lunes, 1 de junio de 2015

EL HIJO OCULTO: CAPITULO 10




Pedro no contestó, pero la miró fijamente. Entonces, entrelazó los dedos con los de ella y le apretó la mano contra su pecho.


Paula supo que estaba metida en un buen lío.


Notó que Pedro deslizaba la otra mano sobre su espalda hasta encontrar la piel desnuda bajo la melena. Una oleada de sensaciones olvidadas la invadió por dentro.


Ella no quería sentirse así. No quería sentir nada por aquel hombre. Se puso tensa y trató de mantener el control.


Lo único que tenía que hacer era terminar aquel baile, esperar a que acabara la noche y después no volvería a ver a Pedro.


—Ya basta de hablar de otras personas, Paula —dijo Pedro, inclinando la cabeza para susurrarle al oído—. Disfruta del baile. En el pasado te encantaba bailar conmigo y eso no ha cambiado. Relájate... Sabes que eso es lo que quieres.


Estaba tan cerca de ella que podía oler su aroma masculino mezclado con el de la colonia que ella reconocía. Pedro le acarició la espalda y la estrechó contra su cuerpo.


Paula levantó la vista y percibió el brillo de su mirada. De pronto, notó la presión de su miembro erecto contra su muslo y se estremeció con un nudo en el estómago.


—La química que había entre nosotros sigue viva, Paula. Siento que estás temblando —le dijo.


La chica que él conocía se habría sonrojado y derretido contra su cuerpo. Pero Paula ya no era esa persona. Tenía más coraje y se respetaba más a sí misma como para sucumbir ante un hombre como Pedro, y lo más importante era que tenía que proteger algo más aparte de sí misma...


—Recuerda dónde estás y resérvate para tu novia. En cuanto a lo de temblar. Era un temblor de rechazo. No me gustas, Pedro.


Pedro Alfonso era una amenaza para la vida tranquila que ella se había procurado, y quería asegurarse de que él no quisiera volver a verla o a hablar con ella.


Él se detuvo y la miró. Dejó caer las manos a ambos lados de su cuerpo y apretó los labios. Ella esperaba que explotara en cualquier momento. Pero no fue así.


—Estás exagerando, Paula, pero te comprendo. Ya han dejado de tocar, ¿nos reunimos con los demás? —la agarró del brazo y puso una irónica sonrisa—. Por cierto, me alegra ver que todavía llevas el prendedor que te regalé. Te queda mucho mejor ahora que tienes el cabello más largo.


Paula se había olvidado de que llevaba el maldito prendedor en la cabeza. Era la única joya que había guardado y en ese momento se arrepentía de haberlo hecho. Se sonrojó...


—Así que todavía te sonrojas, Paula —dijo él, y sujetándola por la barbilla la miró a los ojos—. Me alegro de que guardes algo que yo te regalé, Paula, aunque ambos sabemos que no era lo que querías en realidad, y lo siento de veras —dijo con sinceridad.


La manera de reaccionar de Paula lo sorprendió. Ella giró la cabeza con brusquedad, pero no antes de que él pudiera ver el pánico en su mirada. Intentó agarrarla del brazo, pero ella lo evitó y se dirigió hacia Julian sin decir palabra.


El comportamiento de Paula lo intrigaba. A su manera él había tratado de ser amable al referirse a su pasado en común y al desafortunado aborto, no había pretendido provocarle pánico, y por eso se preguntaba qué había pasado.


Sentada con Julian en la parte trasera del coche que conducía un chófer, Paula le preguntó cuánto quedaba para llegar a su apartamento.


—No vamos a ir a mi apartamento, Paula, tranquila. Le he pedido a Max que nos lleve de vuelta a Dorset. Por mucho que me gustes, no quiero ser un sustituto de otro hombre. El viaje durará una hora o así. Hay tiempo de sobra para que me cuentes todo acerca de Pedro Alfonso. Lo conocías, ¿verdad?


—Sí, lo conocí cuando estaba en la universidad —contestó, y le contó todo a Julian.


En cierto modo, la ayudó a ver desde otra perspectiva su manera de reaccionar ante Pedro.


—Ese hombre no me pareció tan superficial, pero él se lo pierde —dijo Julian, y la rodeó con el brazo— olvídate de esa rata.


Y ella estuvo a punto de hacerlo...


Sobre todo cuando al llegar a casa, Julian le advirtió con una sonrisa:


—No voy a abandonar del todo, Paula. Estaré fuera un par de semanas o así y te llamaré cuando regrese.


La besó en los labios con delicadeza y se marchó.









EL HIJO OCULTO: CAPITULO 9






Paula se fijó en el brillo de diversión de su mirada el muy cretino estaba disfrutando de aquello.


—Entonces, ¿quizá eres una modelo y te he visto en las revistas? —sugirió él, y ella supo que le estaba tomando el pelo.


—No, me temo que no. 


La novia de Pedro lo agarró del brazo y comentó:
—Los hombres no tenéis ni idea de modelos, Pedro —bromeó Sophia—. Paula es demasiado grande para ser modelo. Todas son extremadamente delgadas, tipo perchero.


Paula dejó de sentir lástima por el hecho de que Sophia tuviera un novio tan arrogante como Pedro. Decidió que hacían buena pareja. Detrás de aquella falsa sonrisa y aquellos grandes ojos marrones había una zorra con un gran trasero.


Paula había engordado un poco en los últimos cinco años, pero no se podía decir que estuviera gorda. Era profesora de educación física e historia y estaba en buena forma, aunque quizá un poco voluminosa en el pecho. Pero había un buen motivo para ello y no estaba dispuesta a que aquella pareja lo descubriera.


—Tu novia tiene razón —le dijo a Pedro, pero mirando a Sophia—. De hecho, soy profesora de historia en un colegio de chicas que está cerca de casa —los informó. Después agarró el zumo y bebió un trago, deseando que Julian no la hubiera convencido para ir al baile.


—¿Historia? Una asignatura interesante. ¿Qué prefieres enseñar? ¿Historia antigua o contemporánea? —preguntó Pedro, arqueando una ceja.


—Ambas —contestó ella, fulminándolo con la mirada.


—Está muy bien. La historia puede enseñarnos mucho sobre la gente. 


¿Era ella la única que percibía el cinismo en su tono de voz?


—Estoy segura de que no hay nadie que pudiera enseñarte muchas cosas —soltó Paula. ¿Por qué no podía haberse quedado calladita? Todos la miraban como si se hubiera vuelto loca. A lo mejor era cierto. Pedro Alfonso siempre había tenido ese efecto sobre ella.


Julian soltó una carcajada y dijo:
—Huy, Paula, retiro lo que te dije acerca de que trabajaras conmigo en asuntos exteriores —la rodeó con un brazo por los hombros—. Nunca podrías ser diplomática. Decir lo que uno piensa es un gran fallo para un miembro del cuerpo diplomático —Julian inclinó la cabeza y la besó en los labios—. Pero en todo lo demás eres perfecta, Paula —añadió.


Durante un instante, Pedro Alfonso se sorprendió al sentir que la rabia se apoderaba de él al ver que Julian Gladstone besaba a Paula. Habían pasado cinco años desde la última vez que la había visto, desde que regresó a casa y descubrió que ella lo había dejado llevándose todo lo que él le había regalado y el gato...


En aquel momento no le gustó lo sucedido, pero después de lo que había pasado entre ellos no le sorprendió. Él había continuado con su vida convencido de que Paula había hecho lo mismo. «Paula no significa nada para mí», se dijo. 


Pero no pudo evitar provocarla preguntándose cuánto tiempo podría aguantar la mentira de que no se conocían.


Sin embargo, ver que otro hombre besaba a Paula había provocado en él un instinto de posesión que creía ya extinguido. Y ella llevaba los diamantes que él le había regalado, algo que lo ofendía aún más. Aunque ella se los había ganado. Nunca había tenido una compañera de cama tan buena como ella, y al pensar en ello notó que perdía el control.


—Ya recuerdo dónde te he visto, Paula —dijo Pedro—. Trabajabas como recepcionista en un hotel en el que me alojé una vez. Creo que en aquella época eras estudiante.


—Es posible —contestó ella—. Una vez trabajé a media jornada en un hotel, pero por la recepción pasa tanta gente que no puedo acordarme de toda.


La mujer elegante que Pedro tenía delante era todo lo contrario a la chica inocente y desvergonzada que recordaba. El vestido de seda gris que llevaba se ceñía a cada curva de su cuerpo, y los tacones la hacían parecer más alta. Ella lo miró fríamente con sus ojos azules, consciente de que se había ofendido y él no pudo hacer más que admirar su actitud desafiante. No recordaba que Paula hubiera sido tan provocadora en el pasado.


—Vamos, Pedro —Sophia lo agarró del brazo—. Están tocando nuestra canción. Vamos a bailar.


—Por supuesto —dijo él, mirando a Sophia después de haber recuperado el control. Se percató del pequeño detalle de que mientras que Paula lo hacía enfurecer, él no reaccionaba ante la mujer a la que pensaba pedirle matrimonio.


Condujo a Sophia hasta la pista de baile y la estrechó contra su cuerpo. La música era lenta y ella apoyó la cabeza contra su pecho. Él se alegró de que fuera así. No hacía falta hablar y así tenía tiempo para pensar.


No solía acudir a ese tipo de eventos, pero puesto que Sophia se lo había pedido y ella era la hija del embajador había aceptado. Pasarían la noche en la embajada y él había decidido que sería una buena oportunidad para pedir la mano de Sophia.


Sophia era una mujer atractiva y muy conocida por su trabajo como voluntaria en obras Benéficas en Atenas. 


También era griega y una amiga de la familia, así que él sabía lo que se esperaba de una esposa griega y, si era ancha de caderas, Pedro podía sobrevivir con ello. Tenía el cuerpo adecuado para albergar a un hijo, o eso había pensado él media hora antes...


Sophia y su padre habían abierto el baile y Pedro los había observado desde lo alto de la escalera con una copa de champán en la mano. Tras beber un trago y mirar alrededor de la sala, se había fijado en una pareja que estaba en medio de la pista.


La copa de champán tembló entre sus dedos. El hombre era alto y rubio y la mujer que estaba entre sus brazos era Paula... No tenía ninguna duda al respecto. Tenía su imagen grabada en la mente. Paula Chaves...


Tenía el cabello recogido de forma que se le veían los rasgos del rostro, con la cabeza echada ligeramente hacia atrás, sonreía a su compañero. Pedro recorrió su cuerpo con la mirada y se fijó en el escote del vestido que llevaba. Se metió las manos en los bolsillos, sorprendiéndose por la excitación que había sentido al verla. Pero ella siempre había tenido ese efecto sobre él y, al parecer, nada había cambiado...


Pedro no fue capaz de apartar la vista de ella. El compañero de Paula la giró y él se fijó en que tenía el cabello mucho más largo. Entonces, reconoció una cosa.


El prendedor de diamantes con forma de mariposa que llevaba para sujetar su cabello era un regalo que él le había hecho. Era la primera joya que él le había comprado, y ella se la había llevado con todas las demás cosas cuando se marchó del apartamento.


En su momento, él consideraba que no eran más que regalos, entonces, ¿por qué le molestaba ver que llevaba su regalo mientras estaba con otro hombre? Por su manera de relacionarse se deducía que eran amantes, o quizá incluso marido y mujer.


Por algún motivo, prefirió no preguntarse demasiado por qué quería saberlo. Entonces vio que su prometida y su padre se acercaban y forzó una sonrisa. Fingiendo cierto interés por el hombre rubio le hizo algunas preguntas al embajador y descubrió mucho acerca de él.


Al parecer, Julian Gladstone era un adinerado terrateniente y una figura importante en la oficina de asuntos exteriores, conocido por su brillante dominio de los idiomas. El embajador no sabía mucho acerca de Paula, pero se ofreció a presentarle a Gladstone, diciéndole a Pedro que le caería bien, ya que a todo el mundo le parecía agradable.


No había sido así. Pero Pedro comprendía por qué a Paula o a cualquier otra mujer podía gustarle.


Pedro, la banda ha dejado de tocar —Sophia se restregó de manera sensual contra su cuerpo y él no sintió nada—. Estás en otro mundo.


—Perdido entre tus brazos —dijo él, y la guió hacia el grupo de gente que había en la barra.


Sophia no se dejó engañar y se acercó a Julian pestañeando y le sugirió que bailaran.


Pedro frunció los labios. No le importaba si Sophia era coqueta por naturaleza o si intentaba ponerlo celoso. Gladstone era un caballero y no podía rechazar la oferta, y así Pedro tuvo oportunidad de hablar con Paula.


—Nos hemos quedado tú y yo, Paula —percibió rechazo en la mirada de sus ojos azules—. Baila conmigo —le pidió, y la sujetó por la cintura antes de que ella pudiera negarse.


Paula estaba dispuesta a decirle que no, pero al sentir la palma de la mano de Pedro contra su piel se quedó sin respiración y él aprovechó para rodearla por la cintura y guiarla hasta la pista de baile.


Sonaba música lenta.


Ella apoyó la mano sobre su hombro para intentar mantener cierta distancia entre ambos.


Sólo tenía que bailar con él. No era necesario hablar. Volvió la cabeza un poco y miró por encima de su hombro, pero notaba la mirada de sus ojos oscuros sobre ella.


—Aunque no me mires, no conseguirás que me vaya, Paula —se rió Pedro—. Así que deja de mirar al infinito y cuéntame cómo has estado. Bien, a juzgar por tu aspecto. Si acaso, estás más guapa que nunca.


Entonces, ella lo miró.


—Gracias, estoy bien —dijo ella, decidida a ser fría y cortés. Pero era difícil hacerlo mientras Pedro la rodeaba con los brazos y la miraba fijamente a los ojos.


—Entonces dime por qué, teniendo en cuenta nuestra relación pasada, tengo la sensación de que desearías no haberme visto otra vez. Incluso negaste que nos conociéramos —dijo con una sonrisa.


—¿Yo? —Paula arqueó las cejas ligeramente—. Tuviste la oportunidad de reconocer que nos conocíamos cuando te dije: «un placer, otra vez, Pedro». No la aprovechaste, y comprendo por qué. Es evidente que no quieres disgustar a Sophia. Pero lo que no comprendo es por qué empezaste con juegos estúpidos. Deberías alegrarte de que no contara la verdad —le dijo mirándolo fijamente—. Tu prometida no tiene por qué saber lo canalla que eres —sus palabras provocaron que él dejara de sonreír y se pusiera tenso.


—Sophia no es mi prometida.


—Díselo al embajador, porque creo que él espera que lo sea pronto.


—Puede que Sophia le haya dado esa impresión —dijo él—, pero no es cierta.


—Bueno, pues yo creo que hacéis una pareja perfecta.


De pronto se le ocurrió a Paula que si Pedro estuviera casado y viviendo en Grecia con una familia, ella se sentiría mucho mejor y su secreto estaría a salvo.


—¿Y por qué me animarías a que me casara? ¿Quizá porque tú tienes planes respecto a Julian Gladstone y no quieres que le cuente nada acerca de nuestra relación y de cómo acabó? —preguntó—. ¿Es eso, Paula? ¿Quieres guardar nuestro dramático secreto?


Ella empalideció.


—No seas ridículo. Julian y yo somos amigos desde hace años y lo sabe todo acerca de mí. Sólo pensaba que Sophia y tú hacéis buena pareja.


—¿Y desde cuándo sois amantes?


—Eso no es asunto tuyo.






domingo, 31 de mayo de 2015

EL HIJO OCULTO: CAPITULO 8




—Podías haberme dicho que era la embajada griega, en lugar de decir que era una embajada sin más —dijo Paula, mordiéndose el labio inferior con nerviosismo. En los últimos cinco años no hacía más que encontrarse con griegos en el camino.


—¿Y qué diferencia hay? Extranjeros, griegos, franceses, a este tipo de cosas acude el mismo tipo de gente. Deja de preocuparte, Paula. Estás estupenda con esa ropa plateada, y encajas perfectamente entre la élite internacional de nuestra ciudad. De hecho, eres la mujer más guapa que hay aquí.


—¡Eres un adulador, Julian! Y mi vestido no es de color plata, sino gris perla —le informó a su pareja con una sonrisa mientras avanzaban para que los presentaran ante el embajador griego en Londres—. Y claro, este baile es un gran avance para la profesora de historia de Dorset...


—¡Tonterías! Has estudiado política e historia, y eres más inteligente que la mayoría de las mujeres de aquí. ¿Estás segura de que no querrías cambiar de profesión y trabajar conmigo en la oficina de asuntos exteriores de Londres?


—No... Y de todos modos, tú nunca estás en Londres, sino que pasas la mayor parte del tiempo en otras partes del mundo.


Julian negó con la cabeza


—Me conoces demasiado bien, ése es el problema —dijo con un suspiro.


Paula se rió, pero era verdad. Él era tres años mayor que ella y se conocían de casi toda la vida. Su tía Irma había trabajado durante años como secretaria del padre de Julian y, tras la muerte de su padre, él lo había heredado todo. Pero en lugar de dedicarse a tiempo completo a gestionar la finca de Gladstone. Tal y como había hecho su padre, él había contratado a un administrador puesto que prefería trabajar para el gobierno.


La tía de Paula vivía en una casa a las afueras de un pueblo de la finca, y Paula había pasado allí muchas vacaciones de verano. Tras la muerte de sus padres, aquella casa se había convertido en su hogar permanente. «Y todavía lo es», pensó con una media sonrisa.


—Deja de pensar en las musarañas —le dijo Julian—. Es nuestro turno —se detuvo—. Paula, te presento a Alessandro, el embajador griego y un gran amigo mío. Debo añadir que es viudo y que las mujeres de Londres lo echarán mucho de menos cuando regrese a su país el mes que viene.


Paula sonrió ante una presentación tan informal y tendió la mano para saludar al hombre que tenía delante.


—Encantada de conocerlo. Soy Paula Chaves.


Era un hombre muy atractivo, con pelo cano y una cálida sonrisa. Aquel baile era la manera de despedirse del resto de los embajadores de la comunidad internacional de Londres. Algo que Julian no le había dicho cuando la convenció para que asistiera al baile con él.


—El placer es mío, Paula. Ahora comprendo por qué Julian ha pasado tanto tiempo en Dorset últimamente. Siempre es agradable conocer a una bella mujer.


Paula se sintió halagada cuando él le preguntó un par de cosas acerca de su vida.


Paula empezaba a encontrarse más tranquila y agarró a Julian del brazo mientras bajaban por la escalera hasta el salón de baile. Él agarró dos copas de champán de una bandeja que llevaba un camarero y le dio una a ella.


—¿No es tan terrible como temías? —chocó la copa con la de ella—. Por una noche interesante.


Paula sonrió y bebió un sorbo de champán.


—¿Sabes, Julian?, puede que por una vez tengas razón.


La banda empezó a tocar un vals y Julian le retiró la copa y la dejó sobre una mesa cercana.


—Estoy seguro de que puedo hacer esto —dijo él, rodeándola por la cintura y agarrándola de la mano—. Vi varios programas de baile de salón mientras estuve confinado en el campo durante tanto tiempo.


Paula soltó una carcajada.


—Unas semanas con las piernas escayoladas y una convalecencia de dos meses mirando la televisión no te hace un gran bailarín —dijo ella.


—Qué poca fe tienes —se mofó él, y la guió hasta la pista de baile.


Sorprendentemente, era un excelente bailarín, y Paula supo que no había aprendido gracias a la televisión, aunque era cierto que había estado durante mucho tiempo en la casa familiar de Dorset tras partirse ambas piernas en un accidente de moto.


Julian era un hombre soltero y muy atractivo, con pelo rubio, ojos grises y una pícara sonrisa, que tenía veintinueve años y le gustaba alardear de ser un hombre de mundo. Pero a pesar de ser un antiguo amigo de la familia, durante los últimos meses había convertido su relación con Paula en algo más. Al principio ella había pensado que era porque al no haber mucha oferta femenina en Dorset, él la consideraba la mejor opción. Pero sus besos eran persuasivos y él estuvo a punto de convencerla de que no era por eso. Esa noche, después del baile, se quedarían en su apartamento de Londres y, aunque él nunca se lo había dicho, ella tenía la impresión de que esperaba algo más que unos cuantos besos. Pero puesto que ya le habían hecho daño, ella estaba un poco reacia.


De hecho, no estaba segura de si no habría cambiado de opinión si hubiera sabido que el baile era en la embajada griega. Pero era demasiado tarde. Además, era evidente que sus temores eran infundados, y estaba divirtiéndose.


—¿Qué piensas?


Paula lo miró con una sonrisa.


—Si eres bueno, te lo contaré más tarde —bromeó ella, y él se detuvo un instante y la abrazó con fuerza.


—Créeme, puedo ser muy bueno cuando llega el momento —su mirada era explícitamente sexual.


—Compórtate y baila —dijo ella sonriendo, y se estremeció. 


Quizá había llegado el momento de dar un paso más. 


Llevaba manteniendo el celibato durante mucho tiempo...


Entonces, notó que se le erizaba el vello de la nuca y tuvo una extraña sensación que nada tenía que ver con Julian. 


Alguien la estaba mirando.


Diez minutos más tarde, de pie junto a la barra de la habitación contigua, Julian pidió un whisky con soda y un zumo de frutas para Paula. Una copa de champán era suficiente para ella, y seguía teniendo sed. Ella bebió un largo trago antes de dejar la copa sobre la barra.


—Esto es una embajada, ¿verdad? —preguntó sonriendo a Julian—. Entonces, ¿dónde están los Ferrero Rocher? —bromeó. Estaba riéndose cuando el embajador apareció y los interrumpió.


—Es una vieja broma —se rió—. Pero me alegra ver que lo estáis pasando bien. Ahora, permitidme que os presente a mi hija Sophia.


Paula se volvió y estrechó la mano de una mujer atractiva y sonriente.


—Y éste es su novio, Pedro Alfonso, el presidente de Alfonso Corporation —el embajador se echó a un lado—. Nuestras familias son amigas desde hace años —comentó con orgullo.


Al oír el nombre, Paula se quedó helada. Pedro estaba delante de ella y entonces, ella supo quién la había estado observando. El peor de sus temores se había convertido en realidad.


Incapaz de pronunciar palabra y tensa por el shock, se fijó en el rostro poderoso de Pedro Alfonso, el hombre que había sido su primer amor. Con el corazón acelerado, respiró hondo para intentar calmarse.



Él iba vestido con un traje negro, una camisa blanca y una pajarita negra. Sus ojos se oscurecieron al mirarla. Él parecía mayor y tenía algunas canas en su cabello negro. 


Los rasgos de su rostro arrogante eran un poco más pronunciados. Tenía treinta y tantos años y el paso del tiempo sólo había servido para darle un aspecto de mayor seguridad en sí mismo, pero ella lo habría reconocido en cualquier lugar.


Paula hizo un gran esfuerzo para seguir sonriendo mientras los presentaban.


¿Admitiría Pedro que ya la conocía? No, por supuesto que no. Estaba con su novia, por el amor de dios.


—Paula —una mano fuerte le estrechó la suya.


—Un placer, otra vez, Pedro—dijo ella.


—El placer es mío —dijo él, mirándola a los ojos con cierto brillo de ironía.


Ella retiró la mano antes de que él pudiera agarrarle los dedos y se acercó a Julian como en busca de protección.


No porque la necesitara. Era evidente que Pedro no consideraba necesario comentar que se conocían y Paula se sintió aliviada. Aparte de su tía Irma, nadie sabía que había tenido una relación con ese hombre, y así era como quería que fuera.


Durante la conversación. Paula trató de intervenir lo menos posible y evitó mirar a Pedro Alfonso.


Su mirada se posaba en Sophia, su novia. Era una mujer menuda y bella que lucía un vestido rojo sin tirantes que se ceñía a su cuerpo. Sophia era el tipo de mujer con el que se casaría un magnate griego como Pedro. Rica, amiga de la familia y griega, por supuesto.


—¿No nos hemos visto antes en algún sitio, Paula? —le preguntó Pedro en un momento dado.


Paula no tuvo más remedio que mirarlo.


No le importó. Pedro nunca la había considerado bastante buena para él: simplemente había sido su amante. En esos momentos, ella se sintió afortunada porque desde luego él no era el hombre adecuado para ella...


Si él creía que podría provocarla con sus preguntas, se equivocaba. Se necesitaban dos personas para jugar a ese juego. Y ella ya no era la chica ingenua que él había seducido, sino una mujer madura. Haber impartido clases durante tres años a chicas adolescentes, más interesadas en los chicos que en estudiar, la había enseñado a ser asertiva y con carácter.


—No, debes de confundirme con otra persona. Esto es lo más cerca de Grecia que he estado nunca —desde luego él nunca la había llevado...






EL HIJO OCULTO: CAPITULO 7




Paula estaba de pie en la cocina, hablando con el gato.


—Tenías razón acerca de Pedro, Marty. Debería haberme fiado de tus instintos en lugar de los míos. Pedro Alfonso, por muy rico que sea, es muy pobre tanto emocional como moralmente. Es un hombre despiadado y despreciable. Lo odio —el gato ronroneó como si estuviera de acuerdo—. Ahora eres mío, y tú y yo nos vamos.


Agarró al gato y lo metió en el transportín después recogió la bolsa donde estaba el joyero y salió del apartamento sin mirar atrás. Tenía las maletas en el recibidor y su coche estaba aparcado en la puerta.


Paula le dio las gracias al portero por ayudarla a meter las maletas en el coche y colocó el transportín en el asiento de atrás antes de sentarse al volante.


El día después de sufrir el aborto, Pedro estaba en el hospital cuando el doctor Norman le dio el alta. Destrozada por la pérdida, estaba demasiado débil para resistirse al ofrecimiento de Pedro de llevarla al apartamento.


El doctor Marcus le había asignado una enfermera para que se quedara con ella el fin de semana, aunque Pedro había insistido en que él podría cuidar de ella. La semana siguiente Paula tenía una cita en la clínica privada de Marcus para hacerse un legrado y después de que la enfermera y Paula le insistieran para que se marchara, Pedro había partido hacia Grecia para asistir al cumpleaños de su padre.


—Tienes mi número de teléfono móvil —había dicho él—. Llámame si me necesitas. Volveré el domingo por la noche. Cuenta con ello —después le prometió que la acompañaría a la cita del médico la siguiente semana, le dio un beso de despedida y se marchó.


Había llegado el lunes, la enfermera se había marchado y Pedro no había regresado. Paula había intentado contactar con él la noche anterior y una tal Christina, su secretaria, había contestado su teléfono. Tras una esclarecedora conversación, Paula decidió que se marchaba a casa...


No podía creer que hubiera Sido tan débil como para permitir que Pedro la engañara de nuevo... «Nunca más», se prometió en silencio.


El amor y la ternura que creía que sentía por él se habían convertido en frío y amargo desdén, así que hizo lo que él esperaba que hiciera una amante. Se había llevado todo lo que él le había dado, incluido el coche.


No podía equipararse al precio de haber perdido un hijo.






EL HIJO OCULTO: CAPITULO 6





Cuando oyó mencionar al doctor Marcus, Paula cerró los ojos. «Si no hubiera pensado en que Pedro iba a contratarlo, no me habría entrado pánico y no estaría aquí», pensó ella, reviviendo el fuerte dolor que había sentido en el vientre y que la había hecho caer. Se había levantado despacio y había decidido prepararse una infusión para tratar de calmar el dolor. Después, sentada a la mesa de la cocina, se percató de que algo iba mal. Se dobló por la cintura al sentir un dolor tan intenso que le cortó la respiración. De pronto, notó un líquido en la entrepierna y se levantó para ver que la sangre corría por sus piernas.


Agarró el teléfono y llamó al servicio de urgencias, pero cuando llegó la ambulancia, supo que era demasiado tarde.


Había estado allí seis horas y, en ese tiempo, la pequeña vida que había en su interior había terminado. Abrió los ojos y miro de nuevo a Pedro. El padre de la criatura. Nunca volvería a confiar en él...


Pedro había tenido la arrogancia de sugerir que ella debería haberlo llamado. Vaya broma. Era casi medianoche y, evidentemente, no había tenido prisa en llegar allí. Estaba claro que ni ella ni su bebé eran tan importantes para Pedro como su trabajo.


—No —dijo ella.


Ya no necesitaban al doctor Marcus el pánico que había sentido, el gato y la esquina de la cómoda de cajones habían hecho el trabajo por Pedro.


—No es un lugar caótico, sino un hospital público muy ocupado... El tipo de sitio que frecuentamos el común de los mortales. Y respecto a lo de irme a otro sitio, ya no tiene sentido. Ya he perdido al bebé. Deberías alegrarte ahora que se ha solucionado el problema.


—Santo cielo —dijo Pedro al cabo de un momento.


Era culpa suya que Paula estuviera tumbada en aquella cama de hospital, y el sentimiento de culpabilidad que había experimentado cuando el doctor le contó lo sucedido, se intensificó.


—Paula —se acercó a la cama—. Nunca pensé en que ese niño fuera un problema, y siento que lo hayas perdido... Tienes que creerme.


Paula estaba pálida y Pedro se sorprendió de la pena y el arrepentimiento que sentía al mirar a sus ojos azules. 


Unos ojos que ya no brillaban, apagados por la aceptación de lo que le había sucedido. Se sentía como un ogro.


Se sentó en la cama, se inclinó para besarla en la frente y le agarró la mano.


—Debes creerme, Paula —repitió él. Ella lo miró con frialdad y, entonces, añadió—: nunca se me ocurrió que pudieras perder al bebé. Esta mañana estaba enfadado, pero por la tarde, cuando me recuperé del shock, decidí que me
gustaba la idea de que nos convirtiéramos en una familia. Iba a decírtelo esta noche.


«Qué fácil es decir eso ahora», pensó Paula, y sintió que él le apretaba la mano. Pedro la miró y a Paula le pareció ver dolor y angustia en su mirada. Ella notó que la compasión se instalaba en su corazón.


No, no era posible. Pedro no volvería a hacerla sentirse como una idiota.


—Era un detalle, pero no es necesario. He perdido al bebé —murmuró ella—. Pero míralo por el lado bueno, Pedro. Te has ahorrado un montón de dinero.


—¿Qué quieres decir? —preguntó Pedro, tratando de contener la rabia—. Puedes acusarme de muchas cosas, Paula, pero no de ser mezquino. Prometo que podrías tener todo lo que quisieras.


Lo único que quería era recuperar al bebé y eso no era posible. Sabía que Pedro era muy generoso con las cosas materiales, pero era el peor hombre que había conocido nunca a la hora de gestionar sus emociones. Eso si tenía emociones. Tenía un autocontrol increíble y era muy arrogante. Pedro Alfonso siempre tenía razón...


—Sí, tienes razón —dijo Paula—. Es cierto que para ti no significa nada el coste de un médico privado.


Pedro tenía la sensación de que se le escapaba algo, pero, en ese momento, entró Marcus con el doctor Norman y una enfermera. Se puso en pie y se dirigió a su amigo:
—Quiero sacar a Paula de aquí, Marcus, y que te ocupes de ella inmediatamente.


—Es medianoche, Pedro, y Paula está agotada. Será mejor esperar a mañana —contestó Marcus, y el doctor Norman asintió.


Marcus, quiero lo mejor para Paula y no es esto.


—No voy a irme a ningún sitio —murmuró Paula, y los tres se volvieron para mirarla—. Sólo quiero dormir.


—Ella está bien, caballeros —el doctor norman habló de nuevo—. Permitan que la enfermera le dé un calmante y continuaremos hablando fuera de la habitación.