miércoles, 17 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 2




Dada la fuerza de su voz, no estaba herido de muerte. Y dada la agudeza de sus ojos y de su cuerpo, no era de los que se dejaban tumbar con facilidad. Paula se quedó allí inquieta, sin saber lo que hacer, sin saber quiénes eran los buenos y los malos. Pero ese hombre, ese hombretón de por lo menos un metro ochenta, esbelto, casi desnudo, se parecía tanto a su jefe…


Sus ojos del azul de un láser la estudiaron de arriba abajo, y ella tragó saliva con dificultad. ¿De verdad pensaba que se parecía a Eduardo? Tal vez el pelo oscuro y de punta, los ojos azules, la mandíbula esbelta, fueran las mismas, pero aunque jamás había visto a Eduardo casi desnudo, dudaba que fuera tan musculoso y esbelto. Desde luego, en el mes que llevaba con él, nunca le había parecido tan intenso, tan serio, tan tremendamente enérgico o de aspecto tan amenazador.


—¿Quién eres tú? —repitió en tono ronco y bajo, algo parecido al de Eduardo de haber estado desprovisto de esa furia.


—Paula Chaves… —por segunda vez en diez minutos retrocedió hacia la puerta y forcejeó con el pomo, pero la puerta no se abrió.


—Está cerrada, y como todo lo demás en la casa, es de la mejor calidad, de modo que es imposible romperla —dijo el gemelo malvado de Eduardo.


Lo intentó de nuevo, sin dejar de mirarlo con observación. 


¿Cuántas veces le había dicho su hermana que en el noventa y nueve por ciento de los casos los hombres eran una basura? Claro que ella no hacía ni caso.


Si alguna vez salía de allí, escucharía más a su hermana. 


Siempre.


Tenía una mano apoyada en la pared mientras la estudiaba con una expresión que probablemente debía de ser educada, no atemorizante.


—¿Qué estás haciendo aquí?


Intentó no quedarse mirándolo fijamente; sólo que no todos los días estaba tan cerca y a solas con un hombre medio desnudo mientras temblaba de miedo. En realidad, casi nunca había estado tan cerca de un hombre semidesnudo, ni con miedo ni sin él.


—He venido a vigilar la casa durante el fin de semana —dijo ella—. ¿Pero… Eduardo?


—No —contestó con una risotada brusca y breve.


El corazón le latía tan aceleradamente, que parecía como si la golpeara en las costillas.


—Mmm… —tragó saliva—. ¿El hermano de Eduardo? ¿Su hermano… gemelo?


La miró con frialdad.


—No. Soy Pedro—respondió con gesto tenso—. Su hijo.


Eduardo siempre le había dicho que tenía un hijo, pero por la indulgencia de su sonrisa al hablar de él, Paula había imaginado que era un niño pequeño, desde luego alguien más joven de los treinta años que tendría ese hombre y menos guapo.


—Pero…


Resopló de pura insatisfacción y miró hacia la ventana.


La casa había sido construida en lo alto de una colina, y naturalmente estaba bastante elevada.


Paula se fijó de nuevo en Pedro. Su aspecto era el de un hombre fuerte y una seguridad innata con la que ella sólo podría soñar. No había duda, aquel hombre tenía un dominio total de sí mismo, incluso herido y medio desnudo.


Aparentemente despreocupado con esa desnudez, avanzó hacia ella. Paula se pegó a la puerta, pero él continuó y le tomó la mano que, sin darse cuenta, ella se había llevado a la dolorida garganta.


Lenta pero inexorablemente, él le alzó la mano y se la miró. 


Su mirada se tornó más fría.


—También te han hecho daño —le pasó el dedo por la piel y después la miró—. ¿Has venido a vigilarle la casa a Eduardo?


—Sí.


—Ya entiendo.


—¿Entender el qué?


—Él favorece a las jóvenes inocentes.


Las palabras «joven» e «inocente» le salieron como si fueran los peores defectos que una persona pudiera tener. 


¿Cuántas veces le habían dicho que parecía mucho más joven de veintiséis? Muchísimas. ¿Acaso todo el mundo tenía que utilizar la palabra «inocente» cuando se referían a ella?


La verdad era que le sentaba fatal.


—Los interrumpiste —adivinó, e hizo una mueca que bien podría haber sido de preocupación.


Entonces le tomó la otra mano, la que tenía pegada al vientre porque aún le dolía la muñeca, y le dio la vuelta para ver el moretón que ya le estaba saliendo ahí. Entonces, la miró a los ojos un momento.


—¿Dónde más te ha hecho daño?


—En ningún sitio más.


Sin soltarle la muñeca la miró de arriba abajo detenidamente. Ella se lo permitió porque no le apetecía oponerse a nada en ese momento.


Además, parecía un hombre acostumbrado a hacerse cargo de la situación, un hombre de esos que valían para enfrentarse a una crisis. El tipo de hombre que resultaría fastidioso en el día a día precisamente por eso.


Ese tipo no tenía en su cuerpo ni un sólo ápice de compasión. Desde luego no sentía la necesidad de mostrarse encantador o bromista, o ni siquiera de hacer sonreír a los que tenía alrededor como le pasaba a su padre. Sencillamente no tenía la misma calidez ni el mismo carisma que Eduardo.


Aunque paradójicamente parecía mucho más peligroso que el matón que la había llevado a esa habitación. Se preguntó cómo habría podido nadie hacerle daño a Pedro, porque toda esa fuerza cuidadosamente reprimida intimidaba como nada. Aunque parecía que le habían tendido una emboscada, dudaba que hubiera caído con facilidad.


Y sin embargo su manera de mirar si tenía o no heridas la conmovió; al menos hasta que él se llevó la mano a la nuca y maldijo entre dientes.


—Estás sangrando —dijo ella.


—Sí, eso ocurre cuando le golpean a uno en la cabeza con un jarrón enorme y ridículamente caro.


Le habían tendido una emboscada.


—Siéntate. Por favor…


—Estoy bien.


Desde luego no estaba nada bien, pero era muy típico que un hombre no reconociera lo que a él le parecía una debilidad.


Se volvió hacia la puerta y meneó el pomo de nuevo, pero no cedió. Al menos las piernas habían dejado de temblarle.


—Tal vez podamos detenerlo de alguna manera, antes de que deje limpio a Eduardo…


—¿Estás de broma? Nadie puede dejar limpio a Eduardo; tiene dinero para aburrir.


—Bueno, no podemos quedarnos aquí como si tal cosa —se apoyó contra la puerta con frustración; aquella casa era responsabilidad suya ese fin de semana—. Ese tipo dijo que su tarea era desordenarle la casa. Podríamos aporrear la puerta o gritar hasta conseguir que vuelva. Entonces uno de nosotros podría distraerlo mientras el otro…


—Estás tan loca como Eduardo —se frotó el cuello y soló una risotada—. Y para que lo sepas, son cuatro; todos ellos intentando conseguir algunos de los juguetes de papá, de los cuales tiene a montones.


—¿Has dicho cuatro?


—Saqué a dos fuera, y estaba con el tercero cuando el cuarto me golpeó en la cabeza por detrás —apretó los dientes—. Le habría pegado también, pero me pillaron distraído.


Paula se quedó boquiabierta. ¡Había cuatro y había reducido a tres! ¡Él solo!


Le miró el pecho desnudo a tan sólo unos centímetros de ella, y entonces se dijo que debía intentar no mirarlo tanto.


—Así que tú eres el experto en artes marciales del que hablaba ese tipo.


Él asintió.


—¿Qué le ha pasado a tu ropa?


Él desvió la mirada.


—Cuando caí al suelo, encontraron mi pistola.


—Tu… pistola…


—Y después me desnudaron para buscar más armas.


No pudo evitar mirarlo. Se lo había imaginado peligroso, rudo. ¿Pero… armado?


—Caramba.


Él la miró, pero no dijo nada más.


—Cuatro —repitió Paula lentamente.


—Y ahora dos de ellos están armados —dijo él—. Gracias a mí. Así que aunque pudiéramos distraerlos y traerlos hacia acá, no sería el paso más inteligente. A no ser que lleves un chaleco antibalas… ¿No? —dijo él cuando ella negó con la cabeza—. Lo ves, una tontería —añadió.


Se tumbó otra vez en el camastro con mucho cuidado, como si le doliera la cabeza.


—¿Quién podría estar detrás de esto?


—No tengo ni idea. Desde luego Eduardo tiene muchos enemigos.


¿Cómo era eso posible? El Eduardo que ella conocía no le haría daño a una mosca.


—¿Entonces nos vamos a quedar aquí de pie a esperar a que ellos decidan que no les servimos para nada?


—Yo no me voy a quedar de pie —se tumbó, levantó los pies y cerró los ojos.


Ella lo miró sorprendida.


—No lo dirás en serio.


Como si se le hubieran pegado los ojos al cuerpo de aquel hombre, Paula paseó la mirada por su pecho musculoso, por el contorno de sus abdominales, y se fijó en cómo los boxers de punto le ceñían el… paquete.


¡Y, santo Dios, qué paquete!


Algo sorprendida consigo misma, se volvió hacia él.


—No me lo puedo creer.


Echó una mirada a su alrededor, pero allí no había nada más que aquel camastro. Resultaba muy extraño después de la elegancia del resto de la casa.


—¿Dónde estamos, a todo esto?


—En las habitaciones del servicio —respondió él.


Ella se volvió a mirarlo, pero él no había abierto los ojos.


—¿Te criaste aquí?


—No.


—¿Te… ?


—¿Cuántas preguntas más me vas a hacer, porque me gustaría dormir un poco a ver si se me pasa este dolor de cabeza?


La habían agarrado, aterrorizado y lanzado en un cuartucho.


 Pero resultaría menos desagradable si el hombre con quien estaba se mostrara más simpático, más compasivo.


En otras palabras, el opuesto a ese hombre.


—No deberías dormir —dijo ella, incapaz de ignorarlo así como así.


Le daba la impresión de que, aún de haber estado totalmente vestido, no podría ignorarlo.


—Podrías sufrir una conmoción cerebral.


Él no respondió. Su cuerpo ocupaba todo el camastro y más, puesto que le colgaban las piernas. Los hombros anchos apenas cabían en aquel catre tan estrecho.


¿Y si a ella le hubiera apetecido tumbarse? ¿Entonces qué? 


Tendría que haberse pegado a toda esa carne musculosa y esbelta.


Claro que a él no le importaría, ya que ni siquiera parecía haberla mirado.


—¿De verdad te vas a dormir? —le preguntó de nuevo.


—Silencio.


Increíble. Se quedó un momento más observando su respiración pausada antes de soltar un resoplido de frustración.


—Bien. Duerme.


Se iba a dormir sin importarle un comino los miedos que ella pudiera tener.


Miró de nuevo a su alrededor. La ventana era demasiado pequeña y no había ninguna escalera de incendios por donde escapar. Le resultó interesante sin embargo el detalle de que parecía haber un acceso al ático en el techo de la habitación; y afortunadamente no parecía demasiado pequeño. Se daba cuenta de que no podría acceder a él sola; pero como lo importante era salir de allí, supuso que él querría ayudarla a hacerlo.


—¿Pedro?


Él suspiró con impaciencia.


—¿Qué?


—Tengo otra opción distinta a dormir —le dijo ella.


Él abrió unos ojos de mirada tremendamente sensual.


—¿Ah, sí?


Oh, Dios. No entendía la razón por la que ese tono ronco y sensual y esas palabras sugerentes le provocaban sofocos y calores.


—¿Qué tienes en mente? —preguntó él con aquella voz que destilaba sensualidad.


—Esto… —empezó a decir Paula.


Cosa rara, lo único que se le pasaba en ese momento por la cabeza eran cosas eróticas.


—Me he olvidado —añadió Paula.


La miró de arriba abajo antes de volver a cerrar los ojos.


—De acuerdo, entonces.


Sí, de acuerdo.







martes, 16 de junio de 2015

EN SU CAMA: CAPITULO 1






Paula Chaves pagaba sus impuestos, comía al menos una ración de fruta o verdura diariamente y solía cumplir las normas. Pero eso no quería decir que no anhelara la aventura. En realidad, la anhelaba más que nada en el mundo. Y por eso mismo había accedido a cuidar la mansión que su jefe tenía en La Canadá ese fin de semana mientras él se llevaba a su última conquista a Cabo San Lucas.


Paula tenía apartamento propio, pero no una finca inmensa ni televisión por cable, así que estaba deseando vivir como los ricos y famosos aunque sólo fueran dos noches. Era licenciada en Historia del Arte, pero de momento no tenía demasiadas expectativas de trabajo, y por eso se había pasado los dos últimos años haciendo trabajos de oficina aquí y allá, y aprendiendo a manejar el programa de Microsoft Office sin estropearle el sistema operativo a nadie.


Lo que aún no había hecho era pensar en lo que podía hacer para experimentar esa aventura y esa emoción que tanto deseaba. Pero estaba en California. En el sur de California, para más inri. La tierra de las oportunidades; y ella estaba abierta a cualquier cosa.


Tenía puestas muchas esperanzas en su último trabajo en una agencia dirigida por el divertido Eduardo Ledger. Aquel hombre inteligente, encantador y atractivo tenía un imperio compuesto por una serie de negocios, la mayoría de los cuales se gestionaban solos y le dejaban tiempo para hacer cosas como marcharse a Cabo por capricho.


Podría acostumbrarse a esa vida. Aparcó el coche al final del sinuoso camino que protegía la mansión estilo Tudor de la calle. La casa tenía una preciosa fachada amarilla y blanca, con flores por todas partes, bordeando el césped y las escaleras que llevaban al porche.


Entró con la llave que Eduardo le había dado y dejó el bolso y las llaves en el vestíbulo enlosado, que era más grande que todo su apartamento. Al mirar hacia la derecha vio un enorme salón con tantas ventanas desde donde se divisaban esas maravillosas vistas de los Montes Crest, que se sintió algo turbada.


O tal vez fuera el hambre que tenía. Llevaba todo el día trabajando y aún no había cenado; así que decidió a buscar la cocina. A Eduardo no le importaría; en realidad, su alto, moreno y guapísimo jefe le había dicho que se sintiera como en casa. Era taimado como un zorro y le gustaban demasiado las mujeres, pero cuando se trataba de sus empleados, era dulce, cariñoso y extremadamente generoso.


La cocina le dejó sin aliento: los armarios de madera de arce estilo tradicional, las superficies de piedra de granito, la enorme nevera, la belleza de los detalles.


A la chef que en secreto llevaba dentro se le hizo la boca agua. Su cocina habría cabido dentro de la modernísima cocina de seis quemadores. Si no estuviera tan cansada como lo estaba, correría a la tienda de ultramarinos y compraría una serie de ingredientes interesantes, volvería allí y los cocinaría. Sería divertido si tuviera alguien para quien cocinar. Tal vez llamara a su hermana para que fuera, y podrían ver la última película de 007.


Sus pasos resonaban sobre el suelo de baldosas de granito, tibias del sol que entraba por las numerosas ventanas que tenía también la cocina. Fue a echar mano del asa de la nevera, sólo para tomarse un aperitivo rápido, pero vaciló al oír un ruido sordo que desde luego no provenía de su estómago. Salió de la cocina con el ceño fruncido para regresar al amplio salón, desde donde observó un pasillo ancho forrado de madera de roble que a través de un arco se desviaba hacia la izquierda.


Alguien estaba por ahí.


La criada, tal vez, pensaba Paula, aunque no estaba segura de que Eduardo tuviera criada. En cualquier caso, no pensaba arriesgarse. Los residentes de La Canadá eran muy estirados y les gustaba la intimidad. Aquella casa no era una excepción. Algo apartada y toda revestida de madera, podría gritar y gritar que nadie la oiría. En su casa de Glendale, situada a tan sólo unos minutos de allí, pero en otro mundo totalmente distinto, habría agarrado su bate de béisbol en una mano mientras con la otra llamaba por teléfono a la policía.


Allí no había bate de béisbol, y tras echar una mirada a su alrededor, ni siquiera pudo localizar un teléfono. Pero a sus veintiséis años había visto muchas películas de miedo, y no tenía intención de comportarse como una boba.


La puerta de entrada a la casa quedaba de pronto muy lejos y por eso decidió volverse hacia las puertas cristaleras que tenía detrás. Pero se quedó quieta cuando se acordó de que había dejado las llaves en el suelo del vestíbulo junto a su bolso.


Necesitaba esas llaves para escapar.


Asustada, empezó a correr hacia el vestíbulo. Y aunque el atletismo siempre había sido su deporte más odiado, consiguió moverse rápidamente. Qué extraño la motivación que le provocaba a una el miedo. De pronto aquella inmensa finca se le antojaba demasiado grande, y agradeció su pequeño apartamento en el que en un abrir y cerrar de ojos se habría plantado a la puerta y…


—Disculpe.


La voz masculina le pareció tan educada, que se detuvo y volvió la cabeza.


Entonces vio a un hombre con un reproductor de DVD en la mano. Parecía tener unos veintitantos años, y llevaba unos vaqueros y una sudadera que cubría su cuerpo grandote. 


Dejó el reproductor en el suelo y se puso derecho.


—Otra visita. ¡Qué bien!


Se chasqueó los nudillos, y de pronto a Paula se le antojó demasiado grande y amenazador. El chico hizo un gesto con la mano en dirección a la parte de atrás de la casa.


—De acuerdo, colegas, vamos.


Ella retrocedió un paso y negó con la cabeza. El chico miró con frustración en dirección al techo.


—¿Por qué yo? Mira, no me digas que eres una experta en artes marciales como el otro.


Ella se fijó en el moretón que el chico tenía en la mejilla y retrocedió despacio un paso más. Caramba, cincuenta más y conseguiría llegar.


—¿Qué estás haciendo aquí mientras Eduardo está fuera?


—Estoy aquí para desordenarle la casa —dijo con fastidio aquel hombretón que parecía un oso—. Y puedo llevarme lo que me dé la gana mientras esté aquí. Esas son mis órdenes. Si él está fuera de la ciudad, tanto mejor.


—A… Adelante… yo espero fuera —Paula retrocedió otro paso, preguntándose si el chaval se habría dado cuenta de que temblaba como una hoja.


Él sacudió aquella cabeza tan enorme.


—Ni te molestes. Ambos sabemos que no te pienso dejar marchar hasta que no termine del todo y me haya marchado, así que te lo repetiré.


Un paso más…


—Maldita sea —exclamó el chico en tono amenazador mientras echaba a andar hacia ella.


Se dio la vuelta y fue a dar otro paso, pero un brazo se le enroscó al cuello, precipitándola contra un cuerpo duro como una roca e impidiéndole respirar. El hombretón la alzó en vilo y echó a andar.


Desesperada porque le faltaba el aire, echó mano hacia atrás y le agarró un mechón de pelo.


—¡Ay! ¡Santa María, señorita! —exclamó mientras la agarraba de la muñeca y tiraba de ella sin dejar de apretarle el cuello al mismo tiempo.


La cabeza iba salírsele de su sitio. Paula empezó a ver manchas negras delante de los ojos mientras el hombre la llevaba otra vez por la cocina. Vio pasar su vida delante de ella como una película, su padre y su madre, sus hermanos, su apartamento pequeño y bonito donde ella cocinaba, leía, vivía… Y entonces, sin previo aviso, el hombretón la soltó en el suelo.


Paula pasó los minutos siguientes aspirando aire para llenar los pulmones y frotándose las muñecas. Se oyó un portazo y levantó la cabeza. Estaba oscureciendo, y en la pequeña habitación en donde la habían dejado no había ni una luz. 


Aunque sí parecía haber un foco fuera de la ventana que había en un extremo del cuarto. Gracias a Dios que existían las luces de encendido automático. A diferencia del resto de la casa, aquel cuarto era gris y desnudo. El único mueble que había en el cuarto era un camastro estrecho…


¡Oh, Dios! Un camastro donde había un hombre que sólo llevaba unos boxers negros. Un hombre alto, fuerte y esbelto. Incluso a la luz grisácea del crepúsculo se dio cuenta de que era musculoso, esbelto y fuerte; y lo observó. 


Estudió las numerosas cicatrices, como la que tenía en uno de los pectorales, y otra que era redondeada, como si fuera de una bala, en el vientre plano de abdominales marcados.


Sin dejar de respirar con agitación, aún temblorosa, le oyó gemir antes de incorporarse despacio mientras pestañeaba repetidamente.


Lo mismo hizo ella. Porque era la viva imagen de su jefe, del guapísimo Eduardo Alfonso, de cuarenta y nueve años, sólo que mucho más joven y mucho más serio que su jefe.


Se levantó tambaleándose y se llevó la mano a la nuca; entonces, la retiró y se miró los dedos, que tenía manchados de… pestañeó a la luz mortecina. Sangre. Oh Dios. A ella lo de la sangre no le…


—¿Quién eres tú? —le preguntó él en tono exigente.







EN SU CAMA: PROLOGO




Nada puede parar lo que ya ha empezado…


Cuando Paula Chaves accedió a cuidar aquella casa, no esperaba que unos ladrones la arrojaran en los brazos de un sexy desconocido llamado Pedro Alfonso. Estaban atrapados, en una pequeña habitación con una cama aún más pequeña y una larga, larga noche por delante. Y Paula no tardó mucho en morirse de deseo por su boca… sus caricias…


Cuando el exagente de la CIA Pedro Alfonso ayudó a escapar a Paula, ambos juraron olvidar la apasionada noche que habían pasado juntos. Pedro nunca sería el hombre que Paula merecía. Pero, si aquello estaba tan mal, ¿por qué la hacía sentir tan bien?





LA PRINCESA: CAPITULO FINAL




–Y me acusan a mí de ser escandalosa. Tu comportamiento ha sido imperdonable –dijo Paula, tomando un sorbo de agua mineral en el jet privado que los llevaba de vuelta a Brasil.


Era suya, pensó Pedro. Absolutamente suya.


Sentía algo en el pecho… ¿alivio, triunfo, felicidad? Le daba igual lo que fuese, era la mejor sensación del mundo. 


Parecía a punto de explotar de felicidad.


–A tu tío se le pasará.


–Lo dudo. Cuando le dijiste que no podía quedarme a la ceremonia porque teníamos otros planes… pensé que iba a darle un ataque –Paula sacudió la cabeza–. Haciéndole sombra el día de su coronación, qué falta de decoro.


–Tú no habrías sido feliz con ese niño bonito –dijo Pedro


Solo él podía darle lo que necesitaba porque era el hombre del que estaba enamorada.


–Claro que no.


–Ni siquiera tuvo valor para intentar detenerme –siguió él, como un niño petulante.


–¿Te refieres a Alex? Él no es el hombre con el que Cyrill quería casarme.


–¿Ah, no?


–No, Alex es un buen amigo.


–Pensé que no tenías amigos en Bengaria.


Paula se encogió de hombros.


–Bueno, era más amigo de Stefano que mío. Hacía años que no nos veíamos. Pero no, no es hombre para mí.


–Pero yo sí lo soy –Pedro pensaba asegurarse de que así fuera y disfrutar de ello cada día de su vida.


–Desde luego que sí –Paula levantó una mano para acariciar su mejilla y experimentó una increíble sensación de paz–. Soy mejor persona desde que estoy contigo, Pedro. Me siento orgullosa de lo que hago, segura del futuro. Me has dado fuerza para enfrentarme con todo.


–Eras fuerte ante de conocerme.


Ella negó con la cabeza.


–Cuando vi que tú eras capaz de enfrentarte con el pasado y seguir adelante me di cuenta de que había sido una cobarde al no enfrentarme con Cyrill. Por eso volví a Bengaria, para demostrarle a él, y a mí misma, que soy feliz siendo quien soy. Tal vez no sea lo que todo el mundo espera de una princesa, pero da igual.


–Eres perfecta tal y como eres –Pedro puso una mano en su abdomen, que había crecido en esas semanas. Su mujer, su hijo…


Paula tomó un sorbo de agua con expresión seria.


–¿Qué pasa? ¿Te encuentras mal?


Ella se encogió de hombros.


–No, todo es perfecto.


Pero su sonrisa no era tan radiante como antes. Pedro inclinó a un lado al cabeza.


–Te ocurre algo. Cuéntamelo.


–No, de verdad…


–No me escondas nada. La sinceridad es una de las cualidades que más admiro en ti, Paula. Dime la verdad y si ocurre algo lo resolveremos juntos.


Paula lo miraba como si quisiera leer sus pensamientos.


–Me gusta que quieras ser un buen padre para nuestro hijo –empezó a decir.


–¿Pero?


–Pero… –Paula se mordió los labios y ese gesto le recordó los primeros días en la isla, cuando rechazó su oferta de matrimonio. Un hijo no le parecía razón suficiente para casarse.


–Pero tienes miedo de que solo quiera a nuestro hijo –murmuro él– y no a ti. Quiero a nuestro hijo, amor mío, y me esforzaré para ser el mejor padre posible –Pedro sabía que ese sería un reto mayor que cualquier negocio–. Pero aunque no estuvieses embarazada, aunque nunca hubiese un hijo, te querría con todo mi corazón –Pedro le quitó el vaso y lo dejó sobre una mesita para tomar sus manos, que temblaban. O tal vez eran las suyas–. Eres el sol y las estrellas para mí, Paula. Me has enseñado que no es mi negocio lo que me define sino a quién amo y quién me ama a mí.


Mientras besaba sus manos, disfrutando del aroma a manzanas verdes y a limón, supo que ese sería siempre su perfume favorito.


–Cariño…


–No sabía que pudiese amar hasta que tú apareciste en mi vida.


Paula tenía los ojos llenos de lágrimas, pero su sonrisa era lo más hermoso que había visto nunca y Pedro clavó una rodilla en el suelo.


–¿Quieres ser mía para siempre? No tienes que casarte conmigo si no quieres…


En esa ocasión, fue Paula quien puso un dedo sobre sus labios.


–Me casaré contigo, Pedro. Quiero que todo el mundo sepa que eres mío –su sonrisa era incandescente–. Soy una princesa acostumbrada a dar escándalos, pero estoy dispuesta a ser respetable mientras sea contigo.


–Ah –Pedro la tomó en brazos para llevarla al dormitorio del jet privado–. Qué pena. Yo esperaba algo de comportamiento escandaloso.


Paula alargó una mano para aflojar la corbata, que tiró por encima de su hombro con una sonrisa de pura seducción.


–Seguro que eso puede arreglarse, senhor Alfonso.








LA PRINCESA: CAPITULO 26




La catedral era enorme e impresionante, pero Pedro no se fijaba en eso mientras recorría la alfombra roja, ignorando al edecán que intentaba frenéticamente llamar su atención.


El ambiente era de expectación y el aire olía a flores e incienso, la música barroca de órgano dándole pompa a la ocasión.


Pedro aminoró el paso y miró alrededor. Veía uniformes y trajes de chaqueta oscuros, mujeres con vestidos de diseño… pero los enormes sombreros ocultaban los perfiles, haciendo imposible identificar a la propietaria hasta que levantaba la cabeza.


–¿Dónde está la princesa Paula? –le preguntó a uno de los edecanes.


–¿La princesa? –el hombre, nervioso, miró hacia los asientos de primera fila y Pedro se dirigió hacia allí.


Todas las cabezas se volvieron, pero él no miraba ni a un lado ni a otro, concentrado en los asientos de primera fila. Azul pálido, limón, marfil, rosa, gris claro… miraba a cada mujer, buscando a Paula. Todos los vestidos eran elegantes, pero nada llamativos.


Gris, negro y… azul zafiro, con un naranja tan vívido que le recordaba el cielo de la isla durante una puesta de sol. 


Pedro se detuvo, con el corazón acelerado.


La había encontrado.


En lugar de un traje de chaqueta llevaba un vestido de manga corta que dejaba sus brazos al descubierto. Parecía un rayo de sol entre todos esos colores pastel. Cuando movió la cabeza, la mezcla del oro de su pelo, el azul y el naranja parecían atraer toda la luz. Llamaba la atención incluso por la espalda.


Pedro apresuró el paso. Llevaba el collar que le había regalado y se preguntó qué significaba que se lo hubiera puesto aquel día, en un evento que sería televisado para todo el mundo.


Los murmullos se convirtieron en voces y el edecán llegó a su lado. Estaba diciendo algo, seguramente que se fuera de allí, pero Pedro no le prestaba atención.


Paula hablaba con el hombre que estaba a su lado; un hombre de mentón cuadrado, ancha frente y rostro tan apuesto que no parecía real. O tal vez era el uniforme que llevaba: chaqueta blanca con galones de oro y doble botonadura y una banda de color índigo que hacía juego con sus ojos.


Pedro apretó los puños. ¿Era ese el hombre con el que, supuestamente, iba a casarse?


En lugar de repudiarlo, Paula estaba charlando con él. Y cuando puso una mano en su brazo, Pedro sintió una furia ciega.


–De verdad, señor, tiene que acompañarme. No puede estar aquí…


–Ahora no –lo interrumpió él, con un rugido que hizo recular al hombre. Todos se volvieron para mirarlo.


–¿Pedro? –exclamó Paula.


Atónita, miraba al hombre que bloqueaba el pasillo de la catedral como si no creyera lo que estaba viendo. A pesar del elegante traje de chaqueta, el perfecto corte de pelo y el rostro bien afeitado, había algo salvaje en él.


–¿Cómo has llegado hasta aquí? –le preguntó, intentando disimular su emoción.


Cyrill no habría invitado al padre de su hijo.


–¿Eso importa? –Pedro apartó a un par de edecanes que intentaban echarlo de la catedral. Tenía un aspecto tan imponente y peligroso como un felino enjaulado.


Paula sacudió la cabeza. No, no importaba. Lo único que importaba era que estaba allí.


–Ven –dijo él, ofreciéndole su mano.


–Pero tengo que quedarme para la ceremonia. Empezará en unos minutos…


–No he venido para la ceremonia. Estoy aquí por ti.


El tono de Pedro hacía que su pulso se acelerase. Ella valoraba su independencia, pero esa actitud tan posesiva despertaba un primitivo anhelo.


Tras ella, varias mujeres empezaron a abanicarse.


–Paula –intervino Alex– ¿quieres que me encargue de esto?


Antes de que ella pudiera responder, Pedro dio un paso adelante, tirando una silla vacía para detener al hombre uniformado que había aparecido como refuerzo.


–Paula puede hablar por sí misma, no te necesita a ti.


Nunca lo había visto tan amenazador. Sus ojos brillaban de furia.


Pedro, por favor.


–¿Quieres que me vaya? De eso nada, querida. No vas a librarte de mí tan fácilmente.


–No quiero librarme…


–Tenemos que hablar, Paula. Ahora.


–Después de la ceremonia –dijo ella, señalando la silla en el suelo–. Estoy segura de que podrías sentarte…


–Si crees que voy a dejarte con él –Pedro señaló a Alex– te equivocas. Sé que tú no quieres estar aquí. No dejes que te obliguen.


Alex se levantó entonces y Paula hizo lo propio, abriendo los brazos para separarlos.


–No hagáis tonterías. Y no provoquéis una escena, todo el mundo está mirando.


–¿Vas a venir conmigo? –el acento de Pedro era más marcado que nunca.


–No sé qué pretendes, pero…


De repente, estaba en los brazos de Pedro, aplastada contra su torso mientras las cámaras de televisión grababan el momento.


–Paula –la llamó Alex.


Estaba a punto de lanzarse sobre Pedro porque no sabía que lo único que deseaba era estar entre sus brazos.


–No pasa nada, estoy bien.


Sin decir una palabra más, Pedro tiró de ella para sacarla de la catedral.


Tal vez los paparazis tenían razón, había perdido la dignidad. En lugar de mostrarse ofendida por tan escandaloso comportamiento, estaba emocionada.


Debía importarle de verdad.


No se portaría de esa manera a menos que le importase.


–Podrías haberme llamado por teléfono.


–Lo tienes apagado –dijo él, entre dientes–. No me habías dicho que venías a Bengaria.


Paula levantó una mano para tocar su cara. Estaba ardiendo.


–Porque pensé que si te lo contaba me seguirías.


–Querías venir sola para ver a ese hombre con el que tu tío quiere que te cases.


–¿Lo sabes? –exclamó ella, sorprendida.


–¿Es por eso por lo que has venido? ¿Para comprometerte con ese niño bonito a quien le importa un bledo quién seas de verdad? ¿Un tipo al que le da igual que estés esperando el hijo de otro hombre?


Paula oyó murmullos de sorpresa a su alrededor, pero solo tenía ojos para Pedro. En su rostro no solo había enfado sino dolor, angustia y miedo.


Y le dolía en el alma verlo sufrir.


–No dejaré que lo hagas. No es hombre para ti, Paula.


–Lo sé –dijo ella.


–¿Lo sabes?


Nunca lo había visto tan angustiado. ¿Podría ser cierto? ¿Podría haber ocurrido el milagro?


–No estoy aquí para casarme con otro hombre –Paula puso las manos en su torso, sintiendo los salvajes latidos de su corazón–. Estoy aquí porque soy la princesa de Bengaria y acudir a la coronación es mi deber. Este es mi país, aunque no piense residir aquí de forma permanente.


–¿Dónde piensas vivir? –le preguntó Pedro.


–Brasil me parece un buen sitio.


–¿Entonces no vas a dejarme?


Ella negó con la cabeza y cuando Pedro suspiró, por primera vez vio su alma. Un alma llena de anhelo, dolor y determinación.


–Vas a casarte conmigo –era una afirmación, no una pregunta, pero Paula asintió con la cabeza.


–¿Por qué?


–Yo podría preguntarte lo mismo.


–¿Por qué quiero casarme contigo?


Aquel no era el mejor sitio para mantener esa conversación, pero nada, ni el protocolo ni un desastre natural podrían detenerla. Tenía que saberlo.


–Sí.


Pedro esbozó una sonrisa que transformó su rostro.


–Porque quiero pasar el resto de mi vida contigo –respondió, sus palabras una caricia invisible, su mirada oscura prometiendo un regalo mucho más precioso que cualquier título nobiliario–. Porque te quiero.


Paula intentó contener las lágrimas.


–Dilo otra vez.


Pedro levantó la cabeza y cuando habló sus palabras resonaron en toda la catedral.


–Te quiero, Paula, con todo mi corazón, con toda mi alma. Y quiero ser tu marido porque no hay ninguna mujer en el mundo más perfecta que tú.


¿La amaba?


Paula intentó contener un sollozo, que escapó de su garganta como un hipo de desesperada felicidad. Nunca en su vida había sentido algo así.


–Dime por qué quieres tú casarte conmigo –murmuró Pedro, mirando su abdomen.


Estaba pensando en su hijo, pero esa no era la razón.


–Porque yo también te quiero. Te amo con todo mi corazón y no podría casarme con otro hombre.


A su alrededor, los murmullos aumentaron de volumen. Incluso oyó algunos aplausos.


–Llevo tanto tiempo enamorada de ti –siguió, poniéndose de puntillas para hablarle al oído–. Parece que he despertado a la vida desde que estoy contigo.


–¿Quieres quedarte para la ceremonia ya que has venido hasta aquí? –le preguntó Pedro, con voz trémula.


–Prefiero estar con usted, senhor Alfonso. Llévame a casa.


La sonrisa de Pedro iluminaba toda la catedral. Dos mujeres suspiraron mientras pasaban a su lado por el pasillo.