jueves, 9 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 21




Los dos consiguieron dormir en el largo vuelo a Nueva York. 


Y mejor así, porque en cuanto aterrizaron y les permitieron utilizar los móviles de nuevo, Pedro no dejó de hacer llamadas durante todo el trayecto hasta su apartamento. 


Paula le puso a su madre un mensaje para decirle que habían llegado, pero se centró en lo que la rodeaba. Nunca había visto edificios tan altos, ni tanta gente ni tanto tráfico. 


Sídney era pequeña comparada con Nueva York. Se contuvo para no babear al ver el Empire State. No estaba allí para hacer turismo, sino para acompañar a Pedro en aquel momento tan difícil para él.


Paula mantuvo un discreto silencio en el taxi. Cuando finalmente se detuvieron frente a un edificio de aspecto elegante, hizo lo posible por no decir nada que pudiera avergonzar a Pedro. Pero estaba muy impresionada, tanto por el botones uniformado que se hizo cargo del equipaje como por el portero que saludó a Pedro casi con reverencia.


El recibidor era igual de impresionante, con los suelos de mármol y un enorme arreglo floral sobre una mesa circular situada bajo una impresionante lámpara de araña. El guardia de seguridad que estaba tras el mostrador de la esquina saludó a Pedro con la cabeza mientras guiaba a Paula hacia la fila de ascensores situados a un lado.


–Todo está arreglado –dijo Pedro con sequedad cuando se cerraron las puertas del ascensor y se quedaron solos–. El funeral será mañana a las dos de la tarde, y después seguirá el velatorio de papá en su apartamento. El mío no es lo suficientemente grande como para albergar a tanta gente.


¿No era lo suficientemente grande?, pensó Paula asombrada mientras entraba en él. El salón principal era gigantesco, de techos altos y puertas que daban a grandes balcones. Las paredes estaban pintadas de blanco, lo que acentuaba la sensación de espaciosidad. Los cuadros que colgaban de ellas eran los más bonitos que Paula había visto en su vida. Los muebles eran sin duda muy caros, una mezcla ecléctica de objetos antiguos y modernos.


–Cielos, Pedro –dijo–. ¿Cuánta gente esperas que acuda al velatorio si este lugar no te parece suficientemente grande?


–Doscientas personas como mínimo –replicó él–. Mi padre tenía muchas relaciones de negocios.


–¿Y amigos y familia?


–De esos no tanto. Era hijo único. Tal vez tuviera primos en alguna parte, pero nunca mantuvo el contacto con ellos –Pedro sonrió sin ganas–. Tal vez aparezca también alguna antigua amante con la esperanza de que mi padre le haya dejado algo, pero me temo que se llevará una decepción. Me dijo hace poco que me lo iba a dejar todo a mí.


Pedro miró a Paula a los ojos al decir aquello, preguntándose si el hecho de que ahora fuera multimillonario cambiaría algo para ella. Aunque, sinceramente, le daba igual. La amaba y tenía intención de casarse con ella. Ahora entendía lo que su padre sintió cuando se declaró a su madre. El amor provocaba un efecto de ceguera.


Pero Paula no era en absoluto como su madre. De eso estaba seguro.


–Puede que también vaya Anabela –dijo pensando que debería advertir a Paula–. Su padre era socio del mío.


–No pasa nada –aseguró ella. Pero sí pasaba. Una parte de ella sentía curiosidad por conocer a Anabela. Aunque también podría haberse ahorrado la experiencia.


Sonó el timbre de la puerta. Era el portero, que les subía el equipaje.


–Déjelo dentro –le pidió Pedro sacando la cartera y ofreciéndole al hombre un billete.


–Había olvidado que aquí hay que darle propina a todo el mundo –dijo Paula cuando el portero se marchó. Qué distinto era aquel país de Australia.


–Más te vale –aseguró Pedro–. Sin propina no hay servicio. ¿Vas a quedarte conmigo en la habitación principal o prefieres estar en uno de los dormitorios de invitados?


–¿Dónde quieres tú que esté? –respondió Paula. Se sentía de pronto muy nerviosa.


–Conmigo, por supuesto.


–De acuerdo. Siempre y cuando no… ya sabes.


Pedro se le ensombreció la mirada.


–No te preocupes. No estoy de humor para juegos y diversión en este momento, Paula.


–No, claro, por supuesto que no, yo solo… –dejó escapar un largo suspiro–. Lo siento. Ha sido una falta de delicadeza por mi parte. Entiendo cómo te sientes. Cuando mi abuela murió el año pasado, sentí como si me hubieran horadado el corazón con una cuchara. Lo tuyo tiene que ser peor todavía. Era tu padre.


Pedro la miró con ojos tristes.


–Creo que sabía que algo no iba bien. Dicen que a veces la gente tiene la premonición de que va a morir de un ataque al corazón aunque no sienta los síntomas.


–Sí, he oído que eso es verdad –dijo ella.


–Me llamó, ¿sabes? La noche antes de que fuéramos a Mudgee. No era propio de él llamar si no era para hablar de negocios. Pero charló conmigo. Y justo antes de colgar me pidió que le diera recuerdos a mi madre. En aquel momento me pareció un poco extraño. Ahora creo que es porque sabía que iba a morir y quería dejar atrás toda la antigua amargura.


Pedro exhaló un suspiro de tristeza.


–En el taxi le mandé un mensaje a mi madre para decirle que papá había muerto y me contestó diciendo que lo sentía mucho por mí pero que no iba a venir para el funeral. Sabía que no vendría, por eso hice todos los preparativos para mañana. Ella creía que mi padre la odiaba, pero se equivoca. Creo que en realidad la amaba.


–Sí. Por supuesto que sí –fue lo único que se le ocurrió decir a Paula.


Parecía que Pedro se iba a echar a llorar, pero aspiró con fuerza el aire y estiró la espina dorsal.


–Papá querría que fuera fuerte –afirmó.


Paula quiso decirle que las lágrimas no hacían débil a un hombre, pero sabía que sería una pérdida de tiempo. Su padre nunca había llorado delante de ella, y sus hermanos tampoco. Así eran muchos hombres.


–Voy a dejar esto en el dormitorio –dijo Pedro agarrando el equipaje y enfilando hacia el pasillo.


Paula le siguió con el corazón en un puño.


La habitación principal era magnífica, por supuesto. 


Lujosamente decorada, con una inmensa cama de matrimonio y todo lo que se pudiera desear, incluida una pantalla plana de televisión encastrada en la pared frente a la cama. Pedro abrió la puerta de un vestidor que resultó ser más grande que la habitación de Paula. Ella trató de no quedarse boquiabierta mientras colgaba la ropa que iba a llevar en el funeral, pero el tamaño del vestidor de Pedro era impactante. ¿Cómo podía un hombre tener tantos trajes?


Paula terminó de deshacer el equipaje en silencio, agradecida de haber llevado su mejor y más nuevo camisón. 


No le habría parecido bien llevar algo barato en un lugar así. 


Era de seda blanca, adornado con encaje. El color casaba incluso con la habitación, donde no había ni un solo mueble de madera oscura.


–Supongo que te apetecerá darte una ducha después de un vuelo tan largo –sugirió Pedro–. Y no, no me uniré a ti, así que no tienes que preocuparte. Tampoco quiero salir a cenar esta noche. Pediré algo. ¿Te gusta la comida china o prefieres otra cosa?


–No, me encanta la comida china –aseguró Paula.


–Bien. Tómate tu tiempo en la ducha. O date un baño si lo prefieres.


Paula odiaba verle tan triste. Se acercó instintivamente a él y le rodeó con sus brazos, estrechándole con fuerza contra su cuerpo.


–Todo va a estar bien, Pedro –susurró.


Él la abrazó también durante un largo instante antes de zafarse de sus brazos y exhalar el más profundo de los suspiros.


–Querida y dulce Paula –dijo acariciándole suavemente la mejilla–. Tal vez todo llegue a estar bien. Con el tiempo. Mientras tanto, mañana va a ser un infierno.





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