sábado, 25 de abril de 2015

CHANTAJE: CAPITULO 23





–¿Vienes? –le preguntó Pedro a Paula al bajar de la camioneta.


Acababan de volver de la feria del condado, una celebración muy popular en el pueblo a la que también habían acudido Julian y Luciano. Pasaron una velada muy divertida y agradable, pero de regreso a casa Paula se mantuvo callada durante todo el trayecto. Sus silencios eran cada vez más frecuentes y él había aprendido a darle tiempo para pensar. 


Incluso había dado un largo rodeo para volver a Alfonso Manor. La noche los envolvía con un manto de niebla y una fresca brisa soplaba por las ventanillas abiertas. Hacía mucho que no se sentía tan cómodo con alguien, envuelto por una deliciosa intimidad que ojalá no acabase nunca.


Y allí estaban, mirándose el uno al otro a través de la ventanilla abierta de la camioneta. Luciano, Julian y Maria habían regresado mucho antes a la casa, que estaba en silencio y a oscuras. Pedro quería levantar a Paula en brazos y llevarla al dormitorio, pero algo se lo impedía. Tenía la sensación de que habían pasado a otro nivel y que él debía volver a pedirle permiso antes de intimar.


–No estoy segura –respondió ella, mirándolo en la oscuridad como si buscara algo–. Pedro


Pedro se le formó un nudo en la garganta.


–¿Qué?


–Tengo miedo.


–Lo sé. Soy un riesgo para ti, pero en la vida hay que correr riesgos y superar los miedos. Depende de ti cómo hacerlo.


Se alejó para no influir en su decisión. El césped y las azaleas estaban impregnados de rocío. Al acercarse al sauce llorón oyó los pasos de Paula tras él. Se giró y la vio corriendo sobre la hierba. Se lanzó contra él y los dos atravesaron el tupido dosel de ramas y hojas. Pedro perdió el equilibrio y cayeron al suelo en un enredo de brazos y piernas.


Pedro se encontró atrapado entre los muslos de Paula y con sus pechos apretados contra el torso. Su cuerpo reaccionó al instante. Se arqueó hacia arriba y apretó su erección contra la entrepierna de Paula.


Ella miró a su alrededor, y también lo hizo él. Las ramas colgantes del viejo árbol los aislaban del mundo exterior. Un velo que los envolvía en la magia del descubrimiento recíproco. Paula le puso las manos en los hombros para impedir que la apartara y empezó a frotar la parte más íntima de su cuerpo contra el endurecido miembro de Pedro.


La deseaba con una pasión salvaje, pero fue ella la que tomó la iniciativa y comenzó a devorarle la boca. Él la besó de igual manera, pero la creciente voracidad que demostraban las caricias, mordiscos y jadeos entrecortados de Paula no les permitirían aguantar mucho.


Él le abrió la camisa para explorar su piel, y ella se echó hacia atrás para desabrocharle los pantalones y bajarle la cremallera. Pocos segundos después, le había puesto un preservativo y se preparaba para cabalgar hacia el éxtasis mientras Pedro yacía en el suelo, apretando suavemente los pechos a través del sujetador, sumido en un deseo sin límites.


Ella se levantó para quitarse las braguitas y Pedro tuvo que refrenarse para no apretarla de nuevo contra él. Lo quería todo. Mucho más que aquella irresistible mezcla de timidez y descaro. Mucho más que el consuelo y las críticas que recibía de aquella mujer tan especial. La necesitaba para completar su alma.


Tiró de ella hacia su erección, pero ella volvió a adelantarse y, arqueándose hacia atrás, se introdujo el miembro.


Pedro se quedó sin aliento y casi sin sentido.


Incapaz de permanecer inmóvil y a merced de Paula, la agarró por las caderas e impuso su propio ritmo. Sus cuerpos se fusionaron y Pedro saboreó los jadeos y gritos que emanaban de Paula. Distinguió la agitación de sus cabellos y la curva de su blanca mandíbula recortada contra el fondo de hojas.


Y en aquella frenética carrera hacia la culminación solo un pensamiento resonaba en su cabeza: «mía».


Empujó todo lo posible, ayudándose del peso corporal de Paula. Sus gritos se mezclaron y sus cuerpos se contrajeron al alcanzar juntos el orgasmo.


Durante un largo rato no sintió otra cosa que sus acelerados latidos, el calor de Paula y el deseo de permanecer así para siempre.


Ella se tumbó de espaldas, con la cabeza apoyada en el brazo de Pedro.


–Tendría que levantarme, pero mis músculos no quieren moverse.


Él se rio, retumbándole el pecho bajo la mano de Paula.


–Deberías tener cuidado. Creo que podría volverme adicto a ti si seguimos así.


–Podría acostumbrarme a esto –dijo ella.


Pedro supo que por primera vez en su miserable vida se había enamorado.





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