miércoles, 17 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 4




—Paula, vamos, túmbate.


Hasta hacía tan sólo un momento se había estado aguantando muy bien, pero entonces Pedro se había tenido que acercar con aquel cuerpo espigado y elegante, musculoso y brillante a la luz tenue que entraba por la ventana, y ponerse tierno y dulce con ella.


¡Ja! Como si pudiera ponerse a fingir que era un hombre dulce y sensible.


—Vamos —le dijo con amabilidad.


¡Con amabilidad!


¿Acaso no sabía que ese era el modo de ganarse a una mujer? Con aquella ternura, unida a una semi desnudez tan magnífica que se le hacía la boca agua.


—¿Paula?


Y su manera de pronunciar su nombre, con aquella voz ronca y profunda, le hacía pensar en apasionadas noches de verano entre sábanas de seda.


Aunque no era porque supiera mucho de eso, pero una chica tenía también sus fantasías. Y él era una fantasía hecha realidad.


Él le tomó las dos manos y se puso de pie.


—Arriba.


La llevó hasta el catre con una mano en la cintura, como si fuera amable y compasivo.


—Túmbate aquí mismo —le ordenó Pedro.


Además de tener mucha confianza y seguridad en sí mismo, Pedro era un hombre de los pies a la cabeza.


—Pau, túmbate.


Esa manera de acortarle el nombre, como nadie más lo había hecho, le pareció a Paula muy íntimo; en sus labios, además, tremendamente sexy.


De pronto la habitación pareció más pequeña de lo que era; y Pedro sintió que necesitaba mucho más espacio del que disponía. Y pronto. ¿Cómo se le había ocurrido pensar que quería correr una aventura? Lo que le apetecía en realidad era estar en su apartamento pequeño y acogedor, con su hermana al lado, que iba a verla todas las noches a invitarla a que se tomara un helado y a ver una película juntas en televisión. O tal vez que la llamara su hermano para decirle hola.


—Siéntate.


Se estremeció de nuevo. ¿Pero qué narices le pasaba? ¿Estaba bien, estaba a salvo, y de pronto se iba a derrumbar? Se sentó en el camastro. No estaba tan blando como parecía, y no tenía nada con que cubrirse.


—No entiendo para qué sirve esta habitación —Paula se estremeció de nuevo, incapaz de contenerse aun sabiendo que era provocado por el nerviosismo—. El resto de la casa es tan preciosa y cómoda…


Pedro miró a su alrededor y se encogió de hombros.


—A pesar de la extravagancia con la que vive Eduardo, no le gusta tener sirvientas si no son de las que duermen en su dormitorio, claro. Y arreglar esta habitación seguramente sería una pérdida de tiempo, porque estoy seguro de que probablemente ni la utilizará.


Paula pensó que hablaba de Eduardo como si no le gustara; y no lo entendía.


—Tu padre es un hombre maravilloso.


—¿Y qué tiene eso que ver con el hecho de que cambia de mujer como él cambia de camisa?


Como eso Paula no podía negarlo, se tumbó de lado de espaldas a él.


—No soy una acaparadora. Te dejo la mitad.


—No es lo suficientemente grande —dijo Pedro.


Paula planeaba tumbarse y esperar a que amaneciera, pero lo avanzado de la hora, lo mucho que había trabajado ese día, los eventos de la tarde y todo lo demás habían sido demasiado para ella. De modo que, milagrosamente, se quedó dormida…


Se despertó de una pesadilla en la que un brazo musculoso le agarraba del cuello por detrás y le cortaba la respiración. 


Se incorporó como movida por un resorte y tomó aire para gritar, pero cuando vio aquella habitación pequeña y a ese hombre de pie pegado a la pared de enfrente, volvió a tumbarse.


—Sólo ha sido un sueño —dijo él—. Duérmete otra vez.


—Tengo frío —le contestó ella.


Él alzó la cabeza, como si buscara la intervención divina, y avanzó hasta que pegó con las rodillas en el borde del camastro.

 
—No hay manta.


—No.


Se abrazó las piernas y no desvió la mirada, que tenía fija en el mejor vientre masculino que había visto en la vida.


—Túmbate.


No tenía ni idea de por qué lo obedecía, pero se estremeció de nuevo y se tumbó boca arriba esa vez. Entonces, al notar que él también se tumbaba, aguantó la respiración. Se colocó de lado mirando hacia ella. Colocó una mano debajo de la cabeza y la otra suavemente sobre su estómago.


Paula se estremeció al sentir el roce de su mano sobre su vientre, y buscó algo que la distrajera para no pensar en ello. De pronto se fijó en la trampilla que tenían encima. Si al menos él quisiera subirse…


Le presionó el vientre ligeramente y se inclinó un poco hacia ella.


—Duérmete —añadió con énfasis.


Sí. Como lo único que tenía delante eran esos hombros, ese pecho y esos ojos maravillosos, tuvo que cerrar los ojos. El único problema fue que, como no veía nada, el resto de los sentidos despertaron a la vida. Le llegó el aroma de su cuerpo, a jabón, a madera, a hombre. Su calor y su fuerza parecían empaparle los huesos helados y, sin poder evitarlo, se relajó un poco, porque tal vez, sólo tal vez, fuera un hombre amable y dulce tras toda aquella…


—No roncas, ¿verdad?


Ella abrió los ojos enseguida.


—No. ¿Y tú?


—No —respondió él.


Bajó la cabeza y cerró los ojos.


Mmm. Un problema nuevo. Entre sus caras había unos dos centímetros de separación. No se había afeitado en unos días, supuso, dada la sombra que cubría sus delicadas mejillas. Tenía las pestañas más oscuras y largas que Paula había visto en su vida. Encima de una ceja le notó una cicatriz blanca y fina, y otra en la frente. ¿Dónde se habría hecho esas cicatrices? Tenía la nariz larga y estrecha, la boca, tensa. El pelo tan corto que se le había quedado de punta, y Paula imaginó que raramente utilizaría un peine. Se preguntó si tendría el cabello suave o…


—¿Vas a pasarte toda la noche pensando? —le preguntó él; cuando ella volvió a estremecerse, él suspiró con cierta impaciencia—. De acuerdo, pero sólo lo voy a hacer para que nos demos calor.


La agarró de la cintura y tiró de ella con tal fuerza que le dio la vuelta al mismo tiempo. Paula se quedó con la espalda pegada al pecho de Pedro, las corvas a la parte delantera de sus piernas y todos los demás puntos perfectamente alineados. Todo ello en nombre de «darse calor».


¡Oh, Dios!


Paula intentó dormir, pero le era imposible, allí aguantando la respiración como la estaba aguantando. Detrás de ella, Pedro estaba en silencio, totalmente quieto, sin ejercer ninguna presión indebida con ninguna parte de su cuerpo.


Aun así ella ya le había notado que tenía partes. ¡Y vaya, partes!


Se soltó para poder mirarlo, pero instantáneamente deseó no haberlo hecho. Estaba tan cerca, y parecía tan cálido y fuerte… sexy a rabiar.


Y también enfadado; muy enfadado.


—Lo siento —susurró ella—. Sólo es que… todo se me está viniendo encima —dijo, horrorizada al notar que le temblaba la voz—. Detesto este miedo y este modo de temblar. No quiero molestarte ni impedir que duermas, pero no dejo de preguntarme…


—¿De preguntarte qué? —la interrumpió él.


—Pues si seguirán ahí fuera, y qué pasaría si decidieran volver…


Él volvió a silenciarla poniéndole el dedo sobre los labios. 


Cuando ella no intentó librarse de él, Pedro sonrió.


—Lo ves. A ver si puedes quedarte un rato callada.


Ella le agarró la muñeca y se la apartó de la boca.


—Veo que puedes olvidarte de tus sentimientos y de tus emociones con facilidad, pero yo no —dijo Paula—. Tengo miedo, si quieres que te diga la verdad, y siento claustrofobia aquí dentro. Quiero…


Él notó aquella sensación intensa en los ojos, en los labios.


—¿El qué? —le preguntó Pedro.


—Consuelo —le susurró ella mientras su cuerpo volvía a traicionarla con uno de aquellos estremecimientos tan fastidiosos.


Él suspiró largamente, le puso una mano en la cadera y la estrechó un poco más contra su cuerpo. Allí estaba el consuelo que ella quería. Sin embargo, como él no dejaba de mirarla con esa mirada tan desconcertante, y estaba tan cerca de ella, y era tan grande y despedía tanto calor, y era tan sexy aunque no quisiera serlo, lo que sintió fue algo que quedaba muy lejos de resultar consolador. En un momento casi espiritual, susurró su nombre con una voz que ya no temblaba de miedo, sino de algo imposible de ignorar: una necesidad tremenda, un anhelo imposible de ignorar.


No tenía ni idea de lo que le estaba pasando, pero sí sabía que era mucho mejor que el miedo. Mucho mejor que el frío.


Se puso de lado, de modo que estaban el uno frente al otro, le echó los brazos al cuello y se abrazó a él.


Él, que desde hacía unos momentos le acariciaba con suma suavidad el contorno de la cadera supuestamente para «darse calor», dejó la mano quieta.


—Pau…


Si aquello era un sueño, no quería despertar. Si era una experiencia mística, no se quejaría, pero sin duda algo la empujaba a pegar sus labios a la comisura de los suyos.


Él se quedó totalmente quieto, pero a Pau no le importó. El contacto de sus labios la impregnó de un calor que la conmovió como nada lo había hecho en su vida, y sin pensarlo, empezó a mordisquearle los labios con los suyos.


¿Por miedo? ¿Por nerviosismo? No lo sabía, ni tampoco le importaba; porque la bola de calor que tenía dentro había empezado a echar humo ya. Para atizarla y que el fuego se convirtiera en una hoguera, separó los labios y le agarró el labio inferior con los dientes.


Eso provocó en él un gemido profundo que le brotó de la garganta, una advertencia de la bestia, un gesto que debería haberle impedido continuar. Lo habría hecho así en otro lugar, en otro momento, pero no esa noche.


—Paula, esto es…


Una locura. Lo sabía. Igual que sabía que habían sido los eventos de la noche los que la empujaban a sentirse así; pero no le importaba. Pegó sus labios a los de él, esperando que él cediera también, y no ser ella la única tonta.


Pero Pedro seguía rígido, controlándose con una seguridad que Paula habría admirado en cualquier otro momento. De momento arqueó la espalda lo suficiente para saber que la fina tela de sus boxers no podía ocultar lo que Pedro empezaba a sentir.


—Paula —rugió en tono de inequívoca advertencia.


No. No tenía ninguna gana de que él se pusiera a hablar.


De momento no. Separó los labios y le pasó la punta de la lengua por la comisura de los suyos. Ese gesto fue suficiente para que la bestia se desatara finalmente.


Pedro se zambulló de cabeza en el beso, estrechándola entre sus brazos y apretándola contra su cuerpo mientras le metía el muslo entre las piernas y le daba un beso apasionado y ardiente que sin duda adornaría sus sueños y le haría olvidar las pesadillas provocadas por los eventos de esa tarde.


Oh, sí, desde luego era perfecto. Aquello era precisamente lo que el médico le había recetado para los nervios. Deslizó los dedos entre sus cabellos, notando con placer que los tenía sedosos, en contrapunto con el resto de su persona. 


Con la otra mano le acarició los hombros amplios, el pecho firme, sintiendo la suave curvatura del músculo bajo la piel, y se dijo que aunque tuviera toda la noche no sería suficiente.


Y por su modo de agarrarla, con los dedos de una mano extendidos, sujetándole la cabeza para continuar con la sensual indagación de su lengua, Pedro sentía lo mismo. 


Con la otra mano le acariciaba la cadera, el vientre y el costado, hasta llegar a rozarle el borde del pecho.


Paula no podía pensar, sólo sentía que deseaba más, que necesitaba más, que le hacía falta sentir sus caricias, su cuerpo. Se pegó a él un poco más, lo suficiente para que esos dedos le rozaran la parte inferior de los pechos, y suspiró de placer.


Cuando percibió sus leves suspiros, él empezó a moverse y a acariciarle el pecho con su mano grande, a pasarle el pulgar por encima del pezón, consiguiendo que ella se estremeciera de placer.


Paula quería quitarse la ropa y que se desnudara él también. Quería sentir el calor de su piel, su fuerza impresionante, y olvidarse de lo que le había pasado esa tarde, lo que aún podía pasar.


Ese pensamiento provocó en ella un gemido entrecortado, un grito estrangulado, a lo que él respondió abrazándola con fuerza.


—Calla… —murmuró él—. Sólo estamos tú y yo…


Le deslizó la mano por la espalda hasta que ella se relajó entre sus brazos de nuevo, hasta que estuvo otra vez pegada a él y de camino a la total pérdida de consciencia que tan desesperadamente necesitaba. Entonces, le agarró el trasero con las dos manos, presionándoselo contra una erección impresionante que se le ocurrió que más bien le gustaría sentir entre los muslos. Oh, sí…


Inconscientemente le colocó la pierna encima de la suya, abriéndose de ese modo para que él pudiera embestirla a través de la ropa, y así lo hizo él, al menos lo hizo una vez, antes de quedarse momentáneamente quieto.


Levantó la cabeza y le miró los labios. Paula notó que jadeaba al igual que ella.


—Me ha gustado este cuento antes de irme a dormir —le dijo antes de colocarla de lado, de modo que ya no podía verle la cara.


—Pero…


—Calla —repitió él.


Ella apretó los dientes.


—No puedo callarme.


—Sí que puedes.


—¿Pero… es que no quieres más?


Su risotada fue ronca y cruel.


—Maldita sea, claro que sí.


—Bueno, entonces…


—No va a ocurrir, Pau.


Pedro


Le echó un brazo por el hombro y le colocó el dedo sobre los labios.


—Calla…


¿Cómo podía dejarlo así? Ella se movió un poco y sintió su erección apretándose contra su trasero. Parecía que aún no se había calmado.


—Pero…


—Sé buena y duérmete.


¿Ser buena? ¿Dormirse? ¿Estaba de broma?


¿Ese hombre la había besado y acariciado como ningún otro hombre la había besado y acariciado en su vida, y creía que podía dejarlo así sin más e irse a dormir?


Pedro


Entonces oyó un ronquido leve junto a su oreja y le entraron ganas de ponerse a gritar de frustración. No sabía si lo odiaba o si lo deseaba. Su cuerpo seguía anhelando sus caricias, pero él se había apartado de ella como si no hubiera pasado nada. Sin duda lo odiaba.


Finalmente recostó la cabeza sobre el brazo de él e intentó seguir su ejemplo. El brazo no estaba demasiado mullido, pero le daba calor y olía a gloria.


Y aunque sabía que para él no era nada agradable, se alegraba de que estuviera desnudo; porque eso la ayudaba a olvidarse del resto de las cosas.


A no ser, por supuesto, que empezara a besarla de nuevo.








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