sábado, 25 de abril de 2015

CHANTAJE: CAPITULO 24





Paula durmió feliz y segura, sabiendo que Pedro estaba junto a ella. Pero su plácido sueño se vio bruscamente interrumpido por una llamada telefónica antes del amanecer.


Se despertó y la sensación de euforia empezó a desvanecerse mientras Pedro respondía.


–¿Sí?


Era increíble la reacción que le provocaba aquella voz grave y varonil.


–¿Qué ha pasado?


A Paula le pareció oír una voz femenina y agitada. ¿La ayudante de Pedro en Nueva York?


–¿Ha habido daños? –Paula se incorporó–. ¿Cuántos cuadros se han perdido? –escuchó la respuesta de su ayudante y Paula sintió que la ansiedad le oprimía el pecho. 


¿Qué haría Pedro? Su inquietud era egoísta, pero ¿y si él se marchaba y no volvía?


Pedro terminó la conversación, dejó el móvil en la mesilla y se giró.


–Siento haberte despertado.


–No pasa nada –se cubrió con la colcha, deseando no estar desnuda–. ¿Qué ocurre?


–Ha reventado una cañería en el almacén. Trisha ha avisado a tiempo a los bomberos, pero se han producido varios daños y voy a tener que ir allí.


A Paula se le secó la garganta.


–¿Por qué? –su miedo era irracional, pero no podía reprimirlo–. ¿No te ha dicho ella que ya está todo bajo control?


–¿Me crees capaz de desentenderme de mis problemas?


La idea de que se marchara la llenaba de pavor.


–Voy a darme una ducha y a hacer el equipaje –dijo él mientras sacaba ropa limpia del cajón–. Julian me llevará al aeropuerto.


–¿Pero y la fábrica? –se levantó y agarró una bata para cubrirse.


–Julian se está poniendo al día con la fábrica. Puede hacerse cargo inmediatamente –su tono sugería que lo irritaban las preguntas, pero ella no podía contenerse y dio un paso hacia él.


–¿No crees que deberías hablarlo antes con Canton?


–No –respondió fríamente–. No tengo que pedirle permiso a nadie. Ese negocio es mi vida y no voy a perderlo por culpa del estúpido juego que se inventó mi abuelo, ¿entiendes?


–¿Aun si los demás salen perjudicados?


Pedro se acercó, mirándola fijamente.


–¿Insinúas que no cumplo con mi parte del trato?


–¿Insinúas que lo que ha pasado es solo un trato? –replicó ella, señalando la cama.


La expresión de Pedro se endureció al instante.


–Me voy –aquellas dos palabras terminaron de hundir a Paula, quien bajó la vista al suelo. Había permitido que sus inseguridades ahuyentaran a Pedro.


–Muy bien.


Permanecieron en silencio un largo rato, pero ella se negó a mirarlo. No quería que Pedro viera su desolación.


–Voy a ducharme –murmuró él, y se metió en el baño.


Una hora después Paula estaba sentada junto al lecho de Lily, obligándose a leerle en voz alta a su amiga cuando lo único que quería era echarse a llorar. El equipaje de Pedro estaba listo y Nolen lo bajaba por las escaleras. 


Paula intentó ignorar los ruidos, pero entonces vio a Pedro en el pasillo y bajó rápidamente la vista al libro.


Él entró en la habitación y se acercó en silencio a los pies de la cama.


–Me voy. Te llamaré lo antes posible para decirte cuándo vuelvo.


Ella asintió, empleando toda su fuerza de voluntad para mantener una expresión impasible. Había sido ella la que lo había fastidiado todo al pretender algo imposible. Pero aquello le confirmaba que las personas y las relaciones estaban fuera de su alcance.


–¿Entiendes lo que digo, Paula?


–Claro –respondió ella con un nudo en la garganta.


–Mírame –le ordenó sin levantar la voz.
Ella respiró hondo y obedeció. Sé que el pueblo y Lily me necesitan –se detuvo para tomar aire–. Volveré. Te lo prometo.


Ella abrió la boca y tomó aire para pronunciar las palabras «te quiero». Pero sabía que él no querría oírlas.


–Lily también dijo que volvería.


–¿De qué estás hablando? Sé muy bien que el accidente de mi madre fue culpa mía y que mi orgullo me impidió verla todos estos años. No necesito que me recuerdes mis responsabilidades.


Ella levantó la cabeza.


–No quería decir eso.


–¿Entonces, qué? Porque no voy a quedarme aquí por un sentimiento de culpa.


–En ese caso deberías marcharte.


Pedro asintió secamente y se marchó, dejándola atrás. Igual que había hecho todo el mundo en su vida.







CHANTAJE: CAPITULO 23





–¿Vienes? –le preguntó Pedro a Paula al bajar de la camioneta.


Acababan de volver de la feria del condado, una celebración muy popular en el pueblo a la que también habían acudido Julian y Luciano. Pasaron una velada muy divertida y agradable, pero de regreso a casa Paula se mantuvo callada durante todo el trayecto. Sus silencios eran cada vez más frecuentes y él había aprendido a darle tiempo para pensar. 


Incluso había dado un largo rodeo para volver a Alfonso Manor. La noche los envolvía con un manto de niebla y una fresca brisa soplaba por las ventanillas abiertas. Hacía mucho que no se sentía tan cómodo con alguien, envuelto por una deliciosa intimidad que ojalá no acabase nunca.


Y allí estaban, mirándose el uno al otro a través de la ventanilla abierta de la camioneta. Luciano, Julian y Maria habían regresado mucho antes a la casa, que estaba en silencio y a oscuras. Pedro quería levantar a Paula en brazos y llevarla al dormitorio, pero algo se lo impedía. Tenía la sensación de que habían pasado a otro nivel y que él debía volver a pedirle permiso antes de intimar.


–No estoy segura –respondió ella, mirándolo en la oscuridad como si buscara algo–. Pedro


Pedro se le formó un nudo en la garganta.


–¿Qué?


–Tengo miedo.


–Lo sé. Soy un riesgo para ti, pero en la vida hay que correr riesgos y superar los miedos. Depende de ti cómo hacerlo.


Se alejó para no influir en su decisión. El césped y las azaleas estaban impregnados de rocío. Al acercarse al sauce llorón oyó los pasos de Paula tras él. Se giró y la vio corriendo sobre la hierba. Se lanzó contra él y los dos atravesaron el tupido dosel de ramas y hojas. Pedro perdió el equilibrio y cayeron al suelo en un enredo de brazos y piernas.


Pedro se encontró atrapado entre los muslos de Paula y con sus pechos apretados contra el torso. Su cuerpo reaccionó al instante. Se arqueó hacia arriba y apretó su erección contra la entrepierna de Paula.


Ella miró a su alrededor, y también lo hizo él. Las ramas colgantes del viejo árbol los aislaban del mundo exterior. Un velo que los envolvía en la magia del descubrimiento recíproco. Paula le puso las manos en los hombros para impedir que la apartara y empezó a frotar la parte más íntima de su cuerpo contra el endurecido miembro de Pedro.


La deseaba con una pasión salvaje, pero fue ella la que tomó la iniciativa y comenzó a devorarle la boca. Él la besó de igual manera, pero la creciente voracidad que demostraban las caricias, mordiscos y jadeos entrecortados de Paula no les permitirían aguantar mucho.


Él le abrió la camisa para explorar su piel, y ella se echó hacia atrás para desabrocharle los pantalones y bajarle la cremallera. Pocos segundos después, le había puesto un preservativo y se preparaba para cabalgar hacia el éxtasis mientras Pedro yacía en el suelo, apretando suavemente los pechos a través del sujetador, sumido en un deseo sin límites.


Ella se levantó para quitarse las braguitas y Pedro tuvo que refrenarse para no apretarla de nuevo contra él. Lo quería todo. Mucho más que aquella irresistible mezcla de timidez y descaro. Mucho más que el consuelo y las críticas que recibía de aquella mujer tan especial. La necesitaba para completar su alma.


Tiró de ella hacia su erección, pero ella volvió a adelantarse y, arqueándose hacia atrás, se introdujo el miembro.


Pedro se quedó sin aliento y casi sin sentido.


Incapaz de permanecer inmóvil y a merced de Paula, la agarró por las caderas e impuso su propio ritmo. Sus cuerpos se fusionaron y Pedro saboreó los jadeos y gritos que emanaban de Paula. Distinguió la agitación de sus cabellos y la curva de su blanca mandíbula recortada contra el fondo de hojas.


Y en aquella frenética carrera hacia la culminación solo un pensamiento resonaba en su cabeza: «mía».


Empujó todo lo posible, ayudándose del peso corporal de Paula. Sus gritos se mezclaron y sus cuerpos se contrajeron al alcanzar juntos el orgasmo.


Durante un largo rato no sintió otra cosa que sus acelerados latidos, el calor de Paula y el deseo de permanecer así para siempre.


Ella se tumbó de espaldas, con la cabeza apoyada en el brazo de Pedro.


–Tendría que levantarme, pero mis músculos no quieren moverse.


Él se rio, retumbándole el pecho bajo la mano de Paula.


–Deberías tener cuidado. Creo que podría volverme adicto a ti si seguimos así.


–Podría acostumbrarme a esto –dijo ella.


Pedro supo que por primera vez en su miserable vida se había enamorado.





CHANTAJE: CAPITULO 22




Paula se despertó de un sueño profundo, con el corazón desbocado y el cuerpo en tensión. La sospecha de que había olvidado algo importante resonaba en su cabeza.


Miró el reloj, pero se lo ocultaba un pecho desnudo salpicado de vello.


–Buenos días, preciosa –murmuró Pedro.


Paula se incorporó para ver la hora y se levantó de un salto.


–¿Adónde vas? –le preguntó él.


–¡Se me ha hecho tardísimo! –exclamó mientras se encerraba en el baño, donde se cepilló el pelo y los dientes a toda prisa. Al volver a salir se puso el uniforme de trabajo bajo la atenta mirada de Pedro. No fue una tarea fácil, ya que no estaba acostumbrada a que un hombre la viera vestirse, y menos con aquellos ojos brillando de deseo.


–Tengo que ir a trabajar.


Él asintió desde la cama con expresión apenada. A Paula le dolió verlo así. Pedro no había ido a ver a su madre desde la noche en que ella lo oyó desde la puerta, pero no podía obligarlo. Tenía que ser él quien tomara la decisión.


Cuando Paula entró en la habitación de Lily encontró a Nicole guardando sus libro


–Estaba a punto de llamarte –le dijo la chica.


–Siento el retraso. ¿Lista para el examen?


–Pues… –Nicole desvió la mirada, haciendo que Paula se volviera.


Pedro estaba en la puerta del vestidor, con unos pantalones caqui y nada más. Y Nicole lo contemplaba con una sonrisa y un brillo en los ojos. Seguramente sabía lo que había entre ellos, pero Paula no estaba acostumbrada a ostentar su vida sexual delante de los demás.


–Gracias, Nicole –le dijo en tono de despedida. La joven se marchó y Paula se puso a tomarle el pulso y la temperatura a Lily.


Oyó a Pedro entrar en la habitación y apoyarse en una de las sillas junto a la puerta. La misma que había ocupado la otra noche. Pero Paula tenía la sensación de que aquel día no iba a bajar la guardia.


–No has pasado mucho tiempo en la habitación de un enfermo, ¿verdad?


–¿Tanto se nota? –preguntó él sin emoción.


Paula se sentó al otro lado de la cama y le sonrió a Lily, la mujer que había sido como una madre para ella.


–Es muy duro ver a un pariente o a un amigo en este estado. Para las enfermeras es mucho más fácil, porque nos ocupamos de vestirlos y bañarlos y nos centramos en nuestro trabajo. Podemos ser… –tragó saliva–, muy útiles, tanto al paciente como a su familia.


Toda su vida había intentado ser útil a los demás. A su madre, a Renato, a Lily… Su padre la había rechazado porque no le era de ninguna utilidad. ¿Qué haría Pedro?


–¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí?


–Casi cinco años –había seguido viendo a Lily durante el instituto y la universidad, y su relación se había estrechado antes del derrame que dejó a Lily en coma–. Estaba visitándola un día cuando Renato me llamó a su estudio y me ofreció el empleo si me venía a vivir con ellos.


–¿Renato te lo pidió?


–Sí –al principio estaba muy contenta, pero luego descubrió lo duro que era cuidar día y noche a un ser querido sabiendo que nunca se recuperaría–. Me vine a vivir aquí en cuanto acabé los estudios y ayudé a Lily con sus ejercicios y actividades diarias. Los años antes del derrame fueron muy buenos, a pesar de la parálisis que sufría desde el accidente –había construido una vida en aquella casa. Lily, Nolen, Maria y el resto del personal eran como una familia para ella. 


A pesar de su traumática infancia por fin tenía amigas en el pueblo con las que hablar por teléfono o ir de compras. 


Alfonso Manor no era solo su lugar de trabajo. Era su hogar.


Los ojos se le llenaron de lágrimas al mirar los tranquilos rasgos de Lily, y la mano le tembló al acariciarle el brazo. Las últimas semanas la habían dejado en un estado muy sensible.


–¿Cómo puedes soportar verla así? –Pedro la sorprendió al hablarle desde los pies de la cama. No lo había oído acercarse.


Lo miró y se le encogió el corazón al ver las emociones que reflejaba su rostro. Pedro no había evitado a su madre porque no quisiera verla, sino porque necesitaba desesperadamente volver a ver a la mujer que era antes del accidente. No quería enfrentarse a la dolorosa realidad.


–Porque la quiero.


Pedro la miró fijamente, como si quisiera verificar sus palabras. Eran ciertas. Lo único que Paula lamentaba era no haberle podido pedir perdón a Lily antes de que el
derrame las separase para siempre.


–¿Y si estuviera en ese estado por tu culpa? –le preguntó él.


Paula se quedó petrificada y tardó unos segundos en reaccionar.


–¿Qué quieres decir?


Él señaló a su madre con una mano temblorosa.


–Está así por mi culpa.


–¿Por qué? –no debería sentirse aliviada, pero así fue.


–Había ido a verme porque yo me negaba a acatar las órdenes de Renato y volver a Alfonso Manor. Pasamos unos días visitando galerías de arte y yendo al teatro –le tocó el pie a Lily y Paula contuvo la respiración–. No sé si recuerdas el día del accidente.


Paula lo recordaba demasiado bien. El mal tiempo, la amenaza de tormenta…


–Me dijo que quería irse a casa sin esperar a que mejorase el tiempo –continuó Pedro–. Al fin y al cabo aún había sol –perdió la mirada en el cabecero, con los ojos nublados por los recuerdos–. Pero el tiempo empeoró… ¿Por qué no se detuvo? –le apretó el pie a su madre–. Tendría que haberla convencido para que esperase. Fue culpa mía.


El pie de Lily se movió y el monitor registró un aumento del ritmo cardiaco. Pedro se echó hacia atrás y miró a su madre mientras se ponía pálido.


Temiendo que se desmayara, Paula corrió a su lado y lo abrazó.


–Tranquilo, Pedro –vio cómo tragaba saliva.


–¿Qué ha sido eso?


–El coma no es un estado constante. Los pacientes pueden hacer movimientos espontáneos en respuesta a los estímulos externos.


Él asintió, aunque no parecía muy seguro de la explicación.


–A veces responden a cosas como el tiempo, la temperatura y el tacto. Incluso pueden llegar a incorporarse y abrir los ojos, pero a los pocos minutos vuelven a caer en coma. Aunque a veces tardan horas.


–¿Alguna vez mi madre se ha…?


–¿Incorporado? No –le acarició el brazo–. He deseado muchas veces que lo hiciera. A veces me digo que estas pequeñas reacciones son su manera de decirme que sigue aquí, pero sé que solo es el mecanismo inconsciente de su cuerpo para liberar energía.


Él la sorprendió abrazándola con fuerza. Durante un largo rato ninguno habló ni se movió, y cuando finalmente Pedro se retiró ella decidió darle lo que más necesitaba en esos momentos, aunque no fuera consciente de ello.


–Estoy segura de que a tu madre le gustaría saber que estás aquí con ella –le puso una mano en el brazo–. En los dos últimos años ha agudizado mucho el oído –le sonrió, y aunque él no le devolvió la sonrisa pareció animarse un poco–. ¿Por qué no hablas con ella? Puedes empezar con: «hola, mamá».


Retiró la mano y se marchó. Lo menos que podía hacer por Pedro era ayudarlo a salvar la distancia que lo separaba de su madre. Ojalá pudiera mantenerlo a su lado cuando todo se hubiera resuelto.







CHANTAJE: CAPITULO 21






Pedro yacía abrazado a Paula por detrás. Nunca había prodigado arrumacos después del sexo, pero no podía controlarse. Sus manos le acariciaban el cuerpo a Paula como si tuvieran voluntad propia, y ella respondía con un suave ronroneo como una gatita satisfecha. Era la primera vez que sentía algo semejante con una mujer.


–¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? –le preguntó ella de repente.


–¿Sobre qué?


–Para estar conmigo.


–¿Aún no has aprendido nada de mí, Paula?


–¿A qué te refieres?


–Soy uno de esos tipos impredecibles que de vez en cuando pierden los estribos y luego se arrepienten –como la primera vez que estuvieron juntos–. Lo que pasó entre nosotros la última vez no fue culpa tuya ni tampoco mía. Fue el resultado de una atracción mutua –se pegó a ella para demostrarle que la atracción no había disminuido lo más mínimo, más bien todo lo contrario.


Ella lo miró a los ojos. Su expresión reflejaba a partes iguales miedo y excitación.


–Vamos a pasar juntos mucho tiempo en esta casa –continuó él–. Y a pesar de todo, ambos tenemos los mismos objetivos: cuidar de Lily y asegurar el futuro de la fábrica. Para mí es imposible ignorar lo que siento por ti. De modo que, a menos que me digas que no quieres, creo que deberíamos aceptar esto como una conexión que puede beneficiarnos a ambos.


Paula ahogó un gemido y se quedó muy rígida. La honestidad de Pedro no siempre había sido bien recibida. 


Los dos querían andarse con cuidado, pero no había motivo que les impidiera disfrutar del deseo mientras durase.


Siempre y cuando no fueran mas allá.







viernes, 24 de abril de 2015

CHANTAJE: CAPITULO 20




Paula se acostó tras darse un baño caliente y se estiró en la cama vacía. No sabía por qué Pedro la atraía tanto. No dejaba de pensar en él, y para distraerse había dedicado la tarde a preparar la próxima feria del condado. Hizo muchas llamadas, listas y planes, y se despidió de Julian y Luciano antes de que Pedro los llevara al aeropuerto.


Pedro no había vuelto a tocarla desde la última vez, pero su mirada la seguía a todas partes y le acariciaba el cuerpo como si sus manos quisieran hacer lo mismo. No había duda de que la deseaba, y aunque su deseo solo fuera carnal, ella aceptaría encantada lo que quisiera darle si volvían a compartir la cama. Se había convertido en una adicción, y por mucho que ella deseara que la amase, se conformaría con cualquier cosa, con tal de sentirlo una vez más.


Entonces, oyó un ruido en el pasillo y se apoyó en los codos justo cuando la puerta se abría. Pedro entró y cerró tras él. 


Tenía la camisa desabotonada, mostrando sus fuertes abdominales y la oscilación del pecho al respirar. Avanzó lentamente hacia la cama, estremeciéndola con su intensa mirada.


–¿Qué haces aquí? –le preguntó ella, poniéndose en pie.


–¿No lo sabes?


Ella extendió un brazo para detenerlo.


Pedro, tenemos que hablar. No puedo… –tragó saliva–. No puedo seguir así. Tengo que saber qué estamos haciendo.


Él también alargó el brazo y le colocó el pelo detrás de la oreja, provocándole un escalofrío por el cuello.


–No es un juego, Paula. Los dos nos deseamos. Y yo no puedo seguir ignorándolo.


Ella lo miró atentamente a los ojos, buscando respuestas.


–De modo que solo soy una conveniencia, ¿no?


–Nada de eso, cariño. Lo que me haces sentir no es conveniente en absoluto.


Los brillantes ojos negros de Pedro la miraban sin pestañear. Paula tenía ante ella una elección crucial: o asumía el riesgo o jugaba sobre seguro. Muy despacio, rodeó la cama hasta detenerse ante él, se puso de puntillas y lo besó en los labios.


–Te deseo, Pedro –susurró, empujando el miedo hasta lo más profundo de su ser, donde nadie, ni siquiera ella, pudiera verlo.


–Y yo a ti, Paula. Más de lo que nunca había creído posible –la tumbó delicadamente sobre la colcha de algodón y se colocó encima–. Recuerda, estamos juntos en esto.


Ella estaba preparada para que cambiara de opinión y se fuera. Pedro siempre encontraba la manera de alejarse de ella y también lo haría en aquella ocasión. Pero ella estaba cansada de contenerse.


–Por favor –le susurró–, te necesito.


Pedro emitió un gruñido y tomó posesión de su boca con una voracidad desatada, como si se hubiera desprendido de todas sus limitaciones. Y Paula se abandonó a la pasión que la consumía sin preocuparse por las secuelas. En pocos segundos estaban los dos desnudos, y Paula separó los muslos, impaciente por sentirlo dentro de ella. Pero en vez de penetrarla, Pedro se dobló por la cintura y volvió a hundir la cara en su sexo para provocarle estragos con su lengua y sus dedos. A punto estuvo de llevarla al orgasmo, pero en el último segundo se retiró y sacó un preservativo del bolsillo del pantalón. A Paula le ardió la cara mientras se lo colocaba con rapidez.


No iban a tener hijos, por muchos sueños que ella pudiera albergar.


Pedro flexionó sus musculosos brazos, le puso las manos bajo las rodillas y la arrastró hasta el borde de la cama, colocándola en la posición adecuada. Su fuerza la hacía sentirse vulnerable y al mismo tiempo poderosa. La premura de Pedro revelaba lo desesperado que estaba por poseerla. 


A ella. A Paula. Necesitaba imperiosamente el placer que ella pudiera brindarle con su cuerpo.


Y ella estaba más que dispuesta a dárselo.


Por una vez en su vida se sintió completamente libre de inhibiciones. Separó las piernas y dobló las rodillas para apoyar los talones en la cama. Él se inclinó hacia delante y guio su erección hacia la fuente de calor líquido, y ella levantó las caderas para recibirlo con ansia. Pedro empujó lentamente y volvió a retirarse. Ella se esforzó por permanecer inmóvil, pero su sexo quería que la colmara.


Él pronunció su nombre con voz ahogada y el control de Paula estalló en mil pedazos. Agitó frenéticamente la cabeza de lado a lado y agarró las sábanas bajo ella mientras Pedro la penetraba con una pasión salvaje y le mordía los pezones.


El orgasmo le sacudió el cuerpo y le retumbó en las sienes.


Pocos segundos después él la agarró por los hombros, se hundió hasta el fondo con una última embestida y se quedó inmóvil con una expresión de éxtasis en el rostro.


Un orgullo inmenso acompañó la euforia que Paula sentía. 


Pedro se derrumbó encima de ella, y Paula le acarició la espalda mientras contaba sus latidos. Allí estaba lo que siempre había anhelado: aquel hombre, aquel momento, aquella pasión. Y todo era más maravilloso de lo que había esperado












CHANTAJE: CAPITULO 19




Paula no apartó la mano tan rápido como debería, pero se lo impedía la certeza de que aquella simple caricia sería lo único que tendría de Pedro. Con todo, ver a su padre acercándose le provocaba una reacción imposible de digerir.


 Los nervios y la resignación se le revolvían en el estómago.


Jorge Chaves se detuvo junto a su mesa, atrayendo todas las miradas. Su presencia era tan arrolladora como la de Renato.


Detrás iba el hermano de Paula, tan alto y moreno como su padre pero sin la presencia y el porte de Jorge. Tenía veintiocho años, dos más que Paula, y parecía un joven indolente y apático, sin responsabilidades ni ambiciones en la vida. Miró aburrido la mesa y desvió la mirada en busca de algún amigo en el restaurante.


El trío lo completaba Tina, la madrastra. Una mujer de veintiocho años rubia y bronceada, con un físico escultural, pechos postizos y una mirada vacía. A Jorge nunca le habían gustado las mujeres con cerebro. Paseó la mirada por la mesa antes de posarla en Paula.


–¿No vas a presentarme?


Paula resistió el impulso de obedecer, se levantó con elegancia e inclinó la cabeza.


–¿Cómo estás, papá?


–He oído que has estado muy ocupada.


Tina se rio por lo bajo.


Pedro también se levantó. Era solo un poco más alto que su padre, pero la mirada de Jorge perdió parte de su fuerza al mirarlo.


–Le pido disculpas por no haberlo reconocido, señor Chaves. Ha pasado mucho tiempo.


–Seguro que vivir tantos años en Nueva York te ha borrado la memoria –dijo Jorge, como si no concibiera posible que alguien lo olvidara–. Luciano, Julian –volvió a mirar a Paula–, habría sido un detalle invitarnos a la boda, sobre todo casándote con un Alfonso.


Julian y Luciano se levantaron, pero Pedro se les adelantó.


–Teniendo en cuenta la salud de mi abuelo, pensamos que lo más prudente era celebrar una ceremonia discreta y en privado.


–Sí –dijo Luciano–. Yo ni siquiera me enteré hasta que cortaron la tarta.


Paula se ruborizó al recordarlo, a pesar del guiño de Luciano.


Su padre no aceptó las excusas, pero pareció más animado.


–Ya era hora de que hicieras honor a tu estirpe y empezaras a comportarte como una dama, no como una simple criada.


–De algo sirve cazar a un marido rico –añadió Tina.


Luciano murmuró algo como «quién fue a hablar».


Su padre siempre le había criticado todo desde que nació, desde su ropa hasta sus libros. Y naturalmente también su carrera de enfermería.


–Paula no es una criada –dijo Julian–. Su trabajo consiste en ayudar a quien lo necesita. Pero supongo que usted no entiende de eso.


–¿Y por qué debería? –preguntó Jorge–. ¿Qué saco yo con ayudar a los demás?


Los otros hombres se sorprendieron por su respuesta, pero Paula no. Ella conocía muy bien a su padre y sabía que rechazaba todo lo que no le servía. Como había hecho con su propia hija.


–Sus cuidados han mantenido con vida a nuestra madre todos estos años –dijo Pedro–. Siempre le estaremos muy agradecidos por eso.


Paula esbozó una débil sonrisa y se odió por buscar la reacción de su padre.


–Repito, ¿qué saca ella con eso? Malgastando su vida junto al lecho de una inválida cuando podría estar ocupando su lugar en la sociedad de Carolina del Sur. Y allí es donde estará finalmente, gracias a su linaje y a su matrimonio. Con el tiempo la gente olvidará su pasado y la verá como la esposa del heredero de la familia Alfonso.


Paula ahogó un gemido de indignación, pero Pedro se le volvió a adelantar y rodeó la mesa para encarar a su padre.


–Sus años de esfuerzo y sacrificio le han dado lo que merece: una familia que la quiere, a diferencia de las personas que únicamente la engendraron. Usted no es su padre, porque la obligación de un padre es proteger a sus hijos.


Jorge no estaba acostumbrado a que le plantaran cara y abrió la boca, pero Pedro no le tiempo para hablar.


–Ocúpese de sus asuntos y olvídese de Paula. Y no espere ninguna invitación a nuestra casa. No queremos malas compañías.


Paula se quedó tan aturdida que no oyó la respuesta de su padre, pero debió ser patética, a juzgar por las sonrisas de Pedro y sus hermanos. Pedro la había defendido como un caballero. Y cuando los Alfonso la rodearon fue incapaz de contener las lágrimas.


Sus defensores. Sus protectores. Sus camaradas. Por fin su familia la había encontrado.