jueves, 9 de abril de 2015
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 24
Pedro sintió náuseas cuando se dirigió al cine de Westfield.
No estaba acostumbrado a que le fallara la confianza en sí mismo. Sí, su ego se había visto brutalmente afectado cuando Paula le dijo en Nueva York que no se casaría con él. De hecho había perdido un día o dos ahogando las penas en alcohol, algo impropio de él. Pero cuando recuperó la sobriedad y se dio cuenta de que le resultaba impensable un futuro sin Paula, llevó a cabo los cambios necesarios en su estilo de vida con una actitud muy positiva. En ningún momento se le pasó por la cabeza la idea de que no conseguiría recuperar a Paula.
Pero de pronto no estaba tan seguro.
Tal vez durante aquellas semanas de silencio Paula hubiera decidido que no lo amaba después de todo. Tal vez la distancia en su caso hubiera sido el olvido. Quizá lo que sentía por él no era amor, sino deseo.
Quizá incluso se había arrepentido de haberle permitido hacer las cosas que hizo con ella. Aunque estaba convencido de que en su momento las disfrutó. Paula no era como Anabela, que hacía lo que él quería en la cama con el ojo puesto en el dinero. Paula no se parecía a Anabela absolutamente en nada. Tenía que dejar de pensar de forma tan negativa. La negatividad no conducía a nada.
Cuando Pedro entró en el enorme aparcamiento, ya había recuperado algo de su seguridad en sí mismo. Una vez aparcado, volvió a llamar a Paula. Seguía con el móvil apagado. Salió del coche, lo cerró y entró a toda prisa en el centro comercial rumbo a la zona por la que Paula tendría que pasar cuando saliera del cine.
Paula se puso de pie en cuanto empezaron los créditos. La película había sido bastante divertida en ocasiones. Incluso había llegado a reírse una o dos veces. Pero en cuanto salió del cine, volvió a sentirse deprimida. ¿Qué diablos iba a hacer? Sentarse y tomarse un café, supuso con tristeza. De ninguna manera iba a volver a casa todavía. Solo eran las tres.
Deambuló lentamente por el vestíbulo que separaba las salas de cine sin fijarse en las pocas personas que pasaban cerca de ella. El lunes por la tarde, sobre todo si hacía bueno, no iba mucha gente al cine. Casi había llegado a la zona de restaurantes que había al otro lado cuando alguien la llamó por su nombre.
Centró la mirada y entonces le vio allí, justo delante de ella.
–Oh, Dios mío –fue lo único que pudo decir–. Pedro.
Al verle sonreír, estuvo a punto de echarse a llorar. Pero se detuvo a tiempo.
–¿Qué estás haciendo aquí? –le preguntó confundida.
Quería pensar que estaba allí por ella, pero le parecía demasiado bonito para ser verdad. Y sin embargo allí estaba, tan guapo como siempre.
–Tu madre me dijo que habías venido al cine, así que vine y esperé a que salieras.
–¿Has llamado a mi madre?
–Primero intenté localizarte en el móvil, pero lo tenías apagado. Así que llamé a Alquiler de coches Chaves y me contestó tu madre.
–Ah.
–¿Eso es lo único que vas a decir?
–Sí. No. ¿Qué quieres que diga? Estoy en estado de shock. No me has llamado ni me has mandado ningún mensaje. Creía que habías terminado conmigo.
–Fuiste tú quien terminó conmigo, Paula.
Ella torció el gesto con una mueca de dolor.
–Hice lo que pensé que era mejor. Para los dos. Y dime, ¿para qué has venido, Pedro? Por favor, no me pidas que vaya a Nueva York y me case contigo. Eso sería una crueldad. Te di mis razones para decir que no y eso no ha cambiado.
–En eso te equivocas, Paula. Han cambiado muchas cosas.
–No creo. Seguramente ahora serás todavía más rico que antes –había leído en alguna parte que los multimillonarios ganaban miles de dólares al día gracias a sus muchas inversiones. ¿O era al minuto?
–¿Qué te parece si vamos a tomar un café a un sitio más íntimo y te lo explico mejor?
–No hay ningún sitio más íntimo –aseguró Paula señalando con la mano la zona de restaurantes, que estaba bastante llena. Ya estaban en noviembre y la gente había empezado a hacer las compras de Navidad.
–Creo recordar que hay un pequeño café por ahí a la derecha –dijo Pedro–. Vamos.
Paula le siguió sin decir nada. Todavía estaba intentando dilucidar qué podría haber cambiado.
El café al que Pedro se refería estaba medio vacío, había sitio para escoger. Pedro la dirigió hacia el banco más lejano. En la pared del fondo había un cartel en el que ponía que había que pedir en la barra.
–¿Quieres algo de comer con el café? –le preguntó Pedro.
–No, gracias.
–Bien. ¿Qué te apetece? ¿Café con leche? ¿Capuchino?
–Café con leche –contestó Paula–. Sin azúcar.
–Bien.
Paula trató de no quedarse mirándolo mientras iba a por los cafés, pero estaba guapísimo con los pantalones cortos y el polo negro. Se dio cuenta de que le había crecido un poco el pelo. Le quedaba mejor así. Pero daba igual lo que se pusiera o lo largo que tuviera el pelo. El destino había sido muy cruel permitiendo que se enamorara de un hombre con tantos encantos.
Mientras Paula esperaba a que volviera, trató de imaginar por qué habría aparecido de pronto de aquel modo. Estaba claro que pensaba que lograría hacerla cambiar de opinión.
Y tal vez tuviera razón. Se había sentido muy triste. Y le echaba terriblemente de menos. También echaba de menos hacer el amor con él. Volver a verle le había recordado lo maravilloso amante que era. Irresistible.
Finalmente optó por mirarse las manos, que retorcía nerviosamente en el regazo. No alzó la vista hasta que Pedro le puso el café delante y se sentó frente a ella con el suyo.
–Gracias –dijo Paula educadamente. En realidad no le apetecía nada el café. Tenía un nudo en el estómago.
Pero lo agarró y le dio un pequeño sorbo antes de volver a dejarlo en la mesa. –Y ahora, ¿te importaría decirme qué está pasando?
Pedro la miró a los ojos.
–Lo que está pasando es que todavía te amo, Paula. Y sí, sigo queriendo casarme contigo.
Dios, aquello era muy cruel.
–No lo dudo, Pedro, ya que estás aquí –replicó ella–. Pero a veces el amor no es suficiente.
Pedro extendió la mano para rozarle la suya.
–Tal vez cambies de opinión cuando escuches lo que ha logrado el amor que siento hacia ti.
A Paula le costaba trabajo pensar con claridad cuando la tocaba.
–¿De qué estás hablando?
–Bueno, en primer lugar me he venido a vivir a Australia.
A ella le dio un vuelco al corazón.
–¿En serio?
–Sí. Sabía que tú nunca vivirías conmigo en Nueva York, así que he dejado mi trabajo y he vendido la mayor parte de mis acciones de la empresa de mi padre a sus socios.
Paula se limitó a quedarse mirándolo.
–Luego utilicé ese dinero para crear un fondo solidario para ayudar económicamente a personas afectadas por los desastres naturales. Parece que últimamente hay muchos. Mi padre siempre donaba mucho dinero cada vez que sucedía un desastre natural, pero le preocupaba que el dinero no llegara en ocasiones a su destino. Yo voy a ser el director general de esta fundación, así que yo decidiré dónde va el dinero. El capital está invertido en sitios seguros, así que durará una eternidad. No cobraré sueldo, pero he tenido que contratar a un par de profesionales expertos en organizaciones solidarias para que supervisen las transacciones, y ellos sí cobran. Aparte de eso, todo el dinero del fondo irá donde tiene que ir.
Lo único que pudo hacer Paula fue sacudir la cabeza.
–¿Has dado tu dinero a una obra solidaria?
–No todo, solo lo que heredé de la venta de la empresa de mi padre. Aunque es la mayoría de su patrimonio. Todavía tengo su cuenta corriente, que es bastante considerable, y también el dinero procedente de la venta de sus propiedades. Cuando las venda, claro. Eso incluye su apartamento amueblado en Nueva York y el de París. Cada uno de ellos dejará unos veinte o treinta millones. Si añadimos las obras de arte que ha coleccionado a lo largo de los años, podremos añadir varios millones más. Aunque puede que done algunas a varios museos del mundo. Sí, creo que lo haré. El caso es que sigo siendo millonario, Paula, pero no multimillonario. Sé que no te casarás con un multimillonario, pero la pobreza tampoco tiene nada de atractivo.
Paula había pasado del asombro a estar maravillada.
–¿Has hecho todo eso por mí?
–Lo curioso es que al principio renuncié a la mayoría del dinero para recuperarte, pero cuando lo hice me sentí bien. Muy bien. Dicen que es más placentero dar que recibir y tienen razón. En cualquier caso, como te puedes imaginar, organizar tantas cosas lleva mucho tiempo. Por eso he tardado tanto en venir. Todavía tendré que ir a América de vez en cuando para algún asunto de la fundación, pero a partir de ahora Australia será mi hogar. Así debe ser, ya que voy a tener una mujer australiana. Una mujer sin la que no puedo vivir.
–Oh, Pedro –murmuró Paula con los ojos llenos de lágrimas–. No me lo puedo creer.
Pedro estaba tratando de mantener también la compostura.
–Entonces, ¿esta vez tu respuesta es sí?
–Sí –dijo ella con un sollozo–. Por supuesto que sí.
–Gracias a Dios –Pedro apoyó con fuerza la espalda en el respaldo–. Me preocupara que dijeras otra vez que no, y a mi madre también.
Paula parpadeó sorprendida.
–¿Le has hablado a tu madre de nosotros?
–Por supuesto. Lleva años tratando de convencerme de que me case y tenga hijos. Estará encantada cuando se lo diga.
–¿Tú también quieres tener hijos? –preguntó Paula, todavía en estado de shock.
–Diablos, sí. Tantos como quieras tú. Y si en algo te conozco, Paula, creo que serán más de uno o dos.
–Sí, me gustaría tener familia numerosa –confesó–. Y dime, ¿cuándo le hablaste a tu madre de nosotros?
–Anoche. Me quedé en su apartamento de Bondi. Mi vuelo llegó muy tarde, demasiado tarde como para llegar aquí. Aunque al final me desvelé de todas maneras y le conté todo a mi madre. Y luego me quedé dormido. No llegué a la costa hasta después de comer. Como ya te he contado, al ver que no contestabas al teléfono llamé a la oficina y me contestó tu madre.
Paula seguía asombrada por todo lo que Pedro había hecho por ella.
–Espero que mi madre fuera amable contigo.
–Mucho.
–Oh, Pedro, haces que me sienta fatal.
Él frunció el ceño.
–¿Por qué?
–Porque tú has hecho todo por mí y yo no he hecho nada por ti.
¿Que no había hecho nada? Pedro miró a aquella chica maravillosa a la que amaba y pensó en todas las cosas que había hecho. La primera y más importante, amarle. No por su dinero, sino por sí mismo.Pedro el hombre, no el heredero de miles de millones. También le había hecho ver lo que era importante en la vida. No la fama y la fortuna, sino la familia y la comunidad. No una vida social de clase alta, sino una vida sencilla llena de risas, niños y amigos. Sí, estaba deseando tener hijos con Paula. Qué afortunado había sido por haber llamado aquel día a Alquiler de coches Chaves y haberla conocido.
Pero Pedro sabía que, si le decía todo aquello, se sentiría avergonzada. Así que se limitó a sonreír y dijo:
–No podemos decir que la felicidad no sea nada, Paula. Y tú me haces feliz, cariño.
–Oh –daba la impresión de que Paula iba a echarse a llorar otra vez.
–No más lágrimas, Paula. Puedes llorar el día de la boda si quieres, pero hoy no. Hoy es un día para regocijarse. Y ahora tómate el café e iremos a comprarte un anillo de compromiso. Tiene que haber una joyería decente por algún sitio.
Media hora más tarde, Paula llevaba en el dedo corazón de la mano izquierda un diamante solitario engarzado en oro blanco. No era ni tan grande ni tan caro como a Pedro le hubiera gustado.
–No se trata del precio, Pedro –le dijo ella con firmeza cuando lo escogió–, sino del sentimiento que hay detrás. Además, no quiero despertar la envidia de mis cuñadas. Ellas no tienen anillos de compromiso con enormes pedruscos.
Pedro alzó los ojos al cielo.
–Muy bien. Pero no creas que voy a comprar una casa con alguna carencia. Mi intención es que tenga todo lo que tú y yo queramos.
–Me parece justo –afirmó Paula. A ella no le gustaban las joyas, pero siempre había querido tener una gran casa.
–De acuerdo –dijo Pedro–. Ahora que hemos solucionado el tema del anillo, déjame llevarte a la tienda de Fab Fashions en la que solías trabajar.
–¿Para qué? –preguntó ella desconcertada–. Ya no es tuya.
–Ah, ahí te equivocas. Cuando vendí la empresa de mi padre, acordé quedarme con un solo activo: la cadena Fab Fashions. Los socios de mi padre se mostraron encantados de dejármela a cambio de nada. La consideran un garbanzo negro, pero yo creo que con tus consejos podremos hacer que funcione. Entonces, ¿qué me dices, Paula? ¿Puedes ayudarme con esto?
A Paula se le hinchió el corazón de felicidad. ¡Qué maravillosamente detallista era Pedro! Y muy inteligente.
Sabía perfectamente cómo ganarse su corazón. Y así se lo hizo saber.
Pedro sonrió.
–Andy siempre decía que nada podía interponerse entre la portería y yo.
Paula sonrió también. Una chica no tenía siempre la oportunidad de ser comparada con una portería.
–¿Sabe Andy lo de la muerte de tu padre? –preguntó con tono más serio.
–Todavía no. Siguen de luna de miel. Pero vuelven la semana que viene. Tal vez podamos ir a visitarles algún fin de semana pronto ahora que estamos prometidos. Podemos quedarnos en esa bonita cabaña un par de noches.
A Paula se le aceleró el corazón con la mención de la cabaña. Le evocó al instante recuerdos excitantes.
–Eso estaría muy bien –afirmó. Lo cierto era que lo estaba deseando.
Pedro la miró con los ojos entornados y luego se rio.
–A mí no me engañas, Paula Chaves. Disfrutaste de esos juegos tanto como yo.
–Sí –reconoció ella–. Pero creo que deberíamos guardarlos para ocasiones especiales, no para el día a día.
–Estoy de acuerdo –accedió Pedro–. En el día a día voy a estar muy ocupado con mi casa de la playa, mi media docena de hijos y mi golf.
–¿No vas a trabajar?
–Bueno, tengo que sacar adelante Fab Fashions. Con tu ayuda. Y puede que me meta en el negocio con tu padre y me dedique a los coches de época. Me impresionó el trabajo que hizo con ese Cadillac. Yo podría ser el socio capitalista y él quien hiciera el trabajo.
–Suena bien.
–Bueno, ¿y cuándo vamos a casarnos? Me gustaría que fuera lo más pronto posible.
–Pedro Alfonso, voy a celebrar una boda como Dios manda. Y tengo pensado organizarla yo misma. Eso lleva tiempo.
–¿Cuánto tiempo? Solo se necesita un mes para sacar la licencia.
–En poco más de un mes será Navidad, y en nuestra familia se celebra mucho.
–¿Y qué te parece enero? ¿Febrero?
–No me gustan las bodas en esos meses. Hace demasiado calor. ¿Y marzo?
–Puedo aguantar hasta marzo –accedió Pedro–. Pero no más.
–Entonces que sea marzo –afirmó Paula con alegría–. Vamos a darle la buena noticia a mis padres.
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 23
No entiendo por qué no quieres casarte conmigo –dijo Pedro cuando por fin volvió con Paula a su apartamento–. Si me amas como dices, ¿dónde está el problema? Diablos, Paula, puedo darte todo lo que quieras.
–Ese es el problema. No quiero lo que puedas darme. No quiero llevar este tipo de vida –aseguró señalando el apartamento–. Es demasiado. No tendríamos amigos de verdad. Ni tampoco nuestros hijos.
–Eso es ridículo. Yo tengo amigos de verdad.
–No, no los tienes. Esta noche no había allí ni una sola persona que fuera amiga de verdad. El único amigo que tienes es Andy en Australia, y eso es porque lo conociste antes de ser muy rico. Ser multimillonario implica no poder llevar una vida normal, Pedro. Y, si yo fuera tu esposa, tampoco podría. Querrías que fuera todo el tiempo a cenas y fiestas con gente que desprecio. Querrías que dejara de coser mi propia ropa, insistirías en que tuviera estilista y un diseñador de vestuario. Nuestros hijos tendrían niñeras y guardaespaldas y los enviaríamos a internados de niños ricos mientras nosotros nos quedamos en casa organizando fiestas. Lo siento, Pedro, pero eso no es lo que quiero para mis hijos. Ni para mí.
Pedro dejó de recorrer arriba y abajo el salón y la miró con tristeza.
–Estás hablando en serio, ¿verdad?
–Sí –afirmó Paula con el corazón destrozado.
Pedro soltó una palabrota, se acercó a ella y la apretó contra sí.
–¿No podría hacerte cambiar de opinión? ¿Ni aunque te prometiera el mundo entero?
–No, Pedro, no podrías. Y menos si me prometes el mundo entero.
–Entonces no me amas de verdad –gruñó apartándola de sí.
Y antes de que ella pudiera decir nada más, Pedro se marchó dando un portazo.
Paula esperó durante horas, pero él no regresó. Trató de llamarle, pero tenía el móvil apagado. Estaba claro que no quería hablar con ella. Paula no podía descansar, solo podía recorrer arriba y abajo el apartamento con la mente dándole vueltas.
Había sido cruel por su parte rechazar la proposición de Pedro de aquel modo el mismo día que había enterrado a su padre. Pero lo cierto era que había sido sincera. No podría llevar una vida así, y él no sería feliz con una esposa como ella. Vivían en mundos diferentes.
Finalmente, Paula tomó una dolorosa decisión. Hizo el equipaje, bajó y le pidió al portero que llamara a un taxi.
–Al aeropuerto, por favor –le pidió al conductor con voz rota.
Estuvo llorando durante todo el camino, y una vez en el aeropuerto le envió a Pedro un mensaje de explicación para pedirle perdón. No quería que se preocupara al no saber dónde estaba, pero tampoco quería que la siguiera. El avión la dejó en San Francisco, donde tuvo que tomar otro para volver a Sídney. Cuando llegó a Mascot estaba agotada y deprimida. Tomó el autobús que llevaba al aparcamiento de larga distancia, donde había dejado el coche, y condujo dos horas hasta llegar a su casa. Estaba completamente destrozada.
Su madre apareció en la puerta en cuestión de segundos.
–¡Paula! No esperaba que fueras tú. Estaba desayunando y he oído un coche. ¿Qué estás haciendo aquí tan pronto?
–No puedo hablar ahora, mamá. Quiero irme a la cama.
–¿No puedes darme una pista de lo que ha pasado? –preguntó Rosario mientras la seguía por las escaleras.
Paula se detuvo en el escalón de arriba.
–Si quieres saberlo, Pedro me ha dicho que me ama y quiere casarse conmigo y yo le he rechazado.
–¿Le has rechazado? –repitió Rosario con asombro.
–Es demasiado rico, mamá. No habría sido feliz. Tengo que irme a la cama –dijo con los ojos llenos una vez más de lágrimas.
Transcurrió una semana. Luego dos. Y luego tres.
Pedro no dio señales de vida, ni por teléfono, ni por correo electrónico ni en persona. Aquel domingo por la noche, Paula soñó que se casaba con Pedro en una playa australiana. Fue un sueño muy triste porque nunca se haría realidad. Dios, ¿cuándo lo superaría?
El lunes tenía que trabajar en la oficina. Desgraciadamente, no fue un día de mucha actividad, Paula tuvo tiempo de sobra para beber interminables tazas de café y pensar cosas deprimentes. Cuando dieron las doce, pensó que ya había sido suficiente. Se levantó del escritorio, decidida a distraerse con algo. Iría al cine a ver alguna comedia o una película de acción. Puso el contestador y se dirigió hacia la casa, donde encontró a su madre en la cocina guardando la compra.
–Mamá, creo que voy a ir al cine esta tarde, ¿te importa?
–En absoluto. Yo me encargaré de la oficina.
–Gracias, mamá.
Rosario Chaves vio a su hija alejarse lentamente y pensó que a Paula le iba a costar mucho olvidarse de Pedro. Una parte de ella se alegraba de que hubieran roto la relación; no podía soportar la idea de que su única hija se marchara a vivir a América. Pero tampoco podía soportar verla sufrir.
Suspiró, terminó de guardar la compra, se preparó un sándwich y un café y entró en la oficina. Almorzó y luego agarró el libro que tenía allí para cuando no hubiera mucha actividad. Apenas había leído un par de páginas cuando sonó el teléfono.
–Alquiler de coches Chaves–dijo con tono alegre.
–Hola, Rosario –respondió una voz con acento americano–. ¿Está Paula por ahí?
–No –replicó ella ansiosa–. No está en este momento. ¿Llamas desde Nueva York?
–No, Rosario. Estoy aparcado cerca de vuestra casa.
Oh, Dios. Había ido a buscar a su hija hasta allí.
–He intentado llamar a Paula varias veces, pero tiene el móvil apagado.
–Está en el cine. Necesitaba salir de aquí, Pedro. Ha estado muy triste desde que volvió de Nueva York. Me ha contado lo que pasó.
–Amo a tu hija, Rosario. Y tengo intención de casarme con ella.
A Rosario le sorprendió la firmeza de sus palabras.
–En ese caso, ¿por qué has tardado tanto en venir a por ella? –le espetó sin poder evitarlo.
–Necesitaba tiempo para cambiar mi vida de modo que aceptara mi proposición de matrimonio.
–¿Qué quieres decir? ¿En qué ha cambiado tu vida?
–Preferiría hablar de esto con Paula, si no te importa. Pero sí te diré que he venido a Australia para quedarme a vivir aquí. De forma permanente.
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 22
Aquello era peor que el infierno, se dijo Paula a eso de las cinco de la tarde del día siguiente. En primer lugar, había llovido toda la noche y se había quedado congelada tanto en la iglesia como en el cementerio. Se había puesto una chaqueta estilo Chanel a juego con la falda negra de crepé, el mismo conjunto con el que fue al funeral de su abuela.
Pero aunque era acolchado, no resultaba cálido. Se fijó en que todos los demás llevaban abrigo.
Entró un poco en calor en el camino de regreso desde el cementerio a la ciudad, aunque Pedro no dijo ni una palabra.
Sin duda debió de ser un trago duro ver cómo bajaba a la tierra el ataúd de su padre. Había apretado la mano de Paula con tanta fuerza que pensó que le iba a romper los dedos.
Ella no había sabido qué decir entonces para hacerle sentirse mejor, así que guardó silencio.
Pero aquello no fue nada comparado con el infierno que resultó ser el velatorio. Paula se había sentido intimidada desde que puso el pie en el apartamento del padre de Pedro, que parecía un mausoleo. Tal vez, si hubiera podido quedarse al lado de Pedro, habría sido capaz de lidiar mejor con aquello. Pero la gente no hacía más que apartarlo de su lado, hombres de traje oscuro con modales arrogantes y voces zalameras. Todo el mundo parecía querer estar cerca de él ahora que ya no era el heredero, sino el multimillonario.
Todo resultaba repugnante. Y deprimente.
Cuando el reloj de pared marcó las cinco de la tarde, Paula, desesperada, agarró una copa de vino de blanco de la bandeja que llevaba un camarero y se deslizó hacia uno de los muchos balcones con la esperanza de encontrar un poco de paz y de soledad.
Pero no iba a tener tanta suerte. Una rubia esbelta que había estado en el funeral mirando a Paula con ojos asesinos la siguió y salió al balcón detrás de ella.
–Vaya, hola –dijo la rubia–. Tú debes de ser la nueva novia de Pedro, de la que me habló por teléfono.
No hacía falta ser un genio para saber quién era la rubia.
Paula decidió que Anabela no era guapa. Pero resultaba atractiva, y su peinado estiloso, la piel lustrosa y el ajustado vestido negro de diseño hablaban a gritos del dinero que tenía. Sin duda eran diamantes de verdad lo que llevaba en las orejas.
Aunque Paula sabía que su conjunto no era de mala calidad, de pronto se lo pareció. Y anticuado.
–Hola –contestó negándose a sentirse intimidada–. Supongo que tú eres Anabela. Pedro me ha hablado también de ti.
La sonrisa de Anabela no resultaba en absoluto agradable.
–¿De veras? Pero apuesto a que no te ha contado las cosas que solíamos hacer.
Paula odiaba pensar que Pedro hubiera hecho con aquella persona lo mismo que con ella. Pero no tenía sentido pensar que no lo hubiera hecho.
–No se me ocurriría interrogarle sobre lo que hacía con sus anteriores novias –afirmó con frialdad–. El pasado es pasado.
La rubia se rio.
–En ese caso puede que te lleves alguna sorpresa, querida. Déjame decirte que, si tienes pensado casarte con él, te convendría interpretar un papel más conservador. Yo intenté acomodarme a sus sucios jueguecitos y al final no llegué a ningún lado. No es que me gustaran, pero una chica es capaz de hacer cualquier cosa cuando hay miles de millones en juego, ¿no crees?
–Eso parece.
Paula y Anabela se giraron al escuchar el sonido de la voz de Pedro.
Anabela se puso roja como un tomate mientras que Paula se lo quedó mirando.
–Es increíble de lo que se entera uno cuando acaba una relación –dijo Pedro mirando a Anabela–. Si hubiera sabido que tu padre estaba al borde de la bancarrota, habría entendido mejor tu repentina declaración de amor.
–Pedro, yo…
–Ahórratelo, Anabela –le espetó él.
–Ella no te ama –afirmó Anabela con amargura–. Solo quiere tu dinero, como tu madre buscaba el dinero de tu padre. Por el amor de Dios, mírala. Es una australiana vulgar. No es nadie.
Paula dio un paso adelante y le dio una bofetada a Anabela en la cara sin pararse a pensar.
–Sí que le amo –le aseguró a la asombrada rubia–. Y claro que soy alguien.
Anabela tenía la cara completamente roja, no solo la marca de la palma.
–Te voy a denunciar por agresión, zorra. Y a ti también, malnacido, por incumplimiento de promesa. Te haré pagar por haberme hecho perder todo ese tiempo contigo.
Pedro le dirigió una mirada gélida.
–Inténtalo, querida. Tengo miles de millones a mi disposición, ¿y tú qué tienes? Un padre arruinado y un trabajo sin futuro y mal pagado en una galería de arte.
Anabela abrió la boca para decir algo, pero entonces se dio la vuelta y salió de allí.
Pedro miró a Paula, que estaba bastante alterada por el desagradable incidente.
–¿Lo has dicho en serio? –le preguntó–. ¿De verdad me amas?
A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas.
–Por supuesto que sí. ¿Por qué crees que estoy aquí?
–Anabela acaba de decir que es por el dinero.
–Anabela es idiota. Y tú también si lo piensas.
–No lo pienso. Por eso te amo.
Paula le miró con la boca abierta y se echó a llorar. Pedro la estrechó entre sus brazos y le besó el pelo.
–Te amo –murmuró–. Y quiero casarme contigo.
Paula lloró todavía más. Porque, ¿cómo iba a casarse con aquel hombre y llevar aquella vida? Terminaría odiándole.
Cuando dejó de llorar y logró reunir el coraje necesario, se apartó de él y le miró con los ojos todavía húmedos.
–Te amo, Pedro –aseguró con voz temblorosa–. Mucho. Pero no puedo casarme contigo. Lo siento.
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 21
Los dos consiguieron dormir en el largo vuelo a Nueva York.
Y mejor así, porque en cuanto aterrizaron y les permitieron utilizar los móviles de nuevo, Pedro no dejó de hacer llamadas durante todo el trayecto hasta su apartamento.
Paula le puso a su madre un mensaje para decirle que habían llegado, pero se centró en lo que la rodeaba. Nunca había visto edificios tan altos, ni tanta gente ni tanto tráfico.
Sídney era pequeña comparada con Nueva York. Se contuvo para no babear al ver el Empire State. No estaba allí para hacer turismo, sino para acompañar a Pedro en aquel momento tan difícil para él.
Paula mantuvo un discreto silencio en el taxi. Cuando finalmente se detuvieron frente a un edificio de aspecto elegante, hizo lo posible por no decir nada que pudiera avergonzar a Pedro. Pero estaba muy impresionada, tanto por el botones uniformado que se hizo cargo del equipaje como por el portero que saludó a Pedro casi con reverencia.
El recibidor era igual de impresionante, con los suelos de mármol y un enorme arreglo floral sobre una mesa circular situada bajo una impresionante lámpara de araña. El guardia de seguridad que estaba tras el mostrador de la esquina saludó a Pedro con la cabeza mientras guiaba a Paula hacia la fila de ascensores situados a un lado.
–Todo está arreglado –dijo Pedro con sequedad cuando se cerraron las puertas del ascensor y se quedaron solos–. El funeral será mañana a las dos de la tarde, y después seguirá el velatorio de papá en su apartamento. El mío no es lo suficientemente grande como para albergar a tanta gente.
¿No era lo suficientemente grande?, pensó Paula asombrada mientras entraba en él. El salón principal era gigantesco, de techos altos y puertas que daban a grandes balcones. Las paredes estaban pintadas de blanco, lo que acentuaba la sensación de espaciosidad. Los cuadros que colgaban de ellas eran los más bonitos que Paula había visto en su vida. Los muebles eran sin duda muy caros, una mezcla ecléctica de objetos antiguos y modernos.
–Cielos, Pedro –dijo–. ¿Cuánta gente esperas que acuda al velatorio si este lugar no te parece suficientemente grande?
–Doscientas personas como mínimo –replicó él–. Mi padre tenía muchas relaciones de negocios.
–¿Y amigos y familia?
–De esos no tanto. Era hijo único. Tal vez tuviera primos en alguna parte, pero nunca mantuvo el contacto con ellos –Pedro sonrió sin ganas–. Tal vez aparezca también alguna antigua amante con la esperanza de que mi padre le haya dejado algo, pero me temo que se llevará una decepción. Me dijo hace poco que me lo iba a dejar todo a mí.
Pedro miró a Paula a los ojos al decir aquello, preguntándose si el hecho de que ahora fuera multimillonario cambiaría algo para ella. Aunque, sinceramente, le daba igual. La amaba y tenía intención de casarse con ella. Ahora entendía lo que su padre sintió cuando se declaró a su madre. El amor provocaba un efecto de ceguera.
Pero Paula no era en absoluto como su madre. De eso estaba seguro.
–Puede que también vaya Anabela –dijo pensando que debería advertir a Paula–. Su padre era socio del mío.
–No pasa nada –aseguró ella. Pero sí pasaba. Una parte de ella sentía curiosidad por conocer a Anabela. Aunque también podría haberse ahorrado la experiencia.
Sonó el timbre de la puerta. Era el portero, que les subía el equipaje.
–Déjelo dentro –le pidió Pedro sacando la cartera y ofreciéndole al hombre un billete.
–Había olvidado que aquí hay que darle propina a todo el mundo –dijo Paula cuando el portero se marchó. Qué distinto era aquel país de Australia.
–Más te vale –aseguró Pedro–. Sin propina no hay servicio. ¿Vas a quedarte conmigo en la habitación principal o prefieres estar en uno de los dormitorios de invitados?
–¿Dónde quieres tú que esté? –respondió Paula. Se sentía de pronto muy nerviosa.
–Conmigo, por supuesto.
–De acuerdo. Siempre y cuando no… ya sabes.
A Pedro se le ensombreció la mirada.
–No te preocupes. No estoy de humor para juegos y diversión en este momento, Paula.
–No, claro, por supuesto que no, yo solo… –dejó escapar un largo suspiro–. Lo siento. Ha sido una falta de delicadeza por mi parte. Entiendo cómo te sientes. Cuando mi abuela murió el año pasado, sentí como si me hubieran horadado el corazón con una cuchara. Lo tuyo tiene que ser peor todavía. Era tu padre.
Pedro la miró con ojos tristes.
–Creo que sabía que algo no iba bien. Dicen que a veces la gente tiene la premonición de que va a morir de un ataque al corazón aunque no sienta los síntomas.
–Sí, he oído que eso es verdad –dijo ella.
–Me llamó, ¿sabes? La noche antes de que fuéramos a Mudgee. No era propio de él llamar si no era para hablar de negocios. Pero charló conmigo. Y justo antes de colgar me pidió que le diera recuerdos a mi madre. En aquel momento me pareció un poco extraño. Ahora creo que es porque sabía que iba a morir y quería dejar atrás toda la antigua amargura.
Pedro exhaló un suspiro de tristeza.
–En el taxi le mandé un mensaje a mi madre para decirle que papá había muerto y me contestó diciendo que lo sentía mucho por mí pero que no iba a venir para el funeral. Sabía que no vendría, por eso hice todos los preparativos para mañana. Ella creía que mi padre la odiaba, pero se equivoca. Creo que en realidad la amaba.
–Sí. Por supuesto que sí –fue lo único que se le ocurrió decir a Paula.
Parecía que Pedro se iba a echar a llorar, pero aspiró con fuerza el aire y estiró la espina dorsal.
–Papá querría que fuera fuerte –afirmó.
Paula quiso decirle que las lágrimas no hacían débil a un hombre, pero sabía que sería una pérdida de tiempo. Su padre nunca había llorado delante de ella, y sus hermanos tampoco. Así eran muchos hombres.
–Voy a dejar esto en el dormitorio –dijo Pedro agarrando el equipaje y enfilando hacia el pasillo.
Paula le siguió con el corazón en un puño.
La habitación principal era magnífica, por supuesto.
Lujosamente decorada, con una inmensa cama de matrimonio y todo lo que se pudiera desear, incluida una pantalla plana de televisión encastrada en la pared frente a la cama. Pedro abrió la puerta de un vestidor que resultó ser más grande que la habitación de Paula. Ella trató de no quedarse boquiabierta mientras colgaba la ropa que iba a llevar en el funeral, pero el tamaño del vestidor de Pedro era impactante. ¿Cómo podía un hombre tener tantos trajes?
Paula terminó de deshacer el equipaje en silencio, agradecida de haber llevado su mejor y más nuevo camisón.
No le habría parecido bien llevar algo barato en un lugar así.
Era de seda blanca, adornado con encaje. El color casaba incluso con la habitación, donde no había ni un solo mueble de madera oscura.
–Supongo que te apetecerá darte una ducha después de un vuelo tan largo –sugirió Pedro–. Y no, no me uniré a ti, así que no tienes que preocuparte. Tampoco quiero salir a cenar esta noche. Pediré algo. ¿Te gusta la comida china o prefieres otra cosa?
–No, me encanta la comida china –aseguró Paula.
–Bien. Tómate tu tiempo en la ducha. O date un baño si lo prefieres.
Paula odiaba verle tan triste. Se acercó instintivamente a él y le rodeó con sus brazos, estrechándole con fuerza contra su cuerpo.
–Todo va a estar bien, Pedro –susurró.
Él la abrazó también durante un largo instante antes de zafarse de sus brazos y exhalar el más profundo de los suspiros.
–Querida y dulce Paula –dijo acariciándole suavemente la mejilla–. Tal vez todo llegue a estar bien. Con el tiempo. Mientras tanto, mañana va a ser un infierno.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)