jueves, 11 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 11




Paula salió de la casa unos minutos después de que la ginecóloga se hubiera ido. Sin duda, Pedro estaría hablando con ella en ese momento, recibiendo confirmación del embarazo.


Apresuró el paso y se quitó las sandalias cuando llegó a la playa. Le gustaría correr por la arena hasta quedar sin aliento, nadar hasta que estuviera lejos de la mansión, llena de empleados, escalar por las rocas que había al otro lado de la playa…


Cualquier cosa para volver a sentirse libre, aunque solo fuera durante unos minutos.


Paula suspiró. Debía ser más juiciosa a partir de aquel momento. Podía correr, por supuesto, pero el guardaespaldas que iba tras ella pensaría que alguien la amenazaba. Si le explicaba por qué corría, se sentiría obligado a correr a su lado, arruinando así la diversión.


Miró hacia atrás y allí estaba, una figura enorme intentando, sin éxito, mezclarse con los arbustos.


¡Incluso en Bengaria había tenido más libertad!


Paula se metió en el agua hasta las pantorrillas, dejando que las olas acariciasen sus piernas. Respiraba profundamente, intentando concentrarse en su pulso.


Hacía años que no practicaba las técnicas que había usado en las competiciones de gimnasia, pero si alguna vez había necesitado estar tranquila era en aquel momento.
Iba a ser madre.


La alegría se mezclaba con el miedo. A pesar de las circunstancias, no lamentaba estar esperando un hijo. 


¿Tendría lo que hacía falta para criarlo y cuidar de él como merecía? ¿Sabría ser una buena madre?


No tenía a nadie a quien pedir ayuda, nadie en quien confiar. 


Solo a Pedro, un extraño que veía el niño como una responsabilidad.


Pensó entonces en aquellos que podrían tener algo que decir sobre el futuro de su hijo: sus parientes. Paula sintió un escalofrío. Pasara lo que pasara, mantendría a su hijo a salvo de sus parientes y de los consejeros de la corte de Bengaria, que obedecían las órdenes de su tío.


Y sus amigos…Paula se mordió los labios. Había dejado de buscar amigos en Bengaria mucho tiempo atrás, cuando los pocos que tenía fueran expulsados de palacio por ser personas normales con las que no debía mezclarse una princesa.


De modo que estaba sola. Siempre había estado sola, incluso cuando Stefano vivía porque él tenía sus propios problemas. En realidad, había tenido suerte. Su labor consistía en servir de escaparate, ya que no estaba en la línea de sucesión. El pobre Stefano, heredero al trono, había tenido que soportar las expectativas de todos.


–Paula.


Ella se dio la vuelta y vio a Pedro en la orilla. Con un pantalón de lino y una camisa blanca tenía un aspecto tan sexy.


El corazón empezó a golpear sus costillas, dejándola sin oxígeno.


–Tenemos que hablar.


–No pierdes el tiempo, ¿eh?


–¿Qué quieres decir?


–¿Te importaría dejarme sola unos minutos? Sé que acabas de hablar con la ginecóloga.


–No voy a hacerte daño.


Paula contuvo el aliento.


–No te tengo miedo.


¿Cómo se atrevía a pensar eso? Ella, que jamás había temido a nada.


–¿No?


–No, en absoluto –enfrentarse con un brasileño sexy y seguro de sí mismo no era nada comparado con los egos con los que había tenido que lidiar.


Pedro se metió en el agua y se detuvo a medio metro de ella, su aroma mezclándose con el olor del mar.


–¿Cómo te encuentras?


–Bien.


Era cierto. Había tenido náuseas por la mañana, pero el té y las galletas saladas habían asentado su estómago.


–Entonces tenemos que hablar –insistió Pedro, su intenso escrutinio haciendo que se le erizase el vello de la nuca.


–¿De qué quieres hablar? ¿Del bebé? –le preguntó, con voz ronca–. ¿La ginecóloga te ha contado algo que no me haya contado a mí?


Pedro la tomó del brazo.


–No te preocupes, no pasa nada.


Paula puso una mano en su torso porque necesitaba apoyarse en algo.


–¿Entonces qué quieres decirme?


–La prensa. Se ha filtrado la noticia de que estás embarazada.


–¿Qué?


–No ha sido uno de mis empleados. A nadie se le ocurriría contarle a la prensa algo que tuviese que ver conmigo.


–¿Cómo puedes estar tan seguro? La gente es capaz de todo por dinero.


Él negó con la cabeza.


–Mi gente no me traicionaría. Ha sido alguien del hotel en Perú, alguien de la cocina. Me oyó pedir algo para contener las náuseas y debió sumar dos y dos.


–¿Tú fuiste a la cocina para pedir algo contra las náuseas?


Eso la sorprendió, pero desde que supo la noticia del embarazo estaba empeñado en cuidar de ella.


–Era una empleada nueva y ha sido despedida. No volverá a trabajar en ninguno de mis hoteles –su tono airado hizo que casi sintiera pena por la persona que había pensado beneficiarse pasándole información a la prensa.


–Pensé que tendría más tiempo antes de hacerlo público –Paula intentaba fingir una despreocupación que no sentía porque una vez que se diera la noticia…


–Por el momento, es un rumor sin confirmar. No pueden demostrar nada.


Ella asintió con la cabeza.


–Y he pasado por cosas peores.


A los quince años, alguien del equipo de gimnasia había filtrado que tomaba la píldora y había salido publicado en la prensa, junto con fotos de ella en una fiesta.


A nadie le había interesado que tomase la píldora por prescripción médica, para ayudarla a soportar las dolorosas reglas que interferían con su entrenamiento, o que acudiese a las fiestas exclusivamente como acompañante. Todo había sido retorcido por los periodistas; las miradas inocentes en las fotos se convertían en miradas lascivas. La retrataban como una chica de vida alegre, incontrolable y sin principios morales.


Una vez catalogada por los paparazis no hubo forma de cambiar la opinión de la gente y los servicios de protocolo de palacio no habían hecho nada. Solo años después había empezado a sospechar que lo hacían a propósito, una lección brutal para que obedeciese a su tío. Por fin, después de años luchando contra los paparazis, Paula había decidido rendirse y obtenía un placer perverso en vivir según las expectativas de los demás.


–Al menos aquí no tendré que preocuparme de la prensa –murmuró, intentando sonreír–. Gracias, Pedro. Parece que al final tenías razón. Si me hubiese alojado en un hotel ahora mismo estaría rodeada de paparazis.


–En estas circunstancias, preferiría no haber tenido razón.


Parecía sincero y era tan tentador dejar que alguien cuidase de ella. Pero no podía acostumbrarse.


Caminaron uno al lado del otro y acababan de llegar al jardín cuando una empleada salió de la casa para hablar con Pedro en portugués.


–¿Qué ocurre? –le preguntó, al ver que fruncía el ceño.


–Un mensaje para ti. Has recibido una llamada y volverán a llamar en quince minutos.


–¿Quién era? –preguntó Paula, con el estómago encogido. Porque sabía muy quién había llamado.


Y las palabras de Pedro confirmaron sus miedos:
–El rey de Bengaria.







LA PRINCESA: CAPITULO 10





Paula se volvió para mirarlo cuando las aspas del helicóptero dejaron de moverse.


–Dijiste que iríamos a Lima –le espetó, furiosa.


–Dije que te llevaría a la ciudad y São Paulo no está demasiado lejos.


–Así que me has mentido –Paula estaba haciendo un puchero encantador y él tuvo que hacer un esfuerzo para no tomarla entre sus brazos y besarla hasta que suspirase su nombre.


–Lo importante es hacer una prueba que confirme el embarazo –insistió Pedro. Habían pasado veinticuatro horas y seguía sintiendo una emoción desconocida al pensar en la vida que habían creado.


–Pero no estamos en São Paulo.


–Un médico vendrá a verte. Esta es mi residencia privada.


Paula miró la ultramoderna mansión frente a una playa de arena blanca y aguas transparentes.


–Aquí estaremos tranquilos, la isla entera es de mi propiedad.


–¿Crees que eso va a impresionarme? Yo no tengo interés en tu isla privada –Paula apretó los labios y Pedro esbozó una sonrisa.


La había deseado desde que la vio y una noche en la cama solo había servido para aumentar su deseo. Quería poseerla por completo; su energía, su risa, su generosa sexualidad y esa sensación de estar compartiendo un regalo raro, exquisito.


Incluso discutir con ella era más estimulante que firmar un contrato de mil millones de dólares.


Ese pensamiento lo turbó. Normalmente le resultaba fácil pasar de una mujer a otra. Claro que nunca antes había estado esperando un hijo. Debía ser por eso por lo que no era capaz de apartarla de sus pensamientos.


–Muchas mujeres darían lo que fuera por estar aquí.


–Yo no soy una de esas mujeres.


El desdén que había en su mirada lo hizo sentir inferior por primera vez en mucho tiempo.


Pero él era Pedro Alfonso, un hombre hecho a sí mismo, un empresario de éxito que no se inclinaba ante nadie. Había borrado las cicatrices de su infancia con la cura más convincente de todas: el éxito.


«Inferioridad» era una palabra que había borrado de su diccionario personal muchos años atrás.


–¿No te impresiona, Alteza?


Ella lo fulminó con la mirada. ¿Porque la había llamado Alteza o porque lo había dicho con los dientes apretados?


–No se trata de sentirse impresionada –dijo ella, con frialdad–. Sencillamente, no me gusta que me mientan.


Pedro se quitó el cinturón de seguridad, impaciente.


–No era mentira, suelo ir a la ciudad desde aquí. Además, pensé que te gustaría más un sitio privado que una clínica o que un ginecólogo te visitara en el hotel –Pedro miró sus ojos azules–. Menos posibilidades de que los paparazis se enteren de la historia, ya que mis empleados son absolutamente discretos.


Paula respiraba agitadamente. Ah, ya no se mostraba tan superior. No quería que la noticia se hiciera pública.


–Gracias –dijo entonces, sorprendiéndolo–. No había pensado en ello –tardaba en quitarse el cinturón de seguridad y Pedro vio que le temblaban las manos. Le habría gustado hacerlo por ella, pero su expresión le advertía que era mejor no tocarla.


Por fin, se levantó del asiento.


–Pero no vuelvas a mentirme. No me gusta que me engañen ni que tomen decisiones por mí.


Pedro estuvo a punto de decir algo, pero se contuvo porque tenía razón.


–Muy bien. En el futuro te consultaré todas mis decisiones.


Ella arqueó una perfecta ceja.


–En el futuro –lo corrigió, con voz de acero– yo tomaré las decisiones que me conciernan a mí.


Saltó del helicóptero y se alejó sin esperar para ver si la seguía.


Caminaba como una princesa, con la cabeza alta, el paso firme. Con la absoluta confianza de que el mundo se aprestaría a cumplir sus expectativas.


Pedro se decía a sí mismo que era una niña malcriada, pero no podía dejar de admirarla. Él no estaba acostumbrado a que nadie cuestionara sus decisiones.


Que le hubiera dado las gracias lo había sorprendido, pero la insistencia en tomar sus propias decisiones era algo que entendía muy bien.


Observó el pantalón de lino abrazando el perfecto trasero con cada paso, cómo el pelo caía por su espalda como una cortina de oro…


En el futuro, tendría que convencer de sus decisiones a la princesa Paula de Bengaria antes de ponerlas en acción.


Pedro esbozó una sonrisa mientras bajaba del helicóptero. Convencer a Paula presentaba todo tipo de interesantes posibilidades.









LA PRINCESA: CAPITULO 9




Paula no pudo evitar una carcajada.


–¿Casarnos? –repitió, sacudiendo la cabeza–. Lo dirás de broma. Ni siquiera nos conocemos.


Su expresión le decía que no apreciaba el tono burlón. O tal vez notaba el pánico que había tras la risa.


Tampoco a ella le gustaba. Su miedo era palpable.


–Nos conocemos lo suficiente como para haber creado juntos una vida –su voz ronca hizo que Paula dejase de reír.


–Eso no significa conocer a alguien. Solo fue sexo.


Pedro se encogió de hombros, esos hombros a los que se había agarrado durante esa noche, clavando las uñas en su carne en los momentos de éxtasis.


Hasta que Pedro dejó claro que no quería saber nada de ella.


–Parece que has cambiado de opinión.


¿Notaría el dolor en su voz? Le daba igual, solo sabía que debía cortar aquella locura de raíz.


–Eso fue antes de saber que esperabas un hijo, Alteza.


Paula se puso tensa.


–Puede que no haya ningún hijo. No estaré segura hasta que me haga otra prueba.


Pedro la miró, inclinando a un lado la cabeza, como examinando un curioso espécimen.


–¿La idea de tener un hijo es tan horrible para ti?


–No –Paula se llevó una mano al abdomen–. Pero necesito estar segura del todo.


–Y cuando estés segura del todo nos casaremos.


Ella parpadeó. ¿Por qué hablar con Pedro Alfonso era como intentar atravesar una roca de granito?


–Estamos en el siglo xxi. No hace falta casarse para tener hijos.


Él se cruzó de brazos, el gesto acentuando los fuertes bíceps. Con ropa deportiva era impresionante, pero el traje de chaqueta le daba más autoridad. Si eso era posible.
Si no respondiese de forma tan visceral, tan femenina. Pero no podía dejarse distraer por su rampante masculinidad.


–Ya sé que no hace falta casarse, pero estamos hablando de nosotros y de nuestro hijo.


«Nuestro hijo».


Las palabras se repetían en su cabeza, haciéndola temblar. 


Haciendo que la posibilidad del embarazo fuese abruptamente real.


De repente, tuvo que agarrarse al respaldo del sofá porque el mundo empezó a dar vueltas.


Pedro la tomó del brazo.


–Tienes que sentarte.


Paula estuvo a punto de decir que lo que necesitaba era estar sola, pero se le doblaban las piernas. Tal vez debería descansar un momento. No quería hacer nada que pusiera en peligro al bebé.


Aceptó su ayuda para sentarse en el sofá con un hilo de esperanza. Y eso demostraba lo ingenua que era. Aquella situación no tendría un final feliz.


El embarazo ya no le parecía una posibilidad sino algo real, tal vez porque Pedro la trataba como si fuera a romperse.
Debía aprender a ser una buena madre cuando lo único que se le había dado bien en la vida eran los deportes y provocar escándalos.


Paula tuvo que contener un gemido, imaginando el furor en la corte de Bengaria, los ultimátum y las maquinaciones para solucionar el asunto, la condena de su tío, de la prensa, de la gente.


En el pasado siempre había fingido que no le importaban los humillantes comentarios…


–Voy a llamar al médico –Pedro se puso en cuclillas, apretando su mano.


–No hace falta –dijo ella. Tenía que calmarse. Más que nunca tenía que encontrar la manera de seguir adelante, no solo por su hijo sino por ella misma.


–Necesitas que alguien cuide de ti –insistió Pedro.


–¿Y tú has decidido hacer ese papel? –replicó ella, burlona.


Por primera vez desde que entró en la suite, parecía incómodo.


–Ese hijo es mi responsabilidad –hablaba con tanta solemnidad que Paula lo miró, sorprendida.


–Siento decepcionarte, pero yo no necesito un protector. Sé cuidar de mí misma.


Había aprendido a ser independiente a los seis años, cuando su madre murió. Solo tenía vagos recuerdos de ella, de sus abrazos, sus sonrisas, de los cuentos que le contaba por la noche. No la recordaba bien, pero tenía la certeza de que había sido maravillosa.


–A juzgar por lo que la prensa dice de ti, ya veo lo bien que lo has hecho –replicó él, hiriente.


Paula levantó la barbilla, furiosa.


–No deberías creer todo lo que lees en la prensa.


Pero todo el mundo lo creía y, por fin, Paula había decidido no dar más explicaciones. En lugar de eso, se había dedicado a vivir sin pensar en las convenciones y, a veces, ni siquiera en su propia seguridad.


Pero si estaba embarazada…


–¿Debería otorgarte el beneficio de la duda?


–Me da igual lo que pienses de mí.


Eso siempre le había funcionado en el pasado, pero con Pedro las cosas eran más complicadas.


–Ya lo veo, pero también veo que no te encuentras bien. Esta noticia ha sido una sorpresa para ti.


–¿No lo ha sido para ti? ¿Cuántos hijos has ido dejando por el mundo? –Paula intentaba mostrarse despreocupada, pero no lo logró. Absurdamente, pensar en él con otras mujeres la ponía enferma.


–Ninguno –respondió Pedro–. Y me gustaría proponer un experimento.


–¿Un experimento?


–Deja que te lleve a la ciudad para hacer una segunda prueba. Si el resultado es positivo, hablaremos del futuro.


¿Qué podía perder? Solo había propuesto lo que ella ya había decidido y, como propietario del resort, podría llevarla a Lima sin tener que esperar un vuelo regular.


–¿Sin compromisos?


–Sin compromisos.


Las dudas luchaban contra la precaución y contra el deseo de apoyarse en alguien. Si era una trampa, descubriría que se había equivocado de mujer.


–Muy bien, de acuerdo –Paula le ofreció su mano para dejar claro que aquello era un trato, no un favor, y sonrió al ver su gesto de sorpresa.


Pero el cosquilleo que sintió cuando Pedro tomó su mano hizo que la sonrisa desapareciese de sus labios.








miércoles, 10 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 8





Frente a la ventana, Paula se abrazó a sí misma mientras miraba las cimas cubiertas de nieve blanca que el último sol de la tarde convertía en color rosa chicle, suave melocotón y azul turquesa. Las montañas parecían llamarla, pero era una invitación que no podía aceptar. No podría seguir escalando ni haciendo paracaidismo o rafting si estaba embarazada.


Todas las actividades que usaba para olvidar su soledad estaban prohibidas a partir de ese momento.


Por enésima vez, se llevó una mano al abdomen, maravillándose ante la idea de tener una vida dentro de ella.
¿Podría estar equivocado el médico?


Se encontraba bien, solo un poco mareada. Pero no sentía que estuviese esperando un hijo.


Iría a la ciudad para hacerse otra prueba. Después de todo, podría haber sido un falso positivo. Había oído que a veces ocurría.


No sabía si esperar que fuese un error o lo contrario. Estaba demasiado sorprendida para saber lo que sentía.


Pero una cosa era segura: no iba a criar a su hijo en el palacio real de Bengaria. Lo protegería como una leona a su cachorro.


–Perdone, señora –una sonriente empleada la miraba desde la puerta de la terraza–. Le he traído un té. Y el chef le ha hecho unas galletitas de sésamo –la mujer levantó la bandeja que llevaba en las manos y Paula esbozó una sonrisa. No había comido nada desde el desayuno, temiendo que volviesen las náuseas.


–Yo no he pedido nada.


–Es un detalle del hotel, señora –la mujer vaciló un momento antes de dejar la bandeja sobre la mesa.


–Gracias, muy amable –Paula miró las galletas, sorprendida. El médico debía haberlas pedido en la cocina.


Suspirando, se sentó frente a la mesa y, un momento después, la empleada volvió con una manta.


–Hace fresco aquí.


Paula asintió con la cabeza, sintiéndose ridículamente emocionada. ¿Cuándo fue la última vez que alguien la atendió tan cariñosamente? Incluso Stefano, que la adoraba, jamás se había preocupado tanto por ella.


Paula parpadeó, intentando sonreír mientras la empleada servía el aromático té.


–¿Necesita algo más, señora?


–Nada, gracias –respondió Paula, con voz ronca–. Por favor, dele las gracias al chef de mi parte.


Sola de nuevo, tomó un sorbo de té y mordió una galleta. 


Afortunadamente, su estómago no se rebeló.


Tenía que hacer planes. Primero, un viaje a Lima para hacerse otra prueba. Luego… no se le ocurría qué hacer después.


No podría soportar volver a su villa en Bengaria. Los recuerdos de Stefano le romperían el corazón y, además, la villa pertenecía a la Corona. Stefano ya no estaba, todo era de su tío y ella se negaba a vivir como una pensionista. Su tío le exigiría que residiese en palacio, donde podría vigilarla…


Habían discutido sobre eso cuando Stefano acababa de morir.


Paula se envolvió en la manta. Tendría que encontrar un nuevo hogar. ¿Pero dónde?


Bengaria estaba fuera de la cuestión porque allí sus movimientos eran espiados. Había vivido en Francia, en Estados Unidos y Suiza mientras era estudiante, pero ninguno de esos sitios era su hogar.


Paula tomó un sorbo de té y mordió otra galleta, asustada. 


Ella no sabía nada sobre ser madre y, si no tenía cuidado, la prensa podría convertir el embarazo en un circo.


En fin, lidiaría con el asunto cuando tuviese que hacerlo, esperando tener más éxito que en el pasado.


–¿Paula?


Ella levantó la cabeza al escuchar la voz que no había esperado volver a escuchar en toda su vida.


Era él, Pedro Alfonso, sus facciones tan serias que parecían esculpidas en bronce. El pelo negro caía sobre su frente, pero eso no conseguía suavizarlas.


–¿Qué haces aquí? –le espetó, dejando la taza sobre la mesa–. ¿Cómo has entrado en mi habitación?


–He llamado, pero no he recibido respuesta.


–Normalmente, eso quiere decir que la persona que está dentro no quiere ver a nadie –replicó ella, haciendo un esfuerzo para levantarse sin perder el equilibrio–. Lo repito, señor Alfonso: ¿qué hace aquí? –Paula se cruzó de brazos.


 Podía sacarle una cabeza, pero no iba a dejarse asustar.


–¿Señor Alfonso? –Pedro frunció el ceño, mirándola como un dios inca–. Es un poco tarde para esas formalidades, ¿no te parece?


–Lo que sé –Paula dio un paso adelante, furiosa– es que estás invadiendo mi privacidad.


Se le revolvía el estómago al recordar cómo la había tratado. 


Aunque debería estar acostumbrada después de toda una vida sintiendo que no estaba a la altura. Pero aquel hombre la había herido más profundamente que nadie porque había sido tan tonta como para creer que era diferente.


Él la miraba, imperturbable.


–¿Y bien? –Paula golpeó el suelo con el pie, airada. Pero, por enfadada que estuviera, no podía negar que Pedro Alfonso era un hombre extraordinariamente atractivo. Y como amante… no quería ni pensar en eso–. A ver si lo adivino: has descubierto que estaba en el hotel y has pensado hacerme una visita por los viejos tiempos. Pues me temo que no estoy interesada en retomar lo que dejamos –su amor propio no le permitiría volver con un hombre que la había tratado como él–. Y ahora, si me perdonas, me gustaría estar sola.


Iba a entrar en la habitación, pero Pedro le impedía el paso. Cuando sus ojos oscuros se clavaron en ella sintió que se le encogía el estómago, pero no tenía nada que ver con las náuseas. Ella sabía que era una reacción a su potente sexualidad.


Pero una mujer embarazada no podía responder de manera tan lujuriosa, ¿no?


La noticia había puesto su mundo patas arriba, dejándola frágil y asustada. ¿Qué sabía ella de embarazos?


–¿Te encuentras bien?


Paula levantó la cabeza.


–Lo estaré cuando te vayas de mi suite. Nadie te ha invitado a venir.


Entró en el salón intentando no mirarlo, pero el aroma de su colonia masculina parecía invadir todo el espacio.


–Tenemos que hablar.


Paula siguió caminando.


–Si no recuerdo mal, la última vez dejaste claro que no teníamos nada que decirnos –replicó, intentando mostrarse serena, aunque la humillación que había sentido era como un puñal en su corazón.


–¿Intentas decirme que tú querías algo más?


Ella se detuvo. Si no le hubiese afectado tanto su rechazo no la habría disgustado su regreso. O al menos no se le notaría tanto, pero no era capaz de fingir.


Necesitaba perderlo de vista para poder concentrarse en la noticia que acababa de recibir: que probablemente estaba embarazada de su hijo.


Paula cerró los ojos, intentando reunir fuerzas. Hablaría con él más tarde si tenía que hacerlo. Por el momento, necesitaba estar sola.


–No quería nada, Pedro –respondió, pronunciando su nombre con desdeñoso énfasis–. Lo que hubo entre nosotros se terminó.


Abrió la puerta, pero antes de que pudiese decir nada una mano grande la cerró. El calor del cuerpo de Pedro la envolvía.


–¿No ibas a decirme que estás esperando un hijo mío?


Ella parpadeó, atónita. ¿Cómo podía saberlo?


Miró la mano grande, de tendones marcados, los largos dedos de uñas bien cuidadas.


Recordaba esas manos sobre sus pechos, el placer que le habían dado, cómo durante unas horas creía haber encontrado a un hombre que la valoraba por sí misma. Y lo traicionada que se había sentido después.


–¿Paula?


Ella se volvió para mirarlo, levantando la barbilla en un gesto orgulloso.


–No tienes derecho a entrar aquí sin haber sido invitado. Márchate o llamaré a la dirección del hotel para que te echen.


Pedro miró los ojos azules y sintió algo en el pecho. Solo con mirarla a los ojos sentía una descarga de adrenalina.


Lo tentaba incluso mirándolo con desdén, pero no era solo desdén lo que había en sus ojos, ni en los labios entreabiertos, ni en el pulso que latía en su cuello. Las sombras en sus ojos la delataban.


Estaba excitaba y, seguramente, ella reconocía los mismos síntomas en él. No había logrado olvidarla.


Sin pensar, levantó su barbilla con un dedo. Era igual de maravillosa que recordaba, mejor aún. La discusión podía esperar.


Cuando iba a inclinar la cabeza sintió un repentino dolor en el brazo y, atónito, vio que Paula se lo retorcía en un movimiento de defensa personal. Tuvo que hacer un esfuerzo para contener el deseo de protegerse. Él no sabía pelear con reglas. Donde había crecido la violencia era endémica, brutal y a menudo mortal. En unos segundos podría hacer que se rindiera, pero hizo un esfuerzo para relajarse, ignorando el dolor en el brazo.


–Voy a llamar a la dirección del hotel –le advirtió Paula, respirando agitadamente.


–Yo soy la dirección del hotel, pequenina.


–¿Perdona? –exclamó ella, incrédula.


–Soy el propietario del resort –le explicó Pedro, intentando mover los dedos–. Suéltame –añadió, entre dientes–. Prometo no tocarte.


–¿Eres el dueño del hotel? –Paula lo soltó y él movió el brazo para restaurar la circulación. Parecía una experta en técnicas de defensa personal.


–Así es. Mi equipo de arquitectos lo diseñó y mis constructores lo levantaron.


–Ah, claro, eso explica muchas cosas –Paula apretó los labios–. Pero no entiendo por qué el médico ha ido a darte la noticia, por mucho que seas el propietario. ¿Qué ha sido de la confidencialidad? –no había levantado la voz, pero su tono, como si estuviera mordiendo cristales, lo decía todo.


Pedro negó con la cabeza.


–El médico no me ha dicho una palabra. Yo estaba aquí, en la suite, cuando confirmó el resultado de la prueba.


Paula lo fulminó con la mirada y Pedro sintió que le ardía la cara. Pero la vergüenza era un lujo negado a los que habían tenido que sobrevivir robando lo que otros tiraban. Nada lo asustaba, nada lo avergonzaba, ni siquiera el brillo acusador en sus ojos. Le daba igual lo que pensasen los demás.


Sin embargo, él fue el primero en apartar la mirada.


–Me había enterado de que te encontrabas mal y vine a verte.


–Ah, qué considerado –dijo ella, burlona, tirando hacia abajo de su camiseta.


Pedro miró su estómago plano. Allí estaba su hijo y la sorpresa le dejó la boca seca. Le gustaría tocarla, poner la mano en el suave abdomen…


El chasquido de dos dedos frente a su cara lo sacó de ese extraño estupor.


–Que seas el dueño del hotel no te da derecho a inmiscuirte en mi vida privada.


–No fue intencionado, te lo aseguro. Solo venía a verte.


–Esa no es excusa para espiarme.


–No estaba espiando. Y este asunto nos afecta a los dos.


Paula se puso colorada, el rubor dándole un aspecto joven y vulnerable.


–Tenemos que hablar –insistió Pedro.


Ella negó con la cabeza, su pelo rubio brillando como el oro cuando se dio la vuelta hacia el ventanal. Rígida, como si su presencia le hiciese daño.


–Un mes y un día, ¿recuerdas? Este asunto me concierne a mí tanto como a ti.


–Yo no estoy de acuerdo.


–¿Cuándo pensabas contármelo? ¿O no ibas a decirme nada? ¿Ibas a librarte del bebé sin decirle nada a nadie?
¿Había pensado librarse de su hijo?


¡Su hijo!


La noticia de que iba a ser padre lo había dejado atónito. 


Había tardado horas en asimilar que iba a tener un hijo, carne de su carne, sangre de su sangre.


Por primera vez en su vida tendría una familia


La idea lo asombraba y lo asustaba a la vez. Él jamás había esperado tener una familia propia y, sin embargo, estaba emocionado.


No sabía cómo iban a solucionar la situación, pero una cosa estaba absolutamente clara: ningún hijo suyo sería abandonado como lo había sido él.


Ningún hijo suyo crecería solo y desamparado.


Conocería a su padre y recibiría los mejores cuidados, todo lo que necesitase.


Él, Pedro Alfonso, se aseguraría de ello personalmente. Su determinación era más fuerte que nada.


–¡Di algo! –Pedro no estaba acostumbrado a ser ignorado, especialmente por mujeres a las que conocía íntimamente. Y más cuando se trataba de algo tan importante.


–¿Qué quieres que diga? –cuando se volvió, los ojos de Paula brillaban más que antes–. ¿Que no pensaba abortar? ¿Que no sabía cuándo iba a decírtelo o si iba a decírtelo? Aún no he tenido tiempo para hacerme a la idea de que estoy embarazada –Paula clavó un dedo en su esternón–. No creo que esto sea asunto tuyo. Soy yo quien está embarazada, soy yo quien llevará dentro a este bebé durante nueve meses, cuyo cuerpo y cuya vida cambiará irrevocablemente a partir de ahora, no tú.


Pedro intentó tomar su mano, pero ella se apartó como si su roce la contaminase.


«Demasiado tarde para eso, Alteza».


Paula vio que esbozaba una sonrisa burlona. Tenía un aspecto peligroso e impredecible y el brillo de sus ojos hacía que deseara dar un paso atrás, pero plantó los pies firmemente en el suelo.


No iba a dejarse amedrentar.


¿Cómo le había dado la vuelta a la situación lanzando una letanía de acusaciones contra ella? Ya estaba bien. Estaba cansada de ser juzgada por los demás.


–Evidentemente, tú has tenido tiempo para sacar todo tipo de conclusiones sobre este embarazo… si de verdad estoy embarazada –Paula clavó en él una mirada helada.


–¿Lo niegas?


–Quiero una segunda opinión, pero parece que tú ya estás convencido.


–Así es. Y solo hay una solución sensata a esta situación.


–¿Ah, sí?


–Por supuesto –Pedro la miró con un brillo de determinación en los ojos oscuros–. Tenemos que casarnos.