lunes, 15 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 24





A Paula le dolían las mejillas de tanto sonreír. Desde que llegaron a la galería había estado aceptando felicitaciones por su trabajo y por el de los chicos de los que era mentora.
Silvio era estupendo con ellos, dejando que recibiesen parabienes sin permitir que se les subiera a la cabeza. Un solo éxito, les advertía, no hacía una carrera. Pero sí el trabajo y la aplicación.


Por primera vez en varias horas se encontró a solas con Pedro y cuando él apretó su mano su corazón se lanzó a un galope ya familiar. Las joyas que llevaba proclamaban que era suya… esa era una de las razones por las que había dudado en aceptarlas. Pedro era un hombre posesivo y ella se agarraba a su independencia con la tenacidad con que se agarraría a un salvavidas.


¿Pero qué sentido tenía disimular? No eran las joyas lo que la ataba a Pedro sino los sentimientos.


Había esperado que las exquisitas piezas fueran un símbolo de su relación, de lo que sentía por ella. Había esperado que sus sentimientos hubiesen madurado milagrosamente, que la atracción sexual se hubiera convertido en admiración, cariño y…


Paula apretó los labios.


–Ven, hay una fotografía que no has visto –tomando su mano, tiró de él hacia otra sala.


–¿Mi retrato?


Ella asintió con la cabeza, sabiendo que era un peligro revelar demasiado a aquel hombre tan perceptivo.


Cuando llegaron a la puerta de la sala los demás espectadores se apartaron al verlos, pero Paula no se dio cuenta. Sentía un escalofrío al mirar ese retrato. La fotógrafa en ella veía una composición de luz, foco y ángulos, la mujer veía a Pedro.


No el Pedro que veía el resto del mundo, el empresario de éxito, sino el hombre al que solo ella había descubierto. La ancha frente, la nariz pronunciada, el mentón marcado y las arruguitas alrededor de los ojos…


Pero era algo más. En la foto, estaba inclinado sobre un niño de pelo oscuro que jugaba con un viejo camión de madera.


Pedro se inclinaba sobre el niño con gesto protector y su expresión…


Paul tragó saliva. ¿Cómo podía haberse preguntado alguna vez si sería un buen padre? Estaba allí, en su rostro, en su intensa concentración, en el gesto de su mano protectora mientras ayudaba al niño a echar tierra en el volquete del camión.


Pedro sería un padre maravilloso, lo sabía en su corazón. 


Desde que estaba con él, las dudas sobre su capacidad de ser una buena madre habían desaparecido. Su ayuda y su confianza, su presencia, la habían ayudado a encontrar un propósito en la vida.


–Gracias por dejar que la exponga –dijo con voz ronca.


–Silvio y tú fuisteis tan insistentes. ¿Cómo iba a negarme?


–Yo…


–¡Qué sorpresa encontrarla aquí, Alteza!


Paula giró la cabeza, molesta por el énfasis en su título, y se le encogió el estómago al reconocer a la más notoria crítica de arte de su país, una mujer más famosa por su lengua venenosa que por su talento. Se habían conocido en una exposición y tenían diferentes opiniones sobre los méritos de un joven escultor.


Los fríos ojos pardos de la mujer le decían que no había olvidado o perdonado.


Pedro, ¿conoces a…?


–Nos conocemos, sí. ¿Como está, senhora Avila?


–Señor Alfonso –la sonrisa de la mujer hizo que Paula sintiera un escalofrío–. ¿Está admirando el trabajo de la princesa? –de nuevo, ponía énfasis en el título–. He oído que Silvio está encantado con su nueva protegida, que incluso está pensando tenerla como ayudante.


Paula esbozó una sonrisa. Si quería detalles tendría que preguntarle a Silvio y, sabiendo que Silvio la detestaba, no llegaría muy lejos.


–Por supuesto, algunos dirían que el estatus social no puede remplazar al talento, pero últimamente el arte entiende más de comercialización que de excelencia. Cualquier cosa nueva vende.


Su actitud empezó a generar dudas en Paula. Tal vez su tío estaba en lo cierto y ella no tenía nada que ofrecer.


Notó que Pedro apretaba su mano y se armó de valor. No iba a dejar que las dudas arruinasen su vida, ya no. Abrió la boca para responder, pero él se adelantó.


–Yo creo que solo hay que ver estas fotos para reconocer el auténtico talento. En cuanto al estatus social, no veo ninguna referencia en el catálogo al título de Paula. Sospecho que los que hablan de su estatus en realidad la envidian.


–Bueno… –la señora Avila dio un paso atrás, como si la hubiera abofeteado–. Debo decir, señor Alfonso, que esta fotografía lo pinta a una luz muy diferente. Parece muy cómodo en las favelas –la mujer miró la fotografía y luego a él, con un brillo malicioso en los ojos–. ¿Podría ser cierto eso que cuentan? Nadie parece seguro del todo.


Paula dio un paso adelante, como para protegerlo del veneno de la mujer, pero Pedro la tomó por los hombros.


–No veo por qué mi pasado podría interesar a alguien cuyo único interés es el arte –hablaba en voz baja, helada–. Es cierto que crecí en una favela. ¿Y qué? No fue un comienzo muy propicio, pero me enseñó mucho, se lo aseguro. Estoy orgulloso de lo que he hecho con mi vida, señora Avila. ¿Y usted? ¿Puede nombrar algo constructivo que haya hecho con la suya?


Sin decir nada, la mujer se dio la vuelta para mezclarse con el resto de la gente.


–No deberías haber hecho eso –dijo Paula–. Ahora se lo contará a todo el mundo.


–Me da igual. No me avergüenzo de quién soy –respondió él, mirándola a los ojos–. ¿Estás bien?


–Sí, claro –Paula se irguió, aún furiosa con la mujer que se había atrevido a insultarlo.


Porque lo amaba.


Lo había admitido, aunque solo fuese en su fuero interno. 


Había luchado contra esa verdad, pero reconocerla era un alivio. Se sentía más fuerte, como si pudiese con el mundo entero.


–Deberías haberme dejado responder a mí.


–Tienes razón, pero no puedes pedirme que me quede callado mientras una víbora hace desagradables comentarios sobre la mujer con la que pienso casarme.


–Aquí no, Pedro –le advirtió Paula. De repente, solo quería estar a solas con él.
Anhelaba la privacidad del ático… o su isla, lejos de todo–. Hablaremos en casa.


En su tono había un mundo de promesas. Había dicho públicamente que quería casarse con ella y tal vez no era por amor, pero la emocionaba.


Tardaron una hora más en poder marcharse; una hora de saludos, despedidas y comentarios sobre la exposición que deberían haber sido importantes para ella. Pero estaba inquieta, enfrentándose a sus verdaderos sentimientos por Pedro.


Lo quería para siempre, pero no sabía lo que sentía él. 


Había revelado públicamente que quería casarse con ella y, por primera vez, había hablado en público sobre su pasado gracias a la viperina crítica de arte. Un pasado que hasta entonces había guardado celosamente.


Por fin estaban en la limusina y Pedro hablaba por el móvil, pero Paula no podía permanecer quieta. Quería hablarle de sus sentimientos, ¿pero qué conseguiría con eso? Pedro no mantenía relaciones duraderas, solo quería casarse por su hijo.


Pero que se hubiera enfrentado con esa arpía debía significar algo.


¿Algo tan imposible como que la amase?


Esa idea la llenaba de esperanza.


Aunque no la amase, Paula decidió aceptar su proposición de matrimonio. Nunca conocería a un hombre mejor que Pedro o a uno que le importase más.


Quería pasar el resto de su vida con él.


Fue como si le hubieran quitado un peso de los hombros.


 Quería su amor y lucharía para conseguirlo, pero iría paso a paso. ¿Podría hacer que Pedro la amase con el tiempo?


Estaba tan perdida en sus pensamientos que apenas notó que Pedro había dejado de hablar por teléfono hasta que se dirigió a ella.


–Malas noticias, Paula. Un incendio en el resort del Caribe…


–Dios mío, ¿hay algún herido?


–Están comprobándolo ahora mismo, pero tengo que irme.


Paula sabía lo importante que era para él la seguridad en sus hoteles y el nuevo resort, que iba a inaugurarse en unas semanas, había centrado su atención durante meses.


–Claro que sí. Has invertido mucho tiempo y mucho esfuerzo en ese proyecto.


–Seguramente estaré fuera una o dos semanas. Puedes venir conmigo si quieres. No me gusta dejarte sola.


–Harás más cosas si no tienes que estar pendiente de mí. Y yo tengo trabajo. Silvio y los niños cuentan conmigo.


Además, tenía otras cosas que hacer. Había buscado mil excusas para alejarse de su país, pero sabía que debía enfrentarse con su pasado como Pedro se había enfrentado con el suyo.


Tenía que enfrentarse con su tío, con la corte de Bengaria y con la prensa. Quedarse en Brasil, fingir que no había coronación, era como esconderse, como si se sintiera avergonzada de quién era o lo que había hecho.


Si no se enfrentaba con todos ellos, ¿cómo iba a seguir adelante con la cabeza bien alta?


Estaba decidida a convertirse en la mujer que siempre había querido ser, no solo por ella misma sino por Pedro y su hijo. Y por Stefano también. Haría que se sintieran orgullosos.


Quería ser fuerte como Pedro. Su pasado era parte de ella, pero quería demostrar que no iba a acobardarse por ello. 


Tenía que ser más fuerte que nunca. Lo suficiente como para casarse con un hombre que nunca había dicho que la amaba y que tal vez no diría nunca esas palabras.


Paula tragó saliva, intentando ignorar el miedo.


Iría a la coronación, se enfrentaría con su pasado y reconciliaría las dos partes de su vida. Tal vez entonces sería la mujer a la que Pedro podría amar.


–Paula, ¿qué te ocurre? Tienes una expresión muy extraña.


Ella lo miró, intentando disimular su emoción.


–No te preocupes por mí. Ve al Caribe, yo estaré bien. Tengo muchas cosas que hacer.


Y tenía que hacerlas sola.







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