jueves, 9 de abril de 2015
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 23
No entiendo por qué no quieres casarte conmigo –dijo Pedro cuando por fin volvió con Paula a su apartamento–. Si me amas como dices, ¿dónde está el problema? Diablos, Paula, puedo darte todo lo que quieras.
–Ese es el problema. No quiero lo que puedas darme. No quiero llevar este tipo de vida –aseguró señalando el apartamento–. Es demasiado. No tendríamos amigos de verdad. Ni tampoco nuestros hijos.
–Eso es ridículo. Yo tengo amigos de verdad.
–No, no los tienes. Esta noche no había allí ni una sola persona que fuera amiga de verdad. El único amigo que tienes es Andy en Australia, y eso es porque lo conociste antes de ser muy rico. Ser multimillonario implica no poder llevar una vida normal, Pedro. Y, si yo fuera tu esposa, tampoco podría. Querrías que fuera todo el tiempo a cenas y fiestas con gente que desprecio. Querrías que dejara de coser mi propia ropa, insistirías en que tuviera estilista y un diseñador de vestuario. Nuestros hijos tendrían niñeras y guardaespaldas y los enviaríamos a internados de niños ricos mientras nosotros nos quedamos en casa organizando fiestas. Lo siento, Pedro, pero eso no es lo que quiero para mis hijos. Ni para mí.
Pedro dejó de recorrer arriba y abajo el salón y la miró con tristeza.
–Estás hablando en serio, ¿verdad?
–Sí –afirmó Paula con el corazón destrozado.
Pedro soltó una palabrota, se acercó a ella y la apretó contra sí.
–¿No podría hacerte cambiar de opinión? ¿Ni aunque te prometiera el mundo entero?
–No, Pedro, no podrías. Y menos si me prometes el mundo entero.
–Entonces no me amas de verdad –gruñó apartándola de sí.
Y antes de que ella pudiera decir nada más, Pedro se marchó dando un portazo.
Paula esperó durante horas, pero él no regresó. Trató de llamarle, pero tenía el móvil apagado. Estaba claro que no quería hablar con ella. Paula no podía descansar, solo podía recorrer arriba y abajo el apartamento con la mente dándole vueltas.
Había sido cruel por su parte rechazar la proposición de Pedro de aquel modo el mismo día que había enterrado a su padre. Pero lo cierto era que había sido sincera. No podría llevar una vida así, y él no sería feliz con una esposa como ella. Vivían en mundos diferentes.
Finalmente, Paula tomó una dolorosa decisión. Hizo el equipaje, bajó y le pidió al portero que llamara a un taxi.
–Al aeropuerto, por favor –le pidió al conductor con voz rota.
Estuvo llorando durante todo el camino, y una vez en el aeropuerto le envió a Pedro un mensaje de explicación para pedirle perdón. No quería que se preocupara al no saber dónde estaba, pero tampoco quería que la siguiera. El avión la dejó en San Francisco, donde tuvo que tomar otro para volver a Sídney. Cuando llegó a Mascot estaba agotada y deprimida. Tomó el autobús que llevaba al aparcamiento de larga distancia, donde había dejado el coche, y condujo dos horas hasta llegar a su casa. Estaba completamente destrozada.
Su madre apareció en la puerta en cuestión de segundos.
–¡Paula! No esperaba que fueras tú. Estaba desayunando y he oído un coche. ¿Qué estás haciendo aquí tan pronto?
–No puedo hablar ahora, mamá. Quiero irme a la cama.
–¿No puedes darme una pista de lo que ha pasado? –preguntó Rosario mientras la seguía por las escaleras.
Paula se detuvo en el escalón de arriba.
–Si quieres saberlo, Pedro me ha dicho que me ama y quiere casarse conmigo y yo le he rechazado.
–¿Le has rechazado? –repitió Rosario con asombro.
–Es demasiado rico, mamá. No habría sido feliz. Tengo que irme a la cama –dijo con los ojos llenos una vez más de lágrimas.
Transcurrió una semana. Luego dos. Y luego tres.
Pedro no dio señales de vida, ni por teléfono, ni por correo electrónico ni en persona. Aquel domingo por la noche, Paula soñó que se casaba con Pedro en una playa australiana. Fue un sueño muy triste porque nunca se haría realidad. Dios, ¿cuándo lo superaría?
El lunes tenía que trabajar en la oficina. Desgraciadamente, no fue un día de mucha actividad, Paula tuvo tiempo de sobra para beber interminables tazas de café y pensar cosas deprimentes. Cuando dieron las doce, pensó que ya había sido suficiente. Se levantó del escritorio, decidida a distraerse con algo. Iría al cine a ver alguna comedia o una película de acción. Puso el contestador y se dirigió hacia la casa, donde encontró a su madre en la cocina guardando la compra.
–Mamá, creo que voy a ir al cine esta tarde, ¿te importa?
–En absoluto. Yo me encargaré de la oficina.
–Gracias, mamá.
Rosario Chaves vio a su hija alejarse lentamente y pensó que a Paula le iba a costar mucho olvidarse de Pedro. Una parte de ella se alegraba de que hubieran roto la relación; no podía soportar la idea de que su única hija se marchara a vivir a América. Pero tampoco podía soportar verla sufrir.
Suspiró, terminó de guardar la compra, se preparó un sándwich y un café y entró en la oficina. Almorzó y luego agarró el libro que tenía allí para cuando no hubiera mucha actividad. Apenas había leído un par de páginas cuando sonó el teléfono.
–Alquiler de coches Chaves–dijo con tono alegre.
–Hola, Rosario –respondió una voz con acento americano–. ¿Está Paula por ahí?
–No –replicó ella ansiosa–. No está en este momento. ¿Llamas desde Nueva York?
–No, Rosario. Estoy aparcado cerca de vuestra casa.
Oh, Dios. Había ido a buscar a su hija hasta allí.
–He intentado llamar a Paula varias veces, pero tiene el móvil apagado.
–Está en el cine. Necesitaba salir de aquí, Pedro. Ha estado muy triste desde que volvió de Nueva York. Me ha contado lo que pasó.
–Amo a tu hija, Rosario. Y tengo intención de casarme con ella.
A Rosario le sorprendió la firmeza de sus palabras.
–En ese caso, ¿por qué has tardado tanto en venir a por ella? –le espetó sin poder evitarlo.
–Necesitaba tiempo para cambiar mi vida de modo que aceptara mi proposición de matrimonio.
–¿Qué quieres decir? ¿En qué ha cambiado tu vida?
–Preferiría hablar de esto con Paula, si no te importa. Pero sí te diré que he venido a Australia para quedarme a vivir aquí. De forma permanente.
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