martes, 16 de junio de 2015
LA PRINCESA: CAPITULO 26
La catedral era enorme e impresionante, pero Pedro no se fijaba en eso mientras recorría la alfombra roja, ignorando al edecán que intentaba frenéticamente llamar su atención.
El ambiente era de expectación y el aire olía a flores e incienso, la música barroca de órgano dándole pompa a la ocasión.
Pedro aminoró el paso y miró alrededor. Veía uniformes y trajes de chaqueta oscuros, mujeres con vestidos de diseño… pero los enormes sombreros ocultaban los perfiles, haciendo imposible identificar a la propietaria hasta que levantaba la cabeza.
–¿Dónde está la princesa Paula? –le preguntó a uno de los edecanes.
–¿La princesa? –el hombre, nervioso, miró hacia los asientos de primera fila y Pedro se dirigió hacia allí.
Todas las cabezas se volvieron, pero él no miraba ni a un lado ni a otro, concentrado en los asientos de primera fila. Azul pálido, limón, marfil, rosa, gris claro… miraba a cada mujer, buscando a Paula. Todos los vestidos eran elegantes, pero nada llamativos.
Gris, negro y… azul zafiro, con un naranja tan vívido que le recordaba el cielo de la isla durante una puesta de sol.
Pedro se detuvo, con el corazón acelerado.
La había encontrado.
En lugar de un traje de chaqueta llevaba un vestido de manga corta que dejaba sus brazos al descubierto. Parecía un rayo de sol entre todos esos colores pastel. Cuando movió la cabeza, la mezcla del oro de su pelo, el azul y el naranja parecían atraer toda la luz. Llamaba la atención incluso por la espalda.
Pedro apresuró el paso. Llevaba el collar que le había regalado y se preguntó qué significaba que se lo hubiera puesto aquel día, en un evento que sería televisado para todo el mundo.
Los murmullos se convirtieron en voces y el edecán llegó a su lado. Estaba diciendo algo, seguramente que se fuera de allí, pero Pedro no le prestaba atención.
Paula hablaba con el hombre que estaba a su lado; un hombre de mentón cuadrado, ancha frente y rostro tan apuesto que no parecía real. O tal vez era el uniforme que llevaba: chaqueta blanca con galones de oro y doble botonadura y una banda de color índigo que hacía juego con sus ojos.
Pedro apretó los puños. ¿Era ese el hombre con el que, supuestamente, iba a casarse?
En lugar de repudiarlo, Paula estaba charlando con él. Y cuando puso una mano en su brazo, Pedro sintió una furia ciega.
–De verdad, señor, tiene que acompañarme. No puede estar aquí…
–Ahora no –lo interrumpió él, con un rugido que hizo recular al hombre. Todos se volvieron para mirarlo.
–¿Pedro? –exclamó Paula.
Atónita, miraba al hombre que bloqueaba el pasillo de la catedral como si no creyera lo que estaba viendo. A pesar del elegante traje de chaqueta, el perfecto corte de pelo y el rostro bien afeitado, había algo salvaje en él.
–¿Cómo has llegado hasta aquí? –le preguntó, intentando disimular su emoción.
Cyrill no habría invitado al padre de su hijo.
–¿Eso importa? –Pedro apartó a un par de edecanes que intentaban echarlo de la catedral. Tenía un aspecto tan imponente y peligroso como un felino enjaulado.
Paula sacudió la cabeza. No, no importaba. Lo único que importaba era que estaba allí.
–Ven –dijo él, ofreciéndole su mano.
–Pero tengo que quedarme para la ceremonia. Empezará en unos minutos…
–No he venido para la ceremonia. Estoy aquí por ti.
El tono de Pedro hacía que su pulso se acelerase. Ella valoraba su independencia, pero esa actitud tan posesiva despertaba un primitivo anhelo.
Tras ella, varias mujeres empezaron a abanicarse.
–Paula –intervino Alex– ¿quieres que me encargue de esto?
Antes de que ella pudiera responder, Pedro dio un paso adelante, tirando una silla vacía para detener al hombre uniformado que había aparecido como refuerzo.
–Paula puede hablar por sí misma, no te necesita a ti.
Nunca lo había visto tan amenazador. Sus ojos brillaban de furia.
–Pedro, por favor.
–¿Quieres que me vaya? De eso nada, querida. No vas a librarte de mí tan fácilmente.
–No quiero librarme…
–Tenemos que hablar, Paula. Ahora.
–Después de la ceremonia –dijo ella, señalando la silla en el suelo–. Estoy segura de que podrías sentarte…
–Si crees que voy a dejarte con él –Pedro señaló a Alex– te equivocas. Sé que tú no quieres estar aquí. No dejes que te obliguen.
Alex se levantó entonces y Paula hizo lo propio, abriendo los brazos para separarlos.
–No hagáis tonterías. Y no provoquéis una escena, todo el mundo está mirando.
–¿Vas a venir conmigo? –el acento de Pedro era más marcado que nunca.
–No sé qué pretendes, pero…
De repente, estaba en los brazos de Pedro, aplastada contra su torso mientras las cámaras de televisión grababan el momento.
–Paula –la llamó Alex.
Estaba a punto de lanzarse sobre Pedro porque no sabía que lo único que deseaba era estar entre sus brazos.
–No pasa nada, estoy bien.
Sin decir una palabra más, Pedro tiró de ella para sacarla de la catedral.
Tal vez los paparazis tenían razón, había perdido la dignidad. En lugar de mostrarse ofendida por tan escandaloso comportamiento, estaba emocionada.
Debía importarle de verdad.
No se portaría de esa manera a menos que le importase.
–Podrías haberme llamado por teléfono.
–Lo tienes apagado –dijo él, entre dientes–. No me habías dicho que venías a Bengaria.
Paula levantó una mano para tocar su cara. Estaba ardiendo.
–Porque pensé que si te lo contaba me seguirías.
–Querías venir sola para ver a ese hombre con el que tu tío quiere que te cases.
–¿Lo sabes? –exclamó ella, sorprendida.
–¿Es por eso por lo que has venido? ¿Para comprometerte con ese niño bonito a quien le importa un bledo quién seas de verdad? ¿Un tipo al que le da igual que estés esperando el hijo de otro hombre?
Paula oyó murmullos de sorpresa a su alrededor, pero solo tenía ojos para Pedro. En su rostro no solo había enfado sino dolor, angustia y miedo.
Y le dolía en el alma verlo sufrir.
–No dejaré que lo hagas. No es hombre para ti, Paula.
–Lo sé –dijo ella.
–¿Lo sabes?
Nunca lo había visto tan angustiado. ¿Podría ser cierto? ¿Podría haber ocurrido el milagro?
–No estoy aquí para casarme con otro hombre –Paula puso las manos en su torso, sintiendo los salvajes latidos de su corazón–. Estoy aquí porque soy la princesa de Bengaria y acudir a la coronación es mi deber. Este es mi país, aunque no piense residir aquí de forma permanente.
–¿Dónde piensas vivir? –le preguntó Pedro.
–Brasil me parece un buen sitio.
–¿Entonces no vas a dejarme?
Ella negó con la cabeza y cuando Pedro suspiró, por primera vez vio su alma. Un alma llena de anhelo, dolor y determinación.
–Vas a casarte conmigo –era una afirmación, no una pregunta, pero Paula asintió con la cabeza.
–¿Por qué?
–Yo podría preguntarte lo mismo.
–¿Por qué quiero casarme contigo?
Aquel no era el mejor sitio para mantener esa conversación, pero nada, ni el protocolo ni un desastre natural podrían detenerla. Tenía que saberlo.
–Sí.
Pedro esbozó una sonrisa que transformó su rostro.
–Porque quiero pasar el resto de mi vida contigo –respondió, sus palabras una caricia invisible, su mirada oscura prometiendo un regalo mucho más precioso que cualquier título nobiliario–. Porque te quiero.
Paula intentó contener las lágrimas.
–Dilo otra vez.
Pedro levantó la cabeza y cuando habló sus palabras resonaron en toda la catedral.
–Te quiero, Paula, con todo mi corazón, con toda mi alma. Y quiero ser tu marido porque no hay ninguna mujer en el mundo más perfecta que tú.
¿La amaba?
Paula intentó contener un sollozo, que escapó de su garganta como un hipo de desesperada felicidad. Nunca en su vida había sentido algo así.
–Dime por qué quieres tú casarte conmigo –murmuró Pedro, mirando su abdomen.
Estaba pensando en su hijo, pero esa no era la razón.
–Porque yo también te quiero. Te amo con todo mi corazón y no podría casarme con otro hombre.
A su alrededor, los murmullos aumentaron de volumen. Incluso oyó algunos aplausos.
–Llevo tanto tiempo enamorada de ti –siguió, poniéndose de puntillas para hablarle al oído–. Parece que he despertado a la vida desde que estoy contigo.
–¿Quieres quedarte para la ceremonia ya que has venido hasta aquí? –le preguntó Pedro, con voz trémula.
–Prefiero estar con usted, senhor Alfonso. Llévame a casa.
La sonrisa de Pedro iluminaba toda la catedral. Dos mujeres suspiraron mientras pasaban a su lado por el pasillo.
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