jueves, 9 de abril de 2015
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 23
No entiendo por qué no quieres casarte conmigo –dijo Pedro cuando por fin volvió con Paula a su apartamento–. Si me amas como dices, ¿dónde está el problema? Diablos, Paula, puedo darte todo lo que quieras.
–Ese es el problema. No quiero lo que puedas darme. No quiero llevar este tipo de vida –aseguró señalando el apartamento–. Es demasiado. No tendríamos amigos de verdad. Ni tampoco nuestros hijos.
–Eso es ridículo. Yo tengo amigos de verdad.
–No, no los tienes. Esta noche no había allí ni una sola persona que fuera amiga de verdad. El único amigo que tienes es Andy en Australia, y eso es porque lo conociste antes de ser muy rico. Ser multimillonario implica no poder llevar una vida normal, Pedro. Y, si yo fuera tu esposa, tampoco podría. Querrías que fuera todo el tiempo a cenas y fiestas con gente que desprecio. Querrías que dejara de coser mi propia ropa, insistirías en que tuviera estilista y un diseñador de vestuario. Nuestros hijos tendrían niñeras y guardaespaldas y los enviaríamos a internados de niños ricos mientras nosotros nos quedamos en casa organizando fiestas. Lo siento, Pedro, pero eso no es lo que quiero para mis hijos. Ni para mí.
Pedro dejó de recorrer arriba y abajo el salón y la miró con tristeza.
–Estás hablando en serio, ¿verdad?
–Sí –afirmó Paula con el corazón destrozado.
Pedro soltó una palabrota, se acercó a ella y la apretó contra sí.
–¿No podría hacerte cambiar de opinión? ¿Ni aunque te prometiera el mundo entero?
–No, Pedro, no podrías. Y menos si me prometes el mundo entero.
–Entonces no me amas de verdad –gruñó apartándola de sí.
Y antes de que ella pudiera decir nada más, Pedro se marchó dando un portazo.
Paula esperó durante horas, pero él no regresó. Trató de llamarle, pero tenía el móvil apagado. Estaba claro que no quería hablar con ella. Paula no podía descansar, solo podía recorrer arriba y abajo el apartamento con la mente dándole vueltas.
Había sido cruel por su parte rechazar la proposición de Pedro de aquel modo el mismo día que había enterrado a su padre. Pero lo cierto era que había sido sincera. No podría llevar una vida así, y él no sería feliz con una esposa como ella. Vivían en mundos diferentes.
Finalmente, Paula tomó una dolorosa decisión. Hizo el equipaje, bajó y le pidió al portero que llamara a un taxi.
–Al aeropuerto, por favor –le pidió al conductor con voz rota.
Estuvo llorando durante todo el camino, y una vez en el aeropuerto le envió a Pedro un mensaje de explicación para pedirle perdón. No quería que se preocupara al no saber dónde estaba, pero tampoco quería que la siguiera. El avión la dejó en San Francisco, donde tuvo que tomar otro para volver a Sídney. Cuando llegó a Mascot estaba agotada y deprimida. Tomó el autobús que llevaba al aparcamiento de larga distancia, donde había dejado el coche, y condujo dos horas hasta llegar a su casa. Estaba completamente destrozada.
Su madre apareció en la puerta en cuestión de segundos.
–¡Paula! No esperaba que fueras tú. Estaba desayunando y he oído un coche. ¿Qué estás haciendo aquí tan pronto?
–No puedo hablar ahora, mamá. Quiero irme a la cama.
–¿No puedes darme una pista de lo que ha pasado? –preguntó Rosario mientras la seguía por las escaleras.
Paula se detuvo en el escalón de arriba.
–Si quieres saberlo, Pedro me ha dicho que me ama y quiere casarse conmigo y yo le he rechazado.
–¿Le has rechazado? –repitió Rosario con asombro.
–Es demasiado rico, mamá. No habría sido feliz. Tengo que irme a la cama –dijo con los ojos llenos una vez más de lágrimas.
Transcurrió una semana. Luego dos. Y luego tres.
Pedro no dio señales de vida, ni por teléfono, ni por correo electrónico ni en persona. Aquel domingo por la noche, Paula soñó que se casaba con Pedro en una playa australiana. Fue un sueño muy triste porque nunca se haría realidad. Dios, ¿cuándo lo superaría?
El lunes tenía que trabajar en la oficina. Desgraciadamente, no fue un día de mucha actividad, Paula tuvo tiempo de sobra para beber interminables tazas de café y pensar cosas deprimentes. Cuando dieron las doce, pensó que ya había sido suficiente. Se levantó del escritorio, decidida a distraerse con algo. Iría al cine a ver alguna comedia o una película de acción. Puso el contestador y se dirigió hacia la casa, donde encontró a su madre en la cocina guardando la compra.
–Mamá, creo que voy a ir al cine esta tarde, ¿te importa?
–En absoluto. Yo me encargaré de la oficina.
–Gracias, mamá.
Rosario Chaves vio a su hija alejarse lentamente y pensó que a Paula le iba a costar mucho olvidarse de Pedro. Una parte de ella se alegraba de que hubieran roto la relación; no podía soportar la idea de que su única hija se marchara a vivir a América. Pero tampoco podía soportar verla sufrir.
Suspiró, terminó de guardar la compra, se preparó un sándwich y un café y entró en la oficina. Almorzó y luego agarró el libro que tenía allí para cuando no hubiera mucha actividad. Apenas había leído un par de páginas cuando sonó el teléfono.
–Alquiler de coches Chaves–dijo con tono alegre.
–Hola, Rosario –respondió una voz con acento americano–. ¿Está Paula por ahí?
–No –replicó ella ansiosa–. No está en este momento. ¿Llamas desde Nueva York?
–No, Rosario. Estoy aparcado cerca de vuestra casa.
Oh, Dios. Había ido a buscar a su hija hasta allí.
–He intentado llamar a Paula varias veces, pero tiene el móvil apagado.
–Está en el cine. Necesitaba salir de aquí, Pedro. Ha estado muy triste desde que volvió de Nueva York. Me ha contado lo que pasó.
–Amo a tu hija, Rosario. Y tengo intención de casarme con ella.
A Rosario le sorprendió la firmeza de sus palabras.
–En ese caso, ¿por qué has tardado tanto en venir a por ella? –le espetó sin poder evitarlo.
–Necesitaba tiempo para cambiar mi vida de modo que aceptara mi proposición de matrimonio.
–¿Qué quieres decir? ¿En qué ha cambiado tu vida?
–Preferiría hablar de esto con Paula, si no te importa. Pero sí te diré que he venido a Australia para quedarme a vivir aquí. De forma permanente.
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 22
Aquello era peor que el infierno, se dijo Paula a eso de las cinco de la tarde del día siguiente. En primer lugar, había llovido toda la noche y se había quedado congelada tanto en la iglesia como en el cementerio. Se había puesto una chaqueta estilo Chanel a juego con la falda negra de crepé, el mismo conjunto con el que fue al funeral de su abuela.
Pero aunque era acolchado, no resultaba cálido. Se fijó en que todos los demás llevaban abrigo.
Entró un poco en calor en el camino de regreso desde el cementerio a la ciudad, aunque Pedro no dijo ni una palabra.
Sin duda debió de ser un trago duro ver cómo bajaba a la tierra el ataúd de su padre. Había apretado la mano de Paula con tanta fuerza que pensó que le iba a romper los dedos.
Ella no había sabido qué decir entonces para hacerle sentirse mejor, así que guardó silencio.
Pero aquello no fue nada comparado con el infierno que resultó ser el velatorio. Paula se había sentido intimidada desde que puso el pie en el apartamento del padre de Pedro, que parecía un mausoleo. Tal vez, si hubiera podido quedarse al lado de Pedro, habría sido capaz de lidiar mejor con aquello. Pero la gente no hacía más que apartarlo de su lado, hombres de traje oscuro con modales arrogantes y voces zalameras. Todo el mundo parecía querer estar cerca de él ahora que ya no era el heredero, sino el multimillonario.
Todo resultaba repugnante. Y deprimente.
Cuando el reloj de pared marcó las cinco de la tarde, Paula, desesperada, agarró una copa de vino de blanco de la bandeja que llevaba un camarero y se deslizó hacia uno de los muchos balcones con la esperanza de encontrar un poco de paz y de soledad.
Pero no iba a tener tanta suerte. Una rubia esbelta que había estado en el funeral mirando a Paula con ojos asesinos la siguió y salió al balcón detrás de ella.
–Vaya, hola –dijo la rubia–. Tú debes de ser la nueva novia de Pedro, de la que me habló por teléfono.
No hacía falta ser un genio para saber quién era la rubia.
Paula decidió que Anabela no era guapa. Pero resultaba atractiva, y su peinado estiloso, la piel lustrosa y el ajustado vestido negro de diseño hablaban a gritos del dinero que tenía. Sin duda eran diamantes de verdad lo que llevaba en las orejas.
Aunque Paula sabía que su conjunto no era de mala calidad, de pronto se lo pareció. Y anticuado.
–Hola –contestó negándose a sentirse intimidada–. Supongo que tú eres Anabela. Pedro me ha hablado también de ti.
La sonrisa de Anabela no resultaba en absoluto agradable.
–¿De veras? Pero apuesto a que no te ha contado las cosas que solíamos hacer.
Paula odiaba pensar que Pedro hubiera hecho con aquella persona lo mismo que con ella. Pero no tenía sentido pensar que no lo hubiera hecho.
–No se me ocurriría interrogarle sobre lo que hacía con sus anteriores novias –afirmó con frialdad–. El pasado es pasado.
La rubia se rio.
–En ese caso puede que te lleves alguna sorpresa, querida. Déjame decirte que, si tienes pensado casarte con él, te convendría interpretar un papel más conservador. Yo intenté acomodarme a sus sucios jueguecitos y al final no llegué a ningún lado. No es que me gustaran, pero una chica es capaz de hacer cualquier cosa cuando hay miles de millones en juego, ¿no crees?
–Eso parece.
Paula y Anabela se giraron al escuchar el sonido de la voz de Pedro.
Anabela se puso roja como un tomate mientras que Paula se lo quedó mirando.
–Es increíble de lo que se entera uno cuando acaba una relación –dijo Pedro mirando a Anabela–. Si hubiera sabido que tu padre estaba al borde de la bancarrota, habría entendido mejor tu repentina declaración de amor.
–Pedro, yo…
–Ahórratelo, Anabela –le espetó él.
–Ella no te ama –afirmó Anabela con amargura–. Solo quiere tu dinero, como tu madre buscaba el dinero de tu padre. Por el amor de Dios, mírala. Es una australiana vulgar. No es nadie.
Paula dio un paso adelante y le dio una bofetada a Anabela en la cara sin pararse a pensar.
–Sí que le amo –le aseguró a la asombrada rubia–. Y claro que soy alguien.
Anabela tenía la cara completamente roja, no solo la marca de la palma.
–Te voy a denunciar por agresión, zorra. Y a ti también, malnacido, por incumplimiento de promesa. Te haré pagar por haberme hecho perder todo ese tiempo contigo.
Pedro le dirigió una mirada gélida.
–Inténtalo, querida. Tengo miles de millones a mi disposición, ¿y tú qué tienes? Un padre arruinado y un trabajo sin futuro y mal pagado en una galería de arte.
Anabela abrió la boca para decir algo, pero entonces se dio la vuelta y salió de allí.
Pedro miró a Paula, que estaba bastante alterada por el desagradable incidente.
–¿Lo has dicho en serio? –le preguntó–. ¿De verdad me amas?
A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas.
–Por supuesto que sí. ¿Por qué crees que estoy aquí?
–Anabela acaba de decir que es por el dinero.
–Anabela es idiota. Y tú también si lo piensas.
–No lo pienso. Por eso te amo.
Paula le miró con la boca abierta y se echó a llorar. Pedro la estrechó entre sus brazos y le besó el pelo.
–Te amo –murmuró–. Y quiero casarme contigo.
Paula lloró todavía más. Porque, ¿cómo iba a casarse con aquel hombre y llevar aquella vida? Terminaría odiándole.
Cuando dejó de llorar y logró reunir el coraje necesario, se apartó de él y le miró con los ojos todavía húmedos.
–Te amo, Pedro –aseguró con voz temblorosa–. Mucho. Pero no puedo casarme contigo. Lo siento.
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 21
Los dos consiguieron dormir en el largo vuelo a Nueva York.
Y mejor así, porque en cuanto aterrizaron y les permitieron utilizar los móviles de nuevo, Pedro no dejó de hacer llamadas durante todo el trayecto hasta su apartamento.
Paula le puso a su madre un mensaje para decirle que habían llegado, pero se centró en lo que la rodeaba. Nunca había visto edificios tan altos, ni tanta gente ni tanto tráfico.
Sídney era pequeña comparada con Nueva York. Se contuvo para no babear al ver el Empire State. No estaba allí para hacer turismo, sino para acompañar a Pedro en aquel momento tan difícil para él.
Paula mantuvo un discreto silencio en el taxi. Cuando finalmente se detuvieron frente a un edificio de aspecto elegante, hizo lo posible por no decir nada que pudiera avergonzar a Pedro. Pero estaba muy impresionada, tanto por el botones uniformado que se hizo cargo del equipaje como por el portero que saludó a Pedro casi con reverencia.
El recibidor era igual de impresionante, con los suelos de mármol y un enorme arreglo floral sobre una mesa circular situada bajo una impresionante lámpara de araña. El guardia de seguridad que estaba tras el mostrador de la esquina saludó a Pedro con la cabeza mientras guiaba a Paula hacia la fila de ascensores situados a un lado.
–Todo está arreglado –dijo Pedro con sequedad cuando se cerraron las puertas del ascensor y se quedaron solos–. El funeral será mañana a las dos de la tarde, y después seguirá el velatorio de papá en su apartamento. El mío no es lo suficientemente grande como para albergar a tanta gente.
¿No era lo suficientemente grande?, pensó Paula asombrada mientras entraba en él. El salón principal era gigantesco, de techos altos y puertas que daban a grandes balcones. Las paredes estaban pintadas de blanco, lo que acentuaba la sensación de espaciosidad. Los cuadros que colgaban de ellas eran los más bonitos que Paula había visto en su vida. Los muebles eran sin duda muy caros, una mezcla ecléctica de objetos antiguos y modernos.
–Cielos, Pedro –dijo–. ¿Cuánta gente esperas que acuda al velatorio si este lugar no te parece suficientemente grande?
–Doscientas personas como mínimo –replicó él–. Mi padre tenía muchas relaciones de negocios.
–¿Y amigos y familia?
–De esos no tanto. Era hijo único. Tal vez tuviera primos en alguna parte, pero nunca mantuvo el contacto con ellos –Pedro sonrió sin ganas–. Tal vez aparezca también alguna antigua amante con la esperanza de que mi padre le haya dejado algo, pero me temo que se llevará una decepción. Me dijo hace poco que me lo iba a dejar todo a mí.
Pedro miró a Paula a los ojos al decir aquello, preguntándose si el hecho de que ahora fuera multimillonario cambiaría algo para ella. Aunque, sinceramente, le daba igual. La amaba y tenía intención de casarse con ella. Ahora entendía lo que su padre sintió cuando se declaró a su madre. El amor provocaba un efecto de ceguera.
Pero Paula no era en absoluto como su madre. De eso estaba seguro.
–Puede que también vaya Anabela –dijo pensando que debería advertir a Paula–. Su padre era socio del mío.
–No pasa nada –aseguró ella. Pero sí pasaba. Una parte de ella sentía curiosidad por conocer a Anabela. Aunque también podría haberse ahorrado la experiencia.
Sonó el timbre de la puerta. Era el portero, que les subía el equipaje.
–Déjelo dentro –le pidió Pedro sacando la cartera y ofreciéndole al hombre un billete.
–Había olvidado que aquí hay que darle propina a todo el mundo –dijo Paula cuando el portero se marchó. Qué distinto era aquel país de Australia.
–Más te vale –aseguró Pedro–. Sin propina no hay servicio. ¿Vas a quedarte conmigo en la habitación principal o prefieres estar en uno de los dormitorios de invitados?
–¿Dónde quieres tú que esté? –respondió Paula. Se sentía de pronto muy nerviosa.
–Conmigo, por supuesto.
–De acuerdo. Siempre y cuando no… ya sabes.
A Pedro se le ensombreció la mirada.
–No te preocupes. No estoy de humor para juegos y diversión en este momento, Paula.
–No, claro, por supuesto que no, yo solo… –dejó escapar un largo suspiro–. Lo siento. Ha sido una falta de delicadeza por mi parte. Entiendo cómo te sientes. Cuando mi abuela murió el año pasado, sentí como si me hubieran horadado el corazón con una cuchara. Lo tuyo tiene que ser peor todavía. Era tu padre.
Pedro la miró con ojos tristes.
–Creo que sabía que algo no iba bien. Dicen que a veces la gente tiene la premonición de que va a morir de un ataque al corazón aunque no sienta los síntomas.
–Sí, he oído que eso es verdad –dijo ella.
–Me llamó, ¿sabes? La noche antes de que fuéramos a Mudgee. No era propio de él llamar si no era para hablar de negocios. Pero charló conmigo. Y justo antes de colgar me pidió que le diera recuerdos a mi madre. En aquel momento me pareció un poco extraño. Ahora creo que es porque sabía que iba a morir y quería dejar atrás toda la antigua amargura.
Pedro exhaló un suspiro de tristeza.
–En el taxi le mandé un mensaje a mi madre para decirle que papá había muerto y me contestó diciendo que lo sentía mucho por mí pero que no iba a venir para el funeral. Sabía que no vendría, por eso hice todos los preparativos para mañana. Ella creía que mi padre la odiaba, pero se equivoca. Creo que en realidad la amaba.
–Sí. Por supuesto que sí –fue lo único que se le ocurrió decir a Paula.
Parecía que Pedro se iba a echar a llorar, pero aspiró con fuerza el aire y estiró la espina dorsal.
–Papá querría que fuera fuerte –afirmó.
Paula quiso decirle que las lágrimas no hacían débil a un hombre, pero sabía que sería una pérdida de tiempo. Su padre nunca había llorado delante de ella, y sus hermanos tampoco. Así eran muchos hombres.
–Voy a dejar esto en el dormitorio –dijo Pedro agarrando el equipaje y enfilando hacia el pasillo.
Paula le siguió con el corazón en un puño.
La habitación principal era magnífica, por supuesto.
Lujosamente decorada, con una inmensa cama de matrimonio y todo lo que se pudiera desear, incluida una pantalla plana de televisión encastrada en la pared frente a la cama. Pedro abrió la puerta de un vestidor que resultó ser más grande que la habitación de Paula. Ella trató de no quedarse boquiabierta mientras colgaba la ropa que iba a llevar en el funeral, pero el tamaño del vestidor de Pedro era impactante. ¿Cómo podía un hombre tener tantos trajes?
Paula terminó de deshacer el equipaje en silencio, agradecida de haber llevado su mejor y más nuevo camisón.
No le habría parecido bien llevar algo barato en un lugar así.
Era de seda blanca, adornado con encaje. El color casaba incluso con la habitación, donde no había ni un solo mueble de madera oscura.
–Supongo que te apetecerá darte una ducha después de un vuelo tan largo –sugirió Pedro–. Y no, no me uniré a ti, así que no tienes que preocuparte. Tampoco quiero salir a cenar esta noche. Pediré algo. ¿Te gusta la comida china o prefieres otra cosa?
–No, me encanta la comida china –aseguró Paula.
–Bien. Tómate tu tiempo en la ducha. O date un baño si lo prefieres.
Paula odiaba verle tan triste. Se acercó instintivamente a él y le rodeó con sus brazos, estrechándole con fuerza contra su cuerpo.
–Todo va a estar bien, Pedro –susurró.
Él la abrazó también durante un largo instante antes de zafarse de sus brazos y exhalar el más profundo de los suspiros.
–Querida y dulce Paula –dijo acariciándole suavemente la mejilla–. Tal vez todo llegue a estar bien. Con el tiempo. Mientras tanto, mañana va a ser un infierno.
miércoles, 8 de abril de 2015
CONDUCIENDO AL AMOR: CAPITULO 20
Pedro estaba ayudando a Armando con la barbacoa cuando Paula se unió a ellos llevando en brazos un enorme gato blanco y negro.
–No le estarás sirviendo demasiada cerveza a Pedro, ¿verdad, papá? –dijo Paula con un tono cariñoso que Pedro no se imaginaba utilizando con su propio padre.
Ni con su madre tampoco. Pensaba que tenía una buena relación con los dos, pero al ver a Paula interactuar con sus padres se había dado cuenta de muchas cosas.
Y también al verla con el resto de su familia. Era cálida con ellos, cariñosa y considerada, cuando llegaron les preguntó cómo estaban con auténtico interés. Pedro vio que los quería mucho, y ellos también a ella. Los niños la rodeaban intentando llamar su atención. Incluso el gato la quería.
–Los chicos quieren que Pedro juegue al críquet con los niños y con ellos –dijo Paula–. Yo ocuparé su lugar aquí –se ofreció antes de dejar al gato en el suelo.
–¿Sabes jugar al críquet? –preguntó Armando mientras Paula se hacía con el tenedor para dar la vuelta a la carne–. No es un deporte muy popular en América.
Pedro sonrió. Había sido capitán del equipo de su escuela, pero sería mejor no mencionarlo para no parecer presumido.
–No olvides que he estudiado en un internado australiano, Armando. Allí los deportes son esenciales. Jugábamos al fútbol en invierno y al críquet en verano.
–De acuerdo, pues entonces ve. Pero procura no lanzar la bola hacia aquellos matorrales. He perdido la cuenta de todas las que hemos perdido a lo largo de los años.
Pedro se mordió la lengua. No tenía necesidad de hacerse el listillo.
Paula vio cómo Pedro se alejaba con una sonrisa en los labios. Estaba segura de que Pedro jugaría de maravilla al críquet, porque era excelente en todo lo que hacía. Era un hombre excepcional con grandes habilidades sociales.
Todavía estaba asombrada de cómo había sabido por instinto de qué hablar con cada uno de los miembros de la familia. Habló de coches con su padre, de deportes con sus hermanos y de avances tecnológicos con sus inteligentes cuñadas. No mencionó su riqueza en ningún momento ni adquirió el papel de invitado de honor. Se mostró encantado de ayudar con la comida y de beber cerveza. Paula imaginó que su vida social en Nueva York sería muy distinta. Iría a restaurantes elegantes y a fiestas glamurosas donde comería caviar y bebería el champán más caro. Paula frunció el ceño. Ella no se sentiría cómoda con aquel tipo de vida. Era una chica sencilla con ilusiones sencillas, como el amor, el matrimonio y la familia. No estaba hecha para la gran vida.
Aquellos pensamientos renovaron su decisión de no ir a Nueva York con él, si es que volvía a pedírselo.
La barbacoa terminó pronto porque los niños más pequeños estaban cansados y los mayores tenían que ir al colegio al día siguiente. Sin embargo, Pedro parecía reacio a marcharse. Ayudó a recoger y se tomó una última cerveza con su padre. Cuando Paula consiguió por fin sacarlo de allí eran ya más de las diez.
–Tienes una familia maravillosa, Paula –fue lo primero que le dijo en el camino hacia Blue Blay–. Eres muy afortunada.
–Sí, lo soy –reconoció ella–. Por cierto, mi madre sabe lo nuestro.
Pedro giró la cabeza en su dirección.
–¿Se lo has contado?
–No, lo ha adivinado. Como te dije, es muy intuitiva. Pero no conoce los detalles, solo sabe que hemos tenido relaciones sexuales.
–Entonces está bien. Así no se preocupará si llegas tarde a casa.
–Seguirá preocupándose, ese es el trabajo de las madres. Sinceramente, me sorprende que se haya tomado con tanta calma que me acueste contigo.
–Porque sabe que soy un buen tipo.
–No creo que sea por eso. Bueno, esta noche no voy a quedarme contigo, Pedro –afirmó Paula, decidida a no dejarse seducir por él. Una vez más–. Te dejaré y me iré directamente a casa.
–Me parece justo.
Paula parpadeó, sorprendida por la facilidad con que había aceptado su postura. Tal vez estuviera cansado. Sí, seguramente sería eso. Había sido un fin de semana agotador.
Cuando aparcó en la entrada, Paula se bajó, abrió el maletero para sacar el equipaje y sí, le dejó darle un beso de buenas noches. Resultó no ser un beso muy largo porque ambos alzaron la cabeza cuando sonó el móvil de Pedro. Él frunció el ceño, lo sacó del bolsillo y se quedó mirando la pantalla.
–Maldición –murmuró–. Es Anabela.
–¿No vas a contestar? –preguntó Paula tratando de disimular lo mal que se sentía de pronto.
–Debería hacerlo –aseguró él–. Tiene que saber cuanto antes que lo nuestro ha terminado.
Se llevó el móvil a la oreja.
–Hola, Anabela. Creí que habías dicho que no nos pondríamos en contacto hasta que yo volviera.
Paula se quedó allí de pie escuchándole hablar con un nudo creciente en el estómago.
–¿Qué? –dijo de pronto Pedro–. ¿Cómo has dicho?
Paula observó cómo Pedro perdía de pronto su brillo normal.
Se puso pálido como la cera. Lo que Anabela le estuviera diciendo debía de ser algo terrible.
–No, no –murmuró con voz entrecortada–. Volveré a casa enseguida. Dile a la funeraria que lo retrase todo hasta que yo llegue y me pueda encargar de todo.
A Paula se le cayó el alma a los pies. Su padre debía de haber muerto. Oh, Dios, pobre Pedro…
–No, no quiero que me ayudes –estaba diciendo ahora con voz otra vez controlada–. No, Anabela, tampoco quiero casarme contigo. Lo siento, pero he conocido a otra persona. Sí, una chica australiana… sí, sí –dijo mirando a Paula directamente a los ojos–. Voy a llevarla a casa conmigo.
Paula se quedó boquiabierta. Así seguía cuando Pedro se guardó el móvil en el bolsillo.
–Por favor, no digas que no, Paula. Mi padre murió anoche de un ataque al corazón. No puedo enterrarle yo solo –dijo roto de dolor.
A Paula se le rompió el corazón al ver el dolor de su rostro.
Aunque hubiera decidido no ir a Nueva York con él si volvía a pedírselo, a esto diría que sí. ¿Cómo iba a darle la espalda al hombre que amaba en su momento más vulnerable?
Porque por supuesto que le amaba. No podía seguir negándolo. Al menos a sí misma.
–Sí, por supuesto que iré contigo –aseguró con dulzura.
–Gracias. No sé qué habría hecho si me hubieras dicho que no. Necesito a alguien que me importe a mi lado, Pau. Si tú estás conmigo, lo superaré.
Paula contuvo el aliento al escuchar sus palabras.
–¿De verdad te importo, Pedro?
–Por supuesto que sí. Yo también te importo, ¿verdad? Me niego a pensar que estás conmigo solo por el sexo.
–¡Por supuesto que no! –le espetó ella, sorprendida de que pudiera pensar semejante cosa.
Pedro dejó escapar un largo suspiro.
–Eso es un alivio. Entremos y hagamos planes.
El apartamento de su madre era tal y como Paula imaginaba.
Muy espacioso y moderno, con grandes ventanales, pulidos suelos de madera y muebles italianos.
–Yo sacaré los billetes mientras tú llamas a tus padres –dijo Pedro–. Tienes el pasaporte en regla, ¿verdad?
–Sí –confirmó Paula.
–Bien. Yo llamaré a la aerolínea desde la cocina. Tú quédate aquí.
La madre de Paula contestó al segundo tono con voz ansiosa.
–¿Qué ocurre, Paula? ¿Has tenido un accidente?
–No, mamá –le contó lo que había pasado.
–¿Y vas a irte a Nueva York con él? –preguntó su madre asombrada.
–Sí, mamá, en cuanto Pedro saque los billetes. Está llamando ahora mismo a la aerolínea.
–Pero apenas lo conoces, Paula.
–Lo conozco mejor de lo que nunca conocí a Guillermo.
–Lo amas, ¿verdad?
–Sí, mamá. Lo amo.
–¿Y él a ti?
–No estoy segura.
–¿Eres consciente de que al morir su padre se convertirá en un hombre muy rico?
–Sí, mamá. No soy idiota.
–Pero…
–Ya hablaremos cuando vuelva, mamá –dijo cuando Pedro entró otra vez en el salón–. Tengo que irme. ¿Y bien? –le preguntó.
–Nuestro vuelo sale mañana a primera hora. Tendremos que salir de aquí sobre las cuatro para estar allí a tiempo. Pero podemos dormir en el avión. Volamos en primera clase.
Primera clase, pensó Paula sin entusiasmo. Nunca había volado en primera clase. Pero seguramente Pedro lo hacía constantemente.
–¿Qué ropa me llevo? –preguntó tratando de ser práctica a pesar de la creciente preocupación.
–Algo negro para el funeral, supongo. En Nueva York hace fresco, así que asegúrate de llevar una chaqueta. Aparte de eso, pantalones, camisetas y un vestido para salir de noche. Si necesitas algo más, te lo puedo comprar.
Paula reconoció que podría permitirse comprarle cualquier cosa que necesitara ahora que era multimillonario. Pero no quería que lo hiciera. No quería que pensara que podía comprarla a ella también.
¿En calidad de qué se suponía que iba a estar a su lado?
¿Novia o amante?
–¿Cuánto tiempo vas a querer que me quede? –preguntó haciendo lo posible por parecer despreocupada.
«Para siempre», pensó Pedro. Pero sabía que era demasiado pronto para decir aquello. Demasiado pronto para decirle que la amaba. Ahora lamentaba habérselo confesado a Anabela. Seguro que iría al velatorio, y tal vez dijera algo.
Bueno, pues lástima si lo hacía. Era la verdad.
–Todo el tiempo que quieras –respondió.
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