jueves, 9 de abril de 2015

CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 22





Aquello era peor que el infierno, se dijo Paula a eso de las cinco de la tarde del día siguiente. En primer lugar, había llovido toda la noche y se había quedado congelada tanto en la iglesia como en el cementerio. Se había puesto una chaqueta estilo Chanel a juego con la falda negra de crepé, el mismo conjunto con el que fue al funeral de su abuela. 
Pero aunque era acolchado, no resultaba cálido. Se fijó en que todos los demás llevaban abrigo.


Entró un poco en calor en el camino de regreso desde el cementerio a la ciudad, aunque Pedro no dijo ni una palabra. 


Sin duda debió de ser un trago duro ver cómo bajaba a la tierra el ataúd de su padre. Había apretado la mano de Paula con tanta fuerza que pensó que le iba a romper los dedos. 


Ella no había sabido qué decir entonces para hacerle sentirse mejor, así que guardó silencio.


Pero aquello no fue nada comparado con el infierno que resultó ser el velatorio. Paula se había sentido intimidada desde que puso el pie en el apartamento del padre de Pedro, que parecía un mausoleo. Tal vez, si hubiera podido quedarse al lado de Pedro, habría sido capaz de lidiar mejor con aquello. Pero la gente no hacía más que apartarlo de su lado, hombres de traje oscuro con modales arrogantes y voces zalameras. Todo el mundo parecía querer estar cerca de él ahora que ya no era el heredero, sino el multimillonario. 


Todo resultaba repugnante. Y deprimente.


Cuando el reloj de pared marcó las cinco de la tarde, Paula, desesperada, agarró una copa de vino de blanco de la bandeja que llevaba un camarero y se deslizó hacia uno de los muchos balcones con la esperanza de encontrar un poco de paz y de soledad.


Pero no iba a tener tanta suerte. Una rubia esbelta que había estado en el funeral mirando a Paula con ojos asesinos la siguió y salió al balcón detrás de ella.


–Vaya, hola –dijo la rubia–. Tú debes de ser la nueva novia de Pedro, de la que me habló por teléfono.


No hacía falta ser un genio para saber quién era la rubia.


Paula decidió que Anabela no era guapa. Pero resultaba atractiva, y su peinado estiloso, la piel lustrosa y el ajustado vestido negro de diseño hablaban a gritos del dinero que tenía. Sin duda eran diamantes de verdad lo que llevaba en las orejas.


Aunque Paula sabía que su conjunto no era de mala calidad, de pronto se lo pareció. Y anticuado.


–Hola –contestó negándose a sentirse intimidada–. Supongo que tú eres Anabela. Pedro me ha hablado también de ti.


La sonrisa de Anabela no resultaba en absoluto agradable.


–¿De veras? Pero apuesto a que no te ha contado las cosas que solíamos hacer.


Paula odiaba pensar que Pedro hubiera hecho con aquella persona lo mismo que con ella. Pero no tenía sentido pensar que no lo hubiera hecho.


–No se me ocurriría interrogarle sobre lo que hacía con sus anteriores novias –afirmó con frialdad–. El pasado es pasado.


La rubia se rio.


–En ese caso puede que te lleves alguna sorpresa, querida. Déjame decirte que, si tienes pensado casarte con él, te convendría interpretar un papel más conservador. Yo intenté acomodarme a sus sucios jueguecitos y al final no llegué a ningún lado. No es que me gustaran, pero una chica es capaz de hacer cualquier cosa cuando hay miles de millones en juego, ¿no crees?


–Eso parece.


Paula y Anabela se giraron al escuchar el sonido de la voz de Pedro.


Anabela se puso roja como un tomate mientras que Paula se lo quedó mirando.


–Es increíble de lo que se entera uno cuando acaba una relación –dijo Pedro mirando a Anabela–. Si hubiera sabido que tu padre estaba al borde de la bancarrota, habría entendido mejor tu repentina declaración de amor.


Pedro, yo…


–Ahórratelo, Anabela –le espetó él.


–Ella no te ama –afirmó Anabela con amargura–. Solo quiere tu dinero, como tu madre buscaba el dinero de tu padre. Por el amor de Dios, mírala. Es una australiana vulgar. No es nadie.


Paula dio un paso adelante y le dio una bofetada a Anabela en la cara sin pararse a pensar.


–Sí que le amo –le aseguró a la asombrada rubia–. Y claro que soy alguien.


Anabela tenía la cara completamente roja, no solo la marca de la palma.


–Te voy a denunciar por agresión, zorra. Y a ti también, malnacido, por incumplimiento de promesa. Te haré pagar por haberme hecho perder todo ese tiempo contigo.


Pedro le dirigió una mirada gélida.


–Inténtalo, querida. Tengo miles de millones a mi disposición, ¿y tú qué tienes? Un padre arruinado y un trabajo sin futuro y mal pagado en una galería de arte.


Anabela abrió la boca para decir algo, pero entonces se dio la vuelta y salió de allí.


Pedro miró a Paula, que estaba bastante alterada por el desagradable incidente.


–¿Lo has dicho en serio? –le preguntó–. ¿De verdad me amas?


A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas.


–Por supuesto que sí. ¿Por qué crees que estoy aquí?


–Anabela acaba de decir que es por el dinero.


–Anabela es idiota. Y tú también si lo piensas.


–No lo pienso. Por eso te amo.


Paula le miró con la boca abierta y se echó a llorar. Pedro la estrechó entre sus brazos y le besó el pelo.


–Te amo –murmuró–. Y quiero casarme contigo.


Paula lloró todavía más. Porque, ¿cómo iba a casarse con aquel hombre y llevar aquella vida? Terminaría odiándole.


Cuando dejó de llorar y logró reunir el coraje necesario, se apartó de él y le miró con los ojos todavía húmedos.


–Te amo, Pedro –aseguró con voz temblorosa–. Mucho. Pero no puedo casarme contigo. Lo siento.






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