martes, 16 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 1






Paula Chaves pagaba sus impuestos, comía al menos una ración de fruta o verdura diariamente y solía cumplir las normas. Pero eso no quería decir que no anhelara la aventura. En realidad, la anhelaba más que nada en el mundo. Y por eso mismo había accedido a cuidar la mansión que su jefe tenía en La Canadá ese fin de semana mientras él se llevaba a su última conquista a Cabo San Lucas.


Paula tenía apartamento propio, pero no una finca inmensa ni televisión por cable, así que estaba deseando vivir como los ricos y famosos aunque sólo fueran dos noches. Era licenciada en Historia del Arte, pero de momento no tenía demasiadas expectativas de trabajo, y por eso se había pasado los dos últimos años haciendo trabajos de oficina aquí y allá, y aprendiendo a manejar el programa de Microsoft Office sin estropearle el sistema operativo a nadie.


Lo que aún no había hecho era pensar en lo que podía hacer para experimentar esa aventura y esa emoción que tanto deseaba. Pero estaba en California. En el sur de California, para más inri. La tierra de las oportunidades; y ella estaba abierta a cualquier cosa.


Tenía puestas muchas esperanzas en su último trabajo en una agencia dirigida por el divertido Eduardo Ledger. Aquel hombre inteligente, encantador y atractivo tenía un imperio compuesto por una serie de negocios, la mayoría de los cuales se gestionaban solos y le dejaban tiempo para hacer cosas como marcharse a Cabo por capricho.


Podría acostumbrarse a esa vida. Aparcó el coche al final del sinuoso camino que protegía la mansión estilo Tudor de la calle. La casa tenía una preciosa fachada amarilla y blanca, con flores por todas partes, bordeando el césped y las escaleras que llevaban al porche.


Entró con la llave que Eduardo le había dado y dejó el bolso y las llaves en el vestíbulo enlosado, que era más grande que todo su apartamento. Al mirar hacia la derecha vio un enorme salón con tantas ventanas desde donde se divisaban esas maravillosas vistas de los Montes Crest, que se sintió algo turbada.


O tal vez fuera el hambre que tenía. Llevaba todo el día trabajando y aún no había cenado; así que decidió a buscar la cocina. A Eduardo no le importaría; en realidad, su alto, moreno y guapísimo jefe le había dicho que se sintiera como en casa. Era taimado como un zorro y le gustaban demasiado las mujeres, pero cuando se trataba de sus empleados, era dulce, cariñoso y extremadamente generoso.


La cocina le dejó sin aliento: los armarios de madera de arce estilo tradicional, las superficies de piedra de granito, la enorme nevera, la belleza de los detalles.


A la chef que en secreto llevaba dentro se le hizo la boca agua. Su cocina habría cabido dentro de la modernísima cocina de seis quemadores. Si no estuviera tan cansada como lo estaba, correría a la tienda de ultramarinos y compraría una serie de ingredientes interesantes, volvería allí y los cocinaría. Sería divertido si tuviera alguien para quien cocinar. Tal vez llamara a su hermana para que fuera, y podrían ver la última película de 007.


Sus pasos resonaban sobre el suelo de baldosas de granito, tibias del sol que entraba por las numerosas ventanas que tenía también la cocina. Fue a echar mano del asa de la nevera, sólo para tomarse un aperitivo rápido, pero vaciló al oír un ruido sordo que desde luego no provenía de su estómago. Salió de la cocina con el ceño fruncido para regresar al amplio salón, desde donde observó un pasillo ancho forrado de madera de roble que a través de un arco se desviaba hacia la izquierda.


Alguien estaba por ahí.


La criada, tal vez, pensaba Paula, aunque no estaba segura de que Eduardo tuviera criada. En cualquier caso, no pensaba arriesgarse. Los residentes de La Canadá eran muy estirados y les gustaba la intimidad. Aquella casa no era una excepción. Algo apartada y toda revestida de madera, podría gritar y gritar que nadie la oiría. En su casa de Glendale, situada a tan sólo unos minutos de allí, pero en otro mundo totalmente distinto, habría agarrado su bate de béisbol en una mano mientras con la otra llamaba por teléfono a la policía.


Allí no había bate de béisbol, y tras echar una mirada a su alrededor, ni siquiera pudo localizar un teléfono. Pero a sus veintiséis años había visto muchas películas de miedo, y no tenía intención de comportarse como una boba.


La puerta de entrada a la casa quedaba de pronto muy lejos y por eso decidió volverse hacia las puertas cristaleras que tenía detrás. Pero se quedó quieta cuando se acordó de que había dejado las llaves en el suelo del vestíbulo junto a su bolso.


Necesitaba esas llaves para escapar.


Asustada, empezó a correr hacia el vestíbulo. Y aunque el atletismo siempre había sido su deporte más odiado, consiguió moverse rápidamente. Qué extraño la motivación que le provocaba a una el miedo. De pronto aquella inmensa finca se le antojaba demasiado grande, y agradeció su pequeño apartamento en el que en un abrir y cerrar de ojos se habría plantado a la puerta y…


—Disculpe.


La voz masculina le pareció tan educada, que se detuvo y volvió la cabeza.


Entonces vio a un hombre con un reproductor de DVD en la mano. Parecía tener unos veintitantos años, y llevaba unos vaqueros y una sudadera que cubría su cuerpo grandote. 


Dejó el reproductor en el suelo y se puso derecho.


—Otra visita. ¡Qué bien!


Se chasqueó los nudillos, y de pronto a Paula se le antojó demasiado grande y amenazador. El chico hizo un gesto con la mano en dirección a la parte de atrás de la casa.


—De acuerdo, colegas, vamos.


Ella retrocedió un paso y negó con la cabeza. El chico miró con frustración en dirección al techo.


—¿Por qué yo? Mira, no me digas que eres una experta en artes marciales como el otro.


Ella se fijó en el moretón que el chico tenía en la mejilla y retrocedió despacio un paso más. Caramba, cincuenta más y conseguiría llegar.


—¿Qué estás haciendo aquí mientras Eduardo está fuera?


—Estoy aquí para desordenarle la casa —dijo con fastidio aquel hombretón que parecía un oso—. Y puedo llevarme lo que me dé la gana mientras esté aquí. Esas son mis órdenes. Si él está fuera de la ciudad, tanto mejor.


—A… Adelante… yo espero fuera —Paula retrocedió otro paso, preguntándose si el chaval se habría dado cuenta de que temblaba como una hoja.


Él sacudió aquella cabeza tan enorme.


—Ni te molestes. Ambos sabemos que no te pienso dejar marchar hasta que no termine del todo y me haya marchado, así que te lo repetiré.


Un paso más…


—Maldita sea —exclamó el chico en tono amenazador mientras echaba a andar hacia ella.


Se dio la vuelta y fue a dar otro paso, pero un brazo se le enroscó al cuello, precipitándola contra un cuerpo duro como una roca e impidiéndole respirar. El hombretón la alzó en vilo y echó a andar.


Desesperada porque le faltaba el aire, echó mano hacia atrás y le agarró un mechón de pelo.


—¡Ay! ¡Santa María, señorita! —exclamó mientras la agarraba de la muñeca y tiraba de ella sin dejar de apretarle el cuello al mismo tiempo.


La cabeza iba salírsele de su sitio. Paula empezó a ver manchas negras delante de los ojos mientras el hombre la llevaba otra vez por la cocina. Vio pasar su vida delante de ella como una película, su padre y su madre, sus hermanos, su apartamento pequeño y bonito donde ella cocinaba, leía, vivía… Y entonces, sin previo aviso, el hombretón la soltó en el suelo.


Paula pasó los minutos siguientes aspirando aire para llenar los pulmones y frotándose las muñecas. Se oyó un portazo y levantó la cabeza. Estaba oscureciendo, y en la pequeña habitación en donde la habían dejado no había ni una luz. 


Aunque sí parecía haber un foco fuera de la ventana que había en un extremo del cuarto. Gracias a Dios que existían las luces de encendido automático. A diferencia del resto de la casa, aquel cuarto era gris y desnudo. El único mueble que había en el cuarto era un camastro estrecho…


¡Oh, Dios! Un camastro donde había un hombre que sólo llevaba unos boxers negros. Un hombre alto, fuerte y esbelto. Incluso a la luz grisácea del crepúsculo se dio cuenta de que era musculoso, esbelto y fuerte; y lo observó. 


Estudió las numerosas cicatrices, como la que tenía en uno de los pectorales, y otra que era redondeada, como si fuera de una bala, en el vientre plano de abdominales marcados.


Sin dejar de respirar con agitación, aún temblorosa, le oyó gemir antes de incorporarse despacio mientras pestañeaba repetidamente.


Lo mismo hizo ella. Porque era la viva imagen de su jefe, del guapísimo Eduardo Alfonso, de cuarenta y nueve años, sólo que mucho más joven y mucho más serio que su jefe.


Se levantó tambaleándose y se llevó la mano a la nuca; entonces, la retiró y se miró los dedos, que tenía manchados de… pestañeó a la luz mortecina. Sangre. Oh Dios. A ella lo de la sangre no le…


—¿Quién eres tú? —le preguntó él en tono exigente.







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