domingo, 26 de abril de 2015

CHANTAJE: CAPITULO FINAL





Estaba llorando por unos zapatos. Sentada ante el armario abierto, con los ojos llenos de lágrimas, Paula intentaba decidir qué zapatos conservar y cuáles tirar.


En realidad, su sensibilidad no tenía nada que ver con el calzado sino con Pedro. Era un hombre muy ocupado, pero hasta aquel día siempre se había mostrado disponible. 


¿Cuál era el problema? Que la había tratado como una delicada figura que podría romperse con un simple roce.


Echaba de menos la dedicación con la que Pedro acometía cualquier cosa, fuera buena o mala. 


Echaba de menos las discusiones y la comodidad de trabajar juntos, la conexión que había sentido al hablar de su padre, el sobrecogimiento cuando Pedro le plantó cara al padre de Paula. Y sobre todo, echaba de menos la pasión desbordada y la unión de sus almas.


Los días eran una tortura. Y las noches eran todavía peores.


Se iban a dormir cada uno en un lado de la cama. 


Sintiéndose inútil y vacía, Paula daría cualquier cosa por que él la abrazara por detrás como había hecho en el hospital. 


Tenerlo tan cerca y al mismo tiempo tan lejos la estaba matando. ¿Por qué no se atrevía a pedirle que se quedara?


Porque no podría soportar otro rechazo en su vida.


Pedro la había dejado sin intentar comprender sus miedos. 


Solo quedaban los preciados recuerdos, esparcidos a su alrededor como cristales rotos. Tenía que escapar de allí. No podía pasarse un día más lamentándose por lo que nunca tendría. Pero ¿cómo irse cuando Alfonso Manor y sus habitantes se habían convertido en su vida?


De modo que allí estaba, limpiando su armario y llorando.


Entonces Pedro entró por la puerta, como si lo hubiera conjurado su desesperado anhelo.


–¿Cuándo has vuelto? –le preguntó ella.


–Hace unos minutos –dudó un momento–. La policía ha detenido a los cinco.


Paula se estremeció al recordar a aquellos hombres en la ventana.


–¿Tendré que testificar?


–No lo creo. Cuatro de ellos han confesado y el caso está cerrado. No pueden encontrar nada que relacione a Balcher con el crimen, ni tienen pistas de quién pudo ser el instigador. Tampoco hemos encontrado nada más en la fábrica.


Paula no quería pensar en ello. Alguien que recurría a aquellos métodos para asustar a las personas no merecía su atención.


Pedro la sorprendió al acercarse y arrodillarse a su lado. Lo miró a la cara, pero rápidamente apartó la mirada. Era tan atractivo que no podía mirarlo sin sucumbir al dolor.


–¿Qué ocurre, Paula?


Ella se secó las lágrimas de las mejillas. La experiencia le había enseñado que a los hombres no les gustaban las mujeres sentimentales.


Él se sentó y la hizo girarse como si fuera una muñeca. Ya fuera impecablemente vestido para el trabajo, sudoroso por el sexo o sentado en el suelo, era el hombre más atractivo que había visto en su vida.


Y allí estaba ella, vestida con unos pantalones de yoga y una camiseta, y el pelo recogido con una enorme horquilla. 


Pedro le había tocado la parte más fea del trato.


Él no se movió ni dijo nada, y su actitud expectante animó a Paula a hablar. Era mejor elegir un tema seguro antes de que él empezara a escarbar en sus sentimientos.


–Me estoy esforzando por volver a la normalidad –señaló el armario–. Tampoco es que esto sirva de mucho –era cierto. 


Sin un propósito claro y definido no tenía motivos para levantarse y seguir adelante. Lo único que hacía era pensar y deprimirse, sintiéndose inútil e indeseada.


–Todos queremos que te recuperes, lo sabes, ¿verdad?


–Sí, Pedro. Lo sé. Pero estoy bien –necesitaba volver al trabajo.


–No lo parece.


Un rápido vistazo le reveló la misma expresión escrutadora con la que Pedro llevaba mirándola una semana. No quería ser un acertijo que él tuviera que resolver.


–Estoy preparada para volver a ocuparme de Lily –de aquello estaba segura–. No puedo permanecer de brazos cruzados sintiéndome una inútil mientras otra persona hace mi trabajo.


–¿Una inútil? –repitió él incrédulo–. Paula, te has desvivido por ayudar a todo el mundo. A este pueblo, a Nolen, a Maria, a Nicole. Te has sacrificado por mantener a Lily a salvo…


–Calla –se puso en pie–. No sigas por ahí.


Él también se levantó.


–Paula…


–No –sentía que estaba a punto de derrumbarse, y se puso a andar de un lado a otro de la habitación–. No me sacrifiqué por Lily. La quiero, pero si me ofrecí voluntaria para casarme contigo fue porque me sentía culpable. Estoy en deuda con Lily.


–¿De qué estás hablando? –le preguntó él, desconcertado pero con voz amable.


Casi prefería que se pusiera furioso. Sería mucho más fácil.


–Yo provoqué su accidente…


Pedro sacudió la cabeza.


–No. Ella estaba volviendo a casa…


–Por mí. Tú le habías dicho que se quedara un día más por el mal tiempo. Pero yo me puse enferma y tuvieron que ingresarme en el hospital para operarme de apendicitis. Maria llamó a Lily y le dijo que mi madre me había dejado sola. Ni siquiera esperó a que me sacaran del quirófano –el estómago se le revolvió por el recuerdo–. Lily fue al hospital a pesar del tiempo para estar conmigo. Para que yo no estuviera sola. No me enteré del accidente hasta que me dieron el alta.


–¡Por Dios, Paula! –exclamó Pedro. Fue hacia ella y la agarró por los brazos para sacudirla–. ¿Cómo puedes sentirte responsable? Lily jamás te culparía del accidente.


–Pero yo sí me culpo. Igual que me culpo por hacerte volver y quedarte aquí. Tú quieres estar en Nueva York. Y en vez de eso estás aquí, conmigo.


–Eso no es por tu culpa. Es cosa de Renato. Él nos ha metido en esta situación…


–Pero yo quiero que te quedes.


El silencio que siguió a sus palabras le ahogó los latidos del corazón. ¿De verdad había dicho eso en voz alta? El miedo le impedía mirarlo a los ojos. Ya no había vuelta atrás.


–Tú estás aquí por obligación, Pedro, pero yo quiero que estés conmigo. Para siempre –tragó saliva y se obligó a continuar–. Te quiero. Estés aquí o en Nueva York yo siempre te querré. Pero preferiría que estuvieras aquí. Lo siento si te parezco una mujer desesperada y posesiva. No quiero que te veas obligado a elegir entre atarte a una vida que odias solo porque te acostaste conmigo o volver a la vida que te gusta. Lo único que quiero es a ti.


–¿Quién dice que deba elegir? Paula, llevo esperando una semana a que te abras a mí. Creía que lo había dejado claro en el hospital. No estoy aquí porque deba estar. Estoy aquí porque quiero estar contigo, con mi madre, con mi familia…


A Paula le costaba asimilar lo que oía.


–¿Y Nueva York?


Pedro esbozó una sonrisa encantadora.


–Este viaje me ha enseñado que puedo tenerlo todo. El negocio que he construido, la familia que quiero… y la mujer que necesito.


Se acercó con cautela, como si temiera que ella fuese a escapar, y le acarició el cabello.


–Paula, has prendido una pasión en mí más fuerte que ninguna otra cosa, incluso que mi arte.


Ella sintió que se perdía en sus caricias y en sus ojos oscuros.


–Desde que volví a Alfonso Manor he cometido bastantes errores. No quería estar aquí, y he luchado con todas mis fuerzas por romper los lazos. Pero hay un lazo que no puedo ni quiero romper desde que me desafiaste a hacer lo correcto –la abrazó por la cintura y la apretó contra él, haciéndola sentirse tan segura y protegida como se había sentido por las noches en sus brazos–. Tú me desafiaste. Luchaste conmigo. Y me querías.


A Paula se le aceleraron los latidos.


Pedro


–Déjame terminar, porque no sé si podré decirlo todo –hizo una mueca y le acarició la mandíbula con un dedo–. Gracias a ti me he convertido en un hombre mejor. Tu calor me recuerda que no estoy solo. Tu pasión aviva la mía. Tu determinación me señala la dirección correcta. Tu perdón me mantiene cuerdo. No necesito que nada me obligue a permanecer aquí. Soy lo bastante egoísta para quererlo todo… y espero que tú me lo des.


A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas. Él se inclinó y la besó ligeramente en los labios.


–Déjame estar contigo –le susurró–. Sé que cometeré errores, pero espero que puedas amarme pase lo que pase.


Finalmente, Paula fue capaz de reaccionar se abrazó a su cuello.


Pedro… ¿Es que no sabes que me encanta todo de ti? Eres un hombre apasionado, creativo y trabajador, y aceptaré todo lo que quieras darme.


–Entonces puedes tenerlo todo, porque sin ti no estaría completo. Te quiero. Cásate conmigo otra vez.


Paula ahogó un gemido de emoción y lo besó en los labios. Supo que su corazón había encontrado el lugar al que pertenecía. No porque la necesitaran o porque se lo exigieran. Por primera vez en su vida la querían por lo que era realmente, con sus defectos e imperfecciones.


Igual que ella quería a Pedro. Por siempre jamás.






CHANTAJE: CAPITULO 28





Tres días después fue a la comisaria para ver a los oficiales que se encargaban del caso. Allí recibió buenas y malas noticias.


–Creemos haber atrapado a todos los culpables, cinco en total, como dijo Paula.
El jardinero fue el último, porque huyó en cuanto empezaron las detenciones. La policía del condado vecino lo ha traído hoy. ¿Le importaría confirmar que era empleado suyo?


Pedro miró a través del cristal al hombre que había trabajado en la casa durante un año, contratado por Nolen.


–Según los otros culpables –dijo el oficial– el plan era quemar la cabaña. No sabían que había gente dentro y no vieron a nadie al comprobarlo, ya que había una lámpara encendida. El jardinero era el cabecilla. Incitó al resto, diciendo que usted no merecía hacerse cargo de la fábrica y haciéndoles creer que se quedarían sin trabajo.


–Pero no tenían motivo alguno para pensar eso –arguyó Pedro–. El jardinero debía estar trabajando para alguien más –la pregunta era ¿quién? ¿El hombre que quería la empresa de Pedro? ¿Alguien del pueblo que no estaba de acuerdo con la nueva gestión de la fábrica? ¿O alguna otra amenaza desconocida?


–Los otros han cantado –continuó el oficial–, pero el jardinero se niega a hablar. Esperamos sacarle pronto algún nombre.


Pedro observó al hombre. Sus ojos, fríos y crueles, no permitían albergar muchas esperanzas. No se trataba de un vulgar ratero ni de un joven descarriado. La policía sospechaba que había estado en un reformatorio, pero no habían podido demostrarlo. Y por su expresión no parecía importarle lo que le ocurriera. Tal vez Balcher le había prometido pagarle más si mantenía la boca cerrada.


–¿Han encontrado algo que lo relacione con Balcher? –preguntó Pedro. Ya le había hablado al oficial de su conversación con el empresario rival.


–No. La noche del incendio estaba en una convención, recibiendo un premio delante de quinientas personas. Y ninguna de las llamadas del jardinero fue hecha a Balcher.


La frustración de Pedro aumentaba por momentos. Quería que hallaran culpable a Balcher, porque era lo más lógico, y que todo acabara para Paula. Se había encerrado en sí misma desde el incendio. Pedro no quería que estuviera preocupada por su seguridad, pero temía que ninguno de ellos estaría a salvo hasta que se descubriera quién estaba detrás de todo aquello.


Al abandonar la comisaría se detuvo para mirar el cielo azul y despejado. No le apetecía volver a casa, aunque le sorprendió que hubiera empezado a pensar en Alfonso Manor como en su hogar.


Tal vez estaba madurando, pensó con una mueca. La casa estaba llena de familiares, y era divertido estar cerca de sus hermanos. Pedro incluso había hablado con un contratista para construir un nuevo estudio y un almacén, de modo que pudiera instalar allí su base de operaciones.


El único inconveniente era Paula. Verla tan tranquila y serena lo preocupaba, pues intuía que estaba fingiendo. 


Habían contratado a alguien para que se ocupara temporalmente de Lily mientras Paula se recuperaba de sus heridas. Pedro había insistido en dormir con ella, alegando que así estaría cerca de su madre por la noche, pero Paula se mantenía rígida en su lado de la cama. Por la mañana se despertaban en la misma posición: Pedro abrazado a ella y sus piernas entrelazadas.


Pedro temía que si no podía derribar el muro que Paula había erigido para protegerse, la perdería para siempre.


Había querido darle tiempo, pero cada día parecía alejarse más y más.


Si tan solo le diera una oportunidad, podrían tener un futuro juntos. Era lo que Pedro más deseaba en el mundo. Más que su trabajo. Más que contravenir la última voluntad de Renato.


Incluso más que su libertad.






CHANTAJE: CAPITULO 27






Atraído por la mujer a la que amaba perdidamente, Pedro se aproximó con cautela a la cama de hospital que ocupaba Paula. No le bastaba con sentarse en una silla a su lado. Tenía que estar cerca de ella para tocarla y asegurarse de que se encontraba bien.


Estaba inmóvil, girada hacia la pared. ¿Estaría durmiendo o tan solo fingía dormir para no tener que hablar con él?


Pedro se arriesgó y se sentó en el espacio que quedaba en la cama, tocándole la espalda con el muslo. Se arriesgó aún más y le puso la mano en la cadera. Ella dio un pequeño respingo, pero no se volvió.


–Paula… –la llamó él con una voz cargada de dolor y remordimiento.


Ella no respondió, pero los músculos se endurecieron bajo la mano de Pedro. Al menos era consciente de su presencia.


–¿Estás bien? ¿Puedo hacer algo por ti? –era un pésimo enfermero. Ni siquiera había sido capaz de entrar en la habitación de su madre.


Paula siguió en silencio, aunque Pedro oyó un débil gemido. 


Cerró los ojos.


–Sé que lo he fastidiado todo, cariño, y lo siento –esperó un momento, pero ella parecía más encerrada en sí misma que antes. Le acarició la espalda, sintiendo su cuerpo suave y delicado–. Me enfadé muchísimo. Ya sabes con qué facilidad pierdo los nervios cuando siento que me están manipulando, aunque sea desde la tumba.


Le pareció oír otro gemido. ¿Estaba llorando? No soportaba imaginársela sufriendo.


–Lamento haberme marchado así.


En esa ocasión, oyó claramente el sollozo, pero siguió hablando antes de que lo abandonara el valor.


–Sé que no te he llamado esta semana, pero estaba buscando la manera de disculparme y de arreglar las cosas. Por si no te has dado cuenta, tiendo a actuar sin pensar. Cuando algo tiene importancia para mí, me cuesta ver las cosas en su justa perspectiva.


La oscuridad lo ayudaba a ocultar su vergüenza. Había cometido muchos errores en su vida, haciéndoles daño a los seres queridos. ¿Estaría para siempre condenado por esas equivocaciones?


–Lo siento mucho, Paula –se inclinó hacia ella–. Más de lo que puedo expresar con palabras. Sé que ahora no puedes perdonarme, pero algún día sabré compensarte. Te lo prometo.


Tan desesperadamente necesitaba sentirla que se tumbó en la cama y se pegó a ella por detrás. Así yacieron en silencio unos minutos, hasta que Paula empezó a relajarse.


Pero Pedro no podía dormir. No dejaba de pensar en la mujer frágil y vulnerable que tenía en sus brazos y en lo mucho que quería ayudarla. No permitiría que nadie la hiciera sentirse nunca más despreciada o abandonada. Su única esperanza era que ella le diese la oportunidad antes de que fuera demasiado tarde.






CHANTAJE: CAPITULO 26




Pedro no perdió un solo segundo en cuanto vio el resplandor que parpadeaba en algún punto a la izquierda de Alfonso Manor. Giró nada más atravesar la verja y pisó a fondo el acelerador. Cuanto más se acercaba, más crecía su sospecha.


Al bajar del vehículo se encontró ante una nube de humo que se elevaba junto a su estudio. Maldijo en voz alta y recordó la amenaza de Balcher. Pedro era demasiado cuidadoso con su trabajo como para que aquel incendio fuera el resultado de un cortocircuito o algo por el estilo. 


¿Sería un ataque de su rival?


La furia le abrasó el pecho. Si Balcher quería mandarle un mensaje, se había equivocado de persona. Pedro se lo haría pagar muy caro.


–¿Qué ha pasado? –le preguntó a Julian, que ya estaba con los otros en el jardín.


–Vi las llamas al pasar y avisé a Nolen. Hemos llamado a los bomberos, pero tardarán un poco en llegar.


–¿Cuánto?


–Otros diez minutos, por lo menos –respondió Nolen–. Estamos conectando las mangueras a los grifos externos del pozo, pero no sé de cuánto servirá. Lo siento, señorito Pedro.


–Lo sé, Nolen –se dio la vuelta y observó al pequeño grupo. 


Maria contemplaba la escena desde lejos, con un chal encima del camisón. Nicole rodeaba con un brazo a su abuela. Luciano y el jardinero, que vivía encima del garaje, arrastraban las mangueras desde la casa. Las únicas que faltaban eran Lily y… –. ¿Dónde está Paula?


Los hombres se miraron los unos a los otros.


–No ha salido –dijo Julian–. Supongo que sigue en la casa.


Pedro sintió un escalofrío mientras Nolen sacudía la cabeza.


–¿Alguna vez se ha mantenido al margen de lo que sucede en esta casa? –exclamó, y echó a correr hacia la cabaña.


–Creía que la cabaña estaba cerrada con llave –gritó Julian, pisándole los talones.


Le pareció que tardaban una eternidad en llegar al claro, cubierto de humo. Los otros hombres también se acercaban, cargados con cubos y mangueras. Al aproximarse lo más posible a las llamas, oyó un débil sonido. Se detuvo e intentó calmar la respiración para escuchar.


–¿Qué ha sido eso?


–Alguien pidiendo ayuda –dijo Julian entre jadeos–. ¡Está dentro!


Pedro solo empleó un segundo en examinar la situación. Las llamas envolvían el porche y era imposible colarse por la ventana. Pero tenía que entrar y tenía que hacerlo ya. 


Decidido, se dirigió hacia el porche.


–¡Pedro, no! –gritó Julian, pero él no le hizo caso. Si esperaba sería demasiado tarde, y de ninguna manera iba a dejar a Paula dentro de la cabaña.


Las llamas eran más altas a lo largo de la pared, pero un poco menos entre las maderas nuevas del porche. Pedro se cubrió la nariz y la boca con el cuello de la camisa y atravesó el porche, rezando por que las tablas resistieran bajo sus pies. Entró en la cabaña y tropezó con el cuerpo de Paula, inmóvil en el suelo.


El corazón volvió a latirle cuando vio que ella levantaba ligeramente la cabeza.


–Vamos, pequeña. Salgamos de aquí.


–¿Pedro? –preguntó ella con voz quebrada, pero inmediatamente se puso a toser.


Pedro la levantó, se la cargó al hombro y se volvió a la puerta. El humo le impedía ver nada, pero parecía que alguien estaba echando agua. Sin perder un instante, se lanzó hacia las llamas más débiles y atravesó el fuego, recibiendo al momento una bendita y fresca lluvia. El jardinero y Nolen manejaban la manguera, Luciano y Julian lo ayudaron a tumbar a Paula en la hierba. Ella se giró de costado, sin parar de toser, y entonces Pedro vio la sangre.



–Apuntad con la manguera hacia aquí –ordenó Julian. Los hombres rociaron a Pedro y a Paula hasta asegurarse de que no les quedaban ascuas en la ropa y continuaron luchando contra el fuego.


Pedro limpió la sangre que le cubría la mitad del rostro a Paula.


–¿Qué te parece, Luciano? –sabía que su hermano estaba cualificado en primeros auxilios por su profesión.


Luciano alumbró con su linterna el rostro de Paula, quien cerró los ojos y empezó a tiritar.


–Creo que solo es un corte. Las heridas en la cabeza sangran mucho, pero enseguida llegará el equipo médico con los bomberos.


Pedro agradeció que la ayuda estuviera en camino. No le importaba el estudio, ni las herramientas ni su trabajo. Solo le importaba aquella mujer.


Poco después el césped trasero de Alfonso Manor estaba lleno de vehículos y luces parpadeantes. Tres camiones de bomberos voluntarios habían llegado después de la policía local, y también había una ambulancia y varios oficiales del condado.


Paula estaba siendo atendida por los médicos. No había mirado a Pedro ni había preguntado por él. Tan solo una vez, en la cabaña, había pronunciado su nombre. Aquel momento lo acompañaría toda su vida.


Incapaz de quedarse de brazos cruzados, fue en busca de su hermano y lo encontró con el bombero jefe, dos agentes de policía y Bateman, que llevaba la chaqueta de bombero voluntario.


–¿Se sabe ya qué demonios ha pasado? –preguntó con voz profunda y dura.


Los hombres se miraron entre ellos y luego a Julian. Este le hizo un gesto con la cabeza a uno de los policías, quien se presentó a Pedro.


–Por lo que hemos podido deducir, cinco hombres se acercaron a la cabaña al ponerse el sol con intención de quemarla. Todo indica que emplearon una sustancia inflamable y que prendieron fuego en varios puntos alrededor de la cabaña.


–¿Cinco hombres? ¿Conocemos a alguno de ellos?


Julian asintió.


–Raúl, uno de los jardineros.


–¿Los han detenido ya?


–Aún no –respondió el policía–, pero hemos emitido una orden de búsqueda y captura. No podrán llegar muy lejos.


Pedro observó el caos.


–Si no los han atrapado, ¿cómo saben quiénes eran?


–Su esposa pudo identificar a dos de ellos.


–¿Quiere decir que los vio mientras prendían fuego a la cabaña?


–Vio claramente a dos de ellos y reconoció al jardinero –confirmó el oficial–. A los otros los vio corriendo hacia el bosque. No fue hasta que se acercó a la puerta que advirtió lo que ocurría.


Pedro tragó saliva al imaginársela atrapada en la cabaña, rodeada por las llamas.


–¿Qué estaba haciendo allí?


–No estoy seguro –respondió Julian.


Los remordimientos se apoderaron de Pedro. Debería estar con ella. Pero ¿querría ella estar con él?


–Se golpeó la cabeza y cayó al suelo al abrir la puerta –continuó Julian–. Debió de pensar que la única salida era atravesar las llamas del porche.


Pedro pensó que iba a desmayarse, pero consiguió mantenerse en pie a base de voluntad y rabia contenida. Se preocuparía por cualquier persona que estuviese herida, pero la semana que había pasado fuera solo le había servido para confirmar lo que sentía por su mujer. Lo único que quería era estar con ella.


Se dirigió hacia la ambulancia, seguido por Julian, donde un médico estaba hablando con Maria mientras otro recogía el material.


–¿Cómo está? –preguntó Julian.


Maria se volvió hacia ellos preocupada.


–Mejor, creo.


Pedro alcanzó a ver el interior de la ambulancia, donde Paula estaba tumbada en una camilla, cubierta por una sábana y con una mascarilla de oxígeno. La sangre seguía manchándole el lado derecho de la cara.


–¿Cómo está? –le preguntó al médico más cercano.


–Tiene los pulmones irritados por la inhalación de humo. Además ha sufrido un par de quemaduras leves, y habrá que coser el corte de la frente. Pero con todo ha tenido mucha suerte.


Pedro volvió a mirar a la mujer que era su esposa, a quien le había negado el contacto durante una semana.


Un médico lo hizo retirarse, pues tenían que llevarla al hospital. El primer impulso de Pedro fue insistir en acompañarlos y así estar con Paula. Pero ella aún tenía que abrir los ojos. Pedro no sabía si estaba dormida o evitándolo.


–¿Podríais tú y Nolen ir con ellos? –le preguntó a Maria–. Querrá tener a alguien con ella, y yo tengo que ocuparme de unas cuantas cosas aquí –nada que no pudiera delegar en sus hermanos, pero ¿acaso no se había pasado toda la vida delegando en ellos sus responsabilidades?


–Por supuesto. Te mantendremos informado hasta que puedas ir.


Francamente, él sería la última persona a la que Paula quisiera ver, por lo que sería mejor disponer de alguna información cuando fuera a verla.


–Avísame en cuanto sepas algo. Yo iré tan pronto como pueda.


La ambulancia partió con la sirena a todo volumen, Nolen y Maria la siguieron en la camioneta, y Pedro se volvió hacia el caos de coches, personas y plantas pisoteadas en que se había transformado el jardín trasero. Miró los restos del estudio, cuyo techo se había derrumbado. No soportaba imaginarse a Paula luchando por escapar de la cabaña en llamas.


Mientras contemplaba la actividad que se desarrollaba ante sus ojos, los bomberos echando agua en las ruinas calcinadas, Luciano y Julian llevando café y algo de comer, el policía tomando notas, le invadió una sensación de culpa muy familiar.


Pero por una vez no dejaría que la culpa lo apartara de sus seres queridos.


Ni esa vez ni nunca más en su vida.





sábado, 25 de abril de 2015

CHANTAJE: CAPITULO 25





Paula caminaba descalza por el jardín trasero, mojándose los pies con el rocío nocturno. No soportaba estar encerrada en casa. Pedro llevaba ausente cinco días, el tiempo máximo permitido, según Canton. Después de aquella noche estarían quebrantando las reglas del testamento. Pedro no se había puesto en contacto con ella, de modo que no sabía si pensaba volver a casa por la mañana.


¿Cómo podía estar tan desesperada como para haberle entregado su corazón a un hombre que le había dicho a las claras que no se quedaría con ella?


Algo la hizo dirigirse al estudio de Pedro, como si estar allí la hiciera sentirse cerca de él. La puerta estaba cerrada, pero la llave colgaba junto a las otras en el vestíbulo. Tenía que entrar. La puerta se abrió fácilmente bajo sus temblorosos dedos.


Alargó la mano buscando el interruptor, pero recordó que había una lámpara en la mesa junto a la puerta. La luz reveló aquel lugar de trabajo tan preciado para Pedro.


Si fuera su madre lo destrozaría todo con el mazo. Había presenciado muchos ataques de ira antes del divorcio de sus padres. Su madre llegó a rayar con la llave el nuevo coche de su padre. Pero Paula no era así. Lo suyo no era la destrucción, sino la culpa. Se había pasado mucho tiempo echándose la culpa por todo.


La culpa por el accidente de Lily. La culpa por no impedir su derrame cerebral. La culpa por no poder apartar a su madre de la vida tan dañina que había elegido.


Culpa por todo y al mismo tiempo por nada. La culpa nacía en su interior, aunque a veces los sucesos externos la avivaban. Como el derrame de Lily. Paula sabía que no habría podido evitarlo, pero desde entonces había intentado compensarlo como fuera.


Para distraerse de sus pensamientos se acercó a los estantes y observó los progresos en las piezas de mármol que había visto en su última visita. A pesar de lo cerca que había creído estar de Pedro los últimos meses, él nunca la había invitado a su estudio. Ella solo había entrado por su cuenta una vez. Le parecía demasiado atrevido por su parte invadir el espacio más íntimo de Pedro, su refugio y fuente de paz y sosiego.


¿Podría ser que Pedro no quisiera mostrarle aquella parte de él? Al fin y al cabo, las veces en que había confiado en ella habían sido en la intimidad. Tal vez nunca había tenido intención de ir más allá del sexo.


Vagó distraídamente por la habitación, pasando el dedo por las herramientas y esculturas a medio acabar, hasta la última estatua. Estaba en un rincón y costaba verla con tan poca luz. La última vez que estuvo allí, el bloque de piedra negra con vetas doradas solo presentaba un tosco cincelado en la parte superior y en los bordes. Mucho había cambiado desde entonces, porque desde la base rocosa se erguía la silueta de una mujer. Y esa mujer era ella. Paula. Su misma barbilla, su mismo pelo y una expresión amable y serena que no logró reconocer.


Con dedos temblorosos acarició el contorno del rostro, sorprendida por la suavidad de la piedra y la textura del cabello, cuyas líneas y ondulaciones le conferían una sensación de movimiento.


¿Por qué Pedro la había esculpido a ella, precisamente a ella, en aquella increíble obra de arte? ¿Qué podía encontrar tan fascinante en ella que lo había esculpido en piedra?


Unas pisadas en el porche la sobresaltaron. Se giró y miró ansiosa hacia la puerta, esperando ver entrar a Pedro. ¿Ya había vuelto? ¿Se pondría furioso al encontrarla allí?


Las pisadas recorrieron la tarima y se detuvieron, dando la impresión de que quienquiera que fuese había rodeado la casa. Paula se acercó rápidamente a la ventana y miró desde un lado sin dejarse ver. Unos jóvenes corrían en dirección al sendero que conducía a la fábrica. Dos de ellos se detuvieron y se pusieron a hablar entre ellos, permitiendo a Paula ver sus rostros. A uno no lo conocía personalmente, pero lo había visto por el pueblo. El otro era Raúl, uno de los jardineros que trabajaba a media jornada en Alfonso Manor.


Paula los observó con extrañeza, hasta que saltaron la valla y se perdieron de vista en el bosque. Un escalofrío le recorrió la espalda al pensar que estaba sola en la casa con aquellos hombres merodeando por el jardín. Conocía a Raúl desde hacía un año y, si bien no era el más simpático de los empleados, nunca se había mostrado grosero ni indolente. 


Aun así, había algo en ellos que la inquietaba.


¿Debería esperar un poco antes de salir? ¿O salir ya y arriesgarse a que la vieran? ¿Y si la estaban vigilando desde el bosque?


Decidió correr el riesgo y se giró hacia la puerta. 


Seguramente podría volver a la casa sin que nadie la viera.


Estaba a pocos pasos de la puerta cuando vio el humo. Al principio no entendió lo que significaban los hilillos grisáceos que salían bajo la puerta, pero de repente lo comprendió y se quedó aturdida y paralizada por el pánico. Aquellos hombres habían prendido fuego a la cabaña. Con ella dentro. No sabía el alcance de las llamas, pero tenía que salir de allí. Miró la única ventana trasera que no estaba bloqueada por el aire acondicionado. Era pequeña y estaba a bastante altura del suelo, como el ventanuco de un sótano. 


Aunque pudiera abrirla no creía que pudiera pasar por el hueco.


El humo se hacía más denso y abundante por momentos, acuciándola a actuar sin demora. Avanzó de nuevo hacia la puerta. Tal vez no fuera la mejor opción, pero era la única salida posible. Tocó la manija metálica para comprobar la temperatura. Estaba caliente, pero aún se podía agarrar sin quemarse.


Con el corazón desbocado y los ojos lagrimosos por el humo, respiró profundamente y giró la manija. Usando la puerta como protección, la abrió con mucho cuidado.


Entonces se dio cuenta, demasiado tarde, de que había cometido un error fatal. La puerta dio un fuerte vaivén y la golpeó, tirándola al suelo. Un terrible dolor estalló en su cabeza. Intentó levantarse, pero el cuerpo no le respondía y sentía que algo le chorreaba por la frente.


Por la puerta abierta vio el fuego consumiendo el porche. 


Las llamas avanzaban inexorablemente hacia el interior.


La visión se le empañaba y las náuseas le revolvían las entrañas. Cerró los ojos e intentó pensar. Tenía que salir de allí y no podía moverse.