ella sólo podría soñar. No había duda, aquel hombre tenía un dominio total de sí mismo, incluso herido y medio desnudo.


Aparentemente despreocupado con esa desnudez, avanzó hacia ella. Paula se pegó a la puerta, pero él continuó y le tomó la mano que, sin darse cuenta, ella se había llevado a la dolorida garganta.


Lenta pero inexorablemente, él le alzó la mano y se la miró. 


Su mirada se tornó más fría.


—También te han hecho daño —le pasó el dedo por la piel y después la miró—. ¿Has venido a vigilarle la casa a Eduardo?


—Sí.


—Ya entiendo.


—¿Entender el qué?


—Él favorece a las jóvenes inocentes.


Las palabras «joven» e «inocente» le salieron como si fueran los peores defectos que una persona pudiera tener. 


¿Cuántas veces le habían dicho que parecía mucho más joven de veintiséis? Muchísimas. ¿Acaso todo el mundo tenía que utilizar la palabra «inocente» cuando se referían a ella?


La verdad era que le sentaba fatal.


—Los interrumpiste —adivinó, e hizo una mueca que bien podría haber sido de preocupación.


Entonces le tomó la otra mano, la que tenía pegada al vientre porque aún le dolía la muñeca, y le dio la vuelta para ver el moretón que ya le estaba saliendo ahí. Entonces, la miró a los ojos un momento.


—¿Dónde más te ha hecho daño?


—En ningún sitio más.


Sin soltarle la muñeca la miró de arriba abajo detenidamente. Ella se lo permitió porque no le apetecía oponerse a nada en ese momento.


Además, parecía un hombre acostumbrado a hacerse cargo de la situación, un hombre de esos que valían para enfrentarse a una crisis. El tipo de hombre que resultaría fastidioso en el día a día precisamente por eso.


Ese tipo no tenía en su cuerpo ni un sólo ápice de compasión. Desde luego no sentía la necesidad de mostrarse encantador o bromista, o ni siquiera de hacer sonreír a los que tenía alrededor como le pasaba a su padre. Sencillamente no tenía la misma calidez ni el mismo carisma que Eduardo.


Aunque paradójicamente parecía mucho más peligroso que el matón que la había llevado a esa habitación. Se preguntó cómo habría podido nadie hacerle daño a Pedro, porque toda esa fuerza cuidadosamente reprimida intimidaba como nada. Aunque parecía que le habían tendido una emboscada, dudaba que hubiera caído con facilidad.


Y sin embargo su manera de mirar si tenía o no heridas la conmovió; al menos hasta que él se llevó la mano a la nuca y maldijo entre dientes.


—Estás sangrando —dijo ella.


—Sí, eso ocurre cuando le golpean a uno en la cabeza con un jarrón enorme y ridículamente caro.


Le habían tendido una emboscada.


—Siéntate. Por favor…


—Estoy bien.


Desde luego no estaba nada bien, pero era muy típico que un hombre no reconociera lo que a él le parecía una debilidad.


Se volvió hacia la puerta y meneó el pomo de nuevo, pero no cedió. Al menos las piernas habían dejado de temblarle.


—Tal vez podamos detenerlo de alguna manera, antes de que deje limpio a Eduardo…


—¿Estás de broma? Nadie puede dejar limpio a Eduardo; tiene dinero para aburrir.


—Bueno, no podemos quedarnos aquí como si tal cosa —se apoyó contra la puerta con frustración; aquella casa era responsabilidad suya ese fin de semana—. Ese tipo dijo que su tarea era desordenarle la casa. Podríamos aporrear la puerta o gritar hasta conseguir que vuelva. Entonces uno de nosotros podría distraerlo mientras el otro…


—Estás tan loca como Eduardo —se frotó el cuello y soló una risotada—. Y para que lo sepas, son cuatro; todos ellos intentando conseguir algunos de los juguetes de papá, de los cuales tiene a montones.


—¿Has dicho cuatro?


—Saqué a dos fuera, y estaba con el tercero cuando el cuarto me golpeó en la cabeza por detrás —apretó los dientes—. Le habría pegado también, pero me pillaron distraído.


Paula se quedó boquiabierta. ¡Había cuatro y había reducido a tres! ¡Él solo!


Le miró el pecho desnudo a tan sólo unos centímetros de ella, y entonces se dijo que debía intentar no mirarlo tanto.


—Así que tú eres el experto en artes marciales del que hablaba ese tipo.


Él asintió.


—¿Qué le ha pasado a tu ropa?


Él desvió la mirada.


—Cuando caí al suelo, encontraron mi pistola.


—Tu… pistola…


—Y después me desnudaron para buscar más armas.


No pudo evitar mirarlo. Se lo había imaginado peligroso, rudo. ¿Pero… armado?


—Caramba.


Él la miró, pero no dijo nada más.


—Cuatro —repitió Paula lentamente.


—Y ahora dos de ellos están armados —dijo él—. Gracias a mí. Así que aunque pudiéramos distraerlos y traerlos hacia acá, no sería el paso más inteligente. A no ser que lleves un chaleco antibalas… ¿No? —dijo él cuando ella negó con la cabeza—. Lo ves, una tontería —añadió.


Se tumbó otra vez en el camastro con mucho cuidado, como si le doliera la cabeza.


—¿Quién podría estar detrás de esto?


—No tengo ni idea. Desde luego Eduardo tiene muchos enemigos.


¿Cómo era eso posible? El Eduardo que ella conocía no le haría daño a una mosca.


—¿Entonces nos vamos a quedar aquí de pie a esperar a que ellos decidan que no les servimos para nada?


—Yo no me voy a quedar de pie —se tumbó, levantó los pies y cerró los ojos.


Ella lo miró sorprendida.


—No lo dirás en serio.


Como si se le hubieran pegado los ojos al cuerpo de aquel hombre, Paula paseó la mirada por su pecho musculoso, por el contorno de sus abdominales, y se fijó en cómo los boxers de punto le ceñían el… paquete.


¡Y, santo Dios, qué paquete!


Algo sorprendida consigo misma, se volvió hacia él.


—No me lo puedo creer.


Echó una mirada a su alrededor, pero allí no había nada más que aquel camastro. Resultaba muy extraño después de la elegancia del resto de la casa.


—¿Dónde estamos, a todo esto?


—En las habitaciones del servicio —respondió él.


Ella se volvió a mirarlo, pero él no había abierto los ojos.


—¿Te criaste aquí?


—No.


—¿Te… ?


—¿Cuántas preguntas más me vas a hacer, porque me gustaría dormir un poco a ver si se me pasa este dolor de cabeza?


La habían agarrado, aterrorizado y lanzado en un cuartucho.


 Pero resultaría menos desagradable si el hombre con quien estaba se mostrara más simpático, más compasivo.


En otras palabras, el opuesto a ese hombre.


—No deberías dormir —dijo ella, incapaz de ignorarlo así como así.


Le daba la impresión de que, aún de haber estado totalmente vestido, no podría ignorarlo.


—Podrías sufrir una conmoción cerebral.


Él no respondió. Su cuerpo ocupaba todo el camastro y más, puesto que le colgaban las piernas. Los hombros anchos apenas cabían en aquel catre tan estrecho.


¿Y si a ella le hubiera apetecido tumbarse? ¿Entonces qué? 


Tendría que haberse pegado a toda esa carne musculosa y esbelta.


Claro que a él no le importaría, ya que ni siquiera parecía haberla mirado.


—¿De verdad te vas a dormir? —le preguntó de nuevo.


—Silencio.


Increíble. Se quedó un momento más observando su respiración pausada antes de soltar un resoplido de frustración.


—Bien. Duerme.


Se iba a dormir sin importarle un comino los miedos que ella pudiera tener.


Miró de nuevo a su alrededor. La ventana era demasiado pequeña y no había ninguna escalera de incendios por donde escapar. Le resultó interesante sin embargo el detalle de que parecía haber un acceso al ático en el techo de la habitación; y afortunadamente no parecía demasiado pequeño. Se daba cuenta de que no podría acceder a él sola; pero como lo importante era salir de allí, supuso que él querría ayudarla a hacerlo.


—¿Pedro?


Él suspiró con impaciencia.


—¿Qué?


—Tengo otra opción distinta a dormir —le dijo ella.


Él abrió unos ojos de mirada tremendamente sensual.


—¿Ah, sí?


Oh, Dios. No entendía la razón por la que ese tono ronco y sensual y esas palabras sugerentes le provocaban sofocos y calores.


—¿Qué tienes en mente? —preguntó él con aquella voz que destilaba sensualidad.


—Esto… —empezó a decir Paula.


Cosa rara, lo único que se le pasaba en ese momento por la cabeza eran cosas eróticas.


—Me he olvidado —añadió Paula.


La miró de arriba abajo antes de volver a cerrar los ojos.


—De acuerdo, entonces.


Sí, de acuerdo.







martes, 16 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 1






Paula Chaves pagaba sus impuestos, comía al menos una ración de fruta o verdura diariamente y solía cumplir las normas. Pero eso no quería decir que no anhelara la aventura. En realidad, la anhelaba más que nada en el mundo. Y por eso mismo había accedido a cuidar la mansión que su jefe tenía en La Canadá ese fin de semana mientras él se llevaba a su última conquista a Cabo San Lucas.


Paula tenía apartamento propio, pero no una finca inmensa ni televisión por cable, así que estaba deseando vivir como los ricos y famosos aunque sólo fueran dos noches. Era licenciada en Historia del Arte, pero de momento no tenía demasiadas expectativas de trabajo, y por eso se había pasado los dos últimos años haciendo trabajos de oficina aquí y allá, y aprendiendo a manejar el programa de Microsoft Office sin estropearle el sistema operativo a nadie.


Lo que aún no había hecho era pensar en lo que podía hacer para experimentar esa aventura y esa emoción que tanto deseaba. Pero estaba en California. En el sur de California, para más inri. La tierra de las oportunidades; y ella estaba abierta a cualquier cosa.


Tenía puestas muchas esperanzas en su último trabajo en una agencia dirigida por el divertido Eduardo Ledger. Aquel hombre inteligente, encantador y atractivo tenía un imperio compuesto por una serie de negocios, la mayoría de los cuales se gestionaban solos y le dejaban tiempo para hacer cosas como marcharse a Cabo por capricho.


Podría acostumbrarse a esa vida. Aparcó el coche al final del sinuoso camino que protegía la mansión estilo Tudor de la calle. La casa tenía una preciosa fachada amarilla y blanca, con flores por todas partes, bordeando el césped y las escaleras que llevaban al porche.


Entró con la llave que Eduardo le había dado y dejó el bolso y las llaves en el vestíbulo enlosado, que era más grande que todo su apartamento. Al mirar hacia la derecha vio un enorme salón con tantas ventanas desde donde se divisaban esas maravillosas vistas de los Montes Crest, que se sintió algo turbada.


O tal vez fuera el hambre que tenía. Llevaba todo el día trabajando y aún no había cenado; así que decidió a buscar la cocina. A Eduardo no le importaría; en realidad, su alto, moreno y guapísimo jefe le había dicho que se sintiera como en casa. Era taimado como un zorro y le gustaban demasiado las mujeres, pero cuando se trataba de sus empleados, era dulce, cariñoso y extremadamente generoso.


La cocina le dejó sin aliento: los armarios de madera de arce estilo tradicional, las superficies de piedra de granito, la enorme nevera, la belleza de los detalles.


A la chef que en secreto llevaba dentro se le hizo la boca agua. Su cocina habría cabido dentro de la modernísima cocina de seis quemadores. Si no estuviera tan cansada como lo estaba, correría a la tienda de ultramarinos y compraría una serie de ingredientes interesantes, volvería allí y los cocinaría. Sería divertido si tuviera alguien para quien cocinar. Tal vez llamara a su hermana para que fuera, y podrían ver la última película de 007.


Sus pasos resonaban sobre el suelo de baldosas de granito, tibias del sol que entraba por las numerosas ventanas que tenía también la cocina. Fue a echar mano del asa de la nevera, sólo para tomarse un aperitivo rápido, pero vaciló al oír un ruido sordo que desde luego no provenía de su estómago. Salió de la cocina con el ceño fruncido para regresar al amplio salón, desde donde observó un pasillo ancho forrado de madera de roble que a través de un arco se desviaba hacia la izquierda.


Alguien estaba por ahí.


La criada, tal vez, pensaba Paula, aunque no estaba segura de que Eduardo tuviera criada. En cualquier caso, no pensaba arriesgarse. Los residentes de La Canadá eran muy estirados y les gustaba la intimidad. Aquella casa no era una excepción. Algo apartada y toda revestida de madera, podría gritar y gritar que nadie la oiría. En su casa de Glendale, situada a tan sólo unos minutos de allí, pero en otro mundo totalmente distinto, habría agarrado su bate de béisbol en una mano mientras con la otra llamaba por teléfono a la policía.


Allí no había bate de béisbol, y tras echar una mirada a su alrededor, ni siquiera pudo localizar un teléfono. Pero a sus veintiséis años había visto muchas películas de miedo, y no tenía intención de comportarse como una boba.


La puerta de entrada a la casa quedaba de pronto muy lejos y por eso decidió volverse hacia las puertas cristaleras que tenía detrás. Pero se quedó quieta cuando se acordó de que había dejado las llaves en el suelo del vestíbulo junto a su bolso.


Necesitaba esas llaves para escapar.


Asustada, empezó a correr hacia el vestíbulo. Y aunque el atletismo siempre había sido su deporte más odiado, consiguió moverse rápidamente. Qué extraño la motivación que le provocaba a una el miedo. De pronto aquella inmensa finca se le antojaba demasiado grande, y agradeció su pequeño apartamento en el que en un abrir y cerrar de ojos se habría plantado a la puerta y…


—Disculpe.


La voz masculina le pareció tan educada, que se detuvo y volvió la cabeza.


Entonces vio a un hombre con un reproductor de DVD en la mano. Parecía tener unos veintitantos años, y llevaba unos vaqueros y una sudadera que cubría su cuerpo grandote. 


Dejó el reproductor en el suelo y se puso derecho.


—Otra visita. ¡Qué bien!


Se chasqueó los nudillos, y de pronto a Paula se le antojó demasiado grande y amenazador. El chico hizo un gesto con la mano en dirección a la parte de atrás de la casa.


—De acuerdo, colegas, vamos.


Ella retrocedió un paso y negó con la cabeza. El chico miró con frustración en dirección al techo.


—¿Por qué yo? Mira, no me digas que eres una experta en artes marciales como el otro.


Ella se fijó en el moretón que el chico tenía en la mejilla y retrocedió despacio un paso más. Caramba, cincuenta más y conseguiría llegar.


—¿Qué estás haciendo aquí mientras Eduardo está fuera?


—Estoy aquí para desordenarle la casa —dijo con fastidio aquel hombretón que parecía un oso—. Y puedo llevarme lo que me dé la gana mientras esté aquí. Esas son mis órdenes. Si él está fuera de la ciudad, tanto mejor.


—A… Adelante… yo espero fuera —Paula retrocedió otro paso, preguntándose si el chaval se habría dado cuenta de que temblaba como una hoja.


Él sacudió aquella cabeza tan enorme.


—Ni te molestes. Ambos sabemos que no te pienso dejar marchar hasta que no termine del todo y me haya marchado, así que te lo repetiré.


Un paso más…


—Maldita sea —exclamó el chico en tono amenazador mientras echaba a andar hacia ella.


Se dio la vuelta y fue a dar otro paso, pero un brazo se le enroscó al cuello, precipitándola contra un cuerpo duro como una roca e impidiéndole respirar. El hombretón la alzó en vilo y echó a andar.


Desesperada porque le faltaba el aire, echó mano hacia atrás y le agarró un mechón de pelo.


—¡Ay! ¡Santa María, señorita! —exclamó mientras la agarraba de la muñeca y tiraba de ella sin dejar de apretarle el cuello al mismo tiempo.


La cabeza iba salírsele de su sitio. Paula empezó a ver manchas negras delante de los ojos mientras el hombre la llevaba otra vez por la cocina. Vio pasar su vida delante de ella como una película, su padre y su madre, sus hermanos, su apartamento pequeño y bonito donde ella cocinaba, leía, vivía… Y entonces, sin previo aviso, el hombretón la soltó en el suelo.


Paula pasó los minutos siguientes aspirando aire para llenar los pulmones y frotándose las muñecas. Se oyó un portazo y levantó la cabeza. Estaba oscureciendo, y en la pequeña habitación en donde la habían dejado no había ni una luz. 


Aunque sí parecía haber un foco fuera de la ventana que había en un extremo del cuarto. Gracias a Dios que existían las luces de encendido automático. A diferencia del resto de la casa, aquel cuarto era gris y desnudo. El único mueble que había en el cuarto era un camastro estrecho…


¡Oh, Dios! Un camastro donde había un hombre que sólo llevaba unos boxers negros. Un hombre alto, fuerte y esbelto. Incluso a la luz grisácea del crepúsculo se dio cuenta de que era musculoso, esbelto y fuerte; y lo observó. 


Estudió las numerosas cicatrices, como la que tenía en uno de los pectorales, y otra que era redondeada, como si fuera de una bala, en el vientre plano de abdominales marcados.


Sin dejar de respirar con agitación, aún temblorosa, le oyó gemir antes de incorporarse despacio mientras pestañeaba repetidamente.


Lo mismo hizo ella. Porque era la viva imagen de su jefe, del guapísimo Eduardo Alfonso, de cuarenta y nueve años, sólo que mucho más joven y mucho más serio que su jefe.


Se levantó tambaleándose y se llevó la mano a la nuca; entonces, la retiró y se miró los dedos, que tenía manchados de… pestañeó a la luz mortecina. Sangre. Oh Dios. A ella lo de la sangre no le…


—¿Quién eres tú? —le preguntó él en tono exigente.







EN SU CAMA: PROLOGO




Nada puede parar lo que ya ha empezado…


Cuando Paula Chaves accedió a cuidar aquella casa, no esperaba que unos ladrones la arrojaran en los brazos de un sexy desconocido llamado Pedro Alfonso. Estaban atrapados, en una pequeña habitación con una cama aún más pequeña y una larga, larga noche por delante. Y Paula no tardó mucho en morirse de deseo por su boca… sus caricias…


Cuando el exagente de la CIA Pedro Alfonso ayudó a escapar a Paula, ambos juraron olvidar la apasionada noche que habían pasado juntos. Pedro nunca sería el hombre que Paula merecía. Pero, si aquello estaba tan mal, ¿por qué la hacía sentir tan bien?