lunes, 13 de abril de 2015

SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 13




Paula se despertó ese lunes con un nudo en el estómago; no sabía si estaba nerviosa porque era su primer día de trabajo o porque vería a Pedro nuevamente. Le costó decidirse que atuendo sería el más adecuado para la secretaria de un doctor de niños por lo que creyó que una falda y una blusa a tono sería lo más indicado.


Terminó de vestirse y se quedó un rato más en su habitación, esperando que Gabriel se marchara a su despacho. El día anterior había logrado evitarlo, él se había
quedado en el club a almorzar con sus socios y había llegado a la casa muy tarde; no había querido encontrárselo a la hora de la cena por lo que se excusó con su hermana
diciéndole que no tenía hambre.


Sabía que no podía ser siempre así y que se toparía con su cuñado en cualquier momento pero prefería retardar esa nefasta situación lo más posible.


Cuando escuchó que el auto de Gabriel salía de la casa entonces bajó a desayunar. Respondió a Sara con una sonrisa cuando ella le dijo que Gabriel le deseaba suerte en
su primer día de trabajo. Si su hermana sospechaba algo de su actitud hacia su marido al menos no le mencionaba nada; y esperaba que nunca descubriera lo que Gabriel había pretendido hacer con ella dos noches atrás.


Se despidió de Sara y de la pequeña Ana quien le prestó su medalla de la suerte para que la llevara en su bolso.


—Gracias, cariño —le dijo antes de marcharse guardando con cuidado la medalla con un ángel de la guarda tallado en uno de sus lados.


El recorrido hasta el consultorio de Pedro no le llevó más de veinte minutos y cuando arribó eran casi las nueve. Le había prometido ser puntual y lo estaba cumpliendo; sería horroroso quedar mal con él en su primer día de trabajo.


Aparcó su viejo coche en el estacionamiento y se bajó. 


Acomodó su falda, se atusó el cabello que aquella mañana había peinado en una discreta cola de caballo y se dirigió hacia el edificio.


—¡Paula!


Paula se detuvo en su lugar; la voz de Pedro gritando su nombre la dejó completamente sorprendida. Se dio media vuelta y lo observó avanzar hacia ella con una enorme y seductora sonrisa instalada en su rostro.


—¡Pedro, no te había visto! —dijo ella sonriéndole también.


—Hemos llegado al mismo tiempo —dijo él observando su atuendo de ejecutiva.


Paula notó el fuego en su mirada mientras él la recorría sin ningún pudor. Estaban en medio del estacionamiento y sin embargo parecía que a él eso no le incomodaba.


—Te… te dije que la puntualidad es una de mis mayores virtudes —le recordó ella haciendo un enorme esfuerzo por mantener la calma y olvidarse la manera en la que él la estaba contemplando.


—Sospecho que no es la única —manifestó Pedro acercándose demasiado a ella al punto de rozarle los pechos con el brazo.


Paula dio un respingo y se cruzó de brazos para esconder el efecto primitivo que aquel simple contacto había provocado en ella. Él la había solo rozado y sus pezones habían respondido de inmediato. ¿Cómo haría entonces para convivir cuatro días a la semana, ocho horas diarias con él?


—Vamos —Pedro le hizo señas de que entraran al edificio y ella se movió antes de que él la sujetara de la cintura para guiarla hacia dentro.


El recinto del ascensor estaba vacío cuando ellos subieron y apenas se cerró la puerta, Paula tuvo la sensación de que Pedro quería repetir el beso que le había dado en su cuarto. Él se acercó y apoyó una mano en la pared del ascensor, justo detrás de su cabeza y cuando estuvo a tan solo un par de centímetros de ella, Paula cerró los ojos.


—No he podido borrar el sabor de tu beso —le susurró él al oído.


Paula no respondió pero esbozó una sonrisa de satisfacción. 


Ella tampoco había podido borrar su beso y las sensaciones que le habían provocado pero no podía olvidarse que él era su jefe y ella su secretaria.


Cuando abrió los ojos, él estaba a punto de besarla. Paula logró escaparse de él, escabulléndose por debajo de su brazo que continuaba apoyado contra la pared del ascensor.


Por fortuna para ella y para desgracia de Pedro en ese preciso momento la puerta se abrió y un par de mujeres entró al ascensor.


Paula percibió el fastidio de Pedro pero también notó las miraditas que le echaban ambas mujeres a su nuevo jefe. 


Una de ellas, la más joven y más descarada había posado sus ojos en la entrepierna de Pedro sin ningún pudor. Él la había descubierto mirándolo y le sonrió.


¡Cielos! ¡Qué desfachatez! Se dijo Paula tratando de apartar la mirada y de pensar en algo más. La muchachita estaba coqueteando abiertamente con él y él le seguía el juego. En un momento la descarada se atrevió incluso a guiñarle un ojo. Aquella situación era inaudita y Paula sintió rabia.


Finalmente el ascensor llegó a destino y ella fue la primera en salir, seguida por Pedro quien no dejaba de sonreírle a su nueva admiradora.


Entraron en su despacho y Paula caminó de prisa hacia su escritorio, dejó su bolso y se puso a mirar unos papeles.


—Allí, en ese cuaderno están las citas de esta semana —le indicó él percibiendo cierto enfado en ella; creía saber el motivo y eso solo lograba excitarlo.


Paula abrió el cuaderno forrado con un papel rojo chillón y se puso a leer.


—Tienes cuatro pacientes esta mañana —dijo sin levantar la mirada.


Pedro miró su reloj.


—Iré a mi despacho a cambiarme, no tarda en llegar mi primer paciente.


Paula lo observó irse a su despacho y cerrar la puerta. Una vez que estuvo sola se dejó caer en su asiento y lanzó un bufido.


¿Por qué demonios estaba tan molesta? No tenía motivos para estarlo y sin embargo no podía evitarlo. Le había molestado la actitud de esa muchacha hacia Pedro pero lo que más le había molestado era la atención que él le había prestado.


No había dudas de que Pedro Alfonso era un mujeriego de ligas mayores y Paula tenía muy claro que era precisamente de esa clase de hombres de los que tenía que mantenerse alejada.


Una cosa era saberlo pero otra muy distinta hacerlo.


Pedro le gustaba y mucho y a pesar de que sabía que una relación con él no llegaría lejos no podía evitar lo que sentía por él, tampoco podía evitar las ganas de que él la volviera a besar.


La puerta de su despacho se abrió de repente y el ruido sacó a Paula de sus cavilaciones.


Pedro llevaba ahora su impecable delantal blanco y un estetoscopio colgaba de su cuello.


Él iba a decirle algo pero una mujer con un niño entró en ese preciso momento. Paula la invitó a sentarse y chequeó los datos de la mujer con los datos del cuaderno.


—¿Señora Riley, verdad?


La mujer asintió mientras intentaba hacer que su hija se quedara quieta.


—Pase señora Riley —dijo él desde la puerta de su despacho.


Los demás pacientes de esa mañana llegaron y en unos cuantos minutos la sala de espera se llenó de mujeres preocupadas y niños inquietos.


A las once y diez minutos el último de sus pacientes se marchó y quedaron nuevamente solos.


—Paula, podrías venir a mi despacho por favor —le pidió él quitándose el delantal y el estetoscopio.


—Enseguida —respondió ella poniéndose de pie.


Cuando entró al despacho de Pedro, él estaba de pie junto a la ventana.


—¿Qué necesitabas?


Él se dio media vuelta y la observó de arriba abajo; lo que él necesitaba en ese momento dudaba que ella estuviera dispuesta a entregárselo.


Paula tragó saliva, esperando su respuesta que parecía no llegar nunca.


—Quería decirte que estoy satisfecho con tu trabajo; lo has hecho muy bien.


Paula sonrió.


—Estaba un poco nerviosa al principio —reconoció mirándolo a los ojos.


—Es normal, pero esos nervios se irán desvaneciendo con el correr de los días.


—Espero que sí —respondió ella plenamente consciente de que él estaba alejándose de la ventana y se acercaba a ella—. Será mejor que ordene las fichas de los pacientes que atendiste esta mañana —dijo ella de repente dándose media vuelta y dispuesta a salir.


Pedro fue más rápido y antes de que ella diera un paso más, la sujetó de la cintura y la detuvo.


—Paula, espera…


Paula se quedó petrificada mientras él la envolvía por la cintura con sus brazos.


Pedro… no —su pedido sonó demasiado débil.


Él hizo caso omiso a sus palabras y se apretó contra ella. 


Agachó la cabeza y hundió el rostro en la nuca de Paula.


—¿No qué? —quiso saber él; sus manos ahora subían por los costados de Paula hasta detenerse debajo de sus pechos.


Ella sintió como los dedos de Pedro apretaban suavemente la carne sensible de sus pechos; como respuesta inmediata sus pezones se endurecieron, irguiéndose hacia él, buscando sentir sus manos.


Pedro respondió de inmediato y mientras su boca besaba el cuello de Paula, él había metido sus manos debajo de la camisa y dibujaban pequeños círculos alrededor de sus pezones que aún debajo de la tela de su sujetador se percibían duros como guijarros.


Un torbellino recorrió el cuerpo de Paula, acabando con toda posible resistencia si es que alguna vez la había poseído.


Tiró la cabeza hacia atrás, apoyándola en el hombro de Pedro y entonces cuando ella ladeó la cabeza solo un poco él atrapó su boca con la suya. Mordió su labio inferior e introdujo su lengua con violencia; ella lo recibió gustosa dejando que él tomara posesión de su boca. Dejó escapar un mudo gemido cuando él apretó y tironeó uno de sus pezones. Se apretó más contra el cuerpo de Pedro y la tensión en su vientre se acrecentó cuando sintió la fuerza de su erección golpear contra sus caderas.


Aquello no estaba bien, lo sabía pero no podía evitar lo que sentía por él. En ese momento no eran jefe y secretaria sino un hombre y una mujer dejándose llevar por la pasión.


Pero unos golpes en la puerta acabaron con la magia del momento y los obligó a separarse.


Paula se acomodó la camisa dentro de la falda mientras Pedro hacía lo imposible por ocultar la enorme erección que abultaba sus pantalones.


—¿Quién es? —preguntó él sin dejar de mirar a Paula.


—Doctor Alfonso, soy Peter Colbert, el representante de Medicus, habíamos acordado que vendría hoy después de su última consulta —dijo una voz masculina desde el otro lado de la puerta.


—¡Demonios, lo había olvidado! —masculló Pedro yendo hacia la puerta.


Paula terminó de recomponerse antes de que el tal señor Colbert ingresara al despacho.


Un hombre cincuentón y completamente calvo entró y estrechó la mano de Pedro.


—Espero que no se haya olvidado que teníamos una cita —dijo observando por un instante a Paula quien continuaba de pie en un rincón.


—No, por supuesto que no —respondió Pedro evidentemente nervioso—. Señor Colbert, le presento a mi nueva secretaria Paula Chaves.


El hombre extendió su brazo y apretó la mano de Paula.


—Un placer Paula.


—El placer es mío —le sonrió y se fue hacia la salida—. Los dejo solos.


Peter Colbert se quedó observando la partida de Paula atentamente, más específicamente sus pequeños ojos negros se habían posado descaradamente en el trasero de la nueva secretaria del doctor Pedro Alfonso.


—Muy bonita su secretaria, doctor Pedro —comentó con una sonrisa pícara.


Pedro no le respondió porque lo que tenía ganas de decirle hubiera roto definitivamente con la relación laboral que llevaba con Medicus desde hacía tres años.


Paula fue hasta su escritorio, acomodó el cuaderno de citas y guardó las fichas de los pacientes, de vez en cuando miraba hacia la puerta cerrada del despacho de Pedro pero parecía que la reunión sería larga.


Había terminado su trabajo y ellos no salían, dejando escapar un suspiro, cogió su bolso y se encaminó hacia la puerta. Saldría a almorzar a algún lugar cercano y regresaría para su horario vespertino. Se volvió y buscó un papel y un bolígrafo. No podía marcharse así sin más.


Escribió un par de renglones y dejó la nota junto al ordenador.


La leyó antes de marcharse.


Pedro, salí a almorzar.
Vuelvo en un par de horas,
Paula





SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 12




Cuando Paula regresó a la casa eran pasadas las tres de la mañana; subió corriendo las escaleras y se encerró en su habitación. Buscó su maleta y la llenó con todas sus pertenencias. No podía quedarse en aquella casa un día más. Sería un infierno convivir con Gabriel después de lo sucedido y además ya no podría mirar a Sara a los ojos, la pobre jamás se podría imaginar que su propio esposo había intentado follarse a su hermana menor.


No tenía idea adónde se iría, tenía algo de dinero ahorrado no era mucho pero al menos le alcanzaría para dormir en algún hotelucho barato hasta que cobrara su primer sueldo.


Cualquier cosa era preferible a soportar aquella situación tan desagradable. Le vinieron nauseas al recordar la manera en la que Gabriel la había tocado, al recordar las cosas que le había confesado sin ningún escrúpulo.


Cuando terminó de meter todo en la maleta se recostó e intentó dormirse pero le costó hacerlo, podía sentir las asquerosas manos de su cuñado tocándola.


Deseaba que ya amaneciera para poder hablar con Sara y despedirse de ella y de la pequeña Ana; no podía marcharse sin decirles adiós, solo esperaba no toparse con Gabriel una vez más.


Cuando había logrado conciliar un sueño liviano, el ruido de pasos en el pasillo la despertó. Se puso en estado de alerta pero suspiró aliviada cuando escuchó la voz de su hermana.


—Pau, el desayuno está listo. Ana te ha preparado tus galletas preferidas y quiere que las pruebes.


Paula sonrió amargamente. ¿Cómo le diría a Sara que se marchaba? ¿Qué excusa valedera podía inventar para no preocuparla?


—Ya bajo, Sara —le gritó levantándose de un salto de la cama.


Cuando llegó a la cocina, observó con alivio que Gavriel no estaba, echó un vistazo al reloj y supuso que a aquellas horas de domingo estaría jugando su habitual partida de golf con sus socios abogados.


En la mesa, Ana acomodaba las galletitas de avena que había horneado para ella el día anterior mientras Sara servía el café.


Paula se acercó y se sentó en un extremo. Ana le ofreció una galleta y ella la aceptó.


—¡Está deliciosa, cariño! —exclamó antes de acercarse a su sobrina y darle un sonoro beso en la mejilla.


—Le salen cada vez mejor, ¿no crees? —comentó Sara sentándose al lado de su hermana menor.


Paula asintió. Debía decirle a Sara que se marchaba de su casa ese mismo domingo.


—Sara... hay algo que debo decirte —dejó la galleta de avena a medio comer sobre una servilleta—. Me marcho.


Los ojos de Sara se abrieron como platos.


—¿Qué dices?


—Eso mismo, me voy hoy de tu casa, ya tengo lista mi maleta —alegó evitando por un instante el mirarla directamente a los ojos.


—No puedes hacerme esto, Pau. Falta un mes y medio para que nazca tu sobrino... te necesito.


Pau odiaba estar haciendo aquello y hubiese preferido cualquier cosa antes que tener que atravesar por tal situación pero no encontraba una solución a su problema y jamás le contaría a Sara el verdadero motivo de su súbita partida.


—Sara, no he estado contigo durante el embarazo de Ana y nada malo te ha sucedido, todo saldrá bien. Entiende que tengo que irme, no me siento bien aquí viviendo de arrimada —argumentó.


—¡No digas algo así! Además acabas de conseguir empleo y pronto podrás aportar para los gastos de la casa, aunque sabes que ni a Gabriel ni a mí nunca nos importó ese asunto, eres mi hermana y creo que has sido bien recibida en esta casa —de repente Sara sonaba realmente ofendida.


—Sara, sé que es así pero entiende que prefiero irme.


—¿Y adónde piensas mudarte?


Paula sonrió mientras buscaba una respuesta a la pregunta de su hermana.


—Con Estefania... me ha ofrecido pasar unos días en su departamento hasta que encuentre algo acorde a mis posibilidades —fue lo primero que se le ocurrió y no sonaba del todo incoherente.


—¿Y crees que en casa de tu amiga vas a estar mejor que aquí, con tu familia?


—Por supuesto que no, Sara—hizo una pausa y tocó el brazo de su hermana—. No me lo hagas más difícil, además no me voy al fin del mundo, Estefania vive cerca de aquí y...


—¿Es por causa de su hermano, no es así?


Paula se sorprendió por el cuestionamiento de su hermana.


—¡Claro que no! ¡El hermano de Estefy no tiene nada que ver con esto! —¿Cómo se le había ocurrido a Sara semejante idea?


—Lo digo porque he notado cierta tensión entre ustedes —respondió Sara cuidando que su hija no oyera lo que no tenía que oír.


—Para nada, Pedro es mi nuevo jefe y hermano de una amiga de la infancia, no entiendo a que clase de tensión te estás refiriendo —replicó algo confusa.


—Estoy hablando de la clase de tensión que surge entre un hombre y una mujer cuando ambos se gustan.


Paula soltó una carcajada para que Sara no notara que había dado en el clavo.


—Estás viendo cosas que no son, Sara.


Sara no dijo nada pero no podía estar molesta por la repentina decisión de su hermana.


—¿Por qué no te quedas hasta que nazca el niño?


—¡Tía Pau, no te vayas! —la vocecita de Ana se sumó a la de su madre.


Paula sabía que llevaba las de perder, eran dos contra una y se la estaban poniendo muy difícil.


—No puedes irte, Pau, tu sobrina predilecta te está pidiendo que te quedes —adujo Sara guiñándole un ojo a su hija.


¿Qué podía hacer? No quería irse por su hermana y por la pequeña Ana a quien adoraba pero convivir con Gabriel sería un infierno. Quizá la única solución era quedarse y tratar de evitar a su cuñado a toda costa. Quizá después de lo sucedido, él mismo se daba cuenta del error que había cometido y no volvía a acercarse a ella para tratar de seducirla.


—¿Qué dices? —preguntó Sara expectante.


Paula contó hasta cinco y soltó un suspiro.


—¡Está bien, ustedes ganan!


Sara y Ana se abalanzaron encima de ella y la abrazaron. Había tomado una decisión y esperaba no arrepentirse después.


—Tenemos que seguir hablando de ese otro asunto —dijo Sara una vez que la niña se retiró a su habitación a jugar con sus muñecas.


—¿A qué asunto te refieres? —preguntó Paula haciéndose la desentendida.


—Un asunto que mide fácilmente un metro noventa, tiene unos ojos verdes increíbles y un cuerpo de los mil demonios —dijo sonriendo divertida.


Paula no pudo evitar contagiarse de la risa de su hermana.


—¡Eres insoportable a veces! ¿Lo sabías?


—Insoportable, no. Soy perspicaz y muy buena observadora —la corrigió mientras llevaba las tazas sucias al fregadero con dificultad debido a su prominente barriga.


Paula no le dijo nada, solo se limitó a levantarse de su silla para ayudar a su hermana; jamás admitiría delante de ella que moría por Pedro Alfonso.






domingo, 12 de abril de 2015

SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 11





Paula no podía conciliar el sueño, dio mil vueltas en la cama pero era inútil. Una sola imagen plagaba su mente; la de ella y Pedro besándose en aquella misma habitación. No podía tampoco sacarse el sabor de sus labios y el olor de su loción de afeitar.


Comprendió que dormir aquella noche sería una misión casi imposible de lograr por lo que decidió levantarse. Encendió la lámpara y saltó de su cama. Quizá lo único que la ayudaría esa noche fuera un enorme vaso de leche tibia con canela y miel, si eso no la ayudaba a dormir entonces se resignaría a pasar la noche en blanco.


Ni se preocupó por ponerse algo encima y bajó a la cocina con sus shorts de algodón y su musculosa con dos de los personajes de South Park estampados en el frente.


La luz que provenía de la calle iluminaba la cocina por lo que no encendió la luz, fue hasta el refrigerador y sacó el bidón de leche. La calentó y luego de agregarle una cucharadita de canela y dos de miel la bebió. Si no la ayudaba a conciliar el sueño al menos la ayudaría a relajarse, además le había quedado deliciosa.


Pegó un salto cuando la luz se encendió deprisa y vio a su cuñado vistiendo solamente la parte inferior de su pijama junto a la puerta.


—¿Te asusté? —preguntó él entrando en la cocina y yendo hacia el refrigerador.


—Si —respondió Paula terminando de beber su leche tibia.


Gabriel sacó una jarra con agua del refrigerador y buscó un vaso en la alacena, cuando lo hizo pasó por delante de ella y su brazo desnudo le rozó los senos.


—Lo siento —dijo él sin mover ni siquiera un centímetro el brazo.


Paula se dio media vuelta y dejó su vaso dentro del fregadero, de repente tuvo la urgente necesidad de salir de aquel lugar y alejarse de su cuñado. Pero cuando intentó girarse nuevamente, él le impidió moverse.


La luz que entraba por la ventana iluminó el rostro de Gabriel y Paula sintió como un escalofrío subía y bajaba por su espalda.


—Déjame que me vaya, Gabriel —le pidió.


Él no le respondió simplemente levantó un brazo y la acarició el hombro desnudo.


—¡Dios Santo, Pau! ¡Eres tan hermosa! —dijo mirándole el escote de su camiseta.


Paula abrió sus ojos como platos. ¡Aquello no podía estar ocurriéndole!


—Gabriel, por favor...


La mano de Gabriel subió ahora por su cuello y se detuvo en el mentón de Paula.


—No te imaginas las veces que soñé con poder tocarte, sentirte de esta manera —le dijo él intentando llegar más lejos aún—. Quiero besarte, Pau


—¡No! —gritó ella intentando zafarse—. ¡Suéltame!


Gabriel la sostuvo entonces con más fuerzas apoyándola contra el fregadero. Paula podía sentir como el frío mármol comenzaba a clavarse en su cintura.


—No grites, no querrás que Sara se despierte.


Paula se sintió terriblemente asqueada; su cuñado estaba intentando seducirla mientras su esposa dormía en el piso de arriba. Quería abofetearlo pero él le apretaba las manos contra el fregadero, pero no iba a permitir que aquella situación llegara más lejos. Movió una pierna y logró levantarla lo suficiente como para atestarle un certero rodillazo en la entrepierna que hizo que él la soltara por fin.


—¿Por Dios, Paula qué haces? Gabriel se llevó las manos a su bragueta y se retorció de dolor.


—¿Qué es lo que haces tú, Gabriel? —inquirió ella alejándose de él lo suficiente para que no volviera a tocarla.


—¿Acaso no lo sospechabas?


—¡Demonios, no! —había notado cierta actitud en él pero jamás se hubiera imaginado que su cuñado abrigara esa clase de sentimientos hacia ella.


—Me gustas mucho, Pau. No he podido dejar de pensar en ti desde que te mudaste con nosotros —se incorporó y le sonrió—. Eres una tentación muy grande, Paula.


Ella retrocedió aún más cuando vio que él se acercaba nuevamente.


—¡No te me acerques! —pidió tratando de no levantar demasiado la voz para no despertar a la inocente de su hermana.


—¿Sabes lo difícil que ha sido para mí tenerte tan cerca y no poder tocarte, no poder besarte —bajó el tono de su voz—. No hay un día que no me toque pensando en ti, Paula...


Paula se llevó las manos a los oídos pero eso no impidió que escuchara la sarta de obscenidades que él comenzó a decirle.


—Déjame al menos que te de un beso —rogó él extendiendo su mano hacia ella.


Paula lo miró de arriba abajo, en sus ojos grises solo había asco y furia.


—¡No vuelvas a acercarte a mí nunca más, Gabriel! —gritó antes de salir de la cocina.


Corrió aturdida hacia el exterior de la casa, ni siquiera podía pensar bien en lo que iba a hacer ahora pero lo que sí sabía era que en ese momento necesitaba salir de allí y poner distancia de su cuñado.


Se dirigió hasta el patio trasero y se subió a su automóvil. 


Apretó con fuerza el volante y luego encendió el motor. No tenía un rumbo prefijado pero no le importaba. Apretó con rabia el acelerador y salió disparada hacia la calle, una vez que las llantas de su viejo auto tocaron el asfalto, Paula condujo a toda velocidad hasta que se perdió en medio de la noche.







SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 10





Paula apenas había probado bocado, la presencia de Pedro la tenía más inquieta de lo normal; no sabía si era la manera en que él le clavaba la mirada y se quedaba viéndola o el recuerdo del beso que le había dado en su habitación solo unos momentos antes.


Pedro en cambio parecía estar muy a gusto celebrando los halagos de Sara y respondiendo cada una de las preguntas que su hermana le formulaba. De vez en cuando, Paula observaba su reloj, rogando para que aquella tortura terminase de una vez pero los minutos parecían pasar más lento de lo habitual, o al menos eso creía ella.


—No vas a tener ningún problema con Pau, Pedro —comentó Sara sonriendo—. Mi hermanita es la persona más responsable que conozco y apuesto a que tus pacientes la adorarán.


Pedro sonrió. No solo mis pacientes la adorarán pensó antes de responder.


—Estefania me habló maravillas de tu hermana, Sara y estoy seguro que no me arrepentiré de contratarla, creo que ni siquiera voy a extrañar a Lucia.


Paula no pudo evitar sentir curiosidad al oír en nombre de la tal Lucia.


—¿Quién es Lucia? —preguntó Sara quitándole las palabras de la boca a su hermana.


—Lucia es mi anterior secretaria, está embarazada y decidió que ya no quiere lidiar conmigo —guiñó el ojo—, prefiere quedarse en su casa a cuidar a su esposo y esperar la llegada de su primer hijo, del cual ya me ha prometido que seré el padrino.


Inexplicablemente, Paula sintió cierto alivio al descubrir por fin quien era Lucia.


—Debes tener un feeling muy especial con los niños —comentó Sara observando como él le hacía muecas a su hija quien parecía estar encantada con el nuevo amigo de su tía.


—Lo tengo, si —respondió él y todos notaron que se había emocionado.


—Serás un padre excelente —vaticinó Sara.


Paula la fulminó con la mirada cuando advirtió el tono que estaba tomando la conversación hasta ahora inocente de su hermana.


—Solo te falta encontrar la mujer adecuada —añadió a pesar de la furia de Paula.


Pedro se quedó en silencio, al parecer Sara había tocado un punto sensible y él prefirió no seguir hablando del tema.


—Bueno, creo que será mejor que me marche —dijo de repente Pedro acariciando los rizos de Ana que se había sentado en su regazo—. He molestado lo suficiente ya.


No te imaginas cuanto pensó Gabriel agradeciendo que el hombre al fin se fuese.


Paula también experimentó cierto alivio cuando él decidió marcharse, necesitaba estar a solas para reflexionar sobre lo que había sucedido entre ellos y sobre todo para saber que actitud tendría que tomar de ahora en adelante frente a él. 


No podía olvidarse que Pedro Alfonso era su jefe… debía olvidarse que la había besado y debía olvidarse cuanto lo deseaba; no tenía otra alternativa.


Sara buscó su ropa que ya estaba casi seca e invitó a Pedro a que subiera a la planta alta para cambiarse mientras ellos levantaban los trastos de la mesa.


Pedro subió las escaleras de prisa y ya en el pasillo buscó la habitación de Paula. Entró y observó aquel lugar en el cual dormía la mujer que le había quitado el sueño. Fue hasta la cama y acarició las sábanas de satén en tonos morados y se la imaginó a ella completamente desnuda debajo. Su polla reaccionó de inmediato y tuvo que sentarse. Sus ojos se desviaron hacia un mueble antiguo con varios cajones que servía de cómoda, un impulso lo empujó a ir hasta allí y abrió el primero de los cajones. Estaba lleno de lencería, de todos los colores, sujetadores de seda, de satén y de encaje; bragas de todos los tamaños pero abundaban las pequeñitas, sacó una de color roja con encaje en los bordes y se la llevó a la nariz.


Cerró los ojos y aspiró con fuerza, impregnándose de su olor. La diminuta y delicada tela olía a rosas y a jabón. Una mezcla que de inmediato le recordó a su dueña.


Regresó a la cama y tuvo que sentarse, tenía una erección descomunal y necesitaba liberarla. Con una mano abrió la cremallera de los pantalones prestados que llevaba
mientras que la otra seguía sosteniendo las bragas de Paula. Sacó la polla fuera de los pantalones; estaba enorme y dura, comenzó a estirarla con lentos movimientos, al mismo tiempo sus labios apretados mordían las bragas, justo en la parte delantera en donde la tela alguna vez había tocado el coño de Paula. Los tirones comenzaron a hacerse cada vez más intensos y las bragas terminaron envolviendo su polla dolorida. Acabó en la ropa interior de Paula y dejó escapar un sonoro suspiro de alivio cuando descargó su semilla en la suave tela de encaje.


Una vez que estuvo repuesto se quitó la ropa que le había prestado el esposo de Sara y se puso la suya; las bragas manchadas con su semen estaban encima de la cama, entonces decidió que se las llevaría consigo, no solo para ocultar su pecado sino para conservarla para él.


Antes de bajar fue hasta el cuarto de baño y se mojó la cara; no quería que nadie descubriera lo que había estado haciendo en la habitación de Paula, mucho menos que ella lo supiera, no quería que renunciara a su empleo antes de empezar.


Cuando llegó a la sala, observó que Paula no estaba.


—Pau está en la cocina, lavando los platos —dijo Sara adivinando el pensamiento de Pedro—, puedes pasar y despedirte de ella.


Pedro asintió y al entrar a la cocina vio que Paula estaba apoyada contra el fregadero secando una taza de porcelana. 


La falda se le había adherido en la parte trasera dejando ver la forma redondeada de sus generosas caderas. Ella le daba la espalda y ni siquiera había notado su presencia.


Pedro reprimió el impulso de acercarse y pegarse a su cuerpo para volver a sentirla temblar entre sus brazos.


Ella se movió para buscar otra taza y entonces lo vio.


—¿Cuánto tiempo llevas allí? —preguntó secándose las manos en su delantal.


—Solo un par de minutos. Los suficientes para dejarme tentar por las curvas de tu cuerpo se dijo para sus adentros.


—Se ha secado tu ropa —comentó ella prestando atención nuevamente a la vajilla que estaba secando.


—Si, he venido a despedirme, no quería irme sin saludarte —le dijo él avanzando hacia ella.


Paula salió del fregadero y caminó hacia la mesa, justo en dirección contraria hacia donde él estaba leyendo.


¡No pretenderá despedirse con otro beso! Pensó mientras ponía una de las tazas recién secadas encima de la mesa.
Pedro notó de inmediato que ella estaba nerviosa y lo evitaba, lo lamentó y mucho pero no podía hacer nada al respecto, al menos no por ahora.


Ella había reaccionado a su beso y sabía que era cuestión de tiempo para que terminara en sus brazos nuevamente y la próxima vez no se detendría por nada del mundo. Paula sería suya y eso era ya tan inevitable como el hecho de que no podía dejar de pensar en ella desde la primera vez que la había visto en esa carretera despotricando contra su viejo automóvil.


—Nos vemos el lunes, espero que seas puntual —le dijo él a modo de despedida.


—Estaré allí a las nueve, no te preocupes la puntualidad es una de mis mayores virtudes —respondió sonriéndole por primera vez desde que él había entrado en la cocina para despedirse.


—Hasta el lunes, entonces.


—Hasta el lunes.


Paula se quedó sosteniendo una taza en la mano mientras lo veía irse.


Faltaban más de cuarenta y ocho horas para que llegara el lunes y se encontró preguntándose si sería capaz de soportar tanto tiempo sin ver a Pedro Alfonso.


¡Qué tonta eres, Paula Chaves! ¡Por supuesto que vas a soportar no verlo en todo ese tiempo! Pensó sonriendo mientras guardaba la taza en la alacena.