jueves, 11 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 9




Paula no pudo evitar una carcajada.


–¿Casarnos? –repitió, sacudiendo la cabeza–. Lo dirás de broma. Ni siquiera nos conocemos.


Su expresión le decía que no apreciaba el tono burlón. O tal vez notaba el pánico que había tras la risa.


Tampoco a ella le gustaba. Su miedo era palpable.


–Nos conocemos lo suficiente como para haber creado juntos una vida –su voz ronca hizo que Paula dejase de reír.


–Eso no significa conocer a alguien. Solo fue sexo.


Pedro se encogió de hombros, esos hombros a los que se había agarrado durante esa noche, clavando las uñas en su carne en los momentos de éxtasis.


Hasta que Pedro dejó claro que no quería saber nada de ella.


–Parece que has cambiado de opinión.


¿Notaría el dolor en su voz? Le daba igual, solo sabía que debía cortar aquella locura de raíz.


–Eso fue antes de saber que esperabas un hijo, Alteza.


Paula se puso tensa.


–Puede que no haya ningún hijo. No estaré segura hasta que me haga otra prueba.


Pedro la miró, inclinando a un lado la cabeza, como examinando un curioso espécimen.


–¿La idea de tener un hijo es tan horrible para ti?


–No –Paula se llevó una mano al abdomen–. Pero necesito estar segura del todo.


–Y cuando estés segura del todo nos casaremos.


Ella parpadeó. ¿Por qué hablar con Pedro Alfonso era como intentar atravesar una roca de granito?


–Estamos en el siglo xxi. No hace falta casarse para tener hijos.


Él se cruzó de brazos, el gesto acentuando los fuertes bíceps. Con ropa deportiva era impresionante, pero el traje de chaqueta le daba más autoridad. Si eso era posible.
Si no respondiese de forma tan visceral, tan femenina. Pero no podía dejarse distraer por su rampante masculinidad.


–Ya sé que no hace falta casarse, pero estamos hablando de nosotros y de nuestro hijo.


«Nuestro hijo».


Las palabras se repetían en su cabeza, haciéndola temblar. 


Haciendo que la posibilidad del embarazo fuese abruptamente real.


De repente, tuvo que agarrarse al respaldo del sofá porque el mundo empezó a dar vueltas.


Pedro la tomó del brazo.


–Tienes que sentarte.


Paula estuvo a punto de decir que lo que necesitaba era estar sola, pero se le doblaban las piernas. Tal vez debería descansar un momento. No quería hacer nada que pusiera en peligro al bebé.


Aceptó su ayuda para sentarse en el sofá con un hilo de esperanza. Y eso demostraba lo ingenua que era. Aquella situación no tendría un final feliz.


El embarazo ya no le parecía una posibilidad sino algo real, tal vez porque Pedro la trataba como si fuera a romperse.
Debía aprender a ser una buena madre cuando lo único que se le había dado bien en la vida eran los deportes y provocar escándalos.


Paula tuvo que contener un gemido, imaginando el furor en la corte de Bengaria, los ultimátum y las maquinaciones para solucionar el asunto, la condena de su tío, de la prensa, de la gente.


En el pasado siempre había fingido que no le importaban los humillantes comentarios…


–Voy a llamar al médico –Pedro se puso en cuclillas, apretando su mano.


–No hace falta –dijo ella. Tenía que calmarse. Más que nunca tenía que encontrar la manera de seguir adelante, no solo por su hijo sino por ella misma.


–Necesitas que alguien cuide de ti –insistió Pedro.


–¿Y tú has decidido hacer ese papel? –replicó ella, burlona.


Por primera vez desde que entró en la suite, parecía incómodo.


–Ese hijo es mi responsabilidad –hablaba con tanta solemnidad que Paula lo miró, sorprendida.


–Siento decepcionarte, pero yo no necesito un protector. Sé cuidar de mí misma.


Había aprendido a ser independiente a los seis años, cuando su madre murió. Solo tenía vagos recuerdos de ella, de sus abrazos, sus sonrisas, de los cuentos que le contaba por la noche. No la recordaba bien, pero tenía la certeza de que había sido maravillosa.


–A juzgar por lo que la prensa dice de ti, ya veo lo bien que lo has hecho –replicó él, hiriente.


Paula levantó la barbilla, furiosa.


–No deberías creer todo lo que lees en la prensa.


Pero todo el mundo lo creía y, por fin, Paula había decidido no dar más explicaciones. En lugar de eso, se había dedicado a vivir sin pensar en las convenciones y, a veces, ni siquiera en su propia seguridad.


Pero si estaba embarazada…


–¿Debería otorgarte el beneficio de la duda?


–Me da igual lo que pienses de mí.


Eso siempre le había funcionado en el pasado, pero con Pedro las cosas eran más complicadas.


–Ya lo veo, pero también veo que no te encuentras bien. Esta noticia ha sido una sorpresa para ti.


–¿No lo ha sido para ti? ¿Cuántos hijos has ido dejando por el mundo? –Paula intentaba mostrarse despreocupada, pero no lo logró. Absurdamente, pensar en él con otras mujeres la ponía enferma.


–Ninguno –respondió Pedro–. Y me gustaría proponer un experimento.


–¿Un experimento?


–Deja que te lleve a la ciudad para hacer una segunda prueba. Si el resultado es positivo, hablaremos del futuro.


¿Qué podía perder? Solo había propuesto lo que ella ya había decidido y, como propietario del resort, podría llevarla a Lima sin tener que esperar un vuelo regular.


–¿Sin compromisos?


–Sin compromisos.


Las dudas luchaban contra la precaución y contra el deseo de apoyarse en alguien. Si era una trampa, descubriría que se había equivocado de mujer.


–Muy bien, de acuerdo –Paula le ofreció su mano para dejar claro que aquello era un trato, no un favor, y sonrió al ver su gesto de sorpresa.


Pero el cosquilleo que sintió cuando Pedro tomó su mano hizo que la sonrisa desapareciese de sus labios.








No hay comentarios.:

Publicar un comentario