jueves, 11 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 9




Paula no pudo evitar una carcajada.


–¿Casarnos? –repitió, sacudiendo la cabeza–. Lo dirás de broma. Ni siquiera nos conocemos.


Su expresión le decía que no apreciaba el tono burlón. O tal vez notaba el pánico que había tras la risa.


Tampoco a ella le gustaba. Su miedo era palpable.


–Nos conocemos lo suficiente como para haber creado juntos una vida –su voz ronca hizo que Paula dejase de reír.


–Eso no significa conocer a alguien. Solo fue sexo.


Pedro se encogió de hombros, esos hombros a los que se había agarrado durante esa noche, clavando las uñas en su carne en los momentos de éxtasis.


Hasta que Pedro dejó claro que no quería saber nada de ella.


–Parece que has cambiado de opinión.


¿Notaría el dolor en su voz? Le daba igual, solo sabía que debía cortar aquella locura de raíz.


–Eso fue antes de saber que esperabas un hijo, Alteza.


Paula se puso tensa.


–Puede que no haya ningún hijo. No estaré segura hasta que me haga otra prueba.


Pedro la miró, inclinando a un lado la cabeza, como examinando un curioso espécimen.


–¿La idea de tener un hijo es tan horrible para ti?


–No –Paula se llevó una mano al abdomen–. Pero necesito estar segura del todo.


–Y cuando estés segura del todo nos casaremos.


Ella parpadeó. ¿Por qué hablar con Pedro Alfonso era como intentar atravesar una roca de granito?


–Estamos en el siglo xxi. No hace falta casarse para tener hijos.


Él se cruzó de brazos, el gesto acentuando los fuertes bíceps. Con ropa deportiva era impresionante, pero el traje de chaqueta le daba más autoridad. Si eso era posible.
Si no respondiese de forma tan visceral, tan femenina. Pero no podía dejarse distraer por su rampante masculinidad.


–Ya sé que no hace falta casarse, pero estamos hablando de nosotros y de nuestro hijo.


«Nuestro hijo».


Las palabras se repetían en su cabeza, haciéndola temblar. 


Haciendo que la posibilidad del embarazo fuese abruptamente real.


De repente, tuvo que agarrarse al respaldo del sofá porque el mundo empezó a dar vueltas.


Pedro la tomó del brazo.


–Tienes que sentarte.


Paula estuvo a punto de decir que lo que necesitaba era estar sola, pero se le doblaban las piernas. Tal vez debería descansar un momento. No quería hacer nada que pusiera en peligro al bebé.


Aceptó su ayuda para sentarse en el sofá con un hilo de esperanza. Y eso demostraba lo ingenua que era. Aquella situación no tendría un final feliz.


El embarazo ya no le parecía una posibilidad sino algo real, tal vez porque Pedro la trataba como si fuera a romperse.
Debía aprender a ser una buena madre cuando lo único que se le había dado bien en la vida eran los deportes y provocar escándalos.


Paula tuvo que contener un gemido, imaginando el furor en la corte de Bengaria, los ultimátum y las maquinaciones para solucionar el asunto, la condena de su tío, de la prensa, de la gente.


En el pasado siempre había fingido que no le importaban los humillantes comentarios…


–Voy a llamar al médico –Pedro se puso en cuclillas, apretando su mano.


–No hace falta –dijo ella. Tenía que calmarse. Más que nunca tenía que encontrar la manera de seguir adelante, no solo por su hijo sino por ella misma.


–Necesitas que alguien cuide de ti –insistió Pedro.


–¿Y tú has decidido hacer ese papel? –replicó ella, burlona.


Por primera vez desde que entró en la suite, parecía incómodo.


–Ese hijo es mi responsabilidad –hablaba con tanta solemnidad que Paula lo miró, sorprendida.


–Siento decepcionarte, pero yo no necesito un protector. Sé cuidar de mí misma.


Había aprendido a ser independiente a los seis años, cuando su madre murió. Solo tenía vagos recuerdos de ella, de sus abrazos, sus sonrisas, de los cuentos que le contaba por la noche. No la recordaba bien, pero tenía la certeza de que había sido maravillosa.


–A juzgar por lo que la prensa dice de ti, ya veo lo bien que lo has hecho –replicó él, hiriente.


Paula levantó la barbilla, furiosa.


–No deberías creer todo lo que lees en la prensa.


Pero todo el mundo lo creía y, por fin, Paula había decidido no dar más explicaciones. En lugar de eso, se había dedicado a vivir sin pensar en las convenciones y, a veces, ni siquiera en su propia seguridad.


Pero si estaba embarazada…


–¿Debería otorgarte el beneficio de la duda?


–Me da igual lo que pienses de mí.


Eso siempre le había funcionado en el pasado, pero con Pedro las cosas eran más complicadas.


–Ya lo veo, pero también veo que no te encuentras bien. Esta noticia ha sido una sorpresa para ti.


–¿No lo ha sido para ti? ¿Cuántos hijos has ido dejando por el mundo? –Paula intentaba mostrarse despreocupada, pero no lo logró. Absurdamente, pensar en él con otras mujeres la ponía enferma.


–Ninguno –respondió Pedro–. Y me gustaría proponer un experimento.


–¿Un experimento?


–Deja que te lleve a la ciudad para hacer una segunda prueba. Si el resultado es positivo, hablaremos del futuro.


¿Qué podía perder? Solo había propuesto lo que ella ya había decidido y, como propietario del resort, podría llevarla a Lima sin tener que esperar un vuelo regular.


–¿Sin compromisos?


–Sin compromisos.


Las dudas luchaban contra la precaución y contra el deseo de apoyarse en alguien. Si era una trampa, descubriría que se había equivocado de mujer.


–Muy bien, de acuerdo –Paula le ofreció su mano para dejar claro que aquello era un trato, no un favor, y sonrió al ver su gesto de sorpresa.


Pero el cosquilleo que sintió cuando Pedro tomó su mano hizo que la sonrisa desapareciese de sus labios.








miércoles, 10 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 8





Frente a la ventana, Paula se abrazó a sí misma mientras miraba las cimas cubiertas de nieve blanca que el último sol de la tarde convertía en color rosa chicle, suave melocotón y azul turquesa. Las montañas parecían llamarla, pero era una invitación que no podía aceptar. No podría seguir escalando ni haciendo paracaidismo o rafting si estaba embarazada.


Todas las actividades que usaba para olvidar su soledad estaban prohibidas a partir de ese momento.


Por enésima vez, se llevó una mano al abdomen, maravillándose ante la idea de tener una vida dentro de ella.
¿Podría estar equivocado el médico?


Se encontraba bien, solo un poco mareada. Pero no sentía que estuviese esperando un hijo.


Iría a la ciudad para hacerse otra prueba. Después de todo, podría haber sido un falso positivo. Había oído que a veces ocurría.


No sabía si esperar que fuese un error o lo contrario. Estaba demasiado sorprendida para saber lo que sentía.


Pero una cosa era segura: no iba a criar a su hijo en el palacio real de Bengaria. Lo protegería como una leona a su cachorro.


–Perdone, señora –una sonriente empleada la miraba desde la puerta de la terraza–. Le he traído un té. Y el chef le ha hecho unas galletitas de sésamo –la mujer levantó la bandeja que llevaba en las manos y Paula esbozó una sonrisa. No había comido nada desde el desayuno, temiendo que volviesen las náuseas.


–Yo no he pedido nada.


–Es un detalle del hotel, señora –la mujer vaciló un momento antes de dejar la bandeja sobre la mesa.


–Gracias, muy amable –Paula miró las galletas, sorprendida. El médico debía haberlas pedido en la cocina.


Suspirando, se sentó frente a la mesa y, un momento después, la empleada volvió con una manta.


–Hace fresco aquí.


Paula asintió con la cabeza, sintiéndose ridículamente emocionada. ¿Cuándo fue la última vez que alguien la atendió tan cariñosamente? Incluso Stefano, que la adoraba, jamás se había preocupado tanto por ella.


Paula parpadeó, intentando sonreír mientras la empleada servía el aromático té.


–¿Necesita algo más, señora?


–Nada, gracias –respondió Paula, con voz ronca–. Por favor, dele las gracias al chef de mi parte.


Sola de nuevo, tomó un sorbo de té y mordió una galleta. 


Afortunadamente, su estómago no se rebeló.


Tenía que hacer planes. Primero, un viaje a Lima para hacerse otra prueba. Luego… no se le ocurría qué hacer después.


No podría soportar volver a su villa en Bengaria. Los recuerdos de Stefano le romperían el corazón y, además, la villa pertenecía a la Corona. Stefano ya no estaba, todo era de su tío y ella se negaba a vivir como una pensionista. Su tío le exigiría que residiese en palacio, donde podría vigilarla…


Habían discutido sobre eso cuando Stefano acababa de morir.


Paula se envolvió en la manta. Tendría que encontrar un nuevo hogar. ¿Pero dónde?


Bengaria estaba fuera de la cuestión porque allí sus movimientos eran espiados. Había vivido en Francia, en Estados Unidos y Suiza mientras era estudiante, pero ninguno de esos sitios era su hogar.


Paula tomó un sorbo de té y mordió otra galleta, asustada. 


Ella no sabía nada sobre ser madre y, si no tenía cuidado, la prensa podría convertir el embarazo en un circo.


En fin, lidiaría con el asunto cuando tuviese que hacerlo, esperando tener más éxito que en el pasado.


–¿Paula?


Ella levantó la cabeza al escuchar la voz que no había esperado volver a escuchar en toda su vida.


Era él, Pedro Alfonso, sus facciones tan serias que parecían esculpidas en bronce. El pelo negro caía sobre su frente, pero eso no conseguía suavizarlas.


–¿Qué haces aquí? –le espetó, dejando la taza sobre la mesa–. ¿Cómo has entrado en mi habitación?


–He llamado, pero no he recibido respuesta.


–Normalmente, eso quiere decir que la persona que está dentro no quiere ver a nadie –replicó ella, haciendo un esfuerzo para levantarse sin perder el equilibrio–. Lo repito, señor Alfonso: ¿qué hace aquí? –Paula se cruzó de brazos.


 Podía sacarle una cabeza, pero no iba a dejarse asustar.


–¿Señor Alfonso? –Pedro frunció el ceño, mirándola como un dios inca–. Es un poco tarde para esas formalidades, ¿no te parece?


–Lo que sé –Paula dio un paso adelante, furiosa– es que estás invadiendo mi privacidad.


Se le revolvía el estómago al recordar cómo la había tratado. 


Aunque debería estar acostumbrada después de toda una vida sintiendo que no estaba a la altura. Pero aquel hombre la había herido más profundamente que nadie porque había sido tan tonta como para creer que era diferente.


Él la miraba, imperturbable.


–¿Y bien? –Paula golpeó el suelo con el pie, airada. Pero, por enfadada que estuviera, no podía negar que Pedro Alfonso era un hombre extraordinariamente atractivo. Y como amante… no quería ni pensar en eso–. A ver si lo adivino: has descubierto que estaba en el hotel y has pensado hacerme una visita por los viejos tiempos. Pues me temo que no estoy interesada en retomar lo que dejamos –su amor propio no le permitiría volver con un hombre que la había tratado como él–. Y ahora, si me perdonas, me gustaría estar sola.


Iba a entrar en la habitación, pero Pedro le impedía el paso. Cuando sus ojos oscuros se clavaron en ella sintió que se le encogía el estómago, pero no tenía nada que ver con las náuseas. Ella sabía que era una reacción a su potente sexualidad.


Pero una mujer embarazada no podía responder de manera tan lujuriosa, ¿no?


La noticia había puesto su mundo patas arriba, dejándola frágil y asustada. ¿Qué sabía ella de embarazos?


–¿Te encuentras bien?


Paula levantó la cabeza.


–Lo estaré cuando te vayas de mi suite. Nadie te ha invitado a venir.


Entró en el salón intentando no mirarlo, pero el aroma de su colonia masculina parecía invadir todo el espacio.


–Tenemos que hablar.


Paula siguió caminando.


–Si no recuerdo mal, la última vez dejaste claro que no teníamos nada que decirnos –replicó, intentando mostrarse serena, aunque la humillación que había sentido era como un puñal en su corazón.


–¿Intentas decirme que tú querías algo más?


Ella se detuvo. Si no le hubiese afectado tanto su rechazo no la habría disgustado su regreso. O al menos no se le notaría tanto, pero no era capaz de fingir.


Necesitaba perderlo de vista para poder concentrarse en la noticia que acababa de recibir: que probablemente estaba embarazada de su hijo.


Paula cerró los ojos, intentando reunir fuerzas. Hablaría con él más tarde si tenía que hacerlo. Por el momento, necesitaba estar sola.


–No quería nada, Pedro –respondió, pronunciando su nombre con desdeñoso énfasis–. Lo que hubo entre nosotros se terminó.


Abrió la puerta, pero antes de que pudiese decir nada una mano grande la cerró. El calor del cuerpo de Pedro la envolvía.


–¿No ibas a decirme que estás esperando un hijo mío?


Ella parpadeó, atónita. ¿Cómo podía saberlo?


Miró la mano grande, de tendones marcados, los largos dedos de uñas bien cuidadas.


Recordaba esas manos sobre sus pechos, el placer que le habían dado, cómo durante unas horas creía haber encontrado a un hombre que la valoraba por sí misma. Y lo traicionada que se había sentido después.


–¿Paula?


Ella se volvió para mirarlo, levantando la barbilla en un gesto orgulloso.


–No tienes derecho a entrar aquí sin haber sido invitado. Márchate o llamaré a la dirección del hotel para que te echen.


Pedro miró los ojos azules y sintió algo en el pecho. Solo con mirarla a los ojos sentía una descarga de adrenalina.


Lo tentaba incluso mirándolo con desdén, pero no era solo desdén lo que había en sus ojos, ni en los labios entreabiertos, ni en el pulso que latía en su cuello. Las sombras en sus ojos la delataban.


Estaba excitaba y, seguramente, ella reconocía los mismos síntomas en él. No había logrado olvidarla.


Sin pensar, levantó su barbilla con un dedo. Era igual de maravillosa que recordaba, mejor aún. La discusión podía esperar.


Cuando iba a inclinar la cabeza sintió un repentino dolor en el brazo y, atónito, vio que Paula se lo retorcía en un movimiento de defensa personal. Tuvo que hacer un esfuerzo para contener el deseo de protegerse. Él no sabía pelear con reglas. Donde había crecido la violencia era endémica, brutal y a menudo mortal. En unos segundos podría hacer que se rindiera, pero hizo un esfuerzo para relajarse, ignorando el dolor en el brazo.


–Voy a llamar a la dirección del hotel –le advirtió Paula, respirando agitadamente.


–Yo soy la dirección del hotel, pequenina.


–¿Perdona? –exclamó ella, incrédula.


–Soy el propietario del resort –le explicó Pedro, intentando mover los dedos–. Suéltame –añadió, entre dientes–. Prometo no tocarte.


–¿Eres el dueño del hotel? –Paula lo soltó y él movió el brazo para restaurar la circulación. Parecía una experta en técnicas de defensa personal.


–Así es. Mi equipo de arquitectos lo diseñó y mis constructores lo levantaron.


–Ah, claro, eso explica muchas cosas –Paula apretó los labios–. Pero no entiendo por qué el médico ha ido a darte la noticia, por mucho que seas el propietario. ¿Qué ha sido de la confidencialidad? –no había levantado la voz, pero su tono, como si estuviera mordiendo cristales, lo decía todo.


Pedro negó con la cabeza.


–El médico no me ha dicho una palabra. Yo estaba aquí, en la suite, cuando confirmó el resultado de la prueba.


Paula lo fulminó con la mirada y Pedro sintió que le ardía la cara. Pero la vergüenza era un lujo negado a los que habían tenido que sobrevivir robando lo que otros tiraban. Nada lo asustaba, nada lo avergonzaba, ni siquiera el brillo acusador en sus ojos. Le daba igual lo que pensasen los demás.


Sin embargo, él fue el primero en apartar la mirada.


–Me había enterado de que te encontrabas mal y vine a verte.


–Ah, qué considerado –dijo ella, burlona, tirando hacia abajo de su camiseta.


Pedro miró su estómago plano. Allí estaba su hijo y la sorpresa le dejó la boca seca. Le gustaría tocarla, poner la mano en el suave abdomen…


El chasquido de dos dedos frente a su cara lo sacó de ese extraño estupor.


–Que seas el dueño del hotel no te da derecho a inmiscuirte en mi vida privada.


–No fue intencionado, te lo aseguro. Solo venía a verte.


–Esa no es excusa para espiarme.


–No estaba espiando. Y este asunto nos afecta a los dos.


Paula se puso colorada, el rubor dándole un aspecto joven y vulnerable.


–Tenemos que hablar –insistió Pedro.


Ella negó con la cabeza, su pelo rubio brillando como el oro cuando se dio la vuelta hacia el ventanal. Rígida, como si su presencia le hiciese daño.


–Un mes y un día, ¿recuerdas? Este asunto me concierne a mí tanto como a ti.


–Yo no estoy de acuerdo.


–¿Cuándo pensabas contármelo? ¿O no ibas a decirme nada? ¿Ibas a librarte del bebé sin decirle nada a nadie?
¿Había pensado librarse de su hijo?


¡Su hijo!


La noticia de que iba a ser padre lo había dejado atónito. 


Había tardado horas en asimilar que iba a tener un hijo, carne de su carne, sangre de su sangre.


Por primera vez en su vida tendría una familia


La idea lo asombraba y lo asustaba a la vez. Él jamás había esperado tener una familia propia y, sin embargo, estaba emocionado.


No sabía cómo iban a solucionar la situación, pero una cosa estaba absolutamente clara: ningún hijo suyo sería abandonado como lo había sido él.


Ningún hijo suyo crecería solo y desamparado.


Conocería a su padre y recibiría los mejores cuidados, todo lo que necesitase.


Él, Pedro Alfonso, se aseguraría de ello personalmente. Su determinación era más fuerte que nada.


–¡Di algo! –Pedro no estaba acostumbrado a ser ignorado, especialmente por mujeres a las que conocía íntimamente. Y más cuando se trataba de algo tan importante.


–¿Qué quieres que diga? –cuando se volvió, los ojos de Paula brillaban más que antes–. ¿Que no pensaba abortar? ¿Que no sabía cuándo iba a decírtelo o si iba a decírtelo? Aún no he tenido tiempo para hacerme a la idea de que estoy embarazada –Paula clavó un dedo en su esternón–. No creo que esto sea asunto tuyo. Soy yo quien está embarazada, soy yo quien llevará dentro a este bebé durante nueve meses, cuyo cuerpo y cuya vida cambiará irrevocablemente a partir de ahora, no tú.


Pedro intentó tomar su mano, pero ella se apartó como si su roce la contaminase.


«Demasiado tarde para eso, Alteza».


Paula vio que esbozaba una sonrisa burlona. Tenía un aspecto peligroso e impredecible y el brillo de sus ojos hacía que deseara dar un paso atrás, pero plantó los pies firmemente en el suelo.


No iba a dejarse amedrentar.


¿Cómo le había dado la vuelta a la situación lanzando una letanía de acusaciones contra ella? Ya estaba bien. Estaba cansada de ser juzgada por los demás.


–Evidentemente, tú has tenido tiempo para sacar todo tipo de conclusiones sobre este embarazo… si de verdad estoy embarazada –Paula clavó en él una mirada helada.


–¿Lo niegas?


–Quiero una segunda opinión, pero parece que tú ya estás convencido.


–Así es. Y solo hay una solución sensata a esta situación.


–¿Ah, sí?


–Por supuesto –Pedro la miró con un brillo de determinación en los ojos oscuros–. Tenemos que casarnos.






LA PRINCESA: CAPITULO 7




No! –exclamó Paula, estupefacta, mirando al médico–. No estoy embarazada.


¿Ella, embarazada? ¿Por qué iba a traer un niño al mundo cuando no era capaz de poner su propia vida en orden?


Podía imaginar la cara horrorizada de su tío. La impulsiva e irresponsable Paula, que desperdiciaba su vida en intereses absurdos en lugar de hacer el papel para el que había nacido. Aunque no tenía fe en que pudiese hacer ese papel.


–¿Está segura? –la mirada del médico era tan penetrante que Paula sintió que le ardía la cara.


–En fin, supongo que es posible –murmuró–. Pero solo fue una noche.


–Solo hace falta una noche –dijo el médico.


Paula sacudió la cabeza.


–No, no puede ser. Usamos preservativos –el rubor en sus mejillas se extendió al resto de su cuerpo. No por admitir que había estado con un hombre. Después de todo, tenía veinticinco años, no era una niña.


No, el rubor era por el recuerdo de cuántos preservativos habían usado, de lo insaciables que habían sido. Hasta que Pedro dijo que no quería saber nada de ella.


–Los preservativos no son efectivos al cien por cien –le recordó el médico–. ¿No usa otro método anticonceptivo?


–No –Paula hizo una mueca. Todos esos años tomando la píldora mientras entrenaba y de repente… tal vez debería haber seguido tomándola.


–Perdone que le pregunte, ¿pero cuándo fue esa noche de la que habla?


–Hace un mes. Un mes y un día exactamente –su voz sonaba ridículamente ronca y tuvo que aclararse la garganta. Sus periodos no eran regulares, de modo que podría ser un error–. Tiene que ser el mal de altura, eso es lo que ha pensado el guía.


–No lo creo –dijo el médico.


Paula abrió la boca para discutir, pero estaba demasiado cansada. Cuanto antes demostrase que estaba equivocado, antes le daría algo para el mareo.


A regañadientes, tomó la prueba que le ofrecía y se dirigió al baño… pero tuvo que agarrarse al quicio de la puerta porque de repente la habitación empezó a dar vueltas.


Pedro no sabía qué le sorprendía más, la posibilidad de que Paula estuviese embarazada o que él hubiera sido su único amante en el último mes. Si había que creer lo que decían las revistas del corazón, Paula no tenía escrúpulos para saltar de cama en cama.


Por eso se quedó donde estaba, escuchando la conversación. Espiar no era su estilo, pero no era tonto y sabía que su dinero lo convertía en objetivo para muchas buscavidas. Una demanda de paternidad podía ser muy lucrativa y él no era la presa de nadie.


Pero entonces recordó el tono sorprendido de Paula. No estaba fingiendo. Incluso había un temblor en su voz ante la idea de un embarazo no deseado.


Un mes y un día, había dicho. Eso significaba que el bebé que esperaba era hijo suyo.


Él siempre había tomado precauciones y era inconcebible pensar que hubiesen fallado. Y más inconcebible aún que fuese a tener un hijo.


Solo casi desde su nacimiento, Pedro había convertido lo que debería ser una debilidad en su mayor fortaleza: la autosuficiencia. No tenía a nadie y no necesitaba a nadie.


Siempre había sido así y no pensaba cambiar.


Nervioso, se pasó una mano por el pelo. Debería habérselo cortado el mes anterior, pero se había lanzado al trabajo con tal dedicación que no había tenido tiempo para nada más.


«Un mes y un día».


Se le encogía el estómago al pensarlo.


Un murmullo de voces hizo que volviese a mirar hacia la puerta de la habitación, pero, cuando estaba a punto de entrar, la voz masculina confirmó sus sospechas:
–Ah, esto lo confirma, Alteza. Está esperando un hijo.






LA PRINCESA: CAPITULO 6






Una empleada del hotel llamó a la puerta de la sala de juntas y asomó la cabeza con gesto de preocupación.


–Lamento interrumpir –se disculpó, mirando de unos a otros–. Una de las clientes se ha puesto enferma en las pistas de esquí. Están a punto de llegar.


–¿Se ha puesto enferma o se ha caído? –le preguntó el gerente, con tono preocupado. Enfermar era una cosa, tener un accidente en las pistas del hotel, otra muy diferente.


–Parece que es un mareo. Se trata de la princesa Paula de Bengaria, por eso he venido a avisarlo.


–¿Ha llamado al médico? –Pedro se levantó de un salto.


–No se preocupe, tenemos un médico en el hotel –se apresuró a decir el gerente–. Lo mejor para nuestros clientes, como usted sabe bien.


Por supuesto que lo sabía. Eso era lo que diferenciaba sus hoteles de los demás hoteles de lujo, la atención al detalle y el mejor de los servicios.


–El médico la examinará en cuanto llegue –dijo el gerente, haciéndole un gesto a la empleada para que saliera de la sala de juntas.


Pedro volvió a sentarse, pero había perdido la concentración. Durante la siguiente media hora tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse en los beneficios, proyectos y problemas hasta que, por fin, decidió rendirse.


–Tengo algo urgente que hacer –se disculpó mientras se levantaba de la silla–. Sigan ustedes.


Sabía que estaba portándose de una forma inexplicable.


 ¿Desde cuándo Pedro Alfonso delegaba en nadie algo que podía hacer él mismo? Especialmente después de haber cruzado el continente para acudir en persona a esa reunión.


Quince minutos después recorría el silencioso pasillo siguiendo a una nerviosa empleada.


–Esta es la suite de la princesa –la mujer llamó a una puerta con intricados picaportes de cristal tallado a mano, pero no hubo respuesta y Pedro la empujó. Estaba abierta.


–Soy amigo de la princesa –pasando por alto la mirada suspicaz de la mujer, entró en la suite y cerró la puerta tras él.


«Amigo» no describía su relación con Paula. Ellos no tenían una relación, pero, curiosamente, no era capaz de concentrarse en el asunto que lo había llevado allí hasta que comprobase por sí mismo que estaba bien.


El salón estaba desierto, pero la puerta que lo conectaba con el dormitorio estaba entreabierta y al otro lado escuchó el murmullo de una voz femenina, seguida de la voz de un hombre:
–¿Es posible que esté embarazada?