miércoles, 10 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 8





Frente a la ventana, Paula se abrazó a sí misma mientras miraba las cimas cubiertas de nieve blanca que el último sol de la tarde convertía en color rosa chicle, suave melocotón y azul turquesa. Las montañas parecían llamarla, pero era una invitación que no podía aceptar. No podría seguir escalando ni haciendo paracaidismo o rafting si estaba embarazada.


Todas las actividades que usaba para olvidar su soledad estaban prohibidas a partir de ese momento.


Por enésima vez, se llevó una mano al abdomen, maravillándose ante la idea de tener una vida dentro de ella.
¿Podría estar equivocado el médico?


Se encontraba bien, solo un poco mareada. Pero no sentía que estuviese esperando un hijo.


Iría a la ciudad para hacerse otra prueba. Después de todo, podría haber sido un falso positivo. Había oído que a veces ocurría.


No sabía si esperar que fuese un error o lo contrario. Estaba demasiado sorprendida para saber lo que sentía.


Pero una cosa era segura: no iba a criar a su hijo en el palacio real de Bengaria. Lo protegería como una leona a su cachorro.


–Perdone, señora –una sonriente empleada la miraba desde la puerta de la terraza–. Le he traído un té. Y el chef le ha hecho unas galletitas de sésamo –la mujer levantó la bandeja que llevaba en las manos y Paula esbozó una sonrisa. No había comido nada desde el desayuno, temiendo que volviesen las náuseas.


–Yo no he pedido nada.


–Es un detalle del hotel, señora –la mujer vaciló un momento antes de dejar la bandeja sobre la mesa.


–Gracias, muy amable –Paula miró las galletas, sorprendida. El médico debía haberlas pedido en la cocina.


Suspirando, se sentó frente a la mesa y, un momento después, la empleada volvió con una manta.


–Hace fresco aquí.


Paula asintió con la cabeza, sintiéndose ridículamente emocionada. ¿Cuándo fue la última vez que alguien la atendió tan cariñosamente? Incluso Stefano, que la adoraba, jamás se había preocupado tanto por ella.


Paula parpadeó, intentando sonreír mientras la empleada servía el aromático té.


–¿Necesita algo más, señora?


–Nada, gracias –respondió Paula, con voz ronca–. Por favor, dele las gracias al chef de mi parte.


Sola de nuevo, tomó un sorbo de té y mordió una galleta. 


Afortunadamente, su estómago no se rebeló.


Tenía que hacer planes. Primero, un viaje a Lima para hacerse otra prueba. Luego… no se le ocurría qué hacer después.


No podría soportar volver a su villa en Bengaria. Los recuerdos de Stefano le romperían el corazón y, además, la villa pertenecía a la Corona. Stefano ya no estaba, todo era de su tío y ella se negaba a vivir como una pensionista. Su tío le exigiría que residiese en palacio, donde podría vigilarla…


Habían discutido sobre eso cuando Stefano acababa de morir.


Paula se envolvió en la manta. Tendría que encontrar un nuevo hogar. ¿Pero dónde?


Bengaria estaba fuera de la cuestión porque allí sus movimientos eran espiados. Había vivido en Francia, en Estados Unidos y Suiza mientras era estudiante, pero ninguno de esos sitios era su hogar.


Paula tomó un sorbo de té y mordió otra galleta, asustada. 


Ella no sabía nada sobre ser madre y, si no tenía cuidado, la prensa podría convertir el embarazo en un circo.


En fin, lidiaría con el asunto cuando tuviese que hacerlo, esperando tener más éxito que en el pasado.


–¿Paula?


Ella levantó la cabeza al escuchar la voz que no había esperado volver a escuchar en toda su vida.


Era él, Pedro Alfonso, sus facciones tan serias que parecían esculpidas en bronce. El pelo negro caía sobre su frente, pero eso no conseguía suavizarlas.


–¿Qué haces aquí? –le espetó, dejando la taza sobre la mesa–. ¿Cómo has entrado en mi habitación?


–He llamado, pero no he recibido respuesta.


–Normalmente, eso quiere decir que la persona que está dentro no quiere ver a nadie –replicó ella, haciendo un esfuerzo para levantarse sin perder el equilibrio–. Lo repito, señor Alfonso: ¿qué hace aquí? –Paula se cruzó de brazos.


 Podía sacarle una cabeza, pero no iba a dejarse asustar.


–¿Señor Alfonso? –Pedro frunció el ceño, mirándola como un dios inca–. Es un poco tarde para esas formalidades, ¿no te parece?


–Lo que sé –Paula dio un paso adelante, furiosa– es que estás invadiendo mi privacidad.


Se le revolvía el estómago al recordar cómo la había tratado. 


Aunque debería estar acostumbrada después de toda una vida sintiendo que no estaba a la altura. Pero aquel hombre la había herido más profundamente que nadie porque había sido tan tonta como para creer que era diferente.


Él la miraba, imperturbable.


–¿Y bien? –Paula golpeó el suelo con el pie, airada. Pero, por enfadada que estuviera, no podía negar que Pedro Alfonso era un hombre extraordinariamente atractivo. Y como amante… no quería ni pensar en eso–. A ver si lo adivino: has descubierto que estaba en el hotel y has pensado hacerme una visita por los viejos tiempos. Pues me temo que no estoy interesada en retomar lo que dejamos –su amor propio no le permitiría volver con un hombre que la había tratado como él–. Y ahora, si me perdonas, me gustaría estar sola.


Iba a entrar en la habitación, pero Pedro le impedía el paso. Cuando sus ojos oscuros se clavaron en ella sintió que se le encogía el estómago, pero no tenía nada que ver con las náuseas. Ella sabía que era una reacción a su potente sexualidad.


Pero una mujer embarazada no podía responder de manera tan lujuriosa, ¿no?


La noticia había puesto su mundo patas arriba, dejándola frágil y asustada. ¿Qué sabía ella de embarazos?


–¿Te encuentras bien?


Paula levantó la cabeza.


–Lo estaré cuando te vayas de mi suite. Nadie te ha invitado a venir.


Entró en el salón intentando no mirarlo, pero el aroma de su colonia masculina parecía invadir todo el espacio.


–Tenemos que hablar.


Paula siguió caminando.


–Si no recuerdo mal, la última vez dejaste claro que no teníamos nada que decirnos –replicó, intentando mostrarse serena, aunque la humillación que había sentido era como un puñal en su corazón.


–¿Intentas decirme que tú querías algo más?


Ella se detuvo. Si no le hubiese afectado tanto su rechazo no la habría disgustado su regreso. O al menos no se le notaría tanto, pero no era capaz de fingir.


Necesitaba perderlo de vista para poder concentrarse en la noticia que acababa de recibir: que probablemente estaba embarazada de su hijo.


Paula cerró los ojos, intentando reunir fuerzas. Hablaría con él más tarde si tenía que hacerlo. Por el momento, necesitaba estar sola.


–No quería nada, Pedro –respondió, pronunciando su nombre con desdeñoso énfasis–. Lo que hubo entre nosotros se terminó.


Abrió la puerta, pero antes de que pudiese decir nada una mano grande la cerró. El calor del cuerpo de Pedro la envolvía.


–¿No ibas a decirme que estás esperando un hijo mío?


Ella parpadeó, atónita. ¿Cómo podía saberlo?


Miró la mano grande, de tendones marcados, los largos dedos de uñas bien cuidadas.


Recordaba esas manos sobre sus pechos, el placer que le habían dado, cómo durante unas horas creía haber encontrado a un hombre que la valoraba por sí misma. Y lo traicionada que se había sentido después.


–¿Paula?


Ella se volvió para mirarlo, levantando la barbilla en un gesto orgulloso.


–No tienes derecho a entrar aquí sin haber sido invitado. Márchate o llamaré a la dirección del hotel para que te echen.


Pedro miró los ojos azules y sintió algo en el pecho. Solo con mirarla a los ojos sentía una descarga de adrenalina.


Lo tentaba incluso mirándolo con desdén, pero no era solo desdén lo que había en sus ojos, ni en los labios entreabiertos, ni en el pulso que latía en su cuello. Las sombras en sus ojos la delataban.


Estaba excitaba y, seguramente, ella reconocía los mismos síntomas en él. No había logrado olvidarla.


Sin pensar, levantó su barbilla con un dedo. Era igual de maravillosa que recordaba, mejor aún. La discusión podía esperar.


Cuando iba a inclinar la cabeza sintió un repentino dolor en el brazo y, atónito, vio que Paula se lo retorcía en un movimiento de defensa personal. Tuvo que hacer un esfuerzo para contener el deseo de protegerse. Él no sabía pelear con reglas. Donde había crecido la violencia era endémica, brutal y a menudo mortal. En unos segundos podría hacer que se rindiera, pero hizo un esfuerzo para relajarse, ignorando el dolor en el brazo.


–Voy a llamar a la dirección del hotel –le advirtió Paula, respirando agitadamente.


–Yo soy la dirección del hotel, pequenina.


–¿Perdona? –exclamó ella, incrédula.


–Soy el propietario del resort –le explicó Pedro, intentando mover los dedos–. Suéltame –añadió, entre dientes–. Prometo no tocarte.


–¿Eres el dueño del hotel? –Paula lo soltó y él movió el brazo para restaurar la circulación. Parecía una experta en técnicas de defensa personal.


–Así es. Mi equipo de arquitectos lo diseñó y mis constructores lo levantaron.


–Ah, claro, eso explica muchas cosas –Paula apretó los labios–. Pero no entiendo por qué el médico ha ido a darte la noticia, por mucho que seas el propietario. ¿Qué ha sido de la confidencialidad? –no había levantado la voz, pero su tono, como si estuviera mordiendo cristales, lo decía todo.


Pedro negó con la cabeza.


–El médico no me ha dicho una palabra. Yo estaba aquí, en la suite, cuando confirmó el resultado de la prueba.


Paula lo fulminó con la mirada y Pedro sintió que le ardía la cara. Pero la vergüenza era un lujo negado a los que habían tenido que sobrevivir robando lo que otros tiraban. Nada lo asustaba, nada lo avergonzaba, ni siquiera el brillo acusador en sus ojos. Le daba igual lo que pensasen los demás.


Sin embargo, él fue el primero en apartar la mirada.


–Me había enterado de que te encontrabas mal y vine a verte.


–Ah, qué considerado –dijo ella, burlona, tirando hacia abajo de su camiseta.


Pedro miró su estómago plano. Allí estaba su hijo y la sorpresa le dejó la boca seca. Le gustaría tocarla, poner la mano en el suave abdomen…


El chasquido de dos dedos frente a su cara lo sacó de ese extraño estupor.


–Que seas el dueño del hotel no te da derecho a inmiscuirte en mi vida privada.


–No fue intencionado, te lo aseguro. Solo venía a verte.


–Esa no es excusa para espiarme.


–No estaba espiando. Y este asunto nos afecta a los dos.


Paula se puso colorada, el rubor dándole un aspecto joven y vulnerable.


–Tenemos que hablar –insistió Pedro.


Ella negó con la cabeza, su pelo rubio brillando como el oro cuando se dio la vuelta hacia el ventanal. Rígida, como si su presencia le hiciese daño.


–Un mes y un día, ¿recuerdas? Este asunto me concierne a mí tanto como a ti.


–Yo no estoy de acuerdo.


–¿Cuándo pensabas contármelo? ¿O no ibas a decirme nada? ¿Ibas a librarte del bebé sin decirle nada a nadie?
¿Había pensado librarse de su hijo?


¡Su hijo!


La noticia de que iba a ser padre lo había dejado atónito. 


Había tardado horas en asimilar que iba a tener un hijo, carne de su carne, sangre de su sangre.


Por primera vez en su vida tendría una familia


La idea lo asombraba y lo asustaba a la vez. Él jamás había esperado tener una familia propia y, sin embargo, estaba emocionado.


No sabía cómo iban a solucionar la situación, pero una cosa estaba absolutamente clara: ningún hijo suyo sería abandonado como lo había sido él.


Ningún hijo suyo crecería solo y desamparado.


Conocería a su padre y recibiría los mejores cuidados, todo lo que necesitase.


Él, Pedro Alfonso, se aseguraría de ello personalmente. Su determinación era más fuerte que nada.


–¡Di algo! –Pedro no estaba acostumbrado a ser ignorado, especialmente por mujeres a las que conocía íntimamente. Y más cuando se trataba de algo tan importante.


–¿Qué quieres que diga? –cuando se volvió, los ojos de Paula brillaban más que antes–. ¿Que no pensaba abortar? ¿Que no sabía cuándo iba a decírtelo o si iba a decírtelo? Aún no he tenido tiempo para hacerme a la idea de que estoy embarazada –Paula clavó un dedo en su esternón–. No creo que esto sea asunto tuyo. Soy yo quien está embarazada, soy yo quien llevará dentro a este bebé durante nueve meses, cuyo cuerpo y cuya vida cambiará irrevocablemente a partir de ahora, no tú.


Pedro intentó tomar su mano, pero ella se apartó como si su roce la contaminase.


«Demasiado tarde para eso, Alteza».


Paula vio que esbozaba una sonrisa burlona. Tenía un aspecto peligroso e impredecible y el brillo de sus ojos hacía que deseara dar un paso atrás, pero plantó los pies firmemente en el suelo.


No iba a dejarse amedrentar.


¿Cómo le había dado la vuelta a la situación lanzando una letanía de acusaciones contra ella? Ya estaba bien. Estaba cansada de ser juzgada por los demás.


–Evidentemente, tú has tenido tiempo para sacar todo tipo de conclusiones sobre este embarazo… si de verdad estoy embarazada –Paula clavó en él una mirada helada.


–¿Lo niegas?


–Quiero una segunda opinión, pero parece que tú ya estás convencido.


–Así es. Y solo hay una solución sensata a esta situación.


–¿Ah, sí?


–Por supuesto –Pedro la miró con un brillo de determinación en los ojos oscuros–. Tenemos que casarnos.






3 comentarios:

  1. Wow! que buenos capítulos! Pero no hay manera de que con esa propuesta salde todo lo que le dijo antes! A remarla pedro!

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  2. Wowwwwwwwwww, qué fuertes los 3 caps. Se querrá casar Pau??? Para mi q no jajaja

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