lunes, 13 de abril de 2015

SECRETARIA Y AMANTE: CAPITULO 13




Paula se despertó ese lunes con un nudo en el estómago; no sabía si estaba nerviosa porque era su primer día de trabajo o porque vería a Pedro nuevamente. Le costó decidirse que atuendo sería el más adecuado para la secretaria de un doctor de niños por lo que creyó que una falda y una blusa a tono sería lo más indicado.


Terminó de vestirse y se quedó un rato más en su habitación, esperando que Gabriel se marchara a su despacho. El día anterior había logrado evitarlo, él se había
quedado en el club a almorzar con sus socios y había llegado a la casa muy tarde; no había querido encontrárselo a la hora de la cena por lo que se excusó con su hermana
diciéndole que no tenía hambre.


Sabía que no podía ser siempre así y que se toparía con su cuñado en cualquier momento pero prefería retardar esa nefasta situación lo más posible.


Cuando escuchó que el auto de Gabriel salía de la casa entonces bajó a desayunar. Respondió a Sara con una sonrisa cuando ella le dijo que Gabriel le deseaba suerte en
su primer día de trabajo. Si su hermana sospechaba algo de su actitud hacia su marido al menos no le mencionaba nada; y esperaba que nunca descubriera lo que Gabriel había pretendido hacer con ella dos noches atrás.


Se despidió de Sara y de la pequeña Ana quien le prestó su medalla de la suerte para que la llevara en su bolso.


—Gracias, cariño —le dijo antes de marcharse guardando con cuidado la medalla con un ángel de la guarda tallado en uno de sus lados.


El recorrido hasta el consultorio de Pedro no le llevó más de veinte minutos y cuando arribó eran casi las nueve. Le había prometido ser puntual y lo estaba cumpliendo; sería horroroso quedar mal con él en su primer día de trabajo.


Aparcó su viejo coche en el estacionamiento y se bajó. 


Acomodó su falda, se atusó el cabello que aquella mañana había peinado en una discreta cola de caballo y se dirigió hacia el edificio.


—¡Paula!


Paula se detuvo en su lugar; la voz de Pedro gritando su nombre la dejó completamente sorprendida. Se dio media vuelta y lo observó avanzar hacia ella con una enorme y seductora sonrisa instalada en su rostro.


—¡Pedro, no te había visto! —dijo ella sonriéndole también.


—Hemos llegado al mismo tiempo —dijo él observando su atuendo de ejecutiva.


Paula notó el fuego en su mirada mientras él la recorría sin ningún pudor. Estaban en medio del estacionamiento y sin embargo parecía que a él eso no le incomodaba.


—Te… te dije que la puntualidad es una de mis mayores virtudes —le recordó ella haciendo un enorme esfuerzo por mantener la calma y olvidarse la manera en la que él la estaba contemplando.


—Sospecho que no es la única —manifestó Pedro acercándose demasiado a ella al punto de rozarle los pechos con el brazo.


Paula dio un respingo y se cruzó de brazos para esconder el efecto primitivo que aquel simple contacto había provocado en ella. Él la había solo rozado y sus pezones habían respondido de inmediato. ¿Cómo haría entonces para convivir cuatro días a la semana, ocho horas diarias con él?


—Vamos —Pedro le hizo señas de que entraran al edificio y ella se movió antes de que él la sujetara de la cintura para guiarla hacia dentro.


El recinto del ascensor estaba vacío cuando ellos subieron y apenas se cerró la puerta, Paula tuvo la sensación de que Pedro quería repetir el beso que le había dado en su cuarto. Él se acercó y apoyó una mano en la pared del ascensor, justo detrás de su cabeza y cuando estuvo a tan solo un par de centímetros de ella, Paula cerró los ojos.


—No he podido borrar el sabor de tu beso —le susurró él al oído.


Paula no respondió pero esbozó una sonrisa de satisfacción. 


Ella tampoco había podido borrar su beso y las sensaciones que le habían provocado pero no podía olvidarse que él era su jefe y ella su secretaria.


Cuando abrió los ojos, él estaba a punto de besarla. Paula logró escaparse de él, escabulléndose por debajo de su brazo que continuaba apoyado contra la pared del ascensor.


Por fortuna para ella y para desgracia de Pedro en ese preciso momento la puerta se abrió y un par de mujeres entró al ascensor.


Paula percibió el fastidio de Pedro pero también notó las miraditas que le echaban ambas mujeres a su nuevo jefe. 


Una de ellas, la más joven y más descarada había posado sus ojos en la entrepierna de Pedro sin ningún pudor. Él la había descubierto mirándolo y le sonrió.


¡Cielos! ¡Qué desfachatez! Se dijo Paula tratando de apartar la mirada y de pensar en algo más. La muchachita estaba coqueteando abiertamente con él y él le seguía el juego. En un momento la descarada se atrevió incluso a guiñarle un ojo. Aquella situación era inaudita y Paula sintió rabia.


Finalmente el ascensor llegó a destino y ella fue la primera en salir, seguida por Pedro quien no dejaba de sonreírle a su nueva admiradora.


Entraron en su despacho y Paula caminó de prisa hacia su escritorio, dejó su bolso y se puso a mirar unos papeles.


—Allí, en ese cuaderno están las citas de esta semana —le indicó él percibiendo cierto enfado en ella; creía saber el motivo y eso solo lograba excitarlo.


Paula abrió el cuaderno forrado con un papel rojo chillón y se puso a leer.


—Tienes cuatro pacientes esta mañana —dijo sin levantar la mirada.


Pedro miró su reloj.


—Iré a mi despacho a cambiarme, no tarda en llegar mi primer paciente.


Paula lo observó irse a su despacho y cerrar la puerta. Una vez que estuvo sola se dejó caer en su asiento y lanzó un bufido.


¿Por qué demonios estaba tan molesta? No tenía motivos para estarlo y sin embargo no podía evitarlo. Le había molestado la actitud de esa muchacha hacia Pedro pero lo que más le había molestado era la atención que él le había prestado.


No había dudas de que Pedro Alfonso era un mujeriego de ligas mayores y Paula tenía muy claro que era precisamente de esa clase de hombres de los que tenía que mantenerse alejada.


Una cosa era saberlo pero otra muy distinta hacerlo.


Pedro le gustaba y mucho y a pesar de que sabía que una relación con él no llegaría lejos no podía evitar lo que sentía por él, tampoco podía evitar las ganas de que él la volviera a besar.


La puerta de su despacho se abrió de repente y el ruido sacó a Paula de sus cavilaciones.


Pedro llevaba ahora su impecable delantal blanco y un estetoscopio colgaba de su cuello.


Él iba a decirle algo pero una mujer con un niño entró en ese preciso momento. Paula la invitó a sentarse y chequeó los datos de la mujer con los datos del cuaderno.


—¿Señora Riley, verdad?


La mujer asintió mientras intentaba hacer que su hija se quedara quieta.


—Pase señora Riley —dijo él desde la puerta de su despacho.


Los demás pacientes de esa mañana llegaron y en unos cuantos minutos la sala de espera se llenó de mujeres preocupadas y niños inquietos.


A las once y diez minutos el último de sus pacientes se marchó y quedaron nuevamente solos.


—Paula, podrías venir a mi despacho por favor —le pidió él quitándose el delantal y el estetoscopio.


—Enseguida —respondió ella poniéndose de pie.


Cuando entró al despacho de Pedro, él estaba de pie junto a la ventana.


—¿Qué necesitabas?


Él se dio media vuelta y la observó de arriba abajo; lo que él necesitaba en ese momento dudaba que ella estuviera dispuesta a entregárselo.


Paula tragó saliva, esperando su respuesta que parecía no llegar nunca.


—Quería decirte que estoy satisfecho con tu trabajo; lo has hecho muy bien.


Paula sonrió.


—Estaba un poco nerviosa al principio —reconoció mirándolo a los ojos.


—Es normal, pero esos nervios se irán desvaneciendo con el correr de los días.


—Espero que sí —respondió ella plenamente consciente de que él estaba alejándose de la ventana y se acercaba a ella—. Será mejor que ordene las fichas de los pacientes que atendiste esta mañana —dijo ella de repente dándose media vuelta y dispuesta a salir.


Pedro fue más rápido y antes de que ella diera un paso más, la sujetó de la cintura y la detuvo.


—Paula, espera…


Paula se quedó petrificada mientras él la envolvía por la cintura con sus brazos.


Pedro… no —su pedido sonó demasiado débil.


Él hizo caso omiso a sus palabras y se apretó contra ella. 


Agachó la cabeza y hundió el rostro en la nuca de Paula.


—¿No qué? —quiso saber él; sus manos ahora subían por los costados de Paula hasta detenerse debajo de sus pechos.


Ella sintió como los dedos de Pedro apretaban suavemente la carne sensible de sus pechos; como respuesta inmediata sus pezones se endurecieron, irguiéndose hacia él, buscando sentir sus manos.


Pedro respondió de inmediato y mientras su boca besaba el cuello de Paula, él había metido sus manos debajo de la camisa y dibujaban pequeños círculos alrededor de sus pezones que aún debajo de la tela de su sujetador se percibían duros como guijarros.


Un torbellino recorrió el cuerpo de Paula, acabando con toda posible resistencia si es que alguna vez la había poseído.


Tiró la cabeza hacia atrás, apoyándola en el hombro de Pedro y entonces cuando ella ladeó la cabeza solo un poco él atrapó su boca con la suya. Mordió su labio inferior e introdujo su lengua con violencia; ella lo recibió gustosa dejando que él tomara posesión de su boca. Dejó escapar un mudo gemido cuando él apretó y tironeó uno de sus pezones. Se apretó más contra el cuerpo de Pedro y la tensión en su vientre se acrecentó cuando sintió la fuerza de su erección golpear contra sus caderas.


Aquello no estaba bien, lo sabía pero no podía evitar lo que sentía por él. En ese momento no eran jefe y secretaria sino un hombre y una mujer dejándose llevar por la pasión.


Pero unos golpes en la puerta acabaron con la magia del momento y los obligó a separarse.


Paula se acomodó la camisa dentro de la falda mientras Pedro hacía lo imposible por ocultar la enorme erección que abultaba sus pantalones.


—¿Quién es? —preguntó él sin dejar de mirar a Paula.


—Doctor Alfonso, soy Peter Colbert, el representante de Medicus, habíamos acordado que vendría hoy después de su última consulta —dijo una voz masculina desde el otro lado de la puerta.


—¡Demonios, lo había olvidado! —masculló Pedro yendo hacia la puerta.


Paula terminó de recomponerse antes de que el tal señor Colbert ingresara al despacho.


Un hombre cincuentón y completamente calvo entró y estrechó la mano de Pedro.


—Espero que no se haya olvidado que teníamos una cita —dijo observando por un instante a Paula quien continuaba de pie en un rincón.


—No, por supuesto que no —respondió Pedro evidentemente nervioso—. Señor Colbert, le presento a mi nueva secretaria Paula Chaves.


El hombre extendió su brazo y apretó la mano de Paula.


—Un placer Paula.


—El placer es mío —le sonrió y se fue hacia la salida—. Los dejo solos.


Peter Colbert se quedó observando la partida de Paula atentamente, más específicamente sus pequeños ojos negros se habían posado descaradamente en el trasero de la nueva secretaria del doctor Pedro Alfonso.


—Muy bonita su secretaria, doctor Pedro —comentó con una sonrisa pícara.


Pedro no le respondió porque lo que tenía ganas de decirle hubiera roto definitivamente con la relación laboral que llevaba con Medicus desde hacía tres años.


Paula fue hasta su escritorio, acomodó el cuaderno de citas y guardó las fichas de los pacientes, de vez en cuando miraba hacia la puerta cerrada del despacho de Pedro pero parecía que la reunión sería larga.


Había terminado su trabajo y ellos no salían, dejando escapar un suspiro, cogió su bolso y se encaminó hacia la puerta. Saldría a almorzar a algún lugar cercano y regresaría para su horario vespertino. Se volvió y buscó un papel y un bolígrafo. No podía marcharse así sin más.


Escribió un par de renglones y dejó la nota junto al ordenador.


La leyó antes de marcharse.


Pedro, salí a almorzar.
Vuelvo en un par de horas,
Paula





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