miércoles, 17 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 2




Dada la fuerza de su voz, no estaba herido de muerte. Y dada la agudeza de sus ojos y de su cuerpo, no era de los que se dejaban tumbar con facilidad. Paula se quedó allí inquieta, sin saber lo que hacer, sin saber quiénes eran los buenos y los malos. Pero ese hombre, ese hombretón de por lo menos un metro ochenta, esbelto, casi desnudo, se parecía tanto a su jefe…


Sus ojos del azul de un láser la estudiaron de arriba abajo, y ella tragó saliva con dificultad. ¿De verdad pensaba que se parecía a Eduardo? Tal vez el pelo oscuro y de punta, los ojos azules, la mandíbula esbelta, fueran las mismas, pero aunque jamás había visto a Eduardo casi desnudo, dudaba que fuera tan musculoso y esbelto. Desde luego, en el mes que llevaba con él, nunca le había parecido tan intenso, tan serio, tan tremendamente enérgico o de aspecto tan amenazador.


—¿Quién eres tú? —repitió en tono ronco y bajo, algo parecido al de Eduardo de haber estado desprovisto de esa furia.


—Paula Chaves… —por segunda vez en diez minutos retrocedió hacia la puerta y forcejeó con el pomo, pero la puerta no se abrió.


—Está cerrada, y como todo lo demás en la casa, es de la mejor calidad, de modo que es imposible romperla —dijo el gemelo malvado de Eduardo.


Lo intentó de nuevo, sin dejar de mirarlo con observación. 


¿Cuántas veces le había dicho su hermana que en el noventa y nueve por ciento de los casos los hombres eran una basura? Claro que ella no hacía ni caso.


Si alguna vez salía de allí, escucharía más a su hermana. 


Siempre.


Tenía una mano apoyada en la pared mientras la estudiaba con una expresión que probablemente debía de ser educada, no atemorizante.


—¿Qué estás haciendo aquí?


Intentó no quedarse mirándolo fijamente; sólo que no todos los días estaba tan cerca y a solas con un hombre medio desnudo mientras temblaba de miedo. En realidad, casi nunca había estado tan cerca de un hombre semidesnudo, ni con miedo ni sin él.


—He venido a vigilar la casa durante el fin de semana —dijo ella—. ¿Pero… Eduardo?


—No —contestó con una risotada brusca y breve.


El corazón le latía tan aceleradamente, que parecía como si la golpeara en las costillas.


—Mmm… —tragó saliva—. ¿El hermano de Eduardo? ¿Su hermano… gemelo?


La miró con frialdad.


—No. Soy Pedro—respondió con gesto tenso—. Su hijo.


Eduardo siempre le había dicho que tenía un hijo, pero por la indulgencia de su sonrisa al hablar de él, Paula había imaginado que era un niño pequeño, desde luego alguien más joven de los treinta años que tendría ese hombre y menos guapo.


—Pero…


Resopló de pura insatisfacción y miró hacia la ventana.


La casa había sido construida en lo alto de una colina, y naturalmente estaba bastante elevada.


Paula se fijó de nuevo en Pedro. Su aspecto era el de un hombre fuerte y una seguridad innata con la que ella sólo podría soñar. No había duda, aquel hombre tenía un dominio total de sí mismo, incluso herido y medio desnudo.


Aparentemente despreocupado con esa desnudez, avanzó hacia ella. Paula se pegó a la puerta, pero él continuó y le tomó la mano que, sin darse cuenta, ella se había llevado a la dolorida garganta.


Lenta pero inexorablemente, él le alzó la mano y se la miró. 


Su mirada se tornó más fría.


—También te han hecho daño —le pasó el dedo por la piel y después la miró—. ¿Has venido a vigilarle la casa a Eduardo?


—Sí.


—Ya entiendo.


—¿Entender el qué?


—Él favorece a las jóvenes inocentes.


Las palabras «joven» e «inocente» le salieron como si fueran los peores defectos que una persona pudiera tener. 


¿Cuántas veces le habían dicho que parecía mucho más joven de veintiséis? Muchísimas. ¿Acaso todo el mundo tenía que utilizar la palabra «inocente» cuando se referían a ella?


La verdad era que le sentaba fatal.


—Los interrumpiste —adivinó, e hizo una mueca que bien podría haber sido de preocupación.


Entonces le tomó la otra mano, la que tenía pegada al vientre porque aún le dolía la muñeca, y le dio la vuelta para ver el moretón que ya le estaba saliendo ahí. Entonces, la miró a los ojos un momento.


—¿Dónde más te ha hecho daño?


—En ningún sitio más.


Sin soltarle la muñeca la miró de arriba abajo detenidamente. Ella se lo permitió porque no le apetecía oponerse a nada en ese momento.


Además, parecía un hombre acostumbrado a hacerse cargo de la situación, un hombre de esos que valían para enfrentarse a una crisis. El tipo de hombre que resultaría fastidioso en el día a día precisamente por eso.


Ese tipo no tenía en su cuerpo ni un sólo ápice de compasión. Desde luego no sentía la necesidad de mostrarse encantador o bromista, o ni siquiera de hacer sonreír a los que tenía alrededor como le pasaba a su padre. Sencillamente no tenía la misma calidez ni el mismo carisma que Eduardo.


Aunque paradójicamente parecía mucho más peligroso que el matón que la había llevado a esa habitación. Se preguntó cómo habría podido nadie hacerle daño a Pedro, porque toda esa fuerza cuidadosamente reprimida intimidaba como nada. Aunque parecía que le habían tendido una emboscada, dudaba que hubiera caído con facilidad.


Y sin embargo su manera de mirar si tenía o no heridas la conmovió; al menos hasta que él se llevó la mano a la nuca y maldijo entre dientes.


—Estás sangrando —dijo ella.


—Sí, eso ocurre cuando le golpean a uno en la cabeza con un jarrón enorme y ridículamente caro.


Le habían tendido una emboscada.


—Siéntate. Por favor…


—Estoy bien.


Desde luego no estaba nada bien, pero era muy típico que un hombre no reconociera lo que a él le parecía una debilidad.


Se volvió hacia la puerta y meneó el pomo de nuevo, pero no cedió. Al menos las piernas habían dejado de temblarle.


—Tal vez podamos detenerlo de alguna manera, antes de que deje limpio a Eduardo…


—¿Estás de broma? Nadie puede dejar limpio a Eduardo; tiene dinero para aburrir.


—Bueno, no podemos quedarnos aquí como si tal cosa —se apoyó contra la puerta con frustración; aquella casa era responsabilidad suya ese fin de semana—. Ese tipo dijo que su tarea era desordenarle la casa. Podríamos aporrear la puerta o gritar hasta conseguir que vuelva. Entonces uno de nosotros podría distraerlo mientras el otro…


—Estás tan loca como Eduardo —se frotó el cuello y soló una risotada—. Y para que lo sepas, son cuatro; todos ellos intentando conseguir algunos de los juguetes de papá, de los cuales tiene a montones.


—¿Has dicho cuatro?


—Saqué a dos fuera, y estaba con el tercero cuando el cuarto me golpeó en la cabeza por detrás —apretó los dientes—. Le habría pegado también, pero me pillaron distraído.


Paula se quedó boquiabierta. ¡Había cuatro y había reducido a tres! ¡Él solo!


Le miró el pecho desnudo a tan sólo unos centímetros de ella, y entonces se dijo que debía intentar no mirarlo tanto.


—Así que tú eres el experto en artes marciales del que hablaba ese tipo.


Él asintió.


—¿Qué le ha pasado a tu ropa?


Él desvió la mirada.


—Cuando caí al suelo, encontraron mi pistola.


—Tu… pistola…


—Y después me desnudaron para buscar más armas.


No pudo evitar mirarlo. Se lo había imaginado peligroso, rudo. ¿Pero… armado?


—Caramba.


Él la miró, pero no dijo nada más.


—Cuatro —repitió Paula lentamente.


—Y ahora dos de ellos están armados —dijo él—. Gracias a mí. Así que aunque pudiéramos distraerlos y traerlos hacia acá, no sería el paso más inteligente. A no ser que lleves un chaleco antibalas… ¿No? —dijo él cuando ella negó con la cabeza—. Lo ves, una tontería —añadió.


Se tumbó otra vez en el camastro con mucho cuidado, como si le doliera la cabeza.


—¿Quién podría estar detrás de esto?


—No tengo ni idea. Desde luego Eduardo tiene muchos enemigos.


¿Cómo era eso posible? El Eduardo que ella conocía no le haría daño a una mosca.


—¿Entonces nos vamos a quedar aquí de pie a esperar a que ellos decidan que no les servimos para nada?


—Yo no me voy a quedar de pie —se tumbó, levantó los pies y cerró los ojos.


Ella lo miró sorprendida.


—No lo dirás en serio.


Como si se le hubieran pegado los ojos al cuerpo de aquel hombre, Paula paseó la mirada por su pecho musculoso, por el contorno de sus abdominales, y se fijó en cómo los boxers de punto le ceñían el… paquete.


¡Y, santo Dios, qué paquete!


Algo sorprendida consigo misma, se volvió hacia él.


—No me lo puedo creer.


Echó una mirada a su alrededor, pero allí no había nada más que aquel camastro. Resultaba muy extraño después de la elegancia del resto de la casa.


—¿Dónde estamos, a todo esto?


—En las habitaciones del servicio —respondió él.


Ella se volvió a mirarlo, pero él no había abierto los ojos.


—¿Te criaste aquí?


—No.


—¿Te… ?


—¿Cuántas preguntas más me vas a hacer, porque me gustaría dormir un poco a ver si se me pasa este dolor de cabeza?


La habían agarrado, aterrorizado y lanzado en un cuartucho.


 Pero resultaría menos desagradable si el hombre con quien estaba se mostrara más simpático, más compasivo.


En otras palabras, el opuesto a ese hombre.


—No deberías dormir —dijo ella, incapaz de ignorarlo así como así.


Le daba la impresión de que, aún de haber estado totalmente vestido, no podría ignorarlo.


—Podrías sufrir una conmoción cerebral.


Él no respondió. Su cuerpo ocupaba todo el camastro y más, puesto que le colgaban las piernas. Los hombros anchos apenas cabían en aquel catre tan estrecho.


¿Y si a ella le hubiera apetecido tumbarse? ¿Entonces qué? 


Tendría que haberse pegado a toda esa carne musculosa y esbelta.


Claro que a él no le importaría, ya que ni siquiera parecía haberla mirado.


—¿De verdad te vas a dormir? —le preguntó de nuevo.


—Silencio.


Increíble. Se quedó un momento más observando su respiración pausada antes de soltar un resoplido de frustración.


—Bien. Duerme.


Se iba a dormir sin importarle un comino los miedos que ella pudiera tener.


Miró de nuevo a su alrededor. La ventana era demasiado pequeña y no había ninguna escalera de incendios por donde escapar. Le resultó interesante sin embargo el detalle de que parecía haber un acceso al ático en el techo de la habitación; y afortunadamente no parecía demasiado pequeño. Se daba cuenta de que no podría acceder a él sola; pero como lo importante era salir de allí, supuso que él querría ayudarla a hacerlo.


—¿Pedro?


Él suspiró con impaciencia.


—¿Qué?


—Tengo otra opción distinta a dormir —le dijo ella.


Él abrió unos ojos de mirada tremendamente sensual.


—¿Ah, sí?


Oh, Dios. No entendía la razón por la que ese tono ronco y sensual y esas palabras sugerentes le provocaban sofocos y calores.


—¿Qué tienes en mente? —preguntó él con aquella voz que destilaba sensualidad.


—Esto… —empezó a decir Paula.


Cosa rara, lo único que se le pasaba en ese momento por la cabeza eran cosas eróticas.


—Me he olvidado —añadió Paula.


La miró de arriba abajo antes de volver a cerrar los ojos.


—De acuerdo, entonces.


Sí, de acuerdo.







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