miércoles, 17 de junio de 2015
EN SU CAMA: CAPITULO 3
Pedro se quedó dormido. Estaba en un sitio donde no le dolía la cabeza y donde llevaba ropa puesta…
—Pedro —el susurro urgente fue acompañado de un zarandeo.
Allí estaba otra vez la última conquista de su padre, esa ratita menuda de melena castaña y ojos verde musgo de mirada inocente.
¿Sería siquiera mayor de edad?
—¿Pedro?
No tenía ni idea por qué se molestaba en hablar en susurros cuando lo estaba haciendo tan en voz alta que podría haber despertado a un muerto.
—Creo que deberías despertarte ya —añadió antes de volver a sacudirlo por el hombro—. Vamos. Levántate y cuenta hasta diez o lo que sea.
De verdad, esa mujer hablaba más que ninguna mujer que hubiera conocido en su vida.
—Es sólo para estar segura de que no has entrado en coma —otra sacudida de hombro—. Sólo llevas cinco minutos, pero no sé cuánto se debe dejar dormir a una persona con una herida en la cabeza.
—No estoy en coma —dijo sin abrir los ojos; y dormir no era precisamente lo que le interesaba, pero era una manera de pasar el tiempo en lugar de mirar a la dulce y sexy Paula—. Y ya no me sangra la cabeza.
—Aun así creo que no deberías dormir.
En todos esos años que había estado en la Armada y después en la CIA, había aprendido una cosa: a echar un buen sueño aunque dispusiera de cinco minutos. En realidad a él le gustaban más largos. Digamos que ocuparan la noche entera, para que el tiempo pasara si sentir dolor de ninguna clase, pero de todos modos abrió los ojos despacio.
—Estoy bien —dijo él.
—¿Cuántos dedos hay aquí? —le preguntó ella levantando la mano.
Él se la agarró.
—Estoy bien —repitió.
—¿Lo suficientemente bien como para colarte por esa trampilla en el techo? Creo que podríamos escapar por ahí.
A la luz mortecina que entraba por la ventana distinguió el contorno de su figura menuda inclinándose sobre él mientras le colocaba la mano en el pecho. Y no se trataba de que le importara que una mujer lo tocara, lo malo era que le dolía la cabeza tanto, que parecía que le iba a estallar. Y si ella volvía a sacudirlo por el hombro, provocándole esos pinchazos en la cabeza, la echaría sobre el camastro y la inmovilizaría.
—Escapar.
—Lo único que tienes que hacer es trepar y meterte por lo que sea que haya ahí arriba, para después dejarte caer en otra habitación. Y voilá, nos escapamos. Sé que dices que no te criaste aquí, pero seguramente podrás encontrar un teléfono, ¿no?
Había llevado el móvil encima, antes de cometer el error de ir a visitar a Eduardo. Antes de haber derribado a tres de esos cuatro matones, antes de darse cuenta de que tenía otro matón detrás. De pronto había visto las estrellas del golpe que le habían dado con el jarrón, seguramente lo bastante valioso como para alimentar a un pequeño país.
Y pensar que su única intención había sido decirle a su padre que lo dejara en paz… Que dejara de enviarle secretarias sexys y mensajes para que fuera a visitarlo.
En lugar de eso había acabado siendo apuntado por una pistola a manos de unos ladrones. Él, que conocía todas las maneras posibles de matar a un hombre, había sido reducido por unos cuantos tipos que querían vengarse de su padre.
Y por si fuera poco había tenido que soportar ver cómo toqueteaban su pistola mientras él los miraba en calzoncillos. Y si eso no era prueba de que había perdido facultades, de lo acertada que había sido su decisión de abandonar la CIA, entonces no se sabía qué podía haber más claro.
Supuso que podría haber sido peor. Que podrían haberlo matado.
—¿Puedes? ¿Puedes encontrar un teléfono? —repitió ella.
Pedro suspiró con impaciencia y abrió los ojos.
—Seguramente.
—¿Entonces… lo harás?
—No.
Paula pestañeó.
—¿Cómo?
—No —repitió él claramente.
—¿Pero… por qué no?
—Porque es de noche y no hay luz.
Ella lo miró de arriba abajo, y él se alegró de que no le hubieran quitado los boxers porque, sin saber ni cómo ni por qué, y aunque esa chica lo estaba volviendo loco, su cuerpo no parecía querer estar de acuerdo con lo que le decía su cabeza.
—La oscuridad no debería importarle a un tipo como tú —dijo finalmente.
—Saldré cuando sea de día.
—Pero…
—Cuando sea de día —repitió Pedro—. ¿Entonces…. hay algo que quieras hacer para pasar el rato?
—No —contestó ella con voz entrecortada.
—Bien.
Intentó olvidarse de que estaba encerrado en un cuarto con una de las nenas de su padre. Era preciosa, eso tenía que reconocerlo, pero no paraba de hablar. A sus treinta y un años, Pedro se había dado cuenta de que le gustaban mucho las mujeres, pero que las prefería reservadas y calladas… Más parecidas a él.
Pero ésa no parecía poder estarse callada, menos aún mostrarse reservada. Precisamente en ese mismo momento se paseaba de un lado al otro del cuarto.
—No vamos a salir de aquí en unas horas, así que será mejor que dejes de gastar las baldosas del suelo.
Ella se detuvo y lo miró como si hubiera perdido la cabeza.
Y en realidad tal vez la hubiera perdido. Desde luego el antiguo Pedro se habría puesto de pie y habría rescatado a aquella damisela en apuros.
El nuevo Pedro, no el Pedro de la CIA, sino Pedro Alfonso de Contables por Contrato, era dueño de aquella pequeña empresa de contabilidad, con clientes tan reservados como él. Aceptaba los trabajos que quería, como y cuando quería; no recibía órdenes de nadie que no fuera él mismo, y nunca jamás rescataba a damas en apuros.
A no ser que estuvieran relacionadas con su negocio.
Ella colocó los brazos en jarras, un gesto que parecía utilizar mucho para compensar lo baja que era, pero con el que consiguió que él se fijara en su vestido mini de tirantes.
Era verde pálido con flores y en realidad bastante recatado, excepto cada vez que ella se movía de un lado a otro con sus piernas bronceadas y fuertes.
Que, por cierto, las tenía muy bonitas.
—No hay ninguna razón para quedarnos aquí metidos —dijo ella.
—¿Y si te dijera que estamos atrapados?
—De verdad, lo único que tienes que hacer es trepar por…
—He dicho que no.
Paula se cruzó de brazos, y al hacerlo, se le juntaron los pechos.
—Dame una buena razón aparte de que no vayas a ver bien porque no hay luz.
Pedro se estiró, e hizo una mueca al sentir un dolor en la base de la nuca.
—Ésa es la razón principal.
Ella se quedó mirándolo antes de levantar la cabeza para estudiar el acceso, el cual era desde luego lo suficientemente ancho para su cuerpo, y desde luego la mejor ruta de escape.
—No es posible que te dé miedo la oscuridad —ella negó con la cabeza—. No. No me lo trago. Si fuera así, serías un tipo sensible y, francamente, no creo que seas demasiado sensible.
—Esta noche no vas a salir.
—Bien —dijo Paula con firmeza—. Si tú no quieres hacerlo, lo haré yo.
Dejó caer los brazos y se puso derecha, aspiró hondo y se dispuso a sacar fuerzas de flaqueza. De no haber estado enfadado y dolorido, tal vez la hubiera admirado.
—Súbeme —le dijo ella.
Allí tumbado, se echó a reír; era la primera vez que se reía con ganas en toda la noche.
—A ver si me entero. ¿Vas a ponerte a avanzar a gatas por ese ático totalmente a oscuras para caer en una habitación que no conoces, seguramente encima del tipo a quien no conseguí derribar, y entonces qué? ¿Dejar que te den una puñalada?
La expresión firme de Paula vaciló y el miedo salió a la superficie.
—Tienes razón —susurró—. Esto es muy serio, y creo que ahora es cuando empiezo a darme cuenta.
Entonces pestañeó con esos ojos tan enormes y expresivos que tenía y se abrazó. Y Pedro se sintió como un cretino.
Cerró los ojos antes de hablar.
—Vas a tener que esperar. Eduardo se dará cuenta de que no apareces y vendrá a buscarte.
—Está en El Cabo pasando un par de días con una de sus amigas.
Eso le hizo abrir los ojos otra vez.
—Pensaba que tú eras la novia.
—Tú… que yo… —balbuceó antes de echarse a reír.
Se echó a reír con tantas ganas, con tanta sinceridad, que Pedro se sintió más relajado, lo cual quería decir que su padre no había seducido a esa mujer que era demasiado bonita y demasiado joven para él.
—Tengo veintiséis años —le informó finalmente—. Soy más que mayor de edad. Y no es que esto sea asunto tuyo, pero no soy la novia de tu padre. Trabajo en su agencia de trabajo temporal.
—Ah.
No quería analizar por qué eso le hacía sentirse mucho mejor, de modo que cerró los ojos otra vez.
Se oyó un ruido y abrió un ojo. Paula estaba sentada junto a la puerta cerrada, abrazándose las piernas, con aspecto desvalido. Tenía las rodillas levantadas y la frente apoyada sobre las rodillas.
Bien. Aquel era un buen sitio para ella, lejos de él, y con la boca cerrada por una vez, afortunadamente.
Cerró los ojos para no pensar en nada, pero le pareció oír cómo le castañeteaban los dientes.
—Maldita sea, ven para acá —le dijo él.
Ella levantó la cabeza y, a la luz que entraba por la ventana, Pedro vio su expresión. Ese genio que había demostrado se había quedado en nada. Sus ojos llorosos habían adquirido la tonalidad de las hojas bajo la lluvia y tenía los labios algo temblorosos. En el cuello empezaban a salirle unos cardenales.
¡Maldición!
—¿Estás bien? —le preguntó él.
—Dame un momento —se frotó la cara con las dos manos—. Sé que estoy hablando y hablando sin parar, pero es por los nervios y el miedo. Intentaré dejarlo, te lo prometo.
Se sentó despacio. Como no se sentía nada mareado, cosa que le pareció buena señal, se arriesgó a ponerse de pie.
Descalzo y desnudo salvo lo esencial, avanzó unos pasos en dirección a la chica.
—Túmbate tú en el catre.
Ella le miró las rodillas y negó con la cabeza.
—Paula.
Ella lo ignoró. Como él llevaba ya más de media hora intentando ignorarla, entendía la reacción. Pero tenía miedo de que tal vez la chica estuviera entrando en estado de shock postraumático, y eso era algo que él no podía ignorar.
Se agachó a su lado con la intención de comprobarle el pulso y la agarró de la muñeca.
Asustada, ella retiró la mano y se pegó contra la pared.
—Déjame —susurró, avergonzada al ver que se le saltaban las lágrimas.
Él la había asustado, y eso era algo que detestaba. Antes de ese día, nada la había asustado.
—Eh —alzó las manos y continuó observándola—. Soy yo.
—Lo sé —respondió Paula.
Y lo sabía; pero había tenido un momento malo durante el cual la imaginación la había llevado de nuevo al salón de Eduardo, donde ese tipo con la sudadera sucia la había agarrado y…
Pedro le tomó la mano.
—Soy yo —repitió en voz baja.
—Lo sé, lo sé…
—Quiero que te tumbes y te relajes.
—¡Relajarme! —ahogó una risotada histérica—. Claro, voy a relajarme. Ahora mismo.
—Estupendo, porque estás muy tensa.
—Bueno, sí, no he tenido un buen día.
—Lo sé —la miró en silencio un rato—. ¿Tienes frío?
Sí. Tenía frío. Y tenía hambre. Y estaba cansada. Y, aparentemente, estaba permitiendo que esa situación la afectara demasiado.
—Vamos —le dijo.
Él estaba arrodillado delante de ella y movía los dedos, como queriéndole decir que podía tomarle la mano.
Paula cerró los ojos. No quería tomarle la mano. Quería que se la tragara la tierra. Además, quería estar sola.
—Duérmete —le dijo ella.
—Ahora no puedo.
Por supuesto que no. Que el cielo no permitiera que nada le fuera bien esa noche
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