martes, 16 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 26




La catedral era enorme e impresionante, pero Pedro no se fijaba en eso mientras recorría la alfombra roja, ignorando al edecán que intentaba frenéticamente llamar su atención.


El ambiente era de expectación y el aire olía a flores e incienso, la música barroca de órgano dándole pompa a la ocasión.


Pedro aminoró el paso y miró alrededor. Veía uniformes y trajes de chaqueta oscuros, mujeres con vestidos de diseño… pero los enormes sombreros ocultaban los perfiles, haciendo imposible identificar a la propietaria hasta que levantaba la cabeza.


–¿Dónde está la princesa Paula? –le preguntó a uno de los edecanes.


–¿La princesa? –el hombre, nervioso, miró hacia los asientos de primera fila y Pedro se dirigió hacia allí.


Todas las cabezas se volvieron, pero él no miraba ni a un lado ni a otro, concentrado en los asientos de primera fila. Azul pálido, limón, marfil, rosa, gris claro… miraba a cada mujer, buscando a Paula. Todos los vestidos eran elegantes, pero nada llamativos.


Gris, negro y… azul zafiro, con un naranja tan vívido que le recordaba el cielo de la isla durante una puesta de sol. 


Pedro se detuvo, con el corazón acelerado.


La había encontrado.


En lugar de un traje de chaqueta llevaba un vestido de manga corta que dejaba sus brazos al descubierto. Parecía un rayo de sol entre todos esos colores pastel. Cuando movió la cabeza, la mezcla del oro de su pelo, el azul y el naranja parecían atraer toda la luz. Llamaba la atención incluso por la espalda.


Pedro apresuró el paso. Llevaba el collar que le había regalado y se preguntó qué significaba que se lo hubiera puesto aquel día, en un evento que sería televisado para todo el mundo.


Los murmullos se convirtieron en voces y el edecán llegó a su lado. Estaba diciendo algo, seguramente que se fuera de allí, pero Pedro no le prestaba atención.


Paula hablaba con el hombre que estaba a su lado; un hombre de mentón cuadrado, ancha frente y rostro tan apuesto que no parecía real. O tal vez era el uniforme que llevaba: chaqueta blanca con galones de oro y doble botonadura y una banda de color índigo que hacía juego con sus ojos.


Pedro apretó los puños. ¿Era ese el hombre con el que, supuestamente, iba a casarse?


En lugar de repudiarlo, Paula estaba charlando con él. Y cuando puso una mano en su brazo, Pedro sintió una furia ciega.


–De verdad, señor, tiene que acompañarme. No puede estar aquí…


–Ahora no –lo interrumpió él, con un rugido que hizo recular al hombre. Todos se volvieron para mirarlo.


–¿Pedro? –exclamó Paula.


Atónita, miraba al hombre que bloqueaba el pasillo de la catedral como si no creyera lo que estaba viendo. A pesar del elegante traje de chaqueta, el perfecto corte de pelo y el rostro bien afeitado, había algo salvaje en él.


–¿Cómo has llegado hasta aquí? –le preguntó, intentando disimular su emoción.


Cyrill no habría invitado al padre de su hijo.


–¿Eso importa? –Pedro apartó a un par de edecanes que intentaban echarlo de la catedral. Tenía un aspecto tan imponente y peligroso como un felino enjaulado.


Paula sacudió la cabeza. No, no importaba. Lo único que importaba era que estaba allí.


–Ven –dijo él, ofreciéndole su mano.


–Pero tengo que quedarme para la ceremonia. Empezará en unos minutos…


–No he venido para la ceremonia. Estoy aquí por ti.


El tono de Pedro hacía que su pulso se acelerase. Ella valoraba su independencia, pero esa actitud tan posesiva despertaba un primitivo anhelo.


Tras ella, varias mujeres empezaron a abanicarse.


–Paula –intervino Alex– ¿quieres que me encargue de esto?


Antes de que ella pudiera responder, Pedro dio un paso adelante, tirando una silla vacía para detener al hombre uniformado que había aparecido como refuerzo.


–Paula puede hablar por sí misma, no te necesita a ti.


Nunca lo había visto tan amenazador. Sus ojos brillaban de furia.


Pedro, por favor.


–¿Quieres que me vaya? De eso nada, querida. No vas a librarte de mí tan fácilmente.


–No quiero librarme…


–Tenemos que hablar, Paula. Ahora.


–Después de la ceremonia –dijo ella, señalando la silla en el suelo–. Estoy segura de que podrías sentarte…


–Si crees que voy a dejarte con él –Pedro señaló a Alex– te equivocas. Sé que tú no quieres estar aquí. No dejes que te obliguen.


Alex se levantó entonces y Paula hizo lo propio, abriendo los brazos para separarlos.


–No hagáis tonterías. Y no provoquéis una escena, todo el mundo está mirando.


–¿Vas a venir conmigo? –el acento de Pedro era más marcado que nunca.


–No sé qué pretendes, pero…


De repente, estaba en los brazos de Pedro, aplastada contra su torso mientras las cámaras de televisión grababan el momento.


–Paula –la llamó Alex.


Estaba a punto de lanzarse sobre Pedro porque no sabía que lo único que deseaba era estar entre sus brazos.


–No pasa nada, estoy bien.


Sin decir una palabra más, Pedro tiró de ella para sacarla de la catedral.


Tal vez los paparazis tenían razón, había perdido la dignidad. En lugar de mostrarse ofendida por tan escandaloso comportamiento, estaba emocionada.


Debía importarle de verdad.


No se portaría de esa manera a menos que le importase.


–Podrías haberme llamado por teléfono.


–Lo tienes apagado –dijo él, entre dientes–. No me habías dicho que venías a Bengaria.


Paula levantó una mano para tocar su cara. Estaba ardiendo.


–Porque pensé que si te lo contaba me seguirías.


–Querías venir sola para ver a ese hombre con el que tu tío quiere que te cases.


–¿Lo sabes? –exclamó ella, sorprendida.


–¿Es por eso por lo que has venido? ¿Para comprometerte con ese niño bonito a quien le importa un bledo quién seas de verdad? ¿Un tipo al que le da igual que estés esperando el hijo de otro hombre?


Paula oyó murmullos de sorpresa a su alrededor, pero solo tenía ojos para Pedro. En su rostro no solo había enfado sino dolor, angustia y miedo.


Y le dolía en el alma verlo sufrir.


–No dejaré que lo hagas. No es hombre para ti, Paula.


–Lo sé –dijo ella.


–¿Lo sabes?


Nunca lo había visto tan angustiado. ¿Podría ser cierto? ¿Podría haber ocurrido el milagro?


–No estoy aquí para casarme con otro hombre –Paula puso las manos en su torso, sintiendo los salvajes latidos de su corazón–. Estoy aquí porque soy la princesa de Bengaria y acudir a la coronación es mi deber. Este es mi país, aunque no piense residir aquí de forma permanente.


–¿Dónde piensas vivir? –le preguntó Pedro.


–Brasil me parece un buen sitio.


–¿Entonces no vas a dejarme?


Ella negó con la cabeza y cuando Pedro suspiró, por primera vez vio su alma. Un alma llena de anhelo, dolor y determinación.


–Vas a casarte conmigo –era una afirmación, no una pregunta, pero Paula asintió con la cabeza.


–¿Por qué?


–Yo podría preguntarte lo mismo.


–¿Por qué quiero casarme contigo?


Aquel no era el mejor sitio para mantener esa conversación, pero nada, ni el protocolo ni un desastre natural podrían detenerla. Tenía que saberlo.


–Sí.


Pedro esbozó una sonrisa que transformó su rostro.


–Porque quiero pasar el resto de mi vida contigo –respondió, sus palabras una caricia invisible, su mirada oscura prometiendo un regalo mucho más precioso que cualquier título nobiliario–. Porque te quiero.


Paula intentó contener las lágrimas.


–Dilo otra vez.


Pedro levantó la cabeza y cuando habló sus palabras resonaron en toda la catedral.


–Te quiero, Paula, con todo mi corazón, con toda mi alma. Y quiero ser tu marido porque no hay ninguna mujer en el mundo más perfecta que tú.


¿La amaba?


Paula intentó contener un sollozo, que escapó de su garganta como un hipo de desesperada felicidad. Nunca en su vida había sentido algo así.


–Dime por qué quieres tú casarte conmigo –murmuró Pedro, mirando su abdomen.


Estaba pensando en su hijo, pero esa no era la razón.


–Porque yo también te quiero. Te amo con todo mi corazón y no podría casarme con otro hombre.


A su alrededor, los murmullos aumentaron de volumen. Incluso oyó algunos aplausos.


–Llevo tanto tiempo enamorada de ti –siguió, poniéndose de puntillas para hablarle al oído–. Parece que he despertado a la vida desde que estoy contigo.


–¿Quieres quedarte para la ceremonia ya que has venido hasta aquí? –le preguntó Pedro, con voz trémula.


–Prefiero estar con usted, senhor Alfonso. Llévame a casa.


La sonrisa de Pedro iluminaba toda la catedral. Dos mujeres suspiraron mientras pasaban a su lado por el pasillo.








lunes, 15 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 25



Esas dos semanas en el Caribe le habían parecido dos meses. O más que eso.


Pedro pulsó el botón del ático y se pasó una mano por el pelo, demasiado largo. Se tocó la barbilla, notando el roce de la barba, y supo que debería haberse afeitado en el avión. 


Pero había trabajado como un loco intentando organizarlo todo para poder volver a São Paulo lo antes posible.


Se afeitaría cuando llegase al apartamento.


Salvo que una vez que viese a Paula sus buenas intenciones se irían por la ventana. No podría controlarse.


La necesitaba de inmediato.


La necesitaba como nunca había necesitado a una mujer. 


Sus brazos estaban vacíos sin ella. Echaba de menos su sonrisa, su carácter, su generosidad, cómo le tomaba el pelo. Echaba de menos tenerla cerca, compartir las cosas pequeñas de cada día a las que nunca antes había dado importancia.


Las puertas del ascensor se abrieron y Pedro entró en el apartamento.


–¿Paula? –fue al dormitorio, pero no estaba allí, de modo que salió al pasillo–. ¿Paula?


–Senhor Alfonso –era Beatriz, secándose las manos en el delantal–. No esperaba que volviese hoy.


–He cambiado de planes. ¿Dónde está la princesa?


La mujer frunció el ceño.


–Se ha ido, senhor.


–¿Cómo que se ha ido? ¿Dónde?


–A Bengaria, para la coronación de su tío.


Pedro parpadeó, sorprendido. Había hablado con Paula todos los días, pero no le había dicho nada de sus planes.


¿Porque temía que la detuviese?


Esa era la única explicación.


La ultima noche, en la galería, mencionó el matrimonio y ella intentó hacerlo callar. ¿Porque había decidido dejarlo?


–¿Se encuentra bien, senhor Alfonso?


Pedro sacudió la cabeza, intentando disimular su angustia.


–Sí, estoy bien.


–¿Necesita algo?


–No, nada, Beatriz. No necesito nada.


Salvo a Paula. Era como si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies.


Sin fijarse en la mirada preocupada de Beatriz, volvió al dormitorio.


Quince minutos después se dejaba caer sobre la cama, con la cara entre las manos. Había intentado hablar con ella por teléfono, pero tenía el móvil apagado. Y no había ningún mensaje, ningún correo explicándole por qué estaba en Bengaria.


Nada salvo una carta arrugada de su tío en el cajón de la mesilla. Una carta exigiendo su presencia en la ceremonia de coronación. Una carta recordándole la importancia de su regreso a Bengaria para conocer al hombre con el que pretendía que se casase…


Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para llevar oxígeno a sus pulmones.


Lo había dejado para volver con su tío, el hombre al que detestaba.


Porque prefería casarse con un aristócrata antes que con él, un hombre sin familia ni árbol genealógico. Un hombre respetado solo por su enorme éxito profesional, un hombre que aún tenía las cicatrices de su pasado. En todos los sentidos.


Habría jurado que nada de eso importaba a Paula, pero si no era eso, ¿qué entonces?


A menos que, como él, tuviese dudas sobre su capacidad para ser un buen padre. Para darle amor a su hijo.


¿Cómo iba a dar algo que él no había tenido nunca?


El miedo encogía su estómago, despertando profundas dudas sobre sí mismo.


Algo rozó su rodilla entonces y cuando bajó la mirada vio al chucho de Paula con la cabeza apoyada en su pierna, mirándolo con ojos tristes.


–Tú también la echas de menos, ¿verdad, Max?


Curiosamente, le parecía normal hablar con el perro, que apoyó las patitas en el edredón, suspirando.


Si Paula no tuviese intención de volver se habría llevado a Max, pensó.


Y se agarró a esa esperanza con todas sus fuerzas.


–No te preocupes, volverá. Yo la traeré de vuelta como sea –murmuró, acariciando la cabeza del animal.


No quería preguntarse si lo decía para convencer a Max o para convencerse a sí mismo.






LA PRINCESA: CAPITULO 24





A Paula le dolían las mejillas de tanto sonreír. Desde que llegaron a la galería había estado aceptando felicitaciones por su trabajo y por el de los chicos de los que era mentora.
Silvio era estupendo con ellos, dejando que recibiesen parabienes sin permitir que se les subiera a la cabeza. Un solo éxito, les advertía, no hacía una carrera. Pero sí el trabajo y la aplicación.


Por primera vez en varias horas se encontró a solas con Pedro y cuando él apretó su mano su corazón se lanzó a un galope ya familiar. Las joyas que llevaba proclamaban que era suya… esa era una de las razones por las que había dudado en aceptarlas. Pedro era un hombre posesivo y ella se agarraba a su independencia con la tenacidad con que se agarraría a un salvavidas.


¿Pero qué sentido tenía disimular? No eran las joyas lo que la ataba a Pedro sino los sentimientos.


Había esperado que las exquisitas piezas fueran un símbolo de su relación, de lo que sentía por ella. Había esperado que sus sentimientos hubiesen madurado milagrosamente, que la atracción sexual se hubiera convertido en admiración, cariño y…


Paula apretó los labios.


–Ven, hay una fotografía que no has visto –tomando su mano, tiró de él hacia otra sala.


–¿Mi retrato?


Ella asintió con la cabeza, sabiendo que era un peligro revelar demasiado a aquel hombre tan perceptivo.


Cuando llegaron a la puerta de la sala los demás espectadores se apartaron al verlos, pero Paula no se dio cuenta. Sentía un escalofrío al mirar ese retrato. La fotógrafa en ella veía una composición de luz, foco y ángulos, la mujer veía a Pedro.


No el Pedro que veía el resto del mundo, el empresario de éxito, sino el hombre al que solo ella había descubierto. La ancha frente, la nariz pronunciada, el mentón marcado y las arruguitas alrededor de los ojos…


Pero era algo más. En la foto, estaba inclinado sobre un niño de pelo oscuro que jugaba con un viejo camión de madera.


Pedro se inclinaba sobre el niño con gesto protector y su expresión…


Paul tragó saliva. ¿Cómo podía haberse preguntado alguna vez si sería un buen padre? Estaba allí, en su rostro, en su intensa concentración, en el gesto de su mano protectora mientras ayudaba al niño a echar tierra en el volquete del camión.


Pedro sería un padre maravilloso, lo sabía en su corazón. 


Desde que estaba con él, las dudas sobre su capacidad de ser una buena madre habían desaparecido. Su ayuda y su confianza, su presencia, la habían ayudado a encontrar un propósito en la vida.


–Gracias por dejar que la exponga –dijo con voz ronca.


–Silvio y tú fuisteis tan insistentes. ¿Cómo iba a negarme?


–Yo…


–¡Qué sorpresa encontrarla aquí, Alteza!


Paula giró la cabeza, molesta por el énfasis en su título, y se le encogió el estómago al reconocer a la más notoria crítica de arte de su país, una mujer más famosa por su lengua venenosa que por su talento. Se habían conocido en una exposición y tenían diferentes opiniones sobre los méritos de un joven escultor.


Los fríos ojos pardos de la mujer le decían que no había olvidado o perdonado.


Pedro, ¿conoces a…?


–Nos conocemos, sí. ¿Como está, senhora Avila?


–Señor Alfonso –la sonrisa de la mujer hizo que Paula sintiera un escalofrío–. ¿Está admirando el trabajo de la princesa? –de nuevo, ponía énfasis en el título–. He oído que Silvio está encantado con su nueva protegida, que incluso está pensando tenerla como ayudante.


Paula esbozó una sonrisa. Si quería detalles tendría que preguntarle a Silvio y, sabiendo que Silvio la detestaba, no llegaría muy lejos.


–Por supuesto, algunos dirían que el estatus social no puede remplazar al talento, pero últimamente el arte entiende más de comercialización que de excelencia. Cualquier cosa nueva vende.


Su actitud empezó a generar dudas en Paula. Tal vez su tío estaba en lo cierto y ella no tenía nada que ofrecer.


Notó que Pedro apretaba su mano y se armó de valor. No iba a dejar que las dudas arruinasen su vida, ya no. Abrió la boca para responder, pero él se adelantó.


–Yo creo que solo hay que ver estas fotos para reconocer el auténtico talento. En cuanto al estatus social, no veo ninguna referencia en el catálogo al título de Paula. Sospecho que los que hablan de su estatus en realidad la envidian.


–Bueno… –la señora Avila dio un paso atrás, como si la hubiera abofeteado–. Debo decir, señor Alfonso, que esta fotografía lo pinta a una luz muy diferente. Parece muy cómodo en las favelas –la mujer miró la fotografía y luego a él, con un brillo malicioso en los ojos–. ¿Podría ser cierto eso que cuentan? Nadie parece seguro del todo.


Paula dio un paso adelante, como para protegerlo del veneno de la mujer, pero Pedro la tomó por los hombros.


–No veo por qué mi pasado podría interesar a alguien cuyo único interés es el arte –hablaba en voz baja, helada–. Es cierto que crecí en una favela. ¿Y qué? No fue un comienzo muy propicio, pero me enseñó mucho, se lo aseguro. Estoy orgulloso de lo que he hecho con mi vida, señora Avila. ¿Y usted? ¿Puede nombrar algo constructivo que haya hecho con la suya?


Sin decir nada, la mujer se dio la vuelta para mezclarse con el resto de la gente.


–No deberías haber hecho eso –dijo Paula–. Ahora se lo contará a todo el mundo.


–Me da igual. No me avergüenzo de quién soy –respondió él, mirándola a los ojos–. ¿Estás bien?


–Sí, claro –Paula se irguió, aún furiosa con la mujer que se había atrevido a insultarlo.


Porque lo amaba.


Lo había admitido, aunque solo fuese en su fuero interno. 


Había luchado contra esa verdad, pero reconocerla era un alivio. Se sentía más fuerte, como si pudiese con el mundo entero.


–Deberías haberme dejado responder a mí.


–Tienes razón, pero no puedes pedirme que me quede callado mientras una víbora hace desagradables comentarios sobre la mujer con la que pienso casarme.


–Aquí no, Pedro –le advirtió Paula. De repente, solo quería estar a solas con él.
Anhelaba la privacidad del ático… o su isla, lejos de todo–. Hablaremos en casa.


En su tono había un mundo de promesas. Había dicho públicamente que quería casarse con ella y tal vez no era por amor, pero la emocionaba.


Tardaron una hora más en poder marcharse; una hora de saludos, despedidas y comentarios sobre la exposición que deberían haber sido importantes para ella. Pero estaba inquieta, enfrentándose a sus verdaderos sentimientos por Pedro.


Lo quería para siempre, pero no sabía lo que sentía él. 


Había revelado públicamente que quería casarse con ella y, por primera vez, había hablado en público sobre su pasado gracias a la viperina crítica de arte. Un pasado que hasta entonces había guardado celosamente.


Por fin estaban en la limusina y Pedro hablaba por el móvil, pero Paula no podía permanecer quieta. Quería hablarle de sus sentimientos, ¿pero qué conseguiría con eso? Pedro no mantenía relaciones duraderas, solo quería casarse por su hijo.


Pero que se hubiera enfrentado con esa arpía debía significar algo.


¿Algo tan imposible como que la amase?


Esa idea la llenaba de esperanza.


Aunque no la amase, Paula decidió aceptar su proposición de matrimonio. Nunca conocería a un hombre mejor que Pedro o a uno que le importase más.


Quería pasar el resto de su vida con él.


Fue como si le hubieran quitado un peso de los hombros.


 Quería su amor y lucharía para conseguirlo, pero iría paso a paso. ¿Podría hacer que Pedro la amase con el tiempo?


Estaba tan perdida en sus pensamientos que apenas notó que Pedro había dejado de hablar por teléfono hasta que se dirigió a ella.


–Malas noticias, Paula. Un incendio en el resort del Caribe…


–Dios mío, ¿hay algún herido?


–Están comprobándolo ahora mismo, pero tengo que irme.


Paula sabía lo importante que era para él la seguridad en sus hoteles y el nuevo resort, que iba a inaugurarse en unas semanas, había centrado su atención durante meses.


–Claro que sí. Has invertido mucho tiempo y mucho esfuerzo en ese proyecto.


–Seguramente estaré fuera una o dos semanas. Puedes venir conmigo si quieres. No me gusta dejarte sola.


–Harás más cosas si no tienes que estar pendiente de mí. Y yo tengo trabajo. Silvio y los niños cuentan conmigo.


Además, tenía otras cosas que hacer. Había buscado mil excusas para alejarse de su país, pero sabía que debía enfrentarse con su pasado como Pedro se había enfrentado con el suyo.


Tenía que enfrentarse con su tío, con la corte de Bengaria y con la prensa. Quedarse en Brasil, fingir que no había coronación, era como esconderse, como si se sintiera avergonzada de quién era o lo que había hecho.


Si no se enfrentaba con todos ellos, ¿cómo iba a seguir adelante con la cabeza bien alta?


Estaba decidida a convertirse en la mujer que siempre había querido ser, no solo por ella misma sino por Pedro y su hijo. Y por Stefano también. Haría que se sintieran orgullosos.


Quería ser fuerte como Pedro. Su pasado era parte de ella, pero quería demostrar que no iba a acobardarse por ello. 


Tenía que ser más fuerte que nunca. Lo suficiente como para casarse con un hombre que nunca había dicho que la amaba y que tal vez no diría nunca esas palabras.


Paula tragó saliva, intentando ignorar el miedo.


Iría a la coronación, se enfrentaría con su pasado y reconciliaría las dos partes de su vida. Tal vez entonces sería la mujer a la que Pedro podría amar.


–Paula, ¿qué te ocurre? Tienes una expresión muy extraña.


Ella lo miró, intentando disimular su emoción.


–No te preocupes por mí. Ve al Caribe, yo estaré bien. Tengo muchas cosas que hacer.


Y tenía que hacerlas sola.







LA PRINCESA: CAPITULO 23





Estás preciosa –Pedro la miró de arriba abajo con un brillo de admiración en los ojos. Desde el pelo dorado a las sandalias de tacón de aguja, era la perfección hecha mujer.


Intentó buscar alguna señal del embarazo, pero después de varios meses seguía siendo esbelta. Aunque él estaba deseando que se le notase.


Se sentía posesivo, no quería compartirla con nadie. Quería conservarla a su lado, lejos de los hombres que babeaban cuando la veían.


–Gracias –Paula dio una vueltecita, su vestido multicolor revelando unas piernas torneadas, bronceadas y preciosas.


Pedro se excitó al pensar en las cosas que preferiría hacer esa noche.


Pero era la noche de Paula.


–Tengo algo para ti –dijo con voz ronca, sacando una caja de terciopelo del cajón de la mesilla.


Ella era obstinadamente independiente y no sabía cómo iba a reaccionar, de modo que no las tenía todas consigo.


¿Qué le pasaba? Había hecho regalos a otras mujeres, pero nunca habían significado nada. Aquel regalo, sin embargo, era importante. No solo lo había elegido personalmente sino que había hecho que lo diseñaran para ella.


Vio que Paula arqueaba las cejas al reconocer el logo de la caja. Era uno de los joyeros más importantes del mundo.


–No hay necesidad. No tienes que comprarme nada.


–Lo sé –Pedro sostuvo su mirada, pero por primera vez en muchas semanas no sabía lo que estaba pensando. ¿La conexión entre ellos habría sido un espejismo?, se preguntó–. Pero cuando lo vi, pensé en ti.


Era cierto. Y no hacía falta revelarle que había hablado con el diseñador sobre Paula y su estilo para que lo personalizase.


Por fin, ella tomó la caja y cuando abrió la tapa la oyó contener el aliento. Pero no decía nada.


¿Se habría equivocado?


Paula lo miró entonces con los ojos brillantes como un cielo de verano y Pedro se sintió más importante que nunca.


–Es precioso –murmuró. Le gustaría abrazarla, pero se dijo a sí mismo que debía esperar–. Nunca había visto nada parecido.


Eso era exactamente lo que él quería porque nunca había conocido a una mujer como ella.


–¿Te gusta entonces?


–¿Que si me gusta? Es fabuloso. ¿Cómo no iba a gustarme?


–Entonces, puedes ponértelo esta noche.


–¿Por qué, Pedro? ¿Por qué un regalo tan caro?


–Para celebrar tu primera exposición. El dinero no tiene importancia, tú sabes que puedo permitírmelo.


–No es mi exposición –a pesar de las dudas en sus ojos, Paula esbozó una sonrisa–. Esta noche se exponen las fotografías de los chicos.


–Según Silvio, esta exposición es posible gracias a tu trabajo. Y me ha dicho que tiene grandes planes para ti.


–Entonces es un regalo por mi trabajo con los chicos.


Pedro vaciló. Ella quería más, ¿pero qué podía decir? ¿Que verla contenta, con un propósito en la vida, lo hacía mas feliz que nunca?


¿Que quería conservar eso y conservarla a ella?


¿Que quería poner un anillo en su dedo?


–Has trabajado mucho y has logrado muchas cosas –dijo por fin–. Lo que haces por esos niños es maravilloso. Les enseñas un oficio, les das confianza. Estás abriendo un mundo nuevo para ellos.


–¿De verdad? –no parecía posible que los ojos de Paula brillasen aún más.


Pedro asintió con la cabeza, emocionado al ver cuánto significaban para ella sus palabras. Paula era tan activa, tan llena de energía, que a veces era fácil olvidar la carga de dudas con la que vivía.


–Como fotógrafa en ciernes, tienes que estar guapa en la exposición.


–Para hacer bien el papel, ¿no?


Pedro levantó su barbilla con un dedo.
–Mucho más que eso, Paula. Yo…


Tenía la abrumadora certeza de que esperaba que dijese algo profundo, algo sobre sus sentimientos.


Pero ese era un terreno muy peligroso. Paula se había convertido en una parte vital de su futuro. Su hijo y ella iluminaban su mundo como nunca había creído posible. Sin embargo, no podía decirlo en voz alta. No era capaz de hacerlo.


–Estoy orgulloso de ti. Eres una mujer muy especial y será un honor para mí que te pongas mi regalo esta noche.


Había un brillo de desilusión en sus ojos mientras asentía con la cabeza, pero Pedro se dijo a sí mismo que todo estaba bien.


–Gracias –dijo por fin.


Pedro sacó el collar, mirando las brillantes piedras de color naranja a la luz de la lámpara.


–Me recuerdan a ti –murmuró–. Brillantes, exuberantes, pero con una innata integridad.


Paula no miraba el collar sino a él.


–¿De verdad?


–Desde luego que sí –Pedro le puso el collar y la empujó suavemente hacia el espejo–. Son puro verano, como tú.


–¿Qué clase de gemas son?


–Topacios imperiales, de unas minas de Brasil.


Era una joya moderna, los topacios mezclados con diamantes en un engaste asimétrico. Era sexy y muy femenino. Como ella.


–Eres la mujer más bella que he conocido nunca.


Al menos, podía admitir eso.


Paula abrió la boca para protestar, pero Pedro puso un dedo sobre sus labios.


–Ponte los pendientes.


En silencio, ella lo hizo.


–Y la pulsera.


Pedro la apretó contra su pecho, mirando el reflejo de los dos en el espejo.


–¿Te gustan? ¿Estás contenta?


Paula asintió con la cabeza y él se dijo a sí mismo que era suficiente. Había hecho bien al no darle el anillo, pero se negaba a esperar mucho más para hacerla suya.